La angula en la ría de Navia

Caza y Pesca, De vuelta del Eo

Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1959; De vuelta del Eo (1960)

Hay en las aguas del mar un pescadito alargado, fino, que, por su sabor, es especialmente mimado por las personas que gustan de darse buena vida. Este cariño está inspirado, ya se entiende, en el deseo de comérselo. Es decir, de masticarlo y paladearlo.

Pero no se pesca en su propia salsa, el mar. Se pesca en las rías. En los sitios donde el agua salada se mezcla y funde con la dulce que traen los ríos. En Asturias se da.

En la ría de Navia se pesca. Todos los años hay campaña angulera. Y esto desde tiempo inmemorial. Pero, se dice que cada vez hay menos. Hace treinta o cuarenta años, se cogía angula a espuertas. Antes, corrientemente, no tenía valor, no estaba de moda.

En los últimos años, coincidiendo con la escasez precisamente, su importancia ha crecido enormemente.

El espectáculo de su pesca tiene color y sabor. Porque la angula no se pesca de día. No se puede o, mejor, no se ve. Y de noche, no siempre. Con la luz de la luna tampoco hay manera. Ni aún en las noches de cielo estrellado.

Queda, pues, limitada su pesca a las noches invernales. Cuando el cielo está encapotado por los temporales y hace un frío que pela. Es necesario también que la marea esté alta, subiendo.

Cuando uno se retira a casa hacia las once o las doce de la noche buscando el abrigo y el calor del hogar, es frecuente encontrar a algún hombre que lleva un cedazo mangado en un palo. Es el angulero.

Pero lleva, además, una lata vacía, que puede ser de pimentón o de aceite, y un farolillo.

Va el angulero con el peor traje que tiene. Y el peor traje siempre está remendado o deshilachado, casi harapiento.

Me ha sido posible ver, en alguna ocasión, a altas horas de la noche, la pesca de la angula en la ría. En sus bordes, por ambas márgenes, se ve a los pescadores con la luz del farolillo que cada uno tiene. Y dobladas las luces, porque se proyectan en el espejo de las aguas.

Hay un indudable encanto al ver docenas y docenas de luces mortecinas en tenebrosidad de una noche siempre cerrada y, como dije, por el frío, cruel.

El angulero, visto de cerca, en faena, parece un minero. Como éste tiene su lámpara, que es el farolillo. Y si no tiene en su torno las negruras de las capas carboníferas, tiene el túnel de la noche, mientras la noche dura.

El angulero, valiéndose del mango, pasa el cedazo por las aguas de la orilla a una regular profundidad. La angula, si la hay, anda en bandadas. Se saca el cedazo después de la pasada y el pececillo queda en seco sobre las mallas, retorciéndose. Y luego se vacía el cedazo en la lata como si fuera una palada de cualquier cosa.

Al despuntar el alba, con la más leve claridad del día, la angula desaparece, se va Dios sabe dónde. Ella sólo quiere y permite la luz del farolillo.

Hay en la angula, por ello, una cierta humildad, un cierto recalo. Nada de exhibicionismo. No quiere saber nada con el sol ni con la luna, ni con las estrellas.

Su cuerpecito, al salir del agua, brilla y emite destellos al chocar con él la luz débil y acariciadora del farolillo.

La angula, corrientemente, lo sabe cualquiera, se cuece o asa en una cazuelita de bordes bajos. En la cazuela misma llega a la mesa con el aceite hirviendo y las pequeñas manchas del pimentón sazonador.

La angula se pesca con un frío que pela. Y se come con un calor que abrasa.

¡No se anda con términos medios!

Un gigante de la espesura. El jabalí que mató «El Tapón»

Caza y Pesca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Caza y Pesca. Febrero-1957; Hacia la ría del Eo (1957)

José Antonio García Pastur, “El Tapón”, es un buen hombre, que vive en Seixas, lugar de sólo cuatro casas, escondido en el monte, entre pinos grandes, en la parroquia de Piñera, concejo de Castropol. Allí nació y allí vivió, salvo quince años – de los treinta y cinco a los cincuenta que estuvo ausente en Baracoa, Isla de Cuba -. Y allí vive… Tiene ahora setenta años. El bueno de “El Tapón”, el 18 de noviembre de 1954 mató de un tiro un jabalí que pesó 133 kilos ¡nada menos!

Yo, por razones que no hacen el caso, me enteré del acontecimiento un poco tarde. Pero siempre creí que este hecho transcendente debía ser divulgado. No creo que haya perdido actualidad. Tiene un indudable valor histórico…

Hace ya tiempo que deseaba acercarme a Seixas, ver a “El Tapón”, buen amigo, y oír de sus propios labios referir la hazaña. Hasta ahora no me fue posible.

Pero antes de seguir hay, que ponerse en clima, en ambiente…

En Castropol y pueblos circunvecinos hay – la hubo siempre, desde que yo tengo memoria – una peña de cazadores esforzados, notables… De niño recuerdo que la formaba don, Sabino, don Felipe, Antón de Riofelle, Fernando y José Manuel Piñeirúa, los hermanos Sanjurjo – Vicente, Pepe y Arturo – “El Tapón” y Pedro da Soma. De ellos viven – y que sea por muchos años – los cuatro últimos.

Yo llegué a tiempo, hace veintitantos años, para ser compañero de tan selectas “escopetas”. Pero sólo por dos temporadas.

Hoy pervive la peña de tanta solera. La integran: “El Tapón”, Félix Piñeirúa, Bustelo, Camilo, los Pedrones – Manuel y Felipe – e Ignacio de Vale. Este último, una buena pieza, pasó una docena de años dedicado al negocio de espumosísima leche en Buenos Aires. Y de allí trajo, en su corazón, recuerdos imborrables….

Los cazaderos más frecuentados por esta gente, en la ribera asturiana de la ría del Eo, son: El Mián, Axelán, Bouza Veya, Arguiol, Xonte y Buscabreiro.

Para ver a “El Tapón” me puse en comunicación con Piñeirúa y Bustelo. Había que andar, desde Vilavedelle, punto de mi partida, sus buenos cinco kilómetros, con una cuesta dura – la subida a Ríocaliente, por el pico de San Marcos – El camino es de maravilla, en buena parte bajo copas de pino…

Desde San Marcos se domina un vasto y encantador panorama: la totalidad de la ría del Eo. La tarde no era clara. Una bruma cenicienta borraba la nitidez en los perfiles de las cosas, Pero, así y todo, era grato ver aquello. Tenía un aspecto, por lo menos, asturianísimo…

Mucho se alegró “El Tapón” al vernos en Seixas, al otro lado de San Marcos, en una hondonada por donde va el río de la Berruga. Nos introdujo en su casa, y, en la sala, pasamos hora y media de charla amenísima. Y entonada con el sabor de un café “canela en rama…” Presente estaba, clavada en tablas, como un estandarte, la piel del jabalí objeto de mis averiguaciones. Era el decorado de la escena…

E! jabalí “cayó” así:  

El referido día 18 de noviembre de 1954 es decir, hace dos años, a las seis de la mañana, salieron a dar una batida Ignacio de Vale, Bustelo, «El Tapón», Piñeirúa y un invitado, Fermín, de Vegadeo. Llevaban sólo un perro, “El Navarro”, mastín de calidad.

Empezaron la cacería en Axelán, hacia las once. Bustelo, el montero, llevaba el can preso. Cuando pasaba por El Mián se dio cuenta que en el camino había pisadas de jabalí, e invitó a “El Navarro” que las siguiera. Este, rapidísimamente, cogió el rastro y se fue, como una bala, siguiéndolo hasta los montes de Arguiol. Allí, en una espesura, estaba el “cocho”. “El Navarro”, con decidido arrojo luchó media hora para sacarlo a campo libre, sin lograrlo. En esto llegó Bustelo seguido de Fermín. Fue necesario hacer unos disparos al aire…

Y el jabalí, sin ser visto, salió. Pero el perro le seguía. A 500 metros, más o menos, en otro intrincado brozal, volvió a hacerse fuerte. Y el perro, encendido, le acometía con denuedo. Piñeirúa, que vigilaba la armada de la Cancela del Castaño, e Ignacio, la del Campo del Chao, se dieron cuenta de lo que pasaba y bajaron al campo de combate… Ante la imposibilidad, por lo enmarañado del paraje, de hacer puntería, dispararon nuevamente al aire. Y el jabalí que “vuela”. Y no se sabía hacia donde…

Desilusión…

“El Tapón” estaba a bastante distancia en la armada del Regueiro da Galia. Hacia la una de la tarde, se sentía aburridísimo. No había oído nada. Estaba muerto de frío, con los pies helados. Pero…, ¡ay, amigo!

En esos momentos tuvo una visión fulgurante, que resultó ser realidad. A unos 25 metros de distancia se le plantó un jabalí “como un caballo”.

¡Pun!

Y de un tiro, que entró por el brazuelo o codillo, cayó redondo…

“El Tapón”, en trance de emoción delirante, instantáneamente perdió el frío, sudaba… Sacó del bolsillo una navaja y se propuso hacer la operación ritual: amputar al bicho los atributos del género… Pero al empezar a tajar el jabalí dio una fuerte sacudida, irguiéndose, que tiró al operador a tierra…

Volvió el bicho a acostarse. Pero “El Tapón”, ante la responsabilidad de lo que pudiera ocurrir, para asegurarse, le metió por la boca un par de tiros de gracia…

Y así murió, con un “habano” de dos cañones en la boca, el jabalí más grande que se mató por estas tierras desde que hay memoria.

Un cuarto de hora después apareció “El Navarro”, solo, sin latir, agotado y cubierto de sangre. Tenía en el cuello dos heridas considerables. Y una más, de 15 centímetros de largo, en el lomo…

¡“El Navarro”!

Dos horas después llegaron los compañeros de la cuadrilla. Venían desalentados, tristes. Creían que el jabalí se había ido… ¡Bah!

¡Estaba “El Tapón” en el Regueiro da Galia!

Se bajó el “cocho” del monte en una burra, que se resentía en sus patas con el peso de tanta carga.

Y al llegar a casa, lo primero que se hizo fue buscar al veterinario para que atendiera a “El Navarro”.

El jabalí muerto estuvo en Vegadeo y en Castropol.

Más hablamos en casa de “El Tapón”. Yo le recordé que hace años – más de quince – estuvimos en una farra juntos comiendo jabalí en Villagomil. Él cantaba entonces aquello de Iradier:

 Cuando salí de La Habana,
¡válgame Dios!
Una linda guachindanga,
que sí, señor.

Y miraba a Ignacio fijamente, que también estaba allí, a mi lado, con la pucha gacha…

Cuando salimos de Seixas caía la tarde… Seguían las brumas. Y, a pesar de todo, se veía Xonte, La Tomentosa, Castañeirúa, Cotapos… Y a la hondonada que tiene por vértice el río, se mostraba dominada por colores otoñales. La amarillez de las hojas del viduro y el castaño. Y los ocres de las de los robles, las folgueiras y las gancelas. Subsisten los verdes intensos de pinos, tojos y acebos.

Toda esta vegetación vive con verdaderas apreturas formando una masa espesa donde el jabalí puede campar a sus “anchas”.

Al despedirnos veo en la copa de un nogal algo raro. Me acerco y, asombrado, compruebo la realidad: Allí está la calavera del jabalí, sujeta con alambres, a la intemperie, con los colmillos enhiestos, algo así como de: ¡Aviso a los navegantes!

Es el blasón de un cazador de cuerpo entero. ¡“El Tapón”!

El río Navia es tan así…

Caza y Pesca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Caza y Pesca. Agosto-1956, pág. 491; Hacia la ría del Eo (1957); publicación parcial en el folleto literario Lugares y palabras. Navia: Río y literatura (2010)

El Navia es, de todos los ríos de España, uno de los más graves y serios. Esta gravedad y esta seriedad resultan del concurso de ciertas circunstancias que lo cualifican. Y que le hacen ser nada menos que un río importante…

Al comienzo del mundo o en la Era Cuaternaria, o cuando fuera, tuvo el Navia que realizar una labor titánica para formarse un cauce. Asombra contemplar, siguiendo su curso, la enorme cantidad de resistencias que tuvo que vencer entre tantas montañas para tener su lecho, por el cual se desliza y se va al mar.

Nace en Piedrafita de Cebrero, Sierra de Ancares, en la provincia de Lugo, muy cerca de la de León. Y su infancia es tierna y delicada como todo lo que es nuevo en la Naturaleza. Un poeta, Quevedo, describe así los primeros pasos de un río:

Torcido, desigual, blando y sonoro
te resbalas secreto entre las flores,
hurtando la corriente a los calores,
cano en la espuma y rubio con el oro.

Poco a poco, con ayuda de otros riachuelos y “regueiros”, se personaliza y coge fuerzas. El Cruzul, primero, y más adelante el Cancelada, el Ser, el Suarna, el Ibias….

En este su primer tramo, ya trabaja: cría truchas, mueve molinos de piedra y riega prados y vegas. En la Puebla de Navia de Suarna está la mejor muestra de esa labor fecunda. Y en el mismo trozo, además, se han encontrado, no ha mucho, pepitas de oro.

Entra en Asturias por un lugar difícil y angosto. Se rebela, siente la saudade, de su dulce madre, Galicia, y por el concejo de Nogueira vuelve a Lugo. Pero por poco tiempo. El destino le impone su rumbo hacia la brava Asturias. Y a ella se va, y en su mar, el Cantábrico, rinde sus despojos de vida.

Pero antes ha de cumplir como bueno. Después de Navia de Suarna el pueblo más notable que topa en su camino, es – ya en Asturias – Grandas de Salime. En este lugar los Ingenieros españoles, en los últimos años, le han hecho una presa. Allí, entre recias montañas, han acumulado hierro y cemento sin tasa. Este enorme muro condiciona, no su vida, sino sus fuerzas. Y éstas, con furia, mueven varios grupos de turbinas que producen copiosa energía eléctrica. Tal energía no es otra cosa que solo espíritu. Espíritu de río.

Y por unos hilos metálicos que hay tendidos sobre el suelo español, ese fluido se derrama en un noble y eminente quehacer patriótico. Mueve los motores de nuestras fábricas y en las tinieblas de la noche, nos ilumina, nos da luz….

Antes de realizar ése esfuerzo se para, se aquieta, acumula potencia y se muestra a los ribereños como un lago alargado, terso y apacible. Es la calma antes de la tempestad.

Este salto ya dio nombre y prestigio al río. De oídas, por lo menos, toda España le conoce.

Y después de esta colosal peripecia, no tiene todavía el descanso. Ha de bajar a Doiras, donde otro salto le espera. Ora presa y otro embalse espejeante de montañas ariscas.

Quince kilómetros antes del mar se encuentra otro saltito, una pura broma, un juego para quien ya tiene muchas horas de vuelo en eso de mover turbinas. Es el salto de Vivedro.

Desde Doiras hasta Porto – unos 30 kilómetros, escasamente – es también un venero de riqueza, pero no por sus fuerzas, sino por sus frutos. Este espacio corresponde a la zona salmonera que tan excelente rendimiento da.

En este río, por ahora, se hace difícil la pesca. El cauce, en sus márgenes, es abrupto, hosco. Se hace incómodo llegar a él. La carretera, es cierto, pasa cerca, si nos atenemos a la distancia de proyección. Pero con mucha diferencia de nivel. Los caminos o vericuetos, desde la carretera, bajan en formas zigzagueantes para suavizar las cuestas.

Quien quiera pescar en el Navia ha de ser un deportista completo. Ha de tener, no sólo buenos brazos para manejar la caña, sino también buenas piernas para andar los caminos que llevan a los pozos salmoneros. El pescador «snob» en este río poco tiene que hacer. El saber esto no puede ser un obstáculo para el pescador deportista, de vocación. Al revés, será un incentivo.

A la altura de Serandinas, tiene un trozo acotado en favor del turismo, que comprende cinco o seis pozos buenos. De ellos, el Córrago es el aureolado de más fama. Y con motivo.

En algunos puntos la floresta que forman árboles diversos – fresnos, robles, humeros  – vivificada por las aguas del río, casi cubre éste, y ello da lugar a que haya todavía pozos vírgenes a la lanzada del señuelo, sea éste pluma, cucharilla o devón.

El río, al llegar a la altura de Espousende, cambia de sexo, se hace ría. Y se dedica a “sus labores”. Riega las vegas de Porto y Coaña. Y da abundosas hierbas en los prados que pacen las vacas de Armental.

Poco después llega a Navia, villa a la que da nombre. A su lado pasa mansamente, sin hacer ruido. A lo más, se nota un rumor de corriente suave.

En este sitio dos puentes lo atraviesan, dándose la mano. Uno, el de la carretera Santander – La Coruña y otro nuevo, sin usar, que pertenece al futuro ferrocarril El Ferrol del Caudillo – Gijón. Y ya, hasta el mar – kilómetro y medio – tiene a los bordes la escollera, obra del hombre, que no tiene otro objeto que hacer viable la navegación al puerto. Muere el Navia en el Cantábrico, de mala gana. Se rinde enfurecido a su destino. Su boca, la barra, realmente estrecha, echa una espuma blanca, blanquísima. Como campo de nieve…

Cada ocho días, doce horas de felicidad (cuento)

Caza y Pesca

Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1944

Iba solo, en «bici», siempre solo… Los domingos, su segunda «misa» oíala en los caminos de sirga del río Porcia, cuyas márgenes eran testigos de sus hazañas y heroicidades, de sus trascendentales luchas y forcejeos pescando truchas, su gran pasión. Subjetivamente, caña en mano, era enemigo de las truchas, con las cuales luchaba a brazo partido para vencerlas y conseguirlas. ¡Ah! pero objetivamente era su gran defensor y valedor. Su quijotismo era auténtico, y lo ponía a prueba cuando encontraba por las riberas de los ríos esos pescadores innobles y despreciables que apelan a procedimientos de pesca ilegales. «La caña es la única arma lícita de combate – decía -; lo otro es cobardía y traición». Más de una vez tuvo que defenderse como hombre, porque sus argumentos no convencían al pescador furtivo que hallaba a su paso.

Hablar de truchas con Villapena – tal era su nombre – era sacarlo del límite de la vulgaridad cotidiana y colocarlo en el coto de la conversación escogida y selecta. Si así se puede decir; Villapena, cuando hablaba de truchas estaba como pez en el agua. «Estando yo un día en el  puente de la Veguía, lancé el aparejo…» «En un pozo de Sueiro; nunca se me olvidará, un día luché hora y media…» Así comenzaba, y así, absorbía rápidamente la atención de quien le oyere, porque hablaba con pericia y amenidad.

Los sábados por la tarde, Villapena era un haz de nervios puesto en actividad. Subía y bajaba las escaleras de su casa, revolvía los cajones de la cómoda, donde alojaba sus útiles de pesca, con tal celeridad y estrépito que sólo serían disculpables a una persona en vísperas de boda. Antes de nada consultaba el frailuco barométrico, buscando el tiempo probable del día siguiente; en vista del resultado elegía el color de la tanza que había de utilizar; empataba, elegía anzuelos, acondicionaba el cebo y preparaba la caña. Todo, en fin, estaba en su punto a la hora de acostarse, incluso un «bocado» que su mujer le preparaba amorosamente para que comiera, a la hora oportuna, al borde del río, o la sombra de un castaño o de un aliso.

Acostábase y dormía con la cabeza más llena de ilusiones que niño en noche de Reyes. Soñaba y sentíase feliz en los sueños, porque en ellos siempre, siempre… había logrado sus mejores éxitos de pescador, a pesar de no ser pequeños los que lograba en la realidad.

Con diligencia ponía al acostarse, el despertador en la hora deseada para levantarse; pero siempre le fue innecesario, porque de costumbre se anticipaba en despertar a la hora señalada. Iba a la primera misa – la segunda ya hemos dicho dónde la oía – y tomaba su «burro», su «bici»… En ella acomodaba como podía, el cesto, la caña y el impermeable. Y ponía «proa» hacia el Porcia.

Pedaleaba optimista. Y siempre cortés, daba los buenos días a las lecheras y vendedores de piñas que venían hacia la villa a aquellas horas tan de mañana. En sus soliloquios durante el viaje, repetía eufórico: «¡Hoy seré feliz! ¡Hoy seré feliz!…»; «durante doce horas, por lo menos, no oiré hablar de partes oficiales, ni de cómo va el pleito del vecino, ni a mi mujer decirme, como todos los días a la hora de comer, que la vida está imposible, que ha subido el precio de las patatas y la carne, y que los zapatos del niño, a pesar de ser de suela de cartón, han costado ¡un tesoro! Nada de esto oiré. Definitivamente, al borde del río seré feliz ¡Feliz!»

Así huía Villapena, a todo correr, de la civilización, para refugiarse en la pesca, en el deporte de los antiguos pueblos nómadas e incivilizados.

Al llegar al valle por donde el río discurría, alojaba su «bici» en casa de un amigo, de cualquiera, pues todos los habitantes de las proximidades del río eran sus amigos, y con ellos echaba breves coloquios antes y después de lanzarse al río. Siempre preguntaba si en los últimos días había habido por allí pescadores, y siempre oía las contestaciones más contradictorias: Que no habían visto a nadie en los últimos días – decían unos -; otros, por el contrario, que el río estaba muy pescado, porque eran casi tantos los pescadores que venían por allí, como truchas había. Preguntaba casi mecánicamente, sin gran fe en las respuestas. Por hábito.

Pescaba en los sitios ya estudiados y conocidos de otras veces, escenarios de los éxitos de antaño, porque una de las bases del triunfo del pescador está en el conocimiento previo del río. Por eso temía ir de pesca a ríos desconocidos, y sin embargo, iba, aunque pocas veces, para ampliar posibilidades.

Como cada maestrillo, Villapena tenía su librillo de pesca: ese librillo que algunos pescadores ocultan «finamente» a todo el que se aproxima, para ver cómo se pesca y qué se hace para que las truchas «suban» al cesto. Pero Villapena era noble y no ocultaba sus conocimientos a quien de buena fe aspiraba a obtener el honroso título – según él – de pescador de caña.

Iniciaba sus tareas eligiendo el lado del río que le parecía más conveniente, según la situación del sol, para evitar sombras en el agua; ocultándose con gran cuidado para no ser visto por las truchas, ya que sabía muy bien que trucha que ve figura humana, es durante algún tiempo – el suficiente para que la trucha olvide – rebelde al cebo más tentador. En fin, adoptaba las prescripciones teóricas de los libros y revistas de pesca, algunas veces levemente modificadas por la experiencia y los dictados de su librillo.

Pescaba con excesiva frecuencia palos negruzcos que descansaban en el lecho del río, lo que le irritaba bastante, y, a veces, cuando los palos eran pesados, se le quedaban con el aparejo, o por lo menos con el «cristal», lo que también le irritaba por no tener abundancia en los últimos tiempos de anzuelo tan preciado. Pero todos estos sinsabores se compensaban cuando sabía ciertamente que tenía en el anzuelo un ejemplar «curioso», que se movía veloz dentro del agua en una u otro dirección. Su emoción entonces llegaba al límite, que era algo así como una mezcla de alegría y de temor. Alegría, ante la esperanza de lograrlo, y temor, ante el riesgo de perderlo. Era ése, como de todo pescador, su cénit emotivo. Ponía a contribución entonces su inteligencia, su habilidad y su técnica; pero a veces no le valía, porque las truchas tienen también inteligencia, habilidad y técnica, y en no pequeñas dosis. Y en la lucha entablada, el triunfo era alternativo: unas veces vencía la trucha, desasiéndose del anzuelo y huyendo con velocidad de rayo, y otras, Villapena. Cuando éste perdía, ¡qué decepción!; pero cuando triunfaba, ¡qué satisfacción!

En las presas de los molinos y en las cascadas, lograba Villapena grandes éxitos por ser estos puntos, como no ignora el pescador más lego, lugares casi infalibles de trucha hambrienta. Sin embargo, en los pozos de aguas tranquilas y transparentes, Villapena pasaba de largo, no osaba «tirar» en ellos, aunque viese buenos ejemplares, por no ignorar tampoco que en los pozos se «patina» con lamentable frecuencia.

De tiempo en tiempo daba tregua a sus faenas, cuando encontraba por los prados ribereños algún segador guadañero. Sacaba tabaco y ambos fumaban, adobando el descanso con conversación trivial, aunque amena.

A la hora de comer – nunca hora fija – acomodábase a la sombra del árbol que hallase más a mano, a ser posible en las cercanías de una cristalina fuente, que tanto abundan en las proximidades de los ríos asturianos, y allí comía. ¡Ah!, pero antes de nada vaciaba el cesto en el verde césped y contaba más de una vez las truchas pescadas, y hacía cábalas y conjeturas acerca de sus posibilidades de pesca en la tarde. Al par que comía, maduraba planes y pensaba qué sitios serían los más adecuados para trabajarlos y completar el cesto. Y mientras fumaba el sabroso pitillo que seguía a la comida, repasaba su equipo para tener los repuestos siempre a punto y poder reparar las averías inherentes a la pesca en la mínima cantidad de tiempo.

Ya comido, otra vez al río, sin descanso. A repetir, mejor, a superar, la labor de la mañana; pues, como buen pescador, ansiaba siempre superarse en la perfección de su deporte, no preferido, único.

Y no abandonaba el río hasta que el sol comenzaba a ponerse, retornando a su casa, como suele decirse, «entre luces», más bien de noche que de día, cansado y maltrecho físicamente por la dinámica jornada, pero, no se llame a engaño quien lea, con el espíritu levantado, entusiasta y satisfecho, lleno de íntimo gozo. Y como trofeo, el cesto casi siempre lleno de «arco iris», de los más variados tamaños, que exhibía con mal disimulada modestia, más claro, con orgullo, a sus amigos y familiares al llegar a casa. Siempre le quedaba grabada en la memoria del día una escena, un lance de pesca sobresaliente, con el que edificaba «en sociedad» el más bello poema de agua dulce.

Al calor y en la intimidad del hogar, cenaba con voraz apetito, cual niño que tomara aceite de hígado de bacalao. Y como un niño, se acostaba inmediatamente, y se dormía, rendido, sin prólogos.

Y los ángeles velaban su sueño.

Alejandro Sela

Vilavedelle, octubre 1943.