Los vinos gallegos

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 29-5-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

EN los primeros días de junio del pasado año de 1970, me pareció conveniente ir a la Feria del Campo, en Madrid. En ella había mucho que “ver”. Me refiero a vinos. Pero, a la vuelta, me detuve en Medina del Campo, Rueda, Pozáldez, Matapozuelos y La Seca (Valladolid) y en La Bañeza (León). Cuando se prueban los vinos de estos lugares se puede ir por otros pueblos de España con la cabeza muy alta. Resisten con el máximo decoro cualquier comparación.

Cuando salía de La Bañeza resuelvo irme a Galicia para respirar sus aires, beber sus vinos y ver sus mujeres. Y lo logro.

Entro en Galicia por El Barco de Valdeorras. Y me detengo especialmente en La Rúa Petin. Y empiezo a asombrarme. La cooperativa vinícola de La Rúa es fenomenal. Por todo. Y el personal encargado de ella me recibe con los brazos abiertos a la cordialidad. Y me da a probar su blanco y su tinto. Como llego a la hora del aperitivo entono el estómago. Entro, pues, en Galicia con buen pie.

Desde allí salgo disparado hacia Verín. En esta ruta subo y bajo muchas cuestas con las curvas correspondientes. Y paso por dos pueblos, Viana del Bollo y La Gudiña, que vale la pena ver.

Cuando llego a Verín, después de las tres de la tarde, llevo el apetito desbocado. Y como de lo mejor que tiene Galicia o caldiño, cabrito asado y todo salpicado con un tinto de Monterrey. Salgo de allí, hacia Orense, “bien puesto”. Pero llueve. Cuando se viaja por Galicia y llueve hay que acordarse de Rosalía de Castro.

“Chove miudiño,
miudiño chove
……………………”

Me las arreglo para pasar por Rivadavia y hacer “provisión de vinos”. Más tarde, no mucho, entro por La Cañiza para meterme en otra zona de vinos, El Condado. Y me detengo en Arbo, Sela y Salvatierra. Por allí anda o Miño que nos separa de Portugal. Y más tarde aparezco por Puenteareas, Porriño y Bayona. En este último lugar, ya de noche, duermo. Y muy bien. Duermo en un castillo almenado que hay n’a veiriña d’o mar.

Al amanecer salgo de Bayona. Y el sol, en aquellos momentos, también sale. Y me ilumina con caricias y radiante a través de los pueblos que voy viendo. Y que son Vigo, Redondela, Pontevedra, Combarro, Sanjenjo… Cuando llego a Cambados alguien me dice que está allí el general De Gaulle. Pero no le busco ni me busca… Es difícil que dos hombres orgullosos, cada uno a su estilo, lleguen a encontrarse. Les sucede algo parecido a lo que se dice de las líneas paralelas… En Cambados sólo tuve tiempo para ir a misa – era domingo – a la iglesia parroquial y comprar unas botellas de Albariño. Este vino, con razón, es famoso. El Albariño es una especie de oro embotellado en verde.

Serían las once de la mañana cuando ya me encuentro en Villagarcía y compruebo que es verdad lo que dice la canción “que es puerto de mar”.

Y, a las doce y media, tropiezo en Santiago con mi viejo amigo, el Apóstol. Santiago es, se puede decir, soportador de abrazos. Y, además, allí busco o santo d’os croques, le doy unas cabezadas para adquirir una inteligencia que noto que me falta hace años…

Hacia las dos de la tarde, en Lugo, como “lacón con grelos”.

Los vinos gallegos en general, siendo buenos, para mi gusto son un poco ácidos. La música del país es deliciosa, las mujeres son melosas y el paisaje es de égloga. Sólo hay un negocio posible. Casarse con una gallega y quedarse a vivir allí. Pero conviene saber, según tengo entendido, que para conquistar una gallega no hace falta usar las frases corrientes como “cielo mío”, “vida mía”. Basta manejar con habilidad una sola palabra. ¡Encantiño!

Vinos y color

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 22-5-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

El color es, antes que otra cosa, una fuerza psicológica, espiritual. Sin pensarlo demasiado vamos a las cosas, hacia las cosas, por su color. Este nos detiene o deja en suspenso… Es frecuente que nuestra alma quede prendida en los colores. Del mismo modo que la lana de las ovejas queda prendida, por el roce, en las zarzas de los caminos.

El color, claro, está en las formas. Forma discreta y color seductor, a veces nos engullen. Color y forma nos embrujan. Pero el embrujo es seducción del arte.

Pero el color se descompone, o suele descomponerse, en tonos y matices. Verde esmeralda, verde veronés, verde vejiga… De lo que no tiene color se puede decir que “no se ve”, o, si se ve, no interesa. La mirada o, si acaso, la vista se desentienden del objeto.

Los colores, por otra parte, pueden combinarse. Y entonces se logra a lo mejor un conjunto armónico. Y si es armónico es musical. Y siendo musical es artístico

El arte, cuando lo es de verdad, nos “lleva de calle”.

Pío Baroja decía que una mesa bien puesta es el producto de una civilización y de una cultura. Blancos manteles, una vajilla refinada, cubiertos de plata, límpida cristalería, un local confortable y luz suavizada dan, con el color del vino o vinos, una idea de totalidad. Nada falta.

. . . . . .

En sentido próximo o remoto, todo lo que se relaciona con el vino tiene color. El viñedo, como es natural, tiene sus primaveras y sus otoños. El suelo o tierra, donde el viñedo se asienta, puede ser ocre, pardo, siena, rojizo… Y sus tonos pueden variar según sea verano o invierno.

La cepa, en todas partes, “tira” a un color chocolate. Las hojas, en su ciclo vital, son de coloraciones cambiantes: verde amarillo, verde claro, verde intenso… Y en el otoño van desde un verde agotado de verano, pasando por una escala de ocres y amarillos, hasta, según los casos, llegar, como ocurre en la garnacha tintorera, a un color vino rojo.

La vendimia también tiene su “color”. Y las uvas. Y las vendimiadoras…

Sí, todo lo que se relaciona con el vino tiene color. Y el vino mismo.

En éste hay que partir de los tipos conocidos: tinto, blanco, clarete.

El tinto se nos ofrece: tinto puro, de mucha capa, ojo de gallo o aloque, morado, cobrizo…

El blanco no es nunca tal. Es amarillo, pajizo, ámbar, caramelo, pálido…

Y el clarete. O rosado. Y que se logra mezclando, al pisarlas, uvas de distinto color.

. . . . . .

La mesa está servida. Y es entonces cuando el vino, con su color, se perfila para ser lo que debe ser. El vino es el violín del concierto.

No me es posible hablar como técnico de nada. Y sí como un simple ser humano que se detiene a menudo aquí y allá… para curiosear. Y todo, naturalmente, sin perjuicio de tercero.

Yo “trabajo” solo. No me es posible darme cuenta exacta de lo que como o de lo que bebo en un banquete oficial o de homenaje a alguien. La atención se me va hacia lo no importante. El barullo, las más de las veces, me emborracha. Y el vino no.

Cuando en un restaurante como y bebo en soledad, tengo el juicio libre. Nada ni nadie me coacciona. Elijo el menú y el vino. Me adapto a un ritmo de velocidad que me “va”.

Y gradúo la satisfacción de mis necesidades según el apetito y la sed que tuviere. Domino la situación.

La mesa, con lo que sostiene, me está “hablando”. Y además veo la plata de un pez, el oro de un asado y el carmín de un vino. Y si a todo esto el cocinero le dio el sainete que viene al caso, uno va por la vida en esos momentos sobre ruedas.

Las formas y, sobre todo, los colores contribuyen no poco a darme una plenitud esencialmente humana.

Algo de esto le ocurría a Quevedo. He aquí una pista para pensar que era así:

“Si en vidrio bebes, por ver
los vinos blancos y rojos,
para que el color los ojos
beban antes de beber”.

Castilla y su vino

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 6-2-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

YO no sé si a los demás les ocurre lo que me pasa a mí. Cuando llevo varios meses en el pueblo donde por gusto vivo, se produce en mi cuerpo y en mi espíritu una especie de intoxicación. Y me doy cuenta de que, en definitiva, debo salir de casa e irme por el mundo a respirar aires nuevos. Con unos cuantos días de ausencia recobro todos los equilibrios perdidos.

A mediados de diciembre último me encontraba en ese estado. Y decidí, después de cumplir ciertos trámites oficiales y familiares, dar una vuelta por Castilla. Y en Castilla hacer lo que me gusta: probar vinos.

El día 20 del mes citado, habiendo estado en Madrid poco tiempo, a las ocho de la mañana me encontraba en Segovia. Y resolví empezar allí el periplo vinícola. Salí solo y, después de pasar por Sepúlveda, a las once de la mañana me encontraba en Aranda de Duero. Aquí hay vino a espuertas.

Es domingo. Pero antes de nada creo que me conviene ver la Ventosilla, una finca por todos conceptos modelo y que hacía muchos años que no veía. Paso por Villalba de Duero y en ella, en la finca, me recibe su director don Alfonso Velasco y Fernández Nespral. Este señor me explica cosas de la industria agrícola que yo ignoraba y me colma de amabilidades.

Por ser domingo creo – y acierto – que los establecimientos comerciales del vino en Aranda están cerrados. No obstante, visito algunos bares y tabernas y me es posible comprar algunas botellas “de lo caro”. Y que a mí me parece baratísimo…

Al día siguiente ya es otra cosa. Todo está abierto y veo lo que me conviene. Consecuencia: que me llevo en el coche algo así como 40 botellas de vino de Aranda. De distintas casas.

A las diez de la mañana de tal día 21 ya estaba en La Horta, otro pueblecillo de la provincia de Burgos, con un vino “chipén”. Como ya estuve más veces allí y conozco al encargado de la cooperativa, paso unos minutos de charla y me despido levando 12 litros de clarete en dos pequeñas garrafas.

La mañana es soleada. Pero hay hielo en los sembrados. Bueno. Voy a mi aire. Y veo sobre un alcor un pueblo con casas muy apretadas. Es Roa. En este pueblo, lo oí hace años en alguna parte, murió el cardenal Cisneros. Pero también tiene cooperativa de vinos. Y meto en mi vehículo una caja de “mercancía”.

Hacia las once ya estoy en la Cooperativa del Duero, en Peñafiel. En esta casa ya estuve otras veces y tengo allí buenos amigos. Compro lo que procede de vinos corrientes y algunas botellas de “finolis” Protos. Pienso hay que vivir. El técnico de esta bodega ejemplar es don Teófilo Reyes. Como la juventud de ahora, el señor Reyes “sabe lo que quiere y sabe a donde va”. Y me invita a comer con ellos. Pero cortésmente no acepto. Tengo prisa.

Serían las doce cuando atravieso la ciudad de Valladolid. Paro en una calle para comprarme unos tirantes y tomar café. Solamente.

A la una menos cuarto estaba en un pueblo de mucha solera vitivinícola: Cigales. Aquí hay un clarete de “bandera”. No hace falta que diga que en estos lares hice varias operaciones de compraventa. Pero siendo yo el comprador.

