Josentonín

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 1959; De vuelta del Eo (1960)

CUENTO. A Rosa Mari

Josentonín era un niño bastante bueno. Y no era mejor porque era hijo único. A los hijos únicos los padres los quieren demasiado. Y son, por consecuencia, caprichosillos. Es inevitable.

El padre de Josentonín era marinero y pescador. Y su madre una mujer muy laboriosa. Vivían, como es natural, en un pueblo pesquero. Y que era muy hermoso. Un pueblecito empinado, que tenía muchas calles estrechas con escaleras. Todo él olía a pez. En la parte baja, en el muelle, había muchas lanchas y botes. Unos estaban en el agua, fondeados. Y otros varados en seco, como en disposición de ser carenados y pintados.

A Josentonín le gustaba mucho bajar al muelle. En él se pasaba la mayor parte del día, sobre todo cuando estaba de vacaciones. Subíase a las lanchas y se ponía al timón como si fuera un lobo de mar. Siempre tenía algún compinche para jugar a eso.

Cuando se aproximaba la fecha de Reyes, les escribió una carta a los Magos de Oriente. Y les pidió una caña de pescar y todo lo demás que es necesario para ser pescador.

Y se la trajeron. Los Reyes Magos son muy buenos. Con ella venían anzuelos, hilos de nylon y un bote de pimientos vacío para meter “xorra”.

Cuando amaneció en la mañana de Reyes, Josentonín se sentía feliz. Sería pescador. No le faltaba nada.

En una ocasión se fue a la ribera, en marea baja. Levantó algunas piedras y cogió “xorra” que metía en la lata. Este trabajo lo hacía gozoso pensando que, después, iba a coger unos peces hermosos, plateados y gordos.

Al día siguiente se levantó temprano y le dijo a su mamá que iba de pesca. Ella lo dejó porque creía que se iría al muelle y no pasaría de allí. Pero no fue así. Como quería pescar peces de los buenos se alejó, como los pescadores grandes, por la costa. Quería pescar desde las rocas donde el mar suele batirse con furia, donde hay muchas espumas y mucha resaca.

Iba muy ilusionado, con un cestín al brazo, la caña al hombro y silbando una canción. El cielo estaba un poco encapotado. Y corría un airecillo fresco. Desde las alturas de la costa vio un caminín que bajaba en zig-zag y daba a una playa pequeña. Por él bajó. Había una peña grande en medio del arenal. Y decidió subirse a ella para pescar desde allí. Todo muy bien. Preparó el aparejo y puso en el anzuelo una lombriz de “xorra” que estaba vivita y coleando.

– Qué pescado más guapo voy a pescar con ella – se dijo. Y tiró el anzuelo con el cebo al agua. Al poco tiempo sintió una picada. Tiró de la caña y… nada. Otra vez. Volvió a tirar. Y ¡ahora sí! Venía allí colgada una roballiza hermosa, color de luna, que se retorcía y saltaba, queriendo volverse al mar. Pero ¡quiá! Josentonín le echó mano. Y, hala, al cesto.

Josentonín se sentía feliz, muy contento. Tenía la confianza de que pescaría más. Y así fue. Poco después pescó otra, y otra, y otra. Cuando se dio cuenta tenía para llenar el cesto. Pero, con el entusiasmo de la pesca, se le olvidó una cosa muy importante. Mientras pescaba la marea subía. Y, al acabar, la peña estaba rodeada de agua por todas partes. Era una isla. Y lo grave es que ya no podía salir.

Se vio solo. Tenía un miedo terrible. Y, como siempre sucede, se puso a llorar. Y, a pedir, dando grandes voces, auxilio. Y la marea subía…

Al principio no veía a nadie. Pero después se dio cuenta que, allá lejos en el mar, balanceándose, había un hombre en un chalano pescando calamar. Al verlo se le ocurrió sacar el pañuelo y hacerle señas. El hombre estaba entretenido, sin duda, con las poteras. Al fin, sin embargo, lo vio. Y comprendió el peligro del niño.

Inmediatamente abandonó la pesca. Y, remando mucho, se fue al puerto. Avisó a otros hombres que descansaban, sentados en un muro, de sus quehaceres pesqueros. Cinco o seis cogieron una lancha grande y su fueron hacia donde estaba el niño. Otros se fueron por tierra.

Josentonín al ver la gente llegar seguía llorando. Y, entre tanto, las olas se estrellaban contra la roca y se deshacían en una espuma blanca que llegaba muy alta.

Un hombre de la lancha, un valiente, se ató por debajo de los brazos con una cuerda y los demás le sujetaban por el otro extremo. Y se fue nadando hasta la peña. La lancha no podía acercarse, se partiría al chocar con la roca.

El hombre llegó a la roca muy bien. El niño, al ver que no estaba solo, cogió confianza. Pero todavía temblaba. ¡Cómo no había de temblar!

El hombre tuvo una idea feliz. Tiró la cuerda por un extremo a tierra. Los hombres que estaban allí la ataron a una estaca. Y el hombre salvador ató el otro extremo a una esquina afilada de la peña. Y ya tenían para salir un puente de una sola cuerda. Josentonín se puso en las espaldas del hombre cogido al cuello. Y el hombre se colgó en la cuerda con las manos. Y, andando, andando, así colgados llegaron a tierra.

¡Salvados!

Qué alegría tuvieron todos. ¡Qué alegría, Dios mío!

Cuando la mamá de Josentonín supo lo ocurrido tuvo una gran emoción. Lloraba y reía. Lloraba al saber el peligro que corriera su hijo. Y reía, de alegría, al verlo salvado.

Su padre no estaba en casa. Hacía días que había salido al bonito Era pescador de bajura. La mamá dio las más expresivas gracias a los hombres salvadores.

– Y la caña y los peces – me preguntarán algunos. Se quedaron en la roca, los llevó el mar. No se podía salvar todo.

Al año siguiente Josentonín pidió a los Reyes Magos un barco de vela. Y lo ponía a navegar en las pozas de los caminos después de las lluvias.

Al mar…

¡No volvió!

ALEJANDRO SELA

El árbol y el monte

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 22-12-1957; De vuelta del Eo (1960)

Quien haya plantado un árbol y, además, lo haya visto crecer y vivir, sabe lo que es un árbol.

Quien lo haya hecho así, creó un afecto. Más aún, un amor.

Y el amor, ya se sabe, nos encadena y ata.

El amor al árbol es un amor cargado de fidelidades y correspondencias. Sin darnos cuenta vivimos en el árbol. Y el árbol, es claro, vive en nosotros. Hay, de hombre a árbol, y perdóneseme la licencia, una comunión de almas. Que es íntima, gozosa y pura.

Cuando se ama a un árbol vivimos en permanente deseo e inquietud, y en entrañable zozobra. Todo con gran sutilidad. Quisiéramos para él más primaveras y más otoños. Porque, en las primeras, el árbol ríe. Y en los segundos, llora.

En esas dos estaciones es cuando, de verdad, el árbol vive.

 . . . . . . . . . .

Los árboles en comunidad forman el monte. O, según, el bosque.

Bosque o monte tienen una poderosa fuerza de atracción. En sus enramadas y en sus alturas habita la pajarería. Y en los suelos y en sus covachas las fieras y las alimañas. Arriba, lo alado y vistoso. Abajo, lo temible, lo que tiene nervio y garra.

En cualquier caso, por otra parte, en las espesuras boscosas, hay inagotables misterios, permanentes fluencias de no se sabe qué. Y que atrae tanto a los humanos. Por eso han sido tantos los poetas que los han cantado. Y muchos también los pintores, que los han pintado.

Cuando los árboles conviven sus ramajes se entrecruzan y su follaje se hermana. El sol, desde las alturas, cae sobre la fronda y quiere calar por ella sus rayos. Si lo logra, se proyectan estos en el suelo en forma de manchas amarillas. Hay, en los días soleados, un interior de bosque cargado de resonancias de interior de iglesia o de catedral.

Hay allí, sin duda, una honda espiritualidad.

Cuando los árboles empiezan a cubrirse de hojas, los pájaros eligen la rama en que han de apoyar su hogar de crianza. Que es sólo hogar de primavera. Y en las ramas de la vecindad, más tarde, sus hijos aprenderán a vivir. Es decir, a volar.

El árbol o, si se quiere, el bosque, en el otoño se desviste y queda con sus ramas mondas para pasar la invernada. Y el suelo en esa ocasión está cubierto, unas sobre otras, de las hojas desprendidas. Ellas poco a poco se van pudriendo y pegando a la tierra. Con esta se desposan. Y, en definitiva, con ella se funden. Y, así, un año y otro…

El bosque, cuando los vientos son fuertes, canta. Canta canciones tristes, emocionadas. A veces brama. Es que en él hay dolor. Las ramas se rozan unas con otras, se hieren. O, si acaso, se desgajan.

El monte, en la primavera o en el otoño, es una escuela viva de color que halaga los sentidos. En la primavera apuntan los delicados verdes y amarillos.

Y, en el otoño, las hojas, para morir, recorren una serie de gamas de amarillo. Si el bosque la integran árboles variados hay en toda la estación, una perceptible sinfonía de color. Todo es matiz o, mejor suma de matices.

En definitiva; los bosques alegran el alma, y alma la tenemos todos. Y, como además, en sustancia, son todas iguales, de ahí se sigue que el bosque es para todos un bien. A todos, si somos sensibles, nos penetra y alcanza en la misma medida. A todos nos inunda y baña su indecible encanto, su penetrante poesía.

La vida es buena debido a las suscitaciones que nos vienen de afuera, Suscitaciones que analizamos o no. Las percibimos con la conciencia o no las percibimos. Nuestro espíritu se amilana o se esponja ilusionado. Y muchas veces na sabemos por qué.

Cuando estamos contentos, puede ser debido: o que hemos visto una mujer hermosa, o que hemos contemplado un niño dormido. O, quien sabe, porque hemos pasado por las cercanías de un soto o una arboleda.

Creído esto, no nos sorprende que un poeta y santo quisiera llevar, en efusión de amor, a su Dios, a nuestro Dios

 Al monte o al collado,
do mana el agua pura

Alejandro Sela

Las palabras se las lleva el viento…

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 3; De vuelta del Eo (1960)

A Adelita del Campo, a Ramona Díaz…

Y las recojo yo. Y, como yo, otros. A cientos, a millares. A millones.

Los que nacimos en este siglo al abrir los ojos encontramos un elemento nuevo que llama nuestra atención y nos seduce. En la sucesivo será un pan nuestro de cada día. En lo espiritual, se entiende. Es la radio.

Está a punto en todo tiempo. Pero yo, sobre todo, he de oírla en el anochecido. A la hora de la cena. Y en las horas que le siguen.

En los momentos de mayor intimidad hogareña, cuando ya está cerrada la puerta de la calle y todo es recogimiento, nos damos cuenta de que en una de nuestras habitaciones hay un objeto con apariencia de ser un mueble más. Y no es un mueble. Es otra cosa, un mundo.

Ya están cerradas también las ventanas, no se oyen ruidos, no penetra el aire. Duermen sin duda los pájaros en las ramas de los árboles. Y si entonces apretamos un botón las palabras del mundo casi se atropellan por venir a nosotros. Y con el empaque más noble. Nada nos piden. Todo lo dan…

Maravilla de la ciencia. Eso se cree. Pero yo no sé su fundamento. Bendito desconocimiento el mío. No pienso en las causas. Veo, oigo, sus efectos, que llegan a mí por arte de magia o de misterio. Y, como todo lo mágico, tiene un enorme contenido poético.

Es la radio, un elemento más de nuestra circunstancia orteguiana Un cincel que, empujado por la técnica, pule nuestra vida. Lentamente, día tras día, nos hace, por lo que se oye, menos ignorantes de lo que se debe saber.

Cervantes, en su tiempo, para hacerse una culturita, recogía y leía los papeles que encontraba en la calle. Le fue necesario hacer eso ¡Pobre Don Miguel! Entonces… no había radio.

Desde los lugares más lejanos del globo, cabalgando en ondas. Vienen las palabras. O los sones de un vals. O las delicias de una sonata.

¡Palabras! Finas palabras, limpias, bruñidas. En su camino han hendido nubes, se han deslizado por las pendientes de los valles y han salvado las más elevadas cumbres. El roce de unas con otras en los aires las hace más gratas al oído. Los cantos rodados de los ríos, al chocar, se suavizan en sus contornos los días de crecida. Así, por el mismo motivo, las palabras de la radio llegan a nosotros sin aristas…

Con frecuencia, además, esas palabras lo son de mujer.

Y no parece sino que tienen el encanto de palabras de novia. Inefables ilusiones brotan de nuestra mente. Tienen o son pronunciadas con inflexiones de voz y dulzura femeninas. No importan las ideas. Las palabras, solamente, lo dicen todo. Valen por sí.

Yo oigo palabras de mujer por la radio. Y, a veces, nace en mí un fino amor. Una modalidad nueva de amor. Ellas, sin embargo, no saben nada.

Siempre son puntuales a la cita. En algunas ocasiones pongo mi reloj en hora por sus primeras palabras.

Me lo dan todo, lo mejor que tienen. Su gracia y sus delicadezas. Viene en las palabras su alma. Adivino, en todo caso, una amable sonrisa al hacer el envío…

Yo tengo muchas novias, muchas. Y ellas no lo saben. Al no saberlo, resulta que no soy el novio de nadie. ¡Qué pena!

Son guapas las mujercitas de la radio. Sí, claro. Son mis Dulcineas. Yo me las supongo princesas modernas con ojos dibujados a lo Renoir.

En el silencio de la noche, me voy imaginando la figura de quien me habla. Y esa imaginación me ilusiona, me da vida. He de salir al día siguiente a la lucha cotidiana como el más incontenible de los quijotes a desfacer entuertos, a amparar viudas…

Mas ellas, las mujercitas de la radio, nada saben. Yo, en algún instante, agradecido, las llamaría para que vinieran a mi lado a tomarse una tacita de café caliente. Cuando hace frío.

O les daría un ramo de rosas de los rosales que tengo plantados en mi huerto. Y nada.

Soy injusto, lo sé. Pero no debiera…

En horas íntimas, antes de sumergirme arropado en las tinieblas del sueño palabras de mujer han dulcificado mis amarguras del día.

Sí, yo oigo la radio cuando la luna luce. O cuando las estrellas brillan…

Alejandro Sela

El Cristo de Delgado

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 12; De vuelta del Eo (1960)

He aquí la figura de Cristo en admirable síntesis. Es obra, de Álvaro Delgado. La dibujó en el verano último para presidir un templo, una capilla. Y en ella está.

Es curioso. Este dibujo con evidente claridad nos explica la totalidad de la obra anterior de Álvaro. Y esta obra, a su vez, nos explica por anticipado el dibujo que se ve. No parece sino que sus paisajes y sus retratos estuvieran pidiendo esto. Y esto llegó.

Álvaro Delgado no es un pintor abstracto ni un pintor concreto. Ni clásico ni moderno. No hay manera de colgarle una etiqueta definidora.

La obra de arte auténtica, por otra parte, se nos impone por sí sola, nos penetra como una saeta agudísima. Y no nos deja tiempo para hacer el tonto ni, por consiguiente, para decir tonterías. Nos emociona, nos conmueve. Y basta.

Si esa obra, además, representa al Hijo de Dios, la emoción es de lo más limpio…

Y de lo más puro.

Sela

Villaoril

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 11-10-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)

Villaoril es un pueblo de labradores ricos que está a cuatro Kilómetros de Navia. En él existe una capilla que tiene una Virgen que, para todos, lleva el nombre del pueblo. Al lado de esta capilla hay un campo grande poblado de árboles, entre los que descuellan unos viejos robles, copudos, muy corpulentos.

En este lugar se celebra todos los años, el 28 de septiembre una renombrada fiesta, concurridísima. Se le llama “de las gallegas”. La razón es clara. Desde tiempos inmemoriales los más fervientes devotos de la Santa son gallegos. Y desde Galicia vienen los romeros por centenares. Téngase en cuenta que Lugo, la provincia gallega más cercana, está a cincuenta Kilómetros.

La capilla, por dentro, no está mal. Tiene un brillante retablo, dorado, del más puro estilo barroco. Sus paredes están llenas de exvotos que allí cuelgan los fieles agradecidos. Muletas de cojos liberados de su enfermedad desniveladora, cordones de hábitos en profusión, gorras de soldados de marinería, trenzas de pelo humano rubio o moreno, figuras en cera de animales toscamente modelados. Y etc., etc. Y todo ello recubierto de polvo y suciedad que delatan el paso del tiempo…

Los peregrinos o romeros empiezan a llegar temprano. Y, a su modo, en la capilla, desfilan ante la Virgen, depositan sus limosnas y rezan, bastantes en voz alta, con fervor que conmueve. Allí se ve una humanidad doliente que pide la curación de una enfermedad propia o de algún familiar, la vuelta feliz de un ser querido que está ausente o la salud de un animal que quedó en casa tendido en un lecho de paja…

A la hora de la misa mayor, hacia las doce, hay en torno a la capilla una multitud abigarrada y de mucho color. Algunos de los asistentes no ven al celebrante. Pero no importa. La fe traspasa, sin mácula, los muros del temple. Y la oración, por consiguiente, llega a oídos de quien ha de recogerla.

Acto seguido se celebra la procesión que va a la Fuente Santa, a ciento cincuenta metros de distancia, al lado de un río truchero. Esa Fuente, al fondo de un declive, está dentro de un recinto de pared. Y, en medio, tiene una alta cruz de piedra.

A cualquier lado que se mire, más cerca o más lejos, se ven maizales con espigas regordetas y algunas de sus hojas ya rubias, porque el otoño empezó su aniquiladora labor. Y pinos con sus ramajes de agujas color verdeoscuro. Y prados con sus hierbas frescas que darán la última siega del año. Suenan, al marchar el cortejo procesional, los estampidos de los cohetes. Y el cielo se recubre de unas nubecillas de humo que poco a poco se va desvaneciendo.

En el campo de la fiesta ya está todo en su lugar, en orden. Los taberneros con sus tenderetes cubiertos de lona empiezan a despachar bebidas. Los vendedores de empanadas, frutas, confituras y juguetería barata están en sus puestos. Y las vendedoras de castañas, sueltas y en collar. Y mis amigos los avellaneros de Navelgas con sus sacos panzudos, en estado…

Los asistentes, con sus familias o sus amigos, se van a los, prados a comer. A la sombra de un manzano o de un peral. Las empanadas de pito, al descubrirlas, exhalan un aroma seductor. Y el vino tinto, con sus fueros etílicos, va poco a poco quitando el secaño… de los que tienen secaño. Los rostros de las gentes se cambian de color lentamente. Les palideces del misticismo mañanero, se truecan en colores más vivos, rubicundos, colorados…

A la hora de la comida, cuando lo hay, como este año, el sol cae de plano.

En esta fiesta no hay banda de música, no hay tampoco orquestas que la amenicen. Pero hay gaiteros y acordeonistas. Unos tocan por aquí, otros por allá. Se baila con muchos sones. El baile es, se puede asegurar, federal.

Lo más típico, lo que da más color al ambiente, es verdaderamente su aspecto galleguista. Me refiero a los lisiados y a los tullidos que hay por todas partes. Y, sobre todo, por los caminos que afluyen al campo: “Una limosniña por amor de Dios”. “Compasión, siñonres, que nun o podo ganar”. En algún caso es tan dulce y poética la petición que parece que le habla a uno Rosalía de Castro: “Non pase, siñor, y me deixe aquí soliña con a miña desgracia”.

Aparecen unos de pie, los que tienen piernas. Otros, los que no, tirados por los caminos. Algunos se arrastran por el suelo detrás de los que tienen el corazón duro…

Delante de cada uno, en tierra, hay un pañuelo sucio, mugriento. Y, en él, reluciendo, brillando, monedas de calderilla blanca. De diez y cinco céntimos. Como antes, como siempre. Se da uno cuenta, los bienes de este mundo han subido, están por las nubes. La caridad, a pesar de todo, es barata. El Cielo hace tiempo que tiene los precios estabilizados. La Gloria Eterna, por la caridad, resulta ahora a precios de saldo.

De esta gente, humanidades incompletas, habló ya Valle-Inclán con garbo y con arte. Lo recuerdo emocionado.

Y, sin embargo, en Villaoril no hay tristeza. El vino, las músicas la esperanza de conseguir la gracia pedida, transforman los espíritus. Los tullidos y los lisiados mismos. ¿No están de fiesta?

El monstruo del Meiro

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 27-9-1959, pág. 7; De vuelta del Eo (1960)

EL PRIMERO QUE LO VIO FUE LUIS DE CIGOÑA. EL VECINDARIO ESTA EN VILO

Meiro, en el concejo de Coaña, es un pueblecillo de poco más de media docena de casas. Es, lo fue siempre, apacible, tranquilo. Pero ahora, desde hace casi un mes, ya no lo es. Un hecho inesperado, una aparición, dio al traste con la tranquilidad y sosiego de sus vecinos.

Y no sólo de Meiro, en verdad. Los pueblos de las cercanías también están alarmados: Coaña, Folgueras, Navia… En ellos no se habla de otra cosa.

Un día Luis de Cigoña, en el río, vio un bicho grande, raro, extraordinario. Fue a su casa a buscar un arma ofensiva para hacerle frente. Cuando volvió ya no vio nada.

En días sucesivos, si bien de raro en raro, otros vecinos lo vieron. Y la voz dando cuenta de su presencia se extendió como reguero de pólvora…

Tiene cabeza de cerdo y orejas de ser humano, dicen unos. Otros, por el contrario, alegan que tiene forma de cocodrilo y el cuerpo todo recubierto de conchas o escamas. Otros agregan que las patas delanteras son de hombre y las de atrás de gaviota. Y, finalmente, no faltan los que lo han visto sólo el rabo, largo, enorme, de color amarillo…

En general, sin embargo, todos coinciden en que es macho y no hembra.

Como vino a Meiro este monstruo. Ahí está el quid de la cuestión. Gentes que tienen preparación geográfica y zoológica dicen que es un ser salido de su área vital y que, al despistarse, se refugió en la ría de Navia y ahora no sabe salir. Los que presumen de más enterados opinan que bajó a Meiro, por el río de este nombre, un día de crecida. No escasean los que creen en la generación espontánea y, por consiguiente, lo consideran indígena, del lugar. O, en el peor de los casos, que es un ser antediluviano que vivió en letargo siglos y siglos y que ahora volvió a la vida movible más fresco que una lechuga.

Dibujo del Monstruo del Meiro, por Álvaro Delgado.

En fin, todo son hipótesis, todo son supuestos, todo cábalas.

La aparición de este ser plantea arduos problemas. De orden científico más que nada. ¿Es anfibio? ¿Es vertebrado? ¿Es vivíparo? ¿Es ovíparo? ¿Come carne? ¿Pace hierba?.

Todas esas interrogantes, por ahora, están en el misterio. Pero es de sospechar que pronto sea cazado o pescado y entonces se verá lo que hay del asunto.

Vivimos tiempos duros, excesivamente razonables. El cálculo matemático interviene en todo.

Parecía que no quedaba ya tiempo para que la fantasía de unos y otros pudiera echarse a volar y poner un poco de poesía y emoción en lo que se cuenta.

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en los que a la vuelta de cada esquina había una sirena o un sátiro, un endriago o un vestiglo, una náyade o una ninfa. O algo parecido.

Y aquellos tiempos en que había una princesa encantada en un palacio de cristal amparada y protegida por un dragón que echaba largas lenguas de fuego por la boca. Y que un buen día aparecía un príncipe jinete en un caballo blanco con las más puras intenciones. Y que todo acababa en boda, y tal.

Partiendo de una realidad que indudablemente existe se dice lo más razonable y lo más disparatado. Todo a una. Y el curioso, al mismo tiempo que teme, ríe.

Son muchos, forasteros, turistas, los que aparecen por Meiro, preguntando, inquiriendo. No me extraña nada.

El sitio por donde pulula es bueno. Encantador. Pleno de belleza y tranquilidad. Parece imposible que un ser tan extraño haya asentado allí sus reales. El paisaje de Meiro se ha visto siempre amenizado por cantos de mirlo o de jilguero, por lo más fino y delicado de la pajarería. Ahora en esos lugares, a altas horas de la noche, se oye un bramido ronco y estridente que causa, al que no está en el verdadero secreto, hondo pavor…

Álvaro Delgado, pintor avispado e intuitivo, recogió datos muy fidedignos. Y, con ellos, reconstruyó el monstruo en forma tal que parece de verdad. Es, sin duda, su vivo retrato.

¡Parece que está hablando!

SELA

Nosotros, en Covadonga

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 20-9-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)

La villa de Navia o, mejor, un nutrido grupo de vecinos, con el Consejo Municipal al frente, se trasladó a Covadonga el día de la fiesta del santuario. El Consejo iba a hacer una ofrenda a la Virgen.

Salimos de Navia el día siete de Septiembre, a media tarde, en autobús. Convenía dormir en Oviedo.

Justo Álvarez, Álvaro Delgado y yo, dentro de la comunidad, formamos rancho aparte, si así se puede decir. Justo tenía provisión de fondos. Él era el encargado de pronunciar esa frase que tanto hay que repetir en los viajes ¿Qué se debe aquí?

La noche del siete al ocho fue de aúpa. Relámpagos y truenos perturbaron nuestro buen deseo de dormir tranquilos. No pudo ser. A las siete de la mañana del ocho, al amanecer, cuando cogimos el coche para reanudar nuestro viaje, llovía a cántaros. El cielo estaba encapotado, el día de verdad triste.

Nuestro ánimo estaba de capa caída. Esperábamos un día malo. En Pola de Siero llueve. En Nava llueve menos. En Infiesto nada. Cuando llegamos a Arriondas… hacía sol.

En esta villa nos apeamos. Eran las nueve de la mañana. Solicitamos en un bar sendos cafés y bocadillos. Estos llevan dentro unas ruedecillas de lomo que saben a gloria. Nuestro ánimo empieza a elevarse. Indudablemente hay un enlace entre el cuerpo y el espíritu. De la panza sale la danza…

En Cangas de Onís se afirma el buen día. Las nubes oscuras se han ido volando… El sol luce. Los viajeros de nuestro coche, entre los que van bastantes mujeres guapas, cantan y ríen.

En este lugar confluyen varias carreteras. Coches de diversas procedencias se ponen unos delante y otros detrás del nuestro. El camino está lleno de curvas. El viaje se hace ahora lentamente. Pero no tardamos en ver, en lo alto, las agujas de la basílica.

¡Covadonga!

Hay bulle bulle de gentes de diversa condición: aldeanos, seminaristas, guardias civiles, canónigos… Por el túnel que lleva a la cueva, entran los romeros, los devotos de la Santina. Las mujeres, como siempre, cubren sus cabezas con pañuelos de mano arrugados. Se les olvidó el velo…

Álvaro, Justo y yo queremos ver más, queremos subir a las cumbres donde están los lagos: el Enol y el Encina. Conseguimos un coche pequeño. Y a ellos vamos. Una carretera de doce Kilómetros, agreste, empinada, curva va curva viene, nos lleva allá. Pero hacemos parad: s a cada paso. Hay desde cualquier parte mucha visibilidad. El sol se ha consolidado. Respiramos con verdadera ilusión. Vemos el monte Auseva, debajo del cual está la Cueva. En frente suyo otro monte, el Ginés, muy alto. En su cima tiene una cruz de palo. Y, al fondo, en medio, sobre una loma, la basílica. Sus torres, dos, terminan en punta.

Pienso, un momento, en lo que a través del tiempo he leído. Aquí, en este escenario, tuvo lugar la gesta heroica, decisiva para España. El inicio de la Reconquista. Bullen en mi mente nombres y más nombres. Pelayo, Alkamán, Don Oppas…

Los autores árabes nos hablan de que Pelayo con treinta hombres y diez mujeres en los huecos de aquellas peñas, resistieron los persistentes embates de los honderos y saeteros de Alkamán. Y que esos hombres y esas mujeres se alimentaban de miel que las abejas fabricaban en las hendiduras de las rocas. ¿Historia? ¿Leyenda? El argumento es hermoso. Me quedo con él.

Cuando faltaban unos cuatro Kilómetros para llegar a los lagos, vemos una mujer sola, joven, que sube a pie por la carretera. Despierta nuestra atención. Álvaro, siempre oportuno en las cortesías, la invita con la mano subir a nuestro coche. Y ella acepta.

– ¿Va a los lagos? – Sí, claro. Es una mujercita bella. Y simpática. Y que sabe mucho.

– Aunque sea indiscreta la pregunta, por favor. ¿Quién es usted?

– He estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, de donde soy. Ejerzo el periodismo. Me llamo María Paz Salas.

– Gracