Sancho Panza, filósofo de la sensatez

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 19/26-10-1974

por ALEJANDRO SELA

HARÁ unos veinte años llegó a mis manos un libro con este título, Biografía de Sancho Panza. Su autor, Hipólito Romero Flores, profesor de Filosofía.

Este libro me entusiasmó. Y lo leo con frecuencia. La personalidad de Sancho Panza aparece estudiada y analizada con aguda y penetrante hondura. Y gran clarividencia.

Sancho, como figura literaria, siempre me interesó mucho. Y es que, en todo, la gente del campo me ha despertado las mejores simpatías. Y en todo tiempo. Sancho era un hombre del campo. Y yo su “compañero”.

En el Quijote se dice que “cada uno es como Dios lo hizo, y aún peor muchas veces”. O sea – así lo entiendo yo – que es Dios quien hace a los hombres, y no la Universidad ni las escuelas especiales.

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Antes que Romero Flores ya destacó la gran personalidad de Sancho el hispanista francés Jean Camp. Este dijo: “Su corazón es el establo de Belén, donde se apacientan las humildes virtudes de los pobres: confianza, sinceridad, rectitud, adhesión… Jamás ha traicionado a nadie… Su alma es límpida como un estanque de aguas claras. Sus ojos son los de un niño. Sus miradas no han sido mancilladas por nada”.

Romero Flores, con habilidad y conocimiento, nos lleva a la creencia de que Sancho es el filósofo de la sensatez: “Sancho por sus pensares, sus decires y sus haceres es un filósofo; un pequeño filósofo, si se quiere; mas en todo caso un hombre de pensamiento agudo que interpreta debidamente su mundo interior y el mundo que le rodea, sabiendo y adivinando que este último es su circunstancia y que, por tanto, él no es plenamente él ni puede sentirse tal sino en relación con el contorno o entidad circunstancial que le envuelve… El verdadero Sancho es un hombre de talento natural, inteligente discreción, conducta reflexiva y palabra suasoria”.

Sancho, el buen Sancho, de la paciencia y lealtad, es, por sus decires y sus haceres, el filósofo nuestro, nacional, con acentuada referencia al orden moral, que ha sido siempre el aspecto más insistente de lo que llamamos filosofía española. Es, sencillamente, el honrado e inteligente hombre del pueblo… En suma, él piensa en cada momento la cosa en orden a la circunstancia, la cual impone su dominio e impera, más que colabora, sobre el propio yo.

Don Quijote también le llama filósofo en algún momento: “Muy filósofo estás, Sancho; muy a lo discreto hablas”.

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Pues bien, este filósofo era un estupendo bebedor de “lo caro”. Así se llamaba al vino en la literatura del tiempo. Y, además, bebedor de bota o de zaque.

Rastreando el Quijote encontramos las diversas veces que Sancho bebía. Al iniciar el primer viaje con su amo “iba sobre su jumento como un patriarca con sus alforjas y bota…”.

Así “de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga”. E iba ”menudeando tragos”.

“Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla más flaca que la noche antes y afligiosele el corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta.”

En sus andaduras Don Quijote y Sancho se encontraron unos cabreros que les obsequiaron. “Sentose Don Quijote y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno”. En la tertulia que formaron “no estaba ocioso el cuerno, que andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto”. Y poco después Sancho, asimismo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque que, por enfriarse el vino, le tenían colgado de un alcornoque.

Yendo y viniendo días se encontraron el caballero y el escudero con otro par de su oficio. “Resultaron ser el Caballero del Bosque y su escudero. Era de noche. Los dos escuderos aparte de sus amos dialogaban, pero por la sequedad se les pegaba la lengua. Y el escudero del Bosque dijo: “Yo traigo un despertador pendiente del arzón de mi caballo que es tal como bueno”. Y levantándose, volvió de a un poco con una gran bota de vino y una empanada de media vara.

– ¿Y esto trae vuestra merced consigo? -, dijo Sancho.

– Pues ¿qué pensaba? – respondió el otro -. ¿Soy yo por ventura algún escudero de agua y lana?

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Sancho se muestra experto en vinos y se da cuenta de que el de la bota del Bosque:

– ¿Es de Ciudad Real?

– ¡Bravo mojón! – contestó el del Bosque -. En verdad que no de otra parte, y que tiene algunos años de ancianidad.

– A mí con eso – dijo Sancho -. No toméis menos sino, se me fuera a mí por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural en esto de conocer vinos, que dándome otro cualquiera a oler, acierto la patria, el linaje, el sabor y la dura y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años conoció La Mancha.

Cuando Sancho llegó a ser gobernador dictó una ordenanza para que pudiese meter en ella – en la ínsula – vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama y el que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello.

Sin embargo, después de haber sido gobernador, arrepentido, Sancho dijo: “Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar viñas que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos”.

Otras citas podríamos añadir. Pero para nuestro objeto basta lo dicho.

Romero Flores dice: “Hay que vivir, amigos, pues, sin vivir no se puede beber el vino agridulce de los ensueños. La alegría está embotellada y unas veces tiene color de solera pálida, y otras de rojo sangre de toro”.

A. S.

El vino de misa

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 10-8-1974

por ALEJANDRO SELA

EL Evangelio de San Mateo dice: “Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando las gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre”.

Comentando este texto Nácar y Colunga estiman ser este el momento más solemne, de la vida de Jesús.

El vigente Código de Derecho Canónico, promulgado en 1918, dice en su canon 801: “En la Santísima Eucaristía, bajo las especies del pan y vino, está contenido, se ofrece y se consume el mismo Jesucristo Nuestro Señor”.

El Evangelio de San Mateo pertenece a lo que se llama Derecho Divino. El Código Canónico es Derecho de la Iglesia. El primero nadie lo puede modificar. El segundo “lo hace” lícitamente la Iglesia interpretando los textos sagrados.

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En el Concilio Vaticano II se dijo: “La Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe – el de la Eucaristía – como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen, consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada; sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él”. (Esta y otras citas que se añadirán están tomadas del libro La Eucaristía, del R. P. Jesús Solano, S. I.)

El P. Eduardo Vitoria, S. I., es el escritor español que trató del vino de misa con más competencia en la revista Razón y Fe. Escribió por primera vez en el año 1907.

Este Padre decía… “en este sencillo estudio, que he emprendido con el único fin de evitar tantos abusos como entiendo que se cometen, unos inocente otros maliciosamente, en asunto tan grave y tan inmediatamente ligado con la honra y culto de Cristo nuestro bien.” Y añadía: “La Esposa de Jesucristo, como, madre bondadosa que es, gusta de que se le expongan con su verdadera fuerza las razones que militan en favor del moderno progreso, para bendecir sus continuos y notables descubrimientos y someterlos gozosa al servicio de Dios Nuestro Señor. A nosotros, sus hijos, nos toca acatar y cumplir los decretos ya dados y estar dispuestos a recibir con humildad sus enseñanzas”.

Si esto lo dijo el padre Vitoria, yo tengo más poderosas razones para decir lo mismo.

Pablo VI, en la encíclica Mysterium Fidei, dice: “Realizada la transustanciación, las especies del pan y del vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada y el signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuanto contienen una realidad que con razón denominamos antológica. Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies; bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en su lugar”.

Sigue Pablo VI: “Por ello los Padres tuvieron gran cuidado de advertir a los fieles que al considerar este augustísimo sacramento creyeran no a los sentidos que se fijan en las propiedades del pan y del vino, sino a las palabras de Cristo, que tienen tal fuerza que cambian, transforman, “transelementan” el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre; porque, como más de una vez afirman los mismos Padres la virtud que realiza esto es la misma virtud de Dios omnipotente que al principio del tiempo creó el universo de la nada”.

Cita Pablo VI a San Cirilo de Jerusalén: “Instruido en estas cosas e imbuido de una certísima fe, para la cual aquello que parece pan, no es pan, no obstante la sensación del gusto, sino es el cuerpo de Cristo; y aquello que parece vino no es vino, aunque así lo parezca al gusto, sino la sangre de Cristo”.

El parágrafo 2.º del canon 815 del código, señala: “El vino debe ser natural, de la planta de la vid, y no corrompido”.

El vino que tomamos los seglares y los religiosos fuera de la misa va directamente a los sentidos: gusto, olfato…

El vino de misa, guste o no guste, se toma por razones muy superiores. Es otra cosa.

En la actualidad se celebra la Santa Misa con vino blanco. O con mistela. Ignoro las causas.

En un programa de TVE, Ojos Nuevos, dirigido por el P. Sobrino, S. I., se dijo que el vino de la Ultima Cena era tinto. Otros autores dicen lo mismo.

Parece, me lo parece a mí, que todo lo que hizo Cristo debe ser imitado. Y si no se le imita debe haber una razón muy honda.

Como vimos, el Código Canónico dice que el vino debe ser natural. Yo estimo que ese vino natural puede serlo el tinto con más pureza que ningún otro. La razón la veo en que el vino tinto y el vino blanco difieren substancialmente en cuanto a la forma de su elaboración. El vino tinto – su mosto – fermenta con escobajo, hollejos y pepitas. Y el blanco fermenta sin dichos elementos.

El vino blanco, dicen los técnicos enólogos, se hace así para dar finura y suavidad al paladar, es decir, para satisfacer el gusto.

La mistela no es propiamente vino porque se corta la fermentación del mosto, quedando dulce con azúcar, glucosa y levulosa. Y, además, para que lo sea, debe añadírsele alcohol. No es, no puede ser, vino natural.

Hay otra razón que parece entrar por los ojos. El vino tinto nos lleva inmediatamente a la idea de ser sangre. Literariamente se ha usado siempre la imagen vino tinto-sangre.

Los paños litúrgicos manchados de tinto, en su caso, antes serían reliquia que “suciedad”. Teodoro de Mopsuestia, citado por la Mysterium Fidei, escribió: “Porque el Señor no dijo: Esto es símbolo de mi cuerpo, y esto es símbolo de mi sangre, sino: Esto es mi cuerpo y mi sangre”.

El vino de misa debe ser natural. Debe llegar así a las manos del sacerdote. Pero no conviene olvidar lo que dice el canon 814 del Código Canónico: “El sacrosanto sacrificio de la misa debe ofrecerse de pan y de vino, y a éste debe mezclarse una pequeñísima cantidad de agua”.

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A mí nunca me fue posible llegar a conocer la Eucaristía con límites perfilados. Pero encuentro una homilía, La Eucaristía, comunión, de Pablo VI, que contiene unas palabras para mí consoladoras, Son éstas: “La Eucaristía es un gran misterio, incomprensible para la mente; pero podemos comprender al menos el amor que oculta como una llama secreta que nos consume. Podemos meditar sobre la intimidad que Jesús quiere tener con cada uno de nosotros”.

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El vino de misa, sobre todo el dulce, dio o da lugar a lo que podemos llamar picaresca de monaguillo. He aquí un caso tomado de la novela Fray Gerundio de Campazas, del Padre Isla: “Ya tenemos a fray Gerundio en campaña, como toro en plaza, novicio hecho y derecho como el más pintado, sin que ninguno le echase el pie adelante, ni en la puntual asistencia a los ejercicios de comunidad, porque guardaba mucho su coleto; ni en las travesuras que le había pintado el lego, cuando podía hacerlas sin ser cogido en ellas, porque era mañoso, disimulado y de admirable ligereza en las manos y en los pies. No obstante, como no perdía ocasión de correr un panecillo, de encajarse en la manga una ración, y en un santiamén se echaba a pechos un jesús, cuando ayudaba al refitolero a componer el refectorio, llegó a sospecharse que no era tan limpio como parecía. Y así el refitolero como el sacristán le acusaron al maestro de novicios, que cuando fray Gerundio asistía al refectorio o ayudaba a las misas, se acababa el vino de éstas a la mitad de la mañana, y a un volver de cabeza se hallaban vacíos uno o dos jesuses de los que juraría a Dios y a una cruz que ya había llenado; y aunque nunca le habían cogido con el hurto en las manos, pero que por el hilo se sacaba el ovillo, y que en Dios y en conciencia no podía ser otra la lechuza que chupaba el aceite de aquellas lámparas”.

Filosofía del vino de Jerez

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 16-3-1974

por ALEJANDRO SELA

EL vino, para mí, como cosa humana al servicio del hombre, no es un problema económico, ni siquiera social. Es otra cosa. Pienso a veces, intuitivamente, que es un problema de amor. De puro amor. Y, al mismo tiempo, abstracto y sustantivo. Algo raro.

Yo no compro vino en las tiendas. Cuando me interesa beber vinos catalanes voy a buscarlos a Cataluña. Y cuando creo conveniente tomar vinos de Jerez, hago lo propio, voy a Jerez. Y así, por España, a otras partes. Y esto da lugar a que sea yo, probablemente, el español que paga el vino a más precio. Pero es cosa mía, íntima. Nadie me debe por ello gratitud ni simpatías.

Al escribir que es cosa de amor pienso como el doctor Marañón: “Exhibo lo que ha de merecer el perdón por nuestras ligerezas, esto es, mi amor”.

Pero también al escribir recuerdo a Unamuno, que decía: “Extravaga, hijo mío, extravaga, que más vale extravagar que vagar a secas”.

En esta ocasión no puedo olvidar tampoco a Quevedo, que decía que el amor es contradictorio de sí mismo.

Soy pues, probablemente, un ser extravagante y contradictorio.

Pero, que conste, por ventura o desventura, caballero enamorado.

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Hace poco, 1-2-74, don Alfonso Mareca Cortés decía a Logos en Ya: “Por lo que se refiere a la técnica (vinos españoles) lamento la falta de una investigación propia, ajustada a las características de nuestra producción”. Esto es cierto. Yo lo creo a pies juntillas. Pero no cuenta, no puede contar con los vinos de Jerez.

Creo modestamente que la bioquímica puede llevar a buen puerto en el estudio de los vinos españoles. La asociación de químicos y biólogos, por sus estudios, tiene la llave de la verdad.

Vivimos, en mucho, de fórmulas traducidas, especialmente del francés. En todos los aspectos. Los hoteleros y algunos gastrónomos todavía viven de métodos foráneos y anticuados. Un vino para cada plato. Esto va siendo ya insostenible. El vino debe estar al servicio del hombre y no al contrario. El placer y la emoción humanos son esencialmente individuales. Reducir un problema tan amplio y profundo como es el gusto a fórmulas matemáticas es desviarse del buen camino. El gusto es, por supuesto, cosa de sugestión biológica, psicológica y filosófica. Un tema fabuloso.

Creo que debemos ir a una solución insoslayable. Cada bebedor debe saber lo que bebe. Y porqué. Pensando por cuenta propia. Y no con la cabeza mía ni con la de otros.

Los bodegueros productores, y desde luego los hoteleros, tienen sus problemas y sus conveniencias inmediatas. Pero yo no tengo poderes para defender a unos ni a otros.

Para mí, para lo que yo quiero hacer, sólo hay un procedimiento eficaz. Patear los caminos españoles, meter las narices en las bodegas, curiosear, hablar con la gente… Yo estimo que el vino no es sólo cuerpo. Es, más, espíritu. Y aprehender el espíritu de una cosa con sus matices y variaciones es labor en verdad inacabable. En este aspecto sigo el método de conocimiento de Ortega y Gasset: “Para enterarse bien de lo que son las cosas hay que andar a porradas con ellas, contrastar unas con otras y, al choque de las comparaciones, vislumbrar lo peculiar de cada una”.

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Afirmo lo que dije antes: El vino de Jerez es un vino substancialmente nacional, español. Julián Pemartín dice:

Catador.- Técnico principal de la bodega, a cuyo cargo está toda la crianza – del vino –“. “El catador examina constantemente las soleras para fijar la frecuencia y dosificación de los rocíos y formula diagnósticos y tratamiento cuando aparecen alteraciones o enfermedades”. “El catador, sin más instrumentos que la venencia y el catavino, y apenas degustados alguna vez los mostos o los caldos, pues casi siempre juzga por los testimonios de la vista y, sobre todo, del olfato, es excepcionalmente certero en la persecución y las diferencias de los aromas”.

Estas ideas nos llevan de la mano y vienen como anillo al dedo a los métodos de conocimiento de los filósofos Bergson y Max Schelez. El pensamiento de Bergson, en síntesis, es éste: “El instinto y la inteligencia, cada uno a su modo, son la manifestación más alta del impulso vital – élanvitae – Y éste no es la substancia, sino la fuerza que anima a todo el universo en su movimiento evolutivo y creador. La unión de instinto e inteligencia proporciona la intuición, que nos entregaría al conocimiento de lo absoluto”.

Los catadores, no científicos, hombres de buena voluntad, se mueven por impulso vital. Después de experimentar unas sensaciones ponen en movimiento su instinto y su inteligencia, es decir, la intención, y marcan los rumbos que deben seguir los vinos. Y así se obtienen: fino, amontillada, oloroso…

Hay más. Estas ideas bergsonianas se perfilan con la fenomenología de los valores o axiología de Max Scheler. Para este “son bienes las cosas que tienen valor o los actos que lo realizan, y valor lo que hace que algo sea bueno. Los valores son seres ideales sui generis que no se captan en un acto del entendimiento, sino en una intuición estimativa, emocional”.

“El órgano emocional que nos pone en contacto con los valores se estructuran en las siguientes frases: Un sentir o intuir el valor; sigue un preferir en lo que se descubre la jerarquía de los valores, y a los cuales antecede y acompaña el amor. El sentimiento axiológico no es psicológico en la acepción de un estado pasivo subjetivo, sino un sentimiento intencional referido siempre a un objeto, al valor”.

Los catadores jerarquizan el valor del vino, le dan categorías. Lo dicho: fino, oloroso, amontillado…

Los vinos de Jerez no tienen explicación científica. La tienen, sin embargo, filosófica.

¿Cómo se enjuicia un vino?

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 15/22-12-1973

por ALEJANDRO SELA

Desde mi situación de amateur me interesa el conocimiento de los vinos. Y los juicios que sobre ellos se dan. Me gustaría ver claro… San Agustín dijo que “Pitágoras, no atreviéndose a llamarse sabio, respondió que era filósofo, es decir, amigo de la sabiduría”. Yo, con toda la humildad que se quiera, busco lo mismo. Pero concretando la idea: busco la sabiduría… del vino.

Para la satisfacción de mis gustos y necesidades me considero experto en vinos españoles. Tomo lo que quiero. O lo que me gusta. O lo que puedo. Pero esto no puede interesar a nadie. Es más, creo que no tengo derecho a revelar mi intimidad. Si lo hiciera, por otra parte, se vería que, en cuanto a gustos, no soy muy ortodoxo. Creo sinceramente que en España hay, por lo menos, una docena de vinos estupendos – referidos a distintos lugares – y no sabría decir cual me gusta más. Las verdades tradicionales o los gustos de otros, en principio, no me sirven. Lo acuñado lo detesto. Y hago, porque puedo, de mi capa un sayo. Pero en cuanto escritor que trata de eliminar la verdad subjetiva y buscar otra más impersonal y amplia, es otra cosa. Aquí hay que recorrer un camino intrincado.

El hombre, en general, tiende a enamorarse de sí mismo y, sobre todo, de lo que sabe o cree saber. Y pontifica, o pontificamos, más de la cuenta. Todos, en más o en menos y por humanos, participamos un poco del espíritu de Lola Flores. O, si se prefiere, de Rosa Morena…

El que quiere enjuiciar un vino se encuentra, de buenas a primeras, con la publicidad. Aparentemente parece un obstáculo. No lo es. La publicidad es lícita y noble. Todos sabemos lo que quiere y lo que busca, No usa máscara. Por la publicidad he descubierto caminos muy interesantes.

Se oyen, por la calle o por otros sitios, juicios temerarios o inconscientes sobre los vinos. Y que son producto del atolondramiento más que de la reflexión o del estudio, Se pueden saber cosas y no saber decirlas. Se puede ser escaso o nulo en sensibilidad gustativa. Hay, además, el “farolero”, el que se las da de experto. ¿Cómo, desde fuera, se puede comprobar esto? Queda todavía por citar el sospechoso que se aprovecha de su supuesta independencia para lanzar desde la prensa, la radio o la televisión opiniones o gustos personales que no tienen importancia ninguna, para arrimar el ascua a la sardina… que le conviene.

Obscurece nuestras visiones la profesionalidad, lo que se llama espíritu de clase. En todas las profesiones, de un modo o de otro, se da. Por este espíritu queremos dar a entender que somos… lo que no somos, o que hacemos… lo que no hacemos. Es poca cosa ver el mundo desde el ángulo estrecho de nuestra profesión. Viajando por España, en quince o más regiones he oído decir: “Aquí tenemos el mejor vino español”. Esto es ingenuo. Y disculpable. Depende de la formación cultural de quien lo dice.

A mí me interesa conocer los vinos españoles. No me es posible “casarme” con el vino de un solo punto regional.

En los últimos tiempos se ve que hay vinos españoles que están sacando medallas de oro por el extranjero. Pero muchos de estos vinos no aparecen en las cartas de los restaurantes. Ignoro las causas. ¿Son comerciales? Bueno, el comercio es lícito, pero lo es también el que cada cual, si quiere, vaya por los pueblos o por las regiones a comprobar la verdad en la medida de lo humanamente posible.

Me parece aventurado e injusto, en principio, enjuiciar los vinos por regiones o por pueblos. E incluso por casas. Y sin hacer los distingos que procedan. En todas las regiones, hay vinos buenos, o por lo menos bien hechos, y vinos menos buenos. Todo depende del esmero en su elaboración. Se encuentra uno por cada pueblo vinícola con docenas de bodegueros o cooperativas que pagan sus impuestos y trabajan honestamente buscando una meta comercial lícita. Y hacen vinos selectos o más corrientes. O lo que sea. Es más, hay casas importantes que producen vinos de muy distintos precios, lo que nos autoriza a ver distintas calidades.

Partiendo de óptima materia prima se puede decir que la bondad de un vino está en razón directa del coste de producción. A más coste mejor calidad. Con muy pocas excepciones.

Creo, por consecuencia, que decir que los vinos de tal región son buenos, o son malos, es, sencillamente, no decir nada.

Desde el punto de vista personal hay que tener en cuenta la soberanía del individuo frente a las cosas. Cada cual tiene sus razones. No es vino bueno el que nos produce acidez de estómago. O el que, por otras causas, nos cae pesado. O el que, tomándolo con prudencia, nos marea. Dígase lo que se diga.

No conviene olvidar, por otra parte, al elegir el vino que hemos de tomar a diario, la calidad-precio. Debe adaptarse a nuestras posibilidades económicas. No es vino bueno el que, siéndolo de verdad, nos resulta caro.

Comencé con una interrogante, el título. Y ahora formulo otra: ¿Quién es el que puede declararse árbitro del buen gusto en cuanto a vinos y decir cuál es el mejor entre los buenos?

El vino y el alcoholismo

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 17-11-1973

El año pasado 1972 publiqué, un artículo en La Pámpana de Baco, de, Socuéllamos, hablando del alcoholismo. Vuelvo al tema. Pero concretando más y, en parte, ampliando lo dicho.

Dentro del mismo año 1972 se publicó en la revista Garbo un artículo firmado, diciendo que en España había 2.500.000 alcohólicos. Por las mismas fechas se publicó otro, también firmado, en la revista Teresa, en el que se refería que en España había 1.500.000 alcohólicos, Otro artículo más salió en el diario La Nueva España, de Oviedo, esta vez suscrito por un médico. Si bien, en éste se reconocía que no había estadísticas. Daba un millón de alcohólicos,

En todo caso los artículos que se publican contra el alcoholismo van siempre ilustrados, en fotos, con sendas botellas, de vino, No se olvide que, según se dice, una expresión gráfica ilustra mil veces más que un texto escrito.

Reciente está la campaña de Televisión Española contra el alcoholismo. Va, o iba, ilustrada con… una botella de vino. Por cierto, hace días un médico decía por la misma TVE que en España había 400.000 alcohólicos.

Hará unos tres o cuatro años se publicó, firmado por un escritor, en el diario A B C, de Madrid, un artículo de propaganda del vino con el título de “Un buen trago a su memoria” – se refería a Hemingway -. Este artículo fue premiado por el Sindicato de la Vid, de Barcelona. Ahora, hace unas semanas, este mismo escritor vuelve a escribir otro artículo en A B C con el siguiente título: “La droga legalizada”. Y sobrepuesto al tal título una espectacular fotografía de un pobre hombre que bebe vino con un porrón en la mano derecha… y otro… en la izquierda. Este título, como comprenderá cualquiera, es capcioso. Todas las drogas están legalizadas. En las farmacias se venden estupefacientes, drogas, con arreglo a la Ley…

Es curioso. No hace mucho tiempo leí en una noticia de agencia publicada en un periódico, que decía aproximadamente: “Paris. Grave problema. Se ha comprobado que en Francia hay 400.000 alcohólicos”. Y también es curioso saber que los franceses toman per capita 120 litros de vino al año. Y que cada español, por el mismo concepto, toma unos 65 litros.

Parece, pues, que con arreglo a lo dicho, el alcoholismo procede del vino, sin remedio. Y únicamente quedan fuera los enfermos por abuso de todas las otras bebidas abrumadoramente alcohólicas.

Decididamente, España es diferente,

ALEJANDRO SELA

Saber beber

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 20/27-10-1973

Por ALEJANDRO SELA

Escribir de algo es, o debe ser, decir lo que se siente. O lo que se cree. Pero la faena literaria es harto difícil. Siempre he creído que escribir es una operación circense: “Viajar” en la cuerda floja con un paraguas abierto en la mano derecha. Y que desde esta cuerda floja se puede uno caer hacia la izquierda, vulgaridad. O a la derecha, pedantería. No caer, “viajar” hasta el final, es el cabal equilibrio, el dominio de la situación.

Al dar una opinión corre uno el riesgo de recibir, de rebote, la contraopinión, es decir, la crítica. El que escribe no sabe lo que hace… Necesita enterarse por el eco que producen sus ideas en el lector, o en los lectores.

Claro que sólo hay una crítica con valor. La que, con argumentos lógicos, destruye nuestra obra y, en su lugar, hace otra mejor.

Hacer las cosas con amor es exponerse a ir más allá de lo justo. El amor es una pasión. Pero escribir sin amor, es decir, sin pasión, se expone uno a no decir nada… Sin amor falta la fuerza, el vigor.

La verdad de las cosas creo que no puede venir de un solo hombre. La verdad subjetiva debe ser depurada y superada. La verdad social, la que flota en el ambiente, la que es asimilada por todos, debe ser el producto o resultante de múltiples opiniones.

Pensemos en esto: ¿Sabe usted, lector, beber? ¿Sé yo? Sin afirmar ni negar nada, hay que reconocer que el tema es sugerente. Charlemos. Y, si puede ser, clarifiquemos ideas.

El vino, cuando después de salir de la bodega está en el comercio humano, en la calle, es objeto de críticas. El vino de tal pueblo es bueno. El vino de tal casa es malo. Y cosas así.

Beber vino es, en la vida, en la mayoría de los casos, un acto accesorio. Bebemos en el bar o en el restaurante cuando, acompañados, hablamos de negocios. Y bebemos cuando estamos, si tenemos esa fortuna, al lado de una mujer hermosa. En ambos casos lo importante no es el vino…

Hay mucha gente que no bebe en soledad. O no suele hacerlo. O no quiere adquirir esa costumbre.

Imaginemos, por un momento, que tomar vino es un acto principal, sustantivo, aislado, y no social. Y entonces debemos prestarle la máxima atención.

En el beber intervienen estos momentos: En primer lugar la apreciación del color del vino; en segundo, el olfato; después, el sabor. Y, por último, los efectos. Por el color el vino nos “llama”. Por el olor nos “seduce”. Por el paladeo lo “gustamos”. Y por los efectos nos da… ¡la vida!

Los técnicos y observadores franceses Vedel, Charle, Charnay y Tourmeau, a una sola voz, dicen: “El conjunto de caracteres olfativos es tradicionalmente conocido con el nombre de bouquet”. Y distinguen tres niveles: 1.º El bouquet primario que es el conjunto de aromas específicos de una cepa dada… 2.º El bouquet secundario que corresponde al conjunto de substancias odorantes elaboradas en el curso de la fermentación alcohólica… y, 3.º El bouquet terciario que es la resultante de fenómenos de oxirreducción y esterificación en el curso de su envejecimiento…

En España me da la impresión de que mucha gente usa con notable imprecisión la palabra bouquet. Por una razón fonológica, de sonido, parece que bouquet tiene algo que ver con boca…

La lengua nos hace conocer los cuatro sabores fundamentales: lo amargo, lo dulce, lo ácido y lo salado. Todos los demás sabores son combinaciones de éstos.

Hacer vino, en principio, es una técnica. Y beberlo un arte que está enlazado con nuestra fisiología y nuestra sicología. Pero un arte curiosísimo, un arte que no puede ser juzgado eficazmente por el lado de fuera. Bebemos para estar bien. Las artes son juzgadas por la sociedad que nos rodea. Si bebemos bien no se nota. Sólo si bebemos mal o demasiado la gente opina.

El paladeo es un acto posterior a la apreciación del bouquet y anterior a los efectos. Por el paladeo, el vino se aproxima o aprisiona contra la lengua, donde están, como decimos, las papilas gustativas. En la boca le damos el “pasaporte” para seguir su camino… Aun siendo el mismo vino, no siempre sabe igual. Depende, en muchos casos, de la hora en que se tome. No sabe lo mismo en la mañana que en la tarde.

Y tampoco sabe igual cuando se toma solo, o en la comida. En este último caso, la boca tiene rigorosas sensaciones gustativas de las viandas que ingerimos. Y el vino al llegar a este lugar, lleva su carga sápida. En ese momento es cuando se produce el roce o mezcla de sabores que se resuelven en matices variadísimos. En este instante la emoción gustativa está en su cenit.

El vino nos produce efectos sensibles durante tres o cuatro horas seguidas a la toma. Y nos lleva a una situación anímica. ¿Alegría? ¿Placer? ¿Euforia? ¿Optimismo? En realidad, en estas situaciones, influye la cantidad que se beba. Y, por supuesto, su graduación alcohólica. Pero, además, el vino que se toma habitualmente, a la larga, configura nuestro estado permanente.

Comer y beber son actos intelectuales. En la cabeza, en la mente, están los recuerdos de lo que hemos comido y bebido, bueno o malo, en nuestra vida. La lengua percibe las sensaciones gustativas y las envía automáticamente al cerebro que es quien enjuicia. El paladar, en sí, no representa nada. Es un soporte físico en que se apoya la lengua para recoger los sabores. Cuando decimos, al comer o al beber, que “paladeamos” algo no hacemos más que literatura.

¿Se puede comer bien, o beber, y al mismo tiempo hacer tertulia con nuestras amistades? ¿Se puede repicar y estar en la procesión? Hay opiniones variadas.

Vila Sanjuán escribe: “Dijo Epicuro que, en la mesa, es preferible proveerse de buenas compañías que de sabrosos manjares, y que más vale una buena sentencia que un buen bocado.”

Luján y Perucho opinan: “La gastronomía es un arte que nos procura un placer, pero un placer solitario es un placer triste y aburrido, lo cual nos indica que debemos compartirlo.”

Y sin embargo, Gulbenkian, famoso gastrónomo internacional, fallecido no ha mucho, decía: “El número ideal para disfrutar de un almuerzo es un solo comensal y un buen camarero”. Es decir, que las sensaciones de cada sorbo o de cada bocado las llevaba al pensamiento sin tener a su lado, eminentes sabios ni mujeres hermosas. Para Gulbenkian el comer y beber eran puros actos intelectuales.

En cualquier caso, no se debe olvidar a Sócrates. Este dijo: “Conócete a ti mismo”. Y otro filósofo, Pitágoras, precisó: “El hombre es la medida de todas las cosas”.

Vinos de Valencia

Turismo y Vida

Publicado en: Turismo y Vida. Enero-1973

Valencia fue conquistada, primero, por el Cid. Y después, definitivamente, por Jaime I de Aragón. Y se aprendió bien la lección.

Ahora, de conquistada pasó a conquistadora. Todo el que se deja “cae” por allí queda prendido en sus redes. Valencia, campo y urbe, es un encanto.

Mi último viaje, reciente, fue de curiosidad vinícola. Y, a tal efecto, estuve en varios pueblos. Primero en Ayora y Onteniente y, seguido, en Albaida y Puebla del Duc. Aquí, en este último lugar, en la Cooperativa Vinícola, sus rectores me recibieron con bombo y platillos. (No se olvide, Valencia es tierra de bandas de música). Y me obsequiaron con un blanco canela en rama.

Otro día estuve en Pedralba – “ciudad del vino” se titula – en Villar del Arzobispo – con una cooperativa llena de realidades y aspiraciones – en Casinos, Liria, Cheste, Chiva, Godelleta… Y en. Turís, con un vino especialísimo que titulan de baronía.

Y ya por último, al salir, en Requena, donde se celebra una sonada Fiesta de la Vendimia, y en Utiel. En todos estos sitios – y hay más – se producen tintos, claretes y blancos. Y, en algunas partes, moscateles.

Los vinos valencianos tienen un denominador común: su bondad. En limpieza, color y sabor no se puede pedir más. Claro que, en cuanto a esto, al sabor, cada localidad tiene sus matices. Pero muy sutiles. Abocados – la mayoría -, es decir, ni dulces ni secos. Yo llamaría a estos vinos de “comodín”, aptos para carnes y pescados. Y, más todavía, de señora y caballero… Y la relación calidad-precio es en todo ventajosa para el viajero.

No encontré vinos “gran reserva”, como suele decirse. Pero los vinicultores quieren llegar a ello.

Para ir de un pueblo a otro hay que pasar por el campo. Que, por cierto, está rebosante de belleza y amenidad. La variedad de cultivos da una multiplicidad colorista. Y el sol, claro, hace que todo brille. Viñedos, naranjales, olivares… Y los frutales de ciruelas, melocotones, albérchigos…

La Historia dejó sus huellas en la capital. En ella hubo moros y cristianos. Todo habla. La basílica de la Virgen de los Desamparados, la Lonja, la Generalidad, las torres de Serranos y de Cuarte. Y la catedral con su Micalet, que, por su altura, lo preside todo.

Las industrias fueron y son de lo, más delicado: cerámicas, sedas, abanicos…

La Albufera tiene su caza y su pesca. Y las barracas son reliquias que nos hacen ver el pasado desde el presente.

Las mujeres son dignas de atención. De ellas dijo el polaco Papielobo: “Son demasiado hermosas”. No creo; a mí me parece que están a punto.

Y los arrozales…

Bueno, del arroz dijo Juan Luis Vives que “nace en el agua y muere en el vino”.

De acuerdo.

ALEJANDRO SELA

Libros del vino

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 16/23-12-1972

Por ALEJANDRO SELA

Estamos dentro del Año Internacional del Libro. Y casi a su final. Yo me creía que este tema, el del libro vinícola, iba a ser tratado por alguien especialmente dotado. Pero no vi nada en la prensa ni en las revistas.

A mí me interesa el conocimiento bibliográfico. Y sospecho que alguien más tenga este interés. Ya que no me es posible hacer un trabajo perfilado, valgan estas notas por lo menos como un recuerdo emocionado.

En España somos pobres en libros vinícolas: Hay pocos. Pero conviene aclarar. Se pueden distinguir dos tipos de libros. Los puramente técnicos y los que están destinados al gran público. Libros técnicos hay. Y algunos buenos. Pero éstos tienen, por fuerza, unas posibilidades de difusión muy limitada. Los compran los estudiantes que quieren hacer profesión del conocimiento del vino. Y alguna gente más.

Pero debe haber otros libros que tengan una difusión en cierto modo ilimitada. Son los que se escriben con un lenguaje común para que se enteren todos aquellos que, sin preparación especial, quieren saber lo que es el vino.

Este, el vino, es algo que llega a todas partes, a los lugares más íntimos de la vida social. Bodas, bautizos, homenajes… Del vino hacen uso los más encopetados intelectuales y los más humildes trabajadores. En ninguna fiesta, religiosa o profana, falta el vino.

Pero la gente, en general, no se entera. Bebe vino por hábito, por costumbre, sin sentir curiosidad por saber de verdad lo que ingiere. Y, claro, no piensa.

Los libros nos ayudan a pensar. No sólo nos traen ideas nuevas, sino que nos sirven para descubrir las propias. El pensamiento, creo yo, es la fuente de todas las venturas.

El libro claro, eficiente, hecho por autores solventes, es algo así como una joya. Se guarda, se mira. Y hasta puede suceder, porque se conserva, que se relea…

Las revistas vinícolas, aun siendo buenas, son necesariamente esclavas de una actualidad que las arrolla. Y el lector de las mismas, por lo que veo, no suele coleccionarlas. La revista es complemento del libro.

A mí me gustaría mucho leer libros monográficos de los variados vinos españoles, libros que trataran la historia, costumbres y folklore de cada región vinícola… Pero no se escriben. Hay, sin embargo, una excepción: Jerez de la Frontera. Jerez y su zona tienen una bibliografía muy interesante. Sentado en una butaca, en la paz de una biblioteca, se puede hacer uno “culto” en vinos jerezanos. Claro que, además, debe tenerse una botella al lado para comprobar… la verdad de las teorías.

Cada provincia vinícola española debiera tener, por lo menos, un par de libros. Cada región debe estar envuelta en un halo cultural vinícola.

Recorriendo nuestros pueblos productores he visto que los profesionales del vino, los agricultores, están dominados por una idea: la comercialización. Lo comprendo, me parece natural. El comercio es vida. Pero también creo que forma parte de esa vida el que la gente sepa de una vez lo que es el vino. En la calle y en los cafés se habla de vinos. Pero no todo el que habla de ellos los conoce. Hay mucho cuento…

Los intelectuales españoles no escriben libros de vinos. Es cierto que en diversas ocasiones pronuncian palabras de simpatía por el líquido elemento. Pero simpatía, sin más, no puede decirse que sea conocimiento. Hace ya años – 1929 – un novelista hizo excepción a esta regla. Joaquín Belda publicó un libro de los vinos españoles. Y particularmente importante.

Ortega y Gasset dijo repetidamente: “Un problema cósmico es el vino”. Es decir, que se dio cuenta de su enjundia. Pero, por lo que sea, no lo estudió.

En los últimos años se editó en Bélgica un libro que se titula “Connaissance du vin”. Esto en sí no tiene nada de particular. Lo que a mí me llama la atención es que su autor Constant Bourquin es… filósofo. Nada menos.

Necesitamos libros monográficos de los grandes vinos españoles. Muchos libros.

Yo fui de aviación

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. Noviembre-1972

El pasado día 7 de octubre, en la mañana por casualidad, aparecí por la casa Domecq, de Jerez, para curiosear “lo suyo”, es decir, lo mío…

Me recibió don Francisco Pérez, uno de los jefes de relaciones públicas, quien amablemente me dijo que estaban ese día de fiesta y que se iba a celebrar, al mediodía, una comida en la bodega Liazanez, de la casa, en honor de la Asociación Internacional de Transportes Aéreos (I. A. T. A.). Y que yo debía incorporarme al grupo de los trescientos “aviadores” invitados y comer con ellos.

Acepté encantado. Y para justificarme ante los fueros de mi conciencia, porque yo sabía que no merecía tanto honor, recordé que era colaborador de LA SEMANA VITIVINÍCOLA y que, a lo menos, podía considerarme como un polizón distinguido. Y como además me pareció que, a su hora, iba tener buen apetito, no dude en creer que podría representar a la Revista con el máximo decoro. Y así fue en verdad.

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Figuraban como invitados, según la carta: por I. A. T. A. el señor Hommarskjold y otros señores, por IBERIA los señores Peñas y Valencia, y por HOWASA Mr. Petit y otros. Eran anfitriones: el marqués de Domecq, Board Directors, señor Vañó y Executive Directors.

Cuando llegaron todos los invitados, hacia las tres de la tarde, venidos de otros mundos, y, claro está, por avión, un enjambre de camareros los recibió en la puerta y en el patio de la bodega con sus bandejas repletas de néctar en sus copas y tapeo en sus platillos.

Yo estaba asombrado. Muchas señoras y señoritas vestían trajes de sus respectivos países. Por ejemplo, algunas vestían sari. Lo que me hizo sospechar que eran indias. Aquello parecía un “bollo” idiomático y una orgía colorística. Me acordé de la torre de Babel.

En las mesas, con albos manteles y los servicios procedentes, nos fuimos sentando un poco al albur. Decoraban el lugar la botería arrumbada a nuestras espaldas y las telas color azabache que las arañas jerezanas tejen en honor de los forasteros. La atmósfera estaba “contaminada” con levaduras de flor…

Algún tiempo después, durante la comida, me pareció que allí había gato encerrado. Era tal el número de mujeres hermosas que aquello me parecía una reunión convocada para elegir Miss Universo no un ágape de aviadores. Me tocó sentarme a una mesa contorneada por verdaderas bellezas y yo, humildemente, hacía de copero y les servía fino, oloroso y amontillado. Y obtuve, como premio, las más tiernas y encantadoras sonrisas.

He podido comprobar que el vino de Jerez, como la música, es un lenguaje universal. Con sendas copas de ese vino en las manos yo creo que podría entenderme con una checa. Y, siendo lícito, llevarla a la vicaría. Y declararle amor eterno. Y etcétera.

Si los señores que se reúnen en asambleas internacionales para resolver los grandes problemas mundiales tuvieran en sus manos unas copas de jerez, otro gallo le cantaría a la paz del mundo… Como no es así, hay que lamentarlo.

Alejandro Sela

San Benito era de los nuestros…

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 21/28-10-1972

por D. ALEJANDRO SELA

San Benito Nació en Nursia – hoy Norcia -, en Italia. Hijo de familia acomodada, se fue a Roma a estudiar. Nació, se supone, hacia el año 480 de la Era Cristiana. Su biógrafo primero fue San Gregorio Magno, el cual vivió, siendo Papa, medio siglo después de aquél. Se cree que San Benito recibió alguna instrucción jurídica.

Durante algunos años vivió en soledad, es una cueva, en Subiaco. Y después, con discípulos, se dedicó a la fundación de monasterios. El principal, matriz, fue el de Montecasino. En este elaboró después de hondas meditaciones, la Regla, famosa norma que rige desde entonces la comunidad benedictina.

San Benito murió, se cree, el 21 de marzo del año 547. Y fue enterrado allí, en Montecasino, al lado de una hermana suya, Escolástica, también santa.

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Cuando hace años tuve conocimiento de la Regla, quedé asombrado. Se trata, para mi gusto y el de muchos, de un documento impresionante, por su contenido y… por todo. Por su rigor moral, por su sentido comunitario, por su valor jurídico y, también, por su importancia literaria. La he leído muchas veces. Más tarde, en viajes por España, he visitado bastantes monasterios benedictinos. Ahora recuerdo los siguientes: Montserrat (Barcelona), Valvanera (Logroño) y Silos (Burgos), de hábito negro, y que cumplen la Regla de pe a pa. Y otros, de hábito blanco, que también la cumplen con ligeras modificaciones adjetivas – no substantivas – hechas por San Bernardo de Claraval, San Bruno y otros. Son blancos los de Porta Coeli (Valencia), Cóbreces (Santander), San Pedro de Cardeña y la Cartuja de Miradores (Burgos), San Isidro de Dueñas (Palencia) y Poblet y Santes Creus (Tarragona). Hablar con los monjes de San Benito es una delicia. Son de lo mejor. Su misión en este mundo es rezar y trabajar. Ora et labora es su lema.

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Copio el capítulo XL de la Regla de San Benito, bajo el epígrafe “De la tasa de la bebida”.- Cada cual tiene de Dios un don particular, uno de una manera y otro de otra; por eso, con algún escrúpulo, fijamos para otros la medida del sustento; sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una hemina de vino al día. Pero aquellos a quienes Dios da el poder de abstenerse, sepan que tendrán especial galardón.

“Mas si la necesidad del lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez”. Aunque leemos que el vino es absolutamente impropio de monjes, sin embargo, como en nuestro tiempo no se les puede convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación, porque el vino hace apostatar aun a los sabios.

“No obstante, donde las condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sido mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren; les advertimos esto sobre todo, que eviten a todo trance la murmuración”.

Dom Odilon M. Cunill, comentador de la Regia, dice: “En la medida de vino fijada por San Benito se tiene a la vista la capacidad de los débiles. Admite, sin embargo, el hecho de que mientras unos beben, otros se abstengan de ello. Los que por una razón cualquiera desean beber vino, pueden hacerlo: la Regla les ampara”.

La hemina romana equivalía a 0,27 litros. “Pero – añade dom Cunill -, Según A. Lentini, biógrafo de San Benito, la medida a que éste se refiere – el santo – equivaldría a bastante más. Como en general para toda clase de alimentos, San Benito se muestra condescendiente en aumentar la medida de vino si las circunstancias lo reclaman y el abad lo estima conveniente”.

Los monjes de los monasterios de Poblet y Santes Creus, durante siglos fueron vitivinicultores. Todavía se pueden ver hoy las bodegas donde elaboraban sus caldos. Y el monasterio de Scala Dei, en ruinas, en el Priorato, también se distinguió por sus vinos.

Y por si fuera poco, el inventor o descubridor del vino de champaña fue un benedictino, Dom Perignon, mayordomo del monasterio d’Hautvillier (Francia) allá por los últimos años del siglo XVII y comienzos del XVIII.