Prosigo. Voy en la derrota de mi tierra, Asturias. Pero en Dueñas (Palencia) vuelvo a detenerme y a hacer de hormiguita previsora. En esta tierra hay un clarete magnífico.

En resumen, que los vinos de Castilla – y conozco de antemano otros muchos pueblos – saben a gloria. Claro que la gloria no la conozco de nada. Pero, ya me entienden, es un modo de hablar y de encarecer calidades.

Yo soy un hombre casado. Esto, en sí, no tiene nada de particular. ¡Hay tantos maridos!

Pero voy a lo mío. Decía el doctor Marañón que, entre marido y mujer, para conservar el amor debía haber, con frecuencia, una corriente de aire. Es decir una cierta separación.

Esto lo sabemos todos los casados no de un modo científico, pero si de un modo práctico. Por eso hay tantos maridos aficionados al fútbol y a los toros. Ellos se van a esos espectáculos y al final, a la salida, se reúnen con sus amigotes a comer mariscos y a beber lo suyo. Y, con frecuencia, a cenar. Y entre tanto sus respectivas esposas están en casa viendo la tele y haciendo labor de ganchillo.

Pero ocurre que a mí no me gustan ni el fútbol ni los toros. Y para lograr esa corriente de aire a que alude Marañón, he tenido que ingeniármelas para ser un marido cabal. Y de ahí viene el que yo sea aficionado a viajar solo y a probar vinos de las distintas regiones españolas.

Consciente de mis ignorancias y limitaciones yo no suelo dar consejos a nadie. Pero ahora, haciendo una excepción, me meto a ser asesor de señoras. Pero pidiendo las excusas que procedan.

Señora – en el supuesto de que me lea alguna señora -, si nota que en la hora de la comida su marido lee el periódico con anuncios y todo, o si hablando se pode pesado repitiendo siempre las mismas cosas, o si por cualquier circunstancia se mete en su hogar la monotonía y el aburrimiento, ponga a su esposo de patitas en la calle… Revitalice su amor.

Muy sencillo. Procure usted, señora, con sus ahorros hacer una “hucha” especial. Y una vez que vea en ella una cantidad de dinero considerable póngala en manos de su marido. Y oblíguelo a irse solo a pasar unos días por el Priorato. O por Cariñena. O a Jerez de la Frontera. O a La Mancha. O por las riberas del Duero. O por el Alto Ampurdán. O por donde sea.

Los maridos, después de una tournée de este tipo vuelven a su casa como malvas, mejorados en tercio y quinto. Yo lo sé. ¡Palabra!

Una vuelta por España

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

A mí me gusta el vino…

Como consecuencia de esta afición, en mis períodos de vacaciones, suelo irme a recorrer pueblos o regiones vitivinícolas de España.

El último viaje de este tipo lo hice este año – 1969 -, en abril.

El día 12, sábado, salí de Navia, solo, a las seis de la mañana. Comí en Burgos. Y dormí en Santo Domingo de la Calzada. Al día siguiente, 13, al amanecer me fui a Valvanera, donde está la Virgen Patrona de la Vendimia, de la Rioja.

Allí oí misa. Llovía. Y saludé a algunos monjes benedictinos, negros, casinistas. Y le pregunté a uno:

– ¿Toman ustedes vino?

– Y qué remedio – me respondió.

Al bajar de Valvanera, y a la subida, veo, por las vegas del Najerilla, un verdadero enjambre de chopos. Paso por Nájera. Más tarde, hacia las diez, desayuno por segunda vez en Logroño. Después, en Calahorra, examino la catedral. Sigo: Alfaro, Tudela y Zaragoza. Aquí hago una visita de urgencia al Pilar. El sol, claro, aragonés, lo baña todo. Pero he de ir a comer a Cariñena y me voy. Pocos kilómetros antes de llegar a esta villa empiezo a asombrarme. El campo de Cariñena es extraordinario, de maravilla. Poco más o menos. Cariñena, pueblo, es una isla rodeada de cepas por todas partes. Es domingo y está casi todo cerrado. Como, muy bien, y consigo un ramillete de botellas de vino de distintas clases. Un tesoro.

En la estación de servicio le doy al coche lo que pide con una luz roja, de aviso. Prosigo en mi ruta. Algún tiempo después vislumbro en la lejanía un pueblo. ¡Hombre! Es Fuendetodos. Aquí nació Goya. Saco la foto de reglamento y hago media hora de tertulia con un aragonés de solera. Se llama Roque Gascón y, por lo que me dijo, ya es abuelo. Es un pastor puro que tiene su rebaño de ovejas y su perro. Desde la paridera hasta el pueblo tarda en llegar “una horica”.

Hay que andar. No tardo en llegar a otro pueblo, Belchite. La torre de la iglesia tiene muchos agujeros. Parece hecha de encaje. Me doy cuenta. El encaje ese es un recuerdo vivo de la guerra, en la que yo he sido también, pero en otro sitio, actor.

Híjar primero y, luego, Alcañiz. Un poco antes de llegar a esta villa, a la izquierda, veo algo que me llama la atención. ¡Qué cosas! Es un monumento al tambor. Más allá de Alcañiz, la carretera, el paisaje, se hacen muy amenos. Viñedos y olivares dominan la situación. Las cuestas y las curvas multiplican los ángulos de visión del “caminante”.

Serían las siete de la tarde cuando me detengo unos minutos en Gandesa y leo, al parar, en un edificio que está en frente, lo siguiente: Cooperativa vinícola… Es casualidad. En Mora de Ebro paso por un puente sobre el ídem. Y, entre luces, llego a Falset, centro vinícola del Priorato. Aquí, en un hotel honesto y limpio, duermo. Poco antes de salir el sol ya estoy en la calle. Doy un paseo por la plaza y las calles principales y, a pesar de la hora, me oriento bastante bien y pienso que debo ir a Gratallops y Vilella Baja, con vinos notables. Pertenecen al antiguo priorato de Scala Dei. La carretera para ir a esos pueblos es buena, pero muy estrecha y curvilínea. Llego a Gratallops, en un alto, e inicio una bajada para llegar a Vilella. En un viñedo, al borde de la carretera, un hombre con una mula hace labor de arada. Hago un alto, durante una hora, y hablamos de cepas y viñedos. Muy amable. Me oriento sobre lo que debo hacer en Vilella para visitar la cooperativa y conseguir vino. Todo me sale bien. En el pueblo encuentro a don Federico Mestre, secretario de la entidad vinícola. Durante casi dos horas hablamos largo y tendido de lo que procedía. Llevo como recuerdo una garrafa de cuatro litros y varias botellas de tinto. Y una, por concesión especial, de vino rancio. ¿Ambrosía? Vuelvo a Falset y me dicen que en aquellos contornos hay vinos estupendos. Cada pueblo tiene los suyos. Flix, Ribarroja, Marsá… Por la muestra que llevo no lo dudo. ¡Vaya vino! Hago la comida del mediodía y me pongo en ruta. Paso por Reus, por el centro, y veo en bronce y en broncínea cabalgadura al general Prim, el amigo o así de Amadeo de Saboya.

En Tarragona, frente al mar, paro. Y en la terraza de un café, tomó algo. Los aires del Mediterráneo me orean y acarician. ¡Vaya! Hacía seis años que no estaba en Tarragona. Adelante. Encuentro en la carretera el arco de Bará, Vendrell y, en Villafranca del Panadés, hago parada y fonda. No hace todavía dos años que estuve aquí y ya conozco sus vinos. Por eso vuelvo. Ando de un lado para otro por el pueblo, que está muy bien, y voy al Museo del Vino. Pero por ser lunes, está cerrado. Bueno. Escribo, en una cafetería, las postales “de llegada”.

Duermo. Pero antes de amanecer, estoy en pie. Salgo al campo y, en el coche, doy vueltas y más vueltas por las carreteras cercanas para ver viñedos. Todo está cuidado, esmeradamente cuidado. Amaneceres así, entre cepas, he tenido pocos. Y antes de las ocho me encuentro en San Sadurní de Noya. Aquí me topo con una gratísima sorpresa: un roble. Pero un roble más que adulto, viejo. Para perennizar su recuerdo le saco algunas fotos. Está este roble, y a ella pertenece, junto a la Casa Codorniu. Visito las cavas de esta importante industria vinícola conducido por un guía experto. Muy bien.

A las diez ya estoy de nuevo en Villafranca, frente al Museo del Vino. Por ahora, según me dicen, único en España. Y me emocionó “lo suyo”. Es inevitable. Allí hay envases antiguos, prensa de viga, dioramas, pinturas y etcétera, etcétera. Termino en la sala de degustación, donde todo visitante tiene su premio. Cuando se pertenece a una “religión” se debe buscar el estado de perfección. Yo, con estas visitas, lo intento.

Son las doce de la mañana y me veo en la calle. Hago unas compras, pago la cuenta del hotel y tomo rumbo… al Cairo. Digo, a Sitges. En esta villa veraniega, lo primero que hago es comprar unas botellas de malvasía. Temo que después se me olvide.

Paso a la playa y, en el paseo, en una terraza, al lado de una estatua del Greco, hay un grupo de mujeres que dicen con frecuencia: “Yes beriguel”. A pesar de todo tienen una apariencia estupenda, y conmigo no va nada. Pero debiera ir…

Más adelante, tumbadas en la arena, hay más mujeres, jóvenes, en bikini, y nada provocativas. ¿Por qué me habían de provocar?

Se me ocurre una idea. En vista de que me encuentro confortado espiritualmente, con apetito, y el sol reluciendo sobre el lugar, pienso y resuelto hacerme una comida de homenaje por mis reales o supuestos merecimientos. Es posible que todo sea imaginación, es posible… En el restaurante Bahía se consumó y se consumió el homenaje. A la hora del aperitivo el “maitre” de la casa me dijo:

– ¿Le parece bien al señor que para el menú elegido le sirva un rosado del Panadés?

– Sí, claro.

Hice unos minutos de reposo y salgo con dirección a Castellón, donde pienso hacer noche. Veo, en el camino. Villanueva y Geltrú, Vendrell, Tarragona… De Tarragona, provincia, llevo el recuerdo de sus cultivos: viñedos, avellanos, olivos. Entro en la provincia de Castellón por Vinaroz y Benicarló (entre paréntesis, del vino de Benicarló hace grandes elogios Gil Blas de Santillana, mi paisano). Hago un alto en Benicasim para proveerme de licor carmelitano. Antes de la puesta del sol aparco en Castellón. Busco hotel y, a su hora, me acuesto. Al día siguiente, cuando un reloj de torre daba las seis, yo estaba limpiando el parabrisas del coche, que era un cementerio de mosquitos.

A las siete estaba en el centro de Burriana. La iglesia la vi cerrada. Fui al puerto. Y no vi ningún barco velero. Vuelvo a la carretera general y, con el sol de espaldas, voy hacia Valencia.

Los naranjos están en flor. Los aromas del azahar me embriagan y llevan a mi corazón los sentimientos amorosos más puros y limpios. Atravieso Sagunto con la velocidad que marca el Código.

Son las nueve y llego a Valencia. ¿Qué hacer? Irme a Liria. Allí también hay buen vino. Es verdad. Busco la cooperativa. Y no tardo en encontrarla. En ella me atiende un caballero competente y complaciente, cuyo nombre no recuerdo. Es el secretario de la entidad. Tengo la sospecha de que aquel hombre es un artista y le pregunto:

– ¿Qué instrumento toca usted?

– Soy timbalero. Aquí hay dos bandas de música, con más de cien ejecutantes cada una.

Durante hora y pico me habla de vinos de la zona, de su elaboración y de todo. Llevo ocho botellas en una caja de cartón. Cuando llegue a Asturias haré los debidos análisis… de boca.

Estoy de vuelta en Valencia hacia las doce y compro más vino de Turís y Cheste. Visito la Patrona de la ciudad y la catedral. Me detengo en la puerta de ésta, donde el Tribunal de Aguas se reúne todos los jueves para oír a las partes interesadas y dictar sus laudos.

Y, por último, voy a la redacción de «La Semana Vitivinícola». Me recibe el subdirector, don Víctor Fuentes, quien me atiende y me obsequia con una botella de vino español de excelente calidad. Charlamos algo así como una hora. ¿De qué? Es fácil imaginárselo.

A la una y media de la tarde me encuentro en la playa de Valencia, en la casa de la Pepica. La paella es inevitable. La como con lentitud y con unos sorbos de vino para quitar, si viniera, el hipo.

Ya estoy en Requena. Todo o casi todo está cerrado. Pero una mujer que atiende una frutería vende también vino de la tierra. Le compro varios litros. Algo es algo. Me voy de Requena y, sin parar, paso por Utiel. Lo siento. Pero quiero ir a dormir al parador de Alarcón, castillo del marqués de Villena. Bajo y subo el puerto de Contreras, que es un tobogán, y llego a Motilla de Palancar. Veinte kilómetros más allá, desviándose a la izquierda, está el castillo. Duermo como un Pepe, tranquilo. Yo sé que la guerra de la Reconquista terminó “hace años” en Granada. Y además, en el “hall” están de centinela unos guerreros con coraza y lanza. Por si acaso…

Cuando despierto, serían las cinco y media, me surge la idea de ir a Cuenca. Y voy, por segunda vez. Pero no había, antes, el Museo de Pintura Abstracta. Hay que verlo. Aunque no sea más que para darse pisto.

Con el sol apuntando, de frente, salgo de Alarcón. Dejo la carretera general en La Almarcha y cruzo Olivares del Júcar, San Lorenzo de la Parrilla y Villar de Olalla. El paisaje es sobrio, pero me gusta mucho. Yo, como Unamuno, digo: no hay paisaje feo. Llego a Cuenca muy temprano y me meto en una cafetería y tomo café con churros y hago tiempo. He de esperar a que abran las tiendas. Ya abiertas, compro en una librería una guía de la provincia con muy buenas fotografías y San Juan de la Cruz de Ruiz Salvador. Hay que ilustrarse por dentro y por fuera.

Para aprovechar el tiempo y hacer preguntas al chofer tomo un taxi. Me da resultado el experimento. Sabe más que un doctor y me dice las cosas como Dios manda. Lo entiendo.

El Museo de pintura abstracta es un laberinto en sentido vertical, con tramos de escalera y recodos llenos de encanto. Está en las casas colgadas. ¿Si me gustó? Sí, mucho. Pero no olvido a las mujeres que vi en Sitges, no abstractas, concretas.

Cuando llego a la plaza de Tarancón es la una. Aquí también hay vino. Y me llevo la muestra. Al poco rato llego a Arganda. Esta villa también me suena a vino. En un parador de carretera me dan de comer y de beber. ¿A lo grande? Yo creo que sí. Del vino de Arganda tomo nota. Hay que volver a esta tierra, pero más despacio.

A las cinco de la tarde estoy metido en el “bollo” circulatorio de Madrid. Voy a alojarme en un hotel de la Cuesta de San Vicente. Es jueves. Para el próximo sábado tengo una cita, en Madrid, con una mujer.

El viernes y el sábado los paso en Madrid dedicado al vino. ¿Cómo? Visito supermercados y tiendas de vinos. Es preciso adquirir y probar vinos de distintas regiones, de diferentes marcas y de distintos tipos. Del vino, como de filosofía, nunca se sabe bastante.

El viernes por la tarde veo la cartelera del cine Callao. Proyectan una película, “La Celestina”. Entro con el exclusivo objeto de ver lo que dice del vino. Aunque en la casa de Celestina se ven como decoración algunas pequeñas tinajas de barro, lo cierto es que no oí ni una sola vez la palabra vino. Se escamoteó el tema. Se ve, a pesar de lo que dijo Azorín, que perdura el concepto celetinesco tan lamentable de autores anteriores.

El sábado por la tarde me encuentro con la mujer que espero. Es mi esposa. Ella vino de Asturias en coche de línea para proseguir conmigo la ruta del vino.

El domingo, día 20 de abril, a las ocho de la mañana, después de oír misa en una iglesia de la plaza de España, salimos, mi mujer y yo, de Madrid hacia Andalucía, para probar y adquirir vinos de esa tierra. A las nueve de la mañana estamos en Aranjuez. Ella toma un cortado y yo una taza de café con mantequilla. Los viajes me abren el apetito.

Pasamos, poco después, por Ocaña. Más tarde por Quintanar de la Orden, Mota del Cuervo… A babor y estribor de la carretera un mar de cepas, La Mancha. En La Roda compro algo de vino. En Albacete ni nos detenemos. Aquí estuvimos hace un año, precisamente en abril. Habíamos ido a Villena, Monóvar, Yecla y Jumilla. El vino de este último lugar es algo que tal. Si yo fuera musulmán haría en Jumilla mi Meca.

En Hellín, sí, nos detenemos, y me llevo vino del país. En la mañana atravesamos Cieza, Mula y Lorca. A la hora de comer estamos en el parador de Puerto Lumbreras. Hicimos un reposo prudencial al término de la comida y decidimos entrar en Andalucía por Almería. Y por Vera, Huercal-Overa y Sorbas. Llegamos a la capital de la provincia al caer la tarde. Cuando me levanto, al día siguiente, encuentro en el vestíbulo del hotel un señor con el que me puse a hablar. De vinos sabía un rato largo.

Salimos de Almería. A las ocho llegamos a un pueblo que tiene fama por sus vinos. Subimos, para ello, separándonos de la carretera de la costa, una cuesta de catorce kilómetros, mal camino, con muchas curvas y polvo. Era Félix. La gente nos rodea y se extraña. No comprenden que un asturiano llegue a Félix a buscar vino. Pero el vino del pueblo, el día 21 de abril, ya se acabó. Nadie me pudo facilitar ni una gota. Recibí la contrariedad con humor. Si subimos una cuesta dura, ahora hemos de bajarla. No hay otra solución. Cuando nos encontramos otra vez en la carretera de la costa vemos parrales. De Ohanes, sin duda.

En vista del fracaso de encontrar vino en Almería, nos vamos inmediatamente a la provincia de Granada. Aquí, sí, en Albuñol, encontramos lo que buscamos. Tienen un vino color ámbar que sabe muy bien. No hay vino embotellado. Todo se vende a granel. Lleno una garrafa de cuatro litros y dos más en botellas. El pueblo está en la ladera de un monte y además de viñedos tienen almendros. Por abajo tenían en ese momento el cauce del río, pero seco. Por debajo del puente ya no va “naide».

Siguiendo nuestro camino pasamos por Motril, donde hay mucha caña de azúcar, y por Almuñécar y Salobreña. Y no mucho más allá, ya en Málaga, las cuevas de Nerja. Las que, por cierto, vemos. A cuatro kilómetros la villa, Nerja. Su Parador de turismo es, sin duda, uno de los mejor situados de España. Es grande y está muy bien surtido de inglesas, suecas y alemanas. Yo creo que esas señorazas son de plantilla. El Parador tiene piscina, un prado o parque para tomar el sol tumbado, y más abajo, playa. A ésta, por el desnivel, se baja en ascensor.

Ya estamos en Málaga. Y sin esperar, hago acopio de vinos. Tengo el encargo de mis hijas de que les lleve lo mejor de Málaga. Pero creo que a mí también me va a gustar “olerlo”.

Nos alojamos en un hotel que está bien. Al amanecer, y solo, doy unas vueltas por el puerto, visito la catedral, que ya conocía, y callejeo de un lado para otro. Más tarde, cuando el comercio abre, me compro un sombrero. Es para quitarlo, cuando proceda, a ciertos vinos españoles.

No eran todavía las once cuando levamos anclas. Al cuarto de hora estamos en Torremolinos. Tomamos un café y yo, por mi parte, exploro varios supermercados. Aquí encontré un tipo de Valdepeñas que no conocía. Y muy bueno. A las doce y media ya estamos sentados en la terraza de una cafetería de Marbella. Me llego a la playa y veo lo que hay.

Comemos y nos dejamos ir. A diez kilómetros de distancia está San Pedro de Alcántara. En este sitio hay un empalme de carretera que nos va a llevar a Ronda. Se trata de una cuesta de 52 kilómetros, sin pueblos, pura serranía, y más de quinientas curvas. Una breva. Ronda es el pueblo de Marcos de Obregón y del Niño de la Palma. Y en Ronda saboreó España, Rilke.

Desde Ronda hasta Arcos de la Frontera, pasando por Villamartín y Bornos, el paisaje nos recuerda lo asturiano. Hay muchos prados verdes con sus vacas. Y, se supone, habrá mucha leche.

Arcos llama la atención a cualquiera. Uno se sube a la parte alta y desde allí se ve la… biblia. Los montes son de olivos y el Guadalete tiene su puente de hierro.

Al cabo de treinta kilómetros entramos en un pueblo vitivinícola, una zona nombradísima, Jerez de la Frontera. A pesar de ser la segunda vez que veo Jerez, no dejo de emocionarme un poco. Vinos, caballos, toros. Sabor, gracia, color. Jerez es Jerez.

El día 23, en la mañana, visitamos la Casa del Vino. Nos recibe y obsequia un miembro de la misma, don Alberto López Ruiz, abogado, y jerezano de pura cepa. Copeo y más copeo, en la sacristía. Y además me regala varias publicaciones vinícolas que no tenía y que, naturalmente, agradezco. Salimos a la calle y nos vamos a la Casa González Byass. Don Manuel Franco, alto empleado de la empresa, nos enseña las bodegas y nos explica el cómo de la elaboración de los vinos de Jerez y sus distintos tipos. Otra vez más copeo. Y, para rematar, nos da con elegancia inaudita un regalo de la Casa. Esa mañana terminé con la vista muy mejorada: veía el doble…

Por la tarde visitamos Puerto de Santa María. Y vimos allá, en la lejanía, Cádiz. Pero no visitamos bodega ninguna. Después del copeo de la mañana, no estaba el horno para bollos.

El día 24 salimos temprano hacia Sevilla. Y cogimos el camino por Utrera y Alcalá de Guadaira. A las ocho de la mañana llegamos al parque de María Luisa, en la ciudad hispalense. Yo saqué una foto a mi mujer con las palomas y ella me la sacó a mí ante la estatua de Bécquer. Esto, supongo, será de cajón para todo visitante de Sevilla. En la calle de las Sierpes, en una librería, encuentro un libro que deseaba tener: “Diccionario del vino de Jerez”, de Pemartín.

Subimos a la Giralda y, desde su altura, vimos Sevilla como una paloma blanca. Claro, hacía sol. Y hacemos nuestra comida en el Bodegón Torre del Oro.

Serían las tres y media de la tarde cuando nos vamos hacia una meta señalada, una meta de vino, por supuesto. Almendralejo. No tardamos ni dos horas en llegar. En torno a Almendralejo hay viñedos en profusión, olivares y encinas. Recorremos la villa y nos proveemos de blanco y tinto. Lo suficiente para hacer, en Asturias, el debido “estudio”.

En Mérida encuentro un vino de Medellín sorprendente, de bueno. Nos cobijamos en el Parador de Turismo. Y, al día siguiente, al despuntar el alba, hay una tormenta fenomenal. Truenos, relámpagos, agua. Puede decirse que Mérida nos despide con las salvas de ordenanza que se deben a un vinícola. Después de tanto vino que hemos olido, ahora agua…

También salimos de aquí con otra meta señalada: Toro. Hay que moverse. Cáceres, Plasencia, Béjar, Salamanca y Alaejos. Y recuerdo lo que dice la Pícara Justina: “A la gala de lo de Rivadavia, Cocua y Alaejos, que sustenta niños y viejos”.

Según nuestra llegada vemos Toro en un alto, sobre el Duero. En su Colegiata se encuentra el cuadro anónimo La Virgen de la Mosca. Y en Toro, creo recordar, murió el Conde-Duque de Olivares, el “amiguito” de Quevedo.

Y en Toro compré doce botellas de tinto. Y las añadí al convoy, bien nutrido, que llevo en el coche.

En León, al día siguiente, tomo también las correspondientes muestras de sus vinos. Villafranca del Bierzo, Cacabelos, Valencia de Don Juan…

El día 26 llegamos a Asturias, a Navia. Quince días de viaje y cuatro mil quinientos kilómetros de carretera.

– ¿Qué he ido a buscar en esta “tournée” turístico-vinícola? Yo creo que salí a buscar algunas partículas del espíritu del vino español. Dicho, por cierto, en el mejor de los sentidos. Ampliando en algún aspecto los conocimientos recogidos en viajes anteriores y por otras regiones.

Lo cierto. Hemos pasado quince días de permanente emoción. Gentes amables, paisajes deliciosos, mujeres hermosas… Y viñedos y vino. Alma de España, en suma.

Prueba de vinos

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

La calidad de los vinos se aprecia por los sentidos. Y, por cierto, no por todos. Sólo por el gusto, la vista y el olfato.

En nuestro sistema nervioso hay neuronas sensitivas. Estas son las que dirigen las señales o estímulos que reciben a la médula espinal o al cerebro. Prolongaciones de estas neuronas están situadas en la superficie de la lengua y tienen la propiedad de ser excitadas por cuerpos en estado líquido, haciéndonos percibir su sabor. La lengua es, pues, el órgano del gusto.

Otras neuronas envían sus prolongaciones a la superficie de la mucosa que tapiza las fosas nasales, siendo excitadas por cuerpos en estado gaseoso, haciéndonos percibir su olor.

Y otras neuronas están en los ojos y son especialmente sensibles a las ondas luminosas.

Las propiedades organolépticas de los alimentos constituyen los estímulos que impresionan los órganos de los sentidos, quienes transmiten las señales correspondientes al cerebro.

Los estímulos gustativos primarios son cuatro: dulce, amargo, salado y ácido. Los bordes superiores de la lengua son sensibles al sabor ácido. La parte de atrás, al amargo. La punta, al sabor dulce. Y el contorno al salado.

Los estímulos visuales nos informan del estado físico (líquido, sólido), del aspecto (limpio, turbio, opalescente) y del color de los alimentos. Este estímulo nos permite, pues, hacernos una primera idea de conjunto del vino.

Los estímulos olfativos son los que nos proporcionan mayor información sobre las características del vino. Se educa la vista para ver obras de arte. Y se educa el oído para oír música. Pues bien, también debe educarse el sentido del olfato para saber oler. El mecanismo del olfato es de una gran sensibilidad y está localizado en lo alto de cada una de las fosas nasales. Y, teniendo esto en cuenta, cuando se quiere hacer el análisis del aroma, se debe aspirar fuertemente el aire para hacer llegar hasta las fosas nasales el mayor número de moléculas que poseen olor.

Los expertos o técnicos se valen de una ciencia, la cromatografía en fase gaseosa, para el estudio de los componentes del aroma o bouquet.

Las ideas expuestas están tomadas del excelente trabajo de la doctora Cabezudo.

Bouquet

Lo define Norbert Got aproximadamente así: “Se considera el bouquet como un conjunto de olores aromáticos, gratos y complejos, que dan esos perfumes sutiles, más o menos finos, más o menos ricos y opulentos, y que constituyen en suma olores atrayentes y suaves.

El vino, manantial de poesía, es un producto lleno de sutilidad, de diversidad, de delicadeza, que nuestra sensibilidad debe comprender, penetrar, asir y analizar”.

Elementos que contribuyen a la formación del bouquet

Todos los elementos que componen el vino contribuyen a la formación del bouquet. Unos de un modo positivo. Y otros de un modo condicionante.

Así, pues, alcoholes, ácidos, azúcares, taninos, glicerinas, materias pécticas… combinándose y reaccionando entre sí, a través de los años, dan el bouquet.

Claro que al terminar la fermentación tumultuosa, es decir cuando el vino tiene días o contados meses todavía no hay bouquet. Pero puede haber olores. Y que, preferentemente, proceden de la uva, del fruto. La piel de la uva, en unas más y en otras menos, contiene una sustancia que da aromas al vino de un modo inmediato. Se nota esto, por ejemplo, en vinos procedentes de uva malvasía o moscatel… Pero, además, los vinos frescos o nuevos huelen… a vino. Siempre.

Insistimos, esto no puede ser bouquet. Este es, necesariamente, el resultado de un añejamiento. Crianza.

Pero no todos los vinos se añejan lo mismo. Los de mesa en general se añejan en tinos o tinajas sin contacto con el aire. Pero, a veces, se realizan trasiegos espaciados que facilitan ese añejamiento. Y se embotellan poco tiempo antes de salir al mercado.

El espumoso o champán se añeja en botellas.

Algunos vinos de Jerez y Montilla, por ejemplo, se añejan en vasija – generalmente botas de treinta arrobas -, en contacto con el aire, pero con la colaboración de levaduras de flor que flotan en su superficie en algunos períodos.

En cualquier caso los vinos no son eternos. Encuentran su punto óptimo de olor y sabor a los veinte, treinta o más años de crianza, según los casos.

En algunas regiones de Francia, Alemania y Hungría las uvas blancas se cogen cuando están ya algo secas e invadidas de un moho, el Botritys Cinerea. Este hongo, por otro nombre llamado podredumbre noble, da un bouquet especialísimo y muy estimado.

Con la perdiz sucede algo parecido. Para ser buena y sabrosa algún gourmet dice que debe tener, al comerla, iniciado un cierto punto de putrefacción… A algunos quesos les sucede lo mismo.

Pepitas

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

El “sombrero” de los mostos a veces está en el fondo de la cuba. Es decir, en los pies.

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Se dice en algunas partes: “La madre cría al vino”, Si es así, no queda otro remedio no queda otro remedio que reconocer que hay vinos de “mala madre”.

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Las uvas, en el envero, viven como “señoritas de piso”.

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Se cree que a ciertos turistas les gustaría ser, en Jerez, “clara de huevo”. ¡Y quedarse a “vivir” allí!

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Las abejas, en la colmena, tienen una reina. Y en las fiestas de las vendimias también hay otra reina.

Se trata de monarquías sin… soberano.

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Los podadores son los “peluqueros” del viñedo.

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Los pisadores de uva tienen una profesión divertida. Pueden pisar… bailando el tango. Y, en la bodega, “a media luz”…

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En todo tiempo se vio y se ve que el vino, en invierno, se usa como calefacción. Y, en verano, para apagar la sed.

Es un elemento de doble efecto.

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El champán es un vino de fiesta. La explosión de salida del tapón es el estampido del cohete casero. Y sin pólvora.

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La cola de pescado no es un rabo de un pescado. Es un clarificante del vino.

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Los mosquitos dicen “de Montilla al cielo”. ¡Y van!

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Hay insectos que están, con frecuencia, en el limbo… de las hojas.

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Los microbios del suelo luchan en “batalla campal” para descomponer los abonos. Y es que están en el campo.

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Los vinos sin marca ni origen son vinos “gitanos”. No tienen domicilio conocido.

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En las tabernas hay vinos bastos. Por eso, en ellas, los jugadores de tute cantan en copas… y en bastos.

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En arte, en literatura y en vinos lo importante es, si puede ser, crear un gusto nuevo. Que vale tanto como crear una necesidad.

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Hay hembras de insectos que ponen los huevos y se mueren. Se van como diciendo: “ahí queda eso…”

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Los barbados que se usan para repoblar el viñedo tienen un no sé qué “ye-ye”.

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La uva no es materia madre para hacer el vino. Es materia “prima”.

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El que toma mucho vino de pasto corre el riesgo de sentirse… “vaca”.

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En Sevilla y otros pueblos andaluces, por Semana Santa, el vino es el carburante de ese “motor” que se llama costalero.

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En la provincia de Cádiz se produce y se bebe mucho vino.

Es para apagar la sed que produce tanta…sal.

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Los vinos “enyesados” ocultan, tal vez, alguna lesión.

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El vino de San Martín es un vino de bastante capa. ¡Falta le hace!

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En una ocasión, sin saber cómo ni por qué, me encontraba en un pueblo de Cuenca que se llama Arrancacepas.

– ¿Y hay allí viñedos? – preguntará el lector.

– ¡Ya no!

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El vino andaluz de “rayas” es un vino pedagógico, para principiantes.

¡Es un vino de palotes!

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El vino tostado de Ribadavia es dulce y con un aroma delicioso. Debiera ser el vino de moda en las playas.

Si las mujeres van a ellas a tostarse por fuera. ¿Por qué no se deciden a hacerlo también por dentro?

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He podido comprobar que a las mujeres les gusta con preferencia el vino de aguja.

Ellas, las pobres, ¡siempre tan laboriosas!

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Las levaduras, en la formación del vino, actúan como los atletas por relevos. Primero las apiculadas. Después la elípticas. Y éstas, por fin, ceden los trastos a la levadura Pasteur.

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Copio de Ortega y Gasset: “La felicidad – decía Marimée – es como una gana de dormir”.

La historia de la literatura española está llena de personajes que tienen ganas de dormir y se duermen después de haber bebido vino. Citemos uno solamente, Sancho Panza. Éste, en diversas ocasiones, después de apurar la bota, se duerme como un bendito.

No se pierde nada con imitar a Sancho.

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Al conde de Casas Rojas, diplomático, le gusta comer con manzanilla. Me parece bien.

¡Así se usa de la libertad individual!

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En Andalucía nos obsequian con vinos muy ricos. Pero ellos también beben. Y, después, nos bailan y cantan sus penas.

Los andaluces cuando lloran, si lloran, ¿por qué es?

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Las cepas tienen sus “lloros”. En Málaga hay vinos de “lágrima”.

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La comercialización de los vinos, ¡una pena!

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El agua es el manantial de nuestra vida – se dice.

El vino tiene un 78 por cien de agua.

Bien. Yo tomo el agua que está… en el vino.

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Goethe dice en su FAUSTO: “España es el país de los buenos vinos y de los cantares”.

Y ¡olé!

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Los vinos de Andalucía se venden en todas partes.

 Y, por ello, los bodegueros se ponen… las botas.

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Santo Domingo de Guzmán tomaba vino. Y, para renunciar al placer, dejó de tomarlo.

Después enfermó. Y Diego, obispo de Osma, para curarlo, le obligó a volver al vino…

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Don Pedro Chicote toma tinto con sifón.

Es su gusto.

Otra vuelta por España

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

Yo nací un 14 de febrero, día de San Valentín, Patrono de los enamorados. Esto, sin duda, tuvo consecuencias en mi vida privada. Pero no se pueden decir. Esa fecha pertenece al signo zodiacal de Acuario. Pero, ¡qué cosas!, prefiero el vino al agua.

Bueno, a lo que iba. El día 24 de octubre de 1969, siguiendo mi peregrinar por tierras españolas para conocer vinos, inicié un nuevo viaje saliendo de Navia a las cinco y media de la mañana. Amanecí en Oviedo. Pasé por Pajares. Y, serían las diez y media de la mañana, me encontraba en Valdevimbre (León).

Al llegar a este pueblo pregunté a un vecino:

– ¿Hay vino aquí?

– Sí, señor. En todo el pueblo lo hay.

– ¿Y quién lo vende?

– Siga, atraviese el pueblo. Y, al final, a la izquierda hay una bodega de Don Melquíades Álvarez. Este señor le venderá lo que quiera.

– ¿Don Melquíades Álvarez?

. . . . . .

Atravieso el pueblo, hermoso, coloradote, con casas de adobe y tal.

En el lugar indicado me encuentro un hombre joven – de unos treinta y cinco años -, fuerte y robusto.

– ¿Es usted Don Melquíades Álvarez?

– Servidor.

– ¿Está usted seguro?

– Naturalmente. Mi abuelo también se llamaba así.

– ¿?

– Necesito comprar vino, ¿usted me lo vende?

– Claro.

– Encantado.

Me hace pasar a la bodega. Un lugar de maravilla. Esta bodega está bajo tierra, en una loma horadada, en semioscuridad. Parece un lugar atiborrado de misterio. Hay varias dependencias, con muros de tierra, y, en cada una, envases mayores y menores, de madera, los cuales tienen su alma en su almario. Hay, además, en un túnel alargado, una prensa de viga, enorme, en funciones. Es de madera de negrillo. Hacia un extremo tiene pendiente, con un sostén de rosca, una piedra troncocónica que pesa más de dos toneladas. Me dice el señor Álvarez que primero tritura la uva con una máquina que me exhibe y saca con ella en principio, el setenta por ciento del mosto. La prensada, con la viga, saca el treinta por ciento restante. Y dura ésta dos horas o poco más.

El señor Álvarez me da a probar, en un vaso, el único tipo de vino que elabora. Un clarete de transparencia inmaculada, fresco y jugoso. Bien. Me llevo una caja, doce botellas.

Vuelvo a la carretera general y prosigo mi camino. Debo, según mis cálculos, comer en Arévalo, el pueblo de los asados. Voy bajo los efectos de la emoción de haber visto una bodega leonesa, típica, de pura artesanía. Paro en Rueda. Y en una casa de vinos compro varias botellas de distintas clases. Hago como las abejas, recojo el néctar y me voy volando.

En un restaurante de Arévalo, creo que La Pinilla, me sirven lechazo asado.

El sol alumbra bien, directo, sin nubes ni algodones de esos. Bordeo Ávila y tomo la carretera de Toledo. Subo una cuesta y paso un pequeño puerto. E inicio una bajada con muchas curvas que lleva a un embalse con aguas verdosas y apacibles, que se llama Burguillo. A partir de ese momento ya empiezo a ver viñedos.

Hay, más abajo, un letrero que dice aproximadamente, con una flecha: “A los toros de Guisando”. Pero, como ya los conozco, sigo. Con estos toros tuvo algo que ver Isabel la Católica. Pero no recuerdo qué.

A las cinco de la tarde, o algo así, me encuentro en San Martín de Valdeiglesias. Ganas tenía. Y allí hay una cooperativa vinícola, que no sirve vino embotellado. Compro lo que me parece. Este era uno de los vinos que tomaba La Celestina. Esta mujer me inspira una gran simpatía, su recuerdo, se entiende. No sólo por sus valores morales sino, también, por haber sido injustamente tratada. Ella puso en relación a Calixto y Melibea. Pero no les dijo lo que tenían que hacer.

– ¿Qué efectos produce el beber vino de San Martín? Yo creo que desde el momento que se saborea produce en uno cierta inclinación a hacerse casamentero…

Almorox y Escalona están cerca. Por aquí anduvieron Lazarillo de Tormes y su amo, el ciego. De esta zona eran los vinos y las uvas que les dieron algunos disgustos.

Avanzo. Desde cierta altura veo el castillo de Maqueda. ¿En este castillo hubo, en sus floridos tiempos, algún lío conyugal? Yo no sé nada. Y, si lo supiera, a lo mejor no lo diría…

Paso por Toledo al anochecer y me meto por la carretera de Aranjuez. Va esta carretera siguiendo la ruta del Tajo. O al revés. Veo Mocejón y, algo más allá, en una altura, Añover de Tajo. Y, al fin, Aranjuez. Aquí, según la historia, ocurrieron cosas raras. Carlos IV, Godoy, María Luisa… En fin, el que quiera saber que vaya a Salamanca. Si alguien pretende aprender algo conmigo “va dado”…

Creía, según mis cálculos, que iba a dormir en Aranjuez. Pero no me encontraba cansado y decidí seguir. Y, además, la noche la iluminaba una luna espléndida y redonda como el disco Aranjuez, mon amour. Como iba solo, creo que al pasar por Tembleque me puse a cantar Suspiros de España.

Duermo en Manzanares. Al día siguiente, muy de noche, estoy sentado al volante del “carro”, como diría un sudamericano. Ahora tengo la luna baja y de frente. Al pasar por Despeñaperros la veo y no la veo debido a las curvas y a los montes. En algún momento me asusta. Creo que viene en sentido contrario un coche con un solo faro encendido. Con la aparición de la claridad del día voy pasando por Las Navas de Tolosa, Bailén y, ya por último, Alcolea. Como se ve, la historia de España me persigue. ¿O la persigo yo a ella? Pero como sospecho que no voy a tener que examinarme de preu o de cou, no tomo esa historia con mucho interés.

Al pasar por Córdoba no paro ni un minuto. Claro que la conozco y la admiro de atrás. ¿Y los Califas? ¿Y los Emires? Todo esto, de momento, para mí nada. Pero recito mentalmente lo gongorino.

¡Oh excelso muro, oh torres coronadas!
¡de honor, de majestad, de gallardía!

Llego a Écija, la sartén de Andalucía. Y creo que allí no tengo nada que hacer.

Y andando andando veo, en la lejanía, una torre. Es la Giralda. ¡La Giralda! Me imagino que tiene faldas de faralaes y que cuando llegue a su pie va a bailar, para mí, pues: ¡unas sevillanas! Serían las diez y media de la mañana.

Lo primero que hago, como siempre, es irme a la calle de Las Sierpes, médula de la ciudad, con sus tertulias de caballeros y sin tráfico rodado. Una mujer se me acerca y me ofrece lotería.

– Niño, ¿quieres un decimito?

Esto de que me llamen niño me halaga en principio, cuando ya no necesito peine. Pero, a la larga, frente a las andaluzas hermosas, para todos los efectos, a uno le gustaría ser un poco adulto.

Hago una visita a la catedral. Con prisa. Y, al salir, compro postales y, sentado en la terraza de un bar, las escribo a quien sea. Es la hora de comer, y como.

Vuelvo al “carro”. Paso por Sanlúcar la Mayor sin decir ni pío. Pero me detengo en Villalba de Alcor. Y venga vino. En La Palma del Condado vuelvo a pararme y sigo haciendo mis compras de vinos variados. Por este pueblo, lentamente, a pie, curioseo lo que puedo. Hay sol en la tarde.

Bajando, a la derecha, dejo Moguer, donde se dice que nació un premio Nóbel. No se nota. Muy cerca está Palos. Y, más adelante, el monasterio franciscano de La Rábida. Un monje me recibe y está dispuesto a darme razón de todo. Lo hace. Y nos acompaña otro visitante, un joven de Andújar. El monje es simpático y cordial. Hombre de humor, además… Vemos los frescos de Vázquez Díaz y nos dice que, hace días, un periodista los ha calumniado diciendo que los frescos están mal conservados.

– Fíjese, fíjese.

– Pues yo los veo sanos y frescos – le contesto.

– Claro.

Subimos y bajamos escaleras, visitamos salas y demás. Todo con recuerdos colombinos.

– En esta silla estuvo sentado Colón y en esta otra Juan Pérez.

– ¿Juan Pérez? Sí. He aquí un Juan Pérez que pasó a la historia… ¡Juan Pérez!

Veo, en una pared, un retrato de señora. Tiene la cabeza recubierta, como un guante, con un paño blanco. Y sólo con la faz a la vista. Y le digo al monje:

– Vea usted, padre, el retrato de la abuela de Isabel la Católica.

– ¡Qué va! Esa no es la abuela, es la nieta.

El visitante de Andújar se ríe con sorna. Como es sábado se va a celebrar misa. Le pregunto al padre quién es el celebrante. Y me contesta en francés:

– Moi.

A las seis de la tarde se celebra la misa. El compañero de Andújar y yo la oímos como pecadores corrientes… Pero acude más público. Inmediatamente salimos y el joven de Andújar, que vive en Huelva, se va conmigo. En Huelva voy a dormir. Atravesamos un puente, nuevo, que une La Rábida con la capital. Desde tal puente y hacia la izquierda hay un monumento, grande, que yo había visto en los sellos de Correos. Es de Colón. Me siento vinícola y me emociono. Si me fuera posible ascendería por la estatua y le daría a Colón un buen estirón de orejas. ¿Qué por qué? Gracias a Colón hemos tenido y tenemos la filoxera, el oídium y el mildium. Nada menos. Todas estas calamidades vinieron de América.

Mi cordial acompañante, como yo no conozco nada, me señala un hotel donde puedo dormir a gusto. Es el Luz Huelva. Y nos despedimos, deseándonos venturas.

Al día siguiente madrugo. No ha amanecido todavía. Al salir pienso que voy perdido y paro ante un guardia civil que está en una acera con una cartera en la mano.

– ¿Voy bien hacia Sevilla?

– Sí, señor. Siga todo recto.

Le invito, por si acaso.

– ¿Quiere usted venir?

– Sólo voy hasta San Juan del Puerto. Quince kilómetros. Estoy esperando el autobús.

– No importa, venga.

Y viene. Cuando ya, solo, paso por Niebla amanece. Veo la silueta del pueblo. El día parece que va a ser transparente y limpio, con sol sin estorbos. Y lo fue. Vuelvo en realidad por la carretera del día anterior, pero al revés. Cruzo Manzanilla sin detenerme. A las ocho entro en Sevilla. Debo parar poco. Es domingo y hay partido de fútbol y pienso, razonablemente, que habrá mucho jaleo de tráfico. Juegan el Barcelona y el Sevilla. Sí, pero me pierdo por las estrechas calles sevillanas. Y doy vueltas por los barrios de Santa Cruz y la Macarena. Las direcciones prohibidas no me permiten buscar una línea recta ¡Un lío!

En alguna parte paro. Y desayuno. Pero quiero salir a laca carretera de Osuna. Y… otra vez el lío. Un hombre joven, en una moto, está parado junto a un semáforo.

– Por favor, señor, ¿dónde está la salida a la carretera de Osuna?

– ¿No lo sabe? Sígame con el coche. Y poco a poco, cruzando calles, el motorista me lleva al camino deseado. Conmovido le doy las gracias a este motorista sevillano, estupendo y caritativo.

El coche pide gasolina. Me detengo en una estación de servicio. Un joven me llena el depósito. Y le pregunto:

– ¿Va usted al partido?

– Sí, señor. A las tres salgo de servicio.

– Aplaudirá usted con entusiasmo al Sevilla para animarlo. Se dice que el público sevillano es el jugador número doce.

– No creo, me parece que no voy a tener tiempo. Tengo que dedicarlo todo a silbar al Barcelona.

– ¿…?

La mañana es estupenda. Subo una cuestecilla y entro en El Arahal. Y en Osuna paro. Es un gran pueblo, muy rico artísticamente, situado en la falda de una montaña. Tomo café y doy un paseo por algunas calles. Sigo. Sin tardar mucho atravieso una villa con muchos letreros. Mantecados. Polvorones. Y así.

Es Estepa. A las once, o antes, me encuentro en Puente Genil. Es el pueblo del dulce de membrillo. En una confitería compro la muestra. Doy una vuelta. En el parque veo un busto en mármol con su pedestal. Representa a un señor con unos bigotes enormes. ¿Quién es? ¿Quién fue? No se sabe. La inscripción está borrada, no se puede leer. Pero tampoco siento la necesidad de preguntar. Para mi será siempre, en el recuerdo: “El caballero de bigote”.

Recorro veinte kilómetros más y estoy en Lucena. Y en mi ambiente. Veo y reveo por un lado y por otro viñedos con colores otoñales. Y olivares con su verde suave. Me creo que soy hombre de campo y no de urbe. Y es que encontrarse uno en su propia salsa emociona. Me hospedo, en Lucena, en el hostal Baltanás. Bien. Y como es la hora de comer, pues… como. Tomo, previamente, de aperitivo, dos copas de Doncel, de Víbora y, con la comida, media botella de lo mismo. Como tiene unos dieciocho grados acabo medio “enfilado”. No tengo que conducir y puedo irme a la cama a dormir con la “mona”, como diría Quevedo. Me despierto a las seis. Me encuentro bien y consulto los mapas de carretera para distraerme un poco. Veo que Cabra está cerca, a ocho kilómetros, y creo que debo ir allí para ver si hay alguna estatua de Valera. Acierto. La hay. En su parque está el busto del escritor, en piedra, con la cabellera casi ye-ye. Azorín, en uno de sus libros, dice que Don Juan era muy mujeriego. Allá él, en el pecado llevó la penitencia.

Retorno a Lucena y paseo por el pueblo. Me acuesto. Y ya, en la cama, ceno a mi modo.

No se ve nada cuando me levanto. Y con los faros encendidos me voy a Montilla. Antes paro y examino algo Aguilar de la Frontera. Ya, en Montilla, en el parque, noto que hay una estatua. Es del Gran Capitán, hijo distinguido del pueblo. Y en una iglesia está enterrado el beato Juan de Ávila. “Varón integérrimo”, dice su lápida.

Son las nueve de la mañana. Y en la bodega Alvear suenan los chirridos de las puertas que se abren. Es la hora de comenzar el trabajo. En la oficina digo lo que quiero y un alto empleado se pone a mi disposición para acompañarme por las dependencias. He aquí una bodega “último grito” en la preparación depurada del vino. Todo está limpio, impecable. Y cada cosa en su sitio. Los obreros van y vienen en su labor con tal orden y diligencia como si estuvieran en una colmena. Al final se me obsequia en una sala con copeo. Casi tengo que ponerme de rodillas para suplicar que no me den tantas pruebas. No olvido que tengo que conducir. A la salida, ya en la calle, hay una tienda de la casa que vende garrafería y botellería. Compro una caja de botellas y algo más. Son vinos de distintos tipos, incluyendo el dulce de Pedro Ximénez.

También voy a la casa Cobos. Me atienden muy bien y compro otra caja. Y me regalan un folleto del jefe y director de la misma que se titula El vino de la verdad.

Me voy de Montilla. Vuelvo a pasar por Aguilar y, sin saber cómo, me veo metido en Moriles. Moriles es un pueblecillo que está muy bien y blanco como el sobrepelliz de un cura. En una casa grande hay un letrero que dice Bodegas Cruz Conde. Pero no entro. En torno a Moriles el paisaje es, para mí, sobrecogedor. Todo. Los viñedos son de oro. Y los olivares verde plata. Sencillamente.

Vuelvo a Lucena. Visito la casa Víbora y hago mi compra de muestras. Me fijo especialmente en un vino “Ana María”. ¡Vaya señora! Aquí me atendió con amabilidad un hijo del jefe. Es un joven de unos treinta años. Me dice que hace poco se casó y, en su viaje, estuvo en Asturias y pasó por la ría del Eo.

Son las doce y media. Y quiero ir a comer a Baena. Me detengo otra vez en Cabra y recuerdo que aquí estuvo, casi dos años, Cervantes. Tendría a la sazón doce y trece años. Un tío suyo ejercía un cargo y con él vivió.

A la salida de Cabra un joven me hace auto-stop. Se justifica. Quiere ir hasta Doña Mencía, donde ejerce la profesión de panadero. Había venido al médico a Cabra y se levantó, como todos los días, a las dos de la mañana. Quiere dormir por la tarde. Doña Mencía es una villa blanca, hermosísima

Del monte
en la ladera

. . . . . .

Doña Mencía me da la impresión de que se dedica a “sus labores” vestida de novia…

Estoy en Baena. Entro subiendo una larga calle. En la plaza hay un guardia municipal tocando el silbato para ordenar el tráfico. No sé por qué me parece un árbitro que pita las faltas de los choferes.

Como. En el restaurante me sirve una mujercita joven y guapa. No le dije lo que me hubiera gustado decirle… Me callé por razones de “estado”. Del mío.

Prosigo mi viaje. El paisaje y las tierras son ondulados. Olivos, olivos, olivos. Y más olivos. En las tablillas que ponen los camineros a la entrada de los pueblos leo, sucesivamente, Alcaudete, Martos, Torredonjimeno, Torredelcampo… En los pagos de olivos y en los viñedos hay, aquí y allá, casitas blancas, quizá para guardar aperos o controlar la vigilancia. ¿O es que en esas casitas viven ermitaños con sus gallinitas y todo? Si es así, me haré ermitaño andaluz.

Bueno, estoy en Jaén. Lo primero que veo es, allá arriba, el castillo de Santa Catalina. ¿Habrá en él, todavía, una jovencita noble, hermosísima, torturada y llorosa que espera a su doncel que se fue a la guerra, al servicio de su rey, para conquistar tierras de moros? ¿La hay, de veras? Pues yo le digo: No seas tonta. Tienes una ilusión honda, noble, bella… ¿Qué más quieres? ¿Qué te crees tú que es un marido?

Aparco, como sea. Y doy una vuelta por el pueblo, empinado y aceitunero. Y tomo café. Y compro fruta.

Ahora, al anochecer, me encuentro en Valdepeñas, en la plaza, frente a las casas consistoriales. ¿Qué compro? ¿Qué voy a comprar? Vino. Que es, por su sabor, de postín.

En el Albergue de Turismo de Manzanares, ya de noche, me quedo a dormir. Veo que por los pasillos y en la cafetería todo el mundo, señoras y señores, habla francés.

– ¿Qué ocurre? – le pregunto a la señorita del bar.

– Son franceses. Vienen a cazar a la Mancha.

Me acuesto pensando que, al día siguiente, debo amanecer en Daimiel. Y, efectivamente, amanezco. Todo está cerrado, naturalmente. Ando de un lado para otro. Hago tiempo. Pero a las nueve y cuarto entro en la cooperativa vinícola. Es enorme. Y moderna. Saludo al director, señor Salazar, quien, amable mente, llama a un experto para que me enseñe las bodegas y su contenido. Primero me lleva al pabellón de fermentaciones. Hay infinitas tinajas, enormes, de cemento, en hileras. El mosto “hierve”. Tengo cierto miedo.

– Oiga amigo, ¿el ácido carbónico que se está produciendo no puede hacernos “pupa”?

– No hay cuidado. El ácido carbónico pesa más que el aire. Y está cayendo al suelo. Pero de rato en rato, cada media hora, ponemos en movimiento los ventiladores para echarlo a la calle.

– ¡Ah, bueno!

Nos movemos de un lado para otro. Y me lleva al fin, para que vea las cámaras frigoríficas para conservar vinos. Todo está nuevo, en su punto. Y, al final, adquiero botellas Clavileño y clarete Don Quijote.

Salgo, al terminar, para Yepes – ya en Toledo -. Y antes paso por Puerto Lápice, Madridejos y Ocaña. En Yepes me recibe un joven enólogo de las bodegas Serrano. El vino típico del pueblo es blanco. Y realmente bueno. Mi nuevo amigo me regala unas botellas. Hacía ya seis años que yo estuviera pintando en Yepes.

La mañana es soleada, con una claridad meridiana. Cruzo Aranjuez con cierta prisa. Quiero detenerme en Colmenar de Oreja para adquirir su vino. Y me detengo frente a la plaza del pueblo. ¡Gran plaza! Es rústica, sobria, maravillosa. Puro jugo castellano. En una de las casas, sobre la puerta, leo Vinos Mesa. ¡Qué bien! Arrimados a la barra del despacho hay un guardia municipal y dos paisanos. Huele a pescado. Cada uno de ellos tiene su “merluza” más que respetable. Se tambalean, les brillan los ojos. Al saber que quiero vino para llevar a Asturias se emocionan:

– ¡Viva el vino de Colmenar! – dice uno.

– ¡Viva! – coreamos los demás.

El chico de la tienda me llena una garrafa y me pone en una botella otro litro más. Se trata de un vino blanco muy inclinado a la amarillez. Al pagar le pregunto al chico:

– ¿Tienes novia?

Se pone colorado y dice:

– No, señor.

Esos colores los estimo como prueba de que no dice la verdad. Y le doy una propina para que le compre a su amada unos caramelos.

– Gracias, señor.

Y se ríe de gozo.

Yo, como Celestina, siempre que puedo fomento el amor.

Dos de los contertulios me dan la mano muy efusivos. El guardia municipal, tal vez en representación del pueblo, me dio un abrazo.

¡Viva Colmenar de Oreja!

A cuatro kilómetros está Chinchón. Como lo conozco no me detengo. Otro pueblo me encuentro. Es Morata de Tajuña. E incorporo a mis equipajes más vino. Y, con el apetito de ordenanza, llego a Arganda. En una panadería, antes de comer, compro mis botellas de vino. ¿Blanco? ¿Tinto? De los dos. Salgo a la carretera Madrid-Valencia y, a tres kilómetros, en el restaurante Maspalomas, como.

Ni copa ni puro. Un pitillo, a secas, de Ducados. Y me voy como los ángeles. Como no quiero pasar por la villa y corte, enfilo la carretera de Alcalá de Henares. Paso por Loeches. No sé por qué me parece que aquí está enterrado el Conde-Duque de Olivares. Y esto trae a mi memoria a Felipe IV, a Doña Mariana con su guardainfante, a Velázquez.

En Alcalá, como hay Universidad, no paro. Considero que ya sé bastante para ir “tirando” por la vida.

Atravieso Daganzo, Cobeña, Torrelaguna… Subo una cuesta gorda y llego a Lozoyuela, donde empalmo con la carretera Madrid-Irún. Esta es buena, ancha y por ella voy viento en popa. Llego, cuando anochece, a Aranda de Duero. Doy, más tarde, una vuelta por el pueblo y, en una plaza, veo una estatua en mármol de un hombre con toga. ¿Abogado? ¿Fiscal? ¿Juez? Nada de eso. Un político, Arias de Miranda. ¡Ya me extrañaba a mí!

Por la noche, serían las nueve, en el Albergue donde estoy, hago que la chica del bar me llene el termo de café con leche. Lo hace. He de desayunarme muy temprano, como siempre. Le dije a la joven que me sirve si creía en el amor, y me dijo que sí. Y no me extendí en más consideraciones. No hay quien me quite de la cabeza que yo soy misionero de la cosa amorosa…

Como nunca se me pegan las sábanas me encuentro en la calle con el alba. Voy por la carretera de Aranda a Valladolid. Pero no pasaré de Vega-Sicilia, en el ayuntamiento de Valbuena de Duero. Vega-Sicilia es una finca hermosa. Tiene mucho arbolado en su torno. En ella se elaboran vinos tintos de cosecha propia. El bodeguero Don Matiniano Renedo me enseña lo que hay. He aquí una bodega de artesanía refinada. Claro que artesanía refinada es, sencillamente, arte. Salgo satisfecho. Y paso a Peñafiel. Visito una vez más la Cooperativa del Duero.

Ahora voy a la Horra. Demetrio, el bodeguero de la Cooperativa, me obsequia con un clarete muy bueno.

Ya estoy en Burgos. Visito la Catedral por enésima vez. Viéndola siempre abro la boca de admiración. Yo también soy, allí, un Papamoscas. Voy al paseo del Espolón y veo alguna burgalesa hermosa. Siento la emoción histórica de encontrarme en la capital de Castilla. Me acuerdo, y quién no, de San Fernando, del obispo Mauricio, del Cid, de Doña Jimena, mi paisana, de Doña Elvira, de Doña Sol…

Salgo de Burgos. Y enfilo la carretera de San Domingo de la Calzada, que es, al revés, camino de Santiago, y llego a la histórica ciudad. El Parador de Turismo es un antiguo monasterio y tiene un vestíbulo con la mar de cosas de valor artístico. Antes de irme a la cama me siento en una butaca de tal vestíbulo y doy rienda suelta a mi imaginación, me creo que soy un monje de la Edad Media, que desempeño un papel importante y que, a lo mejor, llego a beato… Y etcétera, etcétera.

Lo de siempre, tengo que madrugar. Pido la cuenta y resulta que el recepcionista es amable y abierto. Estuvimos media hora de palique. Y salgo con dirección a Puente la Reina, en Navarra. Me proveo de vino y vuelvo hasta Haro. Y subo al puerto de Herrera y qué sé yo…

Cuando falta poco para dar la una estoy pasando por la Brújula. Y me encuentro, de nuevo, en Burgos. Como, realmente bien, en la casa Ojeda y salgo pitando. Recuerdo, al atravesar Villasandino, que de aquí era el célebre monje de la trapa de Dueñas, el hermano Rafael. Y veo, además, Melgar de Fernamental, Carrión de los Condes y Sahagún. Aquí, en Sahagún, se me antoja comprar un pan castellano, que es muy rico, para llevar a mi familia. Voy a una panadería y noto que está cerrada. Una mujer vecina que me vio me dijo:

– Si va usted a ese portal – y me señala uno – y grita, señora Pepa, lo despachan.

Y voy.

– ¿Señora Pepa?

Y la señora Pepa baja y me despacha una “libreta” redonda como un LP.

En el camino que sigo encuentro pueblos: Gordaliza del Pino, Mansilla de las Mulas, donde vivió la Pícara Justina… Cuando el sol se ocultaba estoy bajando el puerto de Pajares.

Es decir, que llego a Asturias.

Más Quevedo

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

Todos los actos de nuestra vida tienen una causa o causas. Los hacemos por algo. A tal efecto los filósofos hablan, muchas veces, de causa próxima o de causa remota. ¿Cuál es la más importante? ¿Cuál es decisiva?

El estudio y la correspondiente reflexión puede ser motivo de muchas cosas. La cultura nos da nuevos ángulos de visión frente a los problemas. El conocimiento nos compromete.

La lectura de cierta poesía y su estudio ¿nos puede llevar a un más amplio conocimiento del vino? Yo no lo dudo. Siempre y cuando, claro está, se trate de poesía solvente.

El vino se puede ver como objeto comercial, como coadyuvante de una fiesta o como objeto de un estudio químico. O como causa de una filosofía o una poesía.

Dice Azorín: “El ideal humano – la justicia, el progreso – no es sino una cuestión de sensibilidad. Este arte, la poesía, no tiene por objetivo más que la belleza y nada más que la belleza al darnos una visión honda, aguda y nueva de la vida y de las cosas, afina nuestra sensibilidad, hace que veamos, que comprendamos, que sintamos lo que antes no veíamos, ni comprendíamos ni sentíamos. Un paso más en la civilización se habrá logrado; en adelante la visión del mundo será otra y nuestro sentir no podrá tolerar sin contrariedad, sin dolor, sin protesta, lo que antes tolerábamos indiferentemente; y, por otro lado, ansiará férvidamente lo que antes no sentíamos: necesidad de ansiar. El concepto del dolor ajeno, del sufrimiento ajeno, habrá sido modificado, agrandado, sublimado, al ser identificada y afinada la sensibilidad humana.”

Convencido de la certeza o verdad de estos ideales, me parece que no está de más seguir desempolvando y poniendo a flote la poesía de Quevedo. Hombres de su categoría intelectual hemos tenido pocos. No conviene desaprovechar ni una brizna de sus pensamientos. Y teniendo en cuenta que la poesía de tal señor va envuelta en filosofía, en paradoja, en humor, en misterio. Y en una emoción indefinible.

Vayamos viendo

Al mosquito del vino

 Mota borracha, golosa,
de sorbos ave luquete;
mosco irlandés del sorbete
y del vino mariposa.
De cuba rara vinosa
liendre del tufo más fino,
y de la miel del tocino
abeja, supla mosquito:
yo te bebo, y me desquito
lo que me bebes de vino.

A una dama vinosa

 y, si a bañarse en Baco el uso empieza,
subiráse luego a la cabeza
. . . . . .
No pongas en mi amor, ¡oh, reina!, tacha
que del amor se dice que emborracha.
. . . . . .
quejas al cielo doy de tu inclemencia
pues desprecias dormir con mi persona
echándote a dormir con una mona.

A mi señora Doña Ana Chanflón, fundidora de gustos, que de puro añeja se pasa la noche como cuarto falso.

Con enaguas la tusona
me parece una campana
y, como de fiesta va,
todos van a repicalla.
En-aguas no ha de llamarse
que es contradicción muy clara;
llámese en-vino, pues vemos
que el apetito emborracha.

Sátira de Don Francisco de Quevedo a un amigo suyo

 Y pues ponen por señas en tabernas
del vino que se vende, un verde ramo
o de una blanca sábana dos piernas.

Abunda en los autores clásicos la referencia de que en las tabernas donde había vino se ponía como indicativo un ramo verde.

Liras

El vino de manera
que el mismo Baco lo desconociera;
y un Jesús bien grabado
en el jarro. ¡Oh Cristo bautizado!
Al pronto hechas
mil vidriosas copas nada estrechas;
y en búcaros vistosos
antiguos vinos dulces y olorosos;
y el dios Baco brindaba
haciendo la razón que les faltaba.

A Mur

Si el vino zambolotudo;
que llama supia el picaño
doma tu sed todo el año
en el más barato embudo

Epigrama

 descansando la mano en un bufete,
tan crespo de copete
siendo indigno botero
hizo en Granada de vestir el vino
y fue su ejecutoria
salvoconducto de cualquier cochino.
Es imposible hacerse pepitoria
de su honor, de su hacienda y su nobleza
por no tener jamás pies ni cabeza.

LOS REFRANES DEL VIEJO CELOSO

Entremés

Justa, que tiene, a lo que imagino
todas las propiedades del buen vino.
Buen color, buen olor, más quien se atreve
a decir del sabor sin que lo pruebe

Los valentones y destreza

Entró de capa caída
como los valientes andan,
azumbrada la cabeza
y bebida la palabra.
Tajo no le tiro
menos le bebo;
estocadas de vino
son cuantas pego.

Los nadadores

Al agua no le temen
ni mis brazos ni espaldas,
mi gaznate está solo
reñido con el agua.
Yo soy pez de la bota
yo soy tenca Yllana,
y soy el peje Osorio
y el barbo de la barba.
De Sahagún soy cuba,
de San Martín soy taza,
soy alano de Toro
y soy de Coca Marta.
Soy mosquito profeso,
soy aprendiz de rana;
de Taberna y de loco
tengo el ramo, que basta.

Los Borrachos

 Siendo borrachos de asiento
andan ya de sopa en sopa,
con la sed tan de camino
que no se quitan las botas.
Vino y valentía
todo emborracha;
más me atengo a las copas
que a las espadas.
Todo es de lo caro
si riño o si bebo,
o con cirujanos,
o taberneros.

Romance

 Erase que era
(y es cuento gracioso)
de una viejecita
de tiempo de moros.
Pasa en lo arrugado
del anciano rostro,
uva en lo borracho
higo en lo redondo.

ROMANCE

La vida poltrona

 Yo, que he conocido
de este siglo el juego
para mí me vivo,
para mí me bebo.
. . . . . .
Que lo que yo anduve
ahorrando en cueros
glotón y borracho
él lo gaste en ellos.

Romance

 Los paños franceses
no abrigan lo medio
que una santa bota
de lo de Alaejos.
Después de yo muerto
ni viña ni huerto;
y para que viva
el huerto y la viña.

La vid

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

La vid es una planta con características de arbusto, sarmentosa. Cuando es baja de estatura se llama cepa. Y cuando es alta, culebreante y trepadora, sobre puntos de apoyo, recibe el nombre de parra. Hay cepas en la Mancha. Y parras en Almería.

La vid, como planta, tiene sus raíces. Estas extraen del suelo “el pan nuestro de cada día”, su alimento. Tiene, además, la vid, hojas. Estas salen de sus ramos o sarmientos. Cuando éstos están en crecimiento se les conoce más bien con el nombre de pámpanos.

La cepa – tallo – tiene un color achocolatado. Yendo por las carreteras españolas, en casi todas las regiones se ven, una y otra vez, viñedos -reunión de cepas -.

FLOR.- La flor de la vid es realmente pequeña, casi microscópica, y de color verde. Sale esta flor en lo que será racimo. Y tiene órganos masculinos y femeninos. En estos está el óvulo. Y en los masculinos, el polen. Éste, por el aire o llevado por los insectos, cae en el óvulo y fecunda la planta.

Es frecuente, el polen de una planta puede fecundar otra distinta. En este caso se habla de cruce de fecundación.

UVAS.- Las uvas son, según las diferentes variedades, esféricas u ovaladas. Dentro de la uva está su carne, la pulpa. Y, en el seno de ésta, la pepita o pepitas. Una, dos tres… Según. De la pulpa sale el mosto o jugo. Lo que luego, por fermentación, será vino.

RACIMO.- Las uvas están agrupadas en el racimo. El armazón de éste es el escobajo. El cual, con la piel de las uvas, es particularmente importante a la hora de iniciar la fermentación del mosto. Y siempre que se trate de vinos tintos.

CURIOSIDAD.- Las cepas, en el invierno, lloran. ¿Cómo? Sí, por los cortes de la poda o por sus heridas, dejan salir un líquido acuoso al que se conoce con el nombre de lloro.

¿Y por qué? De momento, no tiene explicación científica.

FLORACIÓN.- En la práctica, a la floración de la vid se le llama cierna.

La uva, al crecer, se alimenta como cualquier otro órgano de la planta. Pero cuando el punto de maduración empieza – y hasta su final – la uva no hace esfuerzos para alimentarse. Se nutre de lo que le llega ya elaborado de los ramos verdes y de las hojas. A este fenómeno se le conoce con el nombre de envero.

Las uvas verdes están en agraz.

Cuando cambia de color – en el envero – la uva evoluciona desde el sabor ácido hasta el dulce.

REPRODUCCIÓN DE LA VID.- El procedimiento natural de la reproducción de la vid es por semilla o pepita. Pero se usa poco en la práctica.

La reproducción corriente y más eficaz se hace por estaca. Se toman ramas o sarmientos, o trozos de éstos, y se plantan en viveros. Al año – o así – las nuevas plantitas – barbados – se llevan al suelo definitivo o viñedo.

INJERTO.- Se trata de una operación sumamente importante. La planta antes de injertar no se sabe lo que será ni lo que dará a ciencia cierta.

Para injertar se amputa la planta a una altura conveniente. Y a la planta que queda – patrón – se le une, por hendidura, una ramita – púa – de una variedad de vid muy conocida.

En la actualidad, en España, se usa patrón de vid americana y púa de vid europea.

Los injertos suelen hacerse al principio de la primavera a ojo velando. Cuando se hacen al final del otoño, lo que es menos frecuente, a ojo durmiendo.

PLANTACIÓN DEL VIÑEDO.- Hay que disponer de un suelo o terreno adecuado. Se hacen labores de arado al objeto de dejar la tierra removida y suelta. Es preciso hacer la plantación con un marco adecuado en líneas, con calles. O bien a marco real. O a tresbolillo.

En la actualidad es muy conveniente que la plantación lineal esté bien hecha. Se trata de facilitar el movimiento holgado por el viñedo de tractores y otras máquinas. De no hacerlo se ocasionarían daños de “circulación”.

LA PODA.- La poda es una operación necesaria en todo caso. Se hace generalmente en el invierno.

La vid, la cepa, abandonada a sus instintos, no daría uva adecuada para hacer vino. Es preciso, primero, formar la cepa. Y prevenir la normalización de su rendimiento.

Por la poda se cortan los sarmientos que dieron fruto el último año. Pero no se cortan en su totalidad. Sólo en parte. Y del ramo o sarmiento que queda han de brotar los del año siguiente y que darán sus racimos.

Se suele hablar de podas cortas, largas o mixtas. Según lo que convenga.

Las parras también se podan. Para que puedan vivir se les forma o pone un techo de alambre o de madera ligera. Y por ésta trepan y se agarran, por medio de zarcillos, que son unas pequeñas ramitas como “fideos” que salen de los sarmientos.

ABONOS.-Las tierras, es corriente, no tienen la suficiente cantidad de elementos para que la cepa se nutra. Y, como consecuencia, hay que hacer en épocas oportunas el suministro de esos elementos para que todo vaya bien.

Con este fin se añaden a los suelos los abonos. Estos pueden ser orgánicos o minerales. Y son minerales el ácido fosfórico, la potasa y otros. Y orgánicos, el estiércol y sus afines. A los minerales se les suele llamar elementos fertilizantes.

El suelo, por supuesto, tiene muchos elementos nutritivos. Estos solos o con los abonos forman reacciones complejas. Y así se obtienen las sustancias asimilables que, por las raíces y con ayuda del agua, pasan a la planta. Y ja vivir!

VARIEDADES DE VID.- Son múltiples. Citemos algunas.

En Cataluña. Las principales que se cultivan son: Sumoll, Montonec, Xarelo, Macabeo, Garnacha, Picapoll…

Rioja: Tempranillo, Mazuela, Garnacha, Viura, Calagraño…

Valladolid: Verdejo, Palomino de Jerez, Albillo…

Zamora: Tinto de Toro…

En Galicia: Mencía, Torrantés, Treixadura, Caíño, Brancellao…

Levante: Garnacha tinta, Monastrell, Merseguera, Bobal, Malvasía, Moscatel…

La Mancha: Airen, Cencibel…

Madrid: Jaén, Torrontés, Malvar…

Cariñena: Garnacha, principalmente…

Andalucía: Pedro Ximénez, Moscatel, Palomino…

ENEMIGOS.- Al viñedo pueden hacerle mucho daño, y realmente se lo hacen: las heladas, el viento, el granizo, lluvia excesiva…

ENFERMEDADES.- El mildium. Es un hongo. Una calamidad. Se cura, en lo posible, con caldos de cobre pulverizados. El odium. Otro hongo. Se cura con azufre y cal mezclados. Y, según los casos, con permanganato potásico. Ambos atacan las hojas.

Insectos que hacen «la pascua» los viñedos: La filoxera. Esta ha sido, a fines del siglo pasado y comienzos de éste, la gran calamidad europea. Ataca a las raíces y a las hojas. El Gusano blanco, La Piral, La pulguilla o altisa, La polilla de la vid, La mosca de los frutos, y mil más. La lucha contra esta «gentuza» se hace con venenos diversos.

LABORES.- Durante todo el año, según los lugares, se hacen varias labores de arado en los viñedos. Y con el fin de extirpar malas yerbas y conservar la humedad del suelo.

Justificación

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

(Introducción al libro)

Dice Emerson que “todo hombre tiene algo que agradecer, durante su vida, a sus defectos”. Yo, sinceramente, creo que se lo debo todo. Vivo, si así se puede decir, cabalgando en tales defectos. Y no para evitarlos, claro. Sí solamente para suavizarlos.

¿Cualidades? No creo que tenga. Y, si las tuviere, no me ocupo de ellas. Actúan, solas, por cuenta propia. Estas supuestas cualidades mías andan al garete por la vida. ¡Las pobrecillas!

Por culpa de mis defectos no me ha sido posible nunca vivir al ritmo de la corriente que marca la vida social, la sociedad.

En bastantes períodos de mi vida he cultivado la soledad. He vivido como un monje exclaustrado, “a cielo abierto”. Para los que han vivido o viven como yo, el mismo Emerson tiene palabras consoladoras. Son estas: “Si un hombre, debido a defectos de carácter que le impiden vivir en sociedad se ve obligado a retirarse y vivir en soledad y adquirir hábitos para bastarse a sí mismo, obrará de la misma manera que una ostra a quien rompen la concha, es decir, que la compondría con nácar”.

Este es el tercer libro que escribo. El ser escritor, en mí, por lo visto no tiene remedio. ¿Qué busco yo al escribir libros? Me parece que nada. Cuando se estudia y se vive una vida de pensamiento, es fatal. Las ideas que se adquieren y las que se producen en uno mismo se fecundan. Y todo ser fecundado, ya se sabe, no puede retroceder. O revienta uno o se da a luz.

Hay quien estudia y, después, se pasa la vida echando discursos. Otros, como yo, no podemos sermonear. No tenemos oyentes. De aquí que sea inevitable el escribir.

Después de estudiar un tema, a mí me es más fácil escribir un libro que “callármelo”.

En todo caso me muevo por estímulos recogidos en mi infancia. En el Juanito, por ejemplo. ”Juanito – se dice en el libro – era un niño muy aplicado y muy bueno, por lo cual le querían mucho sus padres, sus compañeros y el señor maestro, quien le trataba con mucha distinción y le hacía ocupar los puestos de honor en la clase”. ¿Qué tal? Reconozco que el Juanito marca todavía un ideal en mi vida. No me ha sido posible nunca “ocupar los puestos de honor en la clase”. Pero no pierdo las esperanzas.

“Un grano de audacia en todo es importante cordura”, dice Gracián. Yo, al tratar el tema de los vinos, procedo con cierta audacia. Lo sé. Pero esta audacia, ¿se sale de los límites de la cordura?

Me propongo escribir con un lenguaje “de paseo”. El que resuelva, o se decida leer este libro, verá que mi intención es llamar al pan, pan. Y al vino, vino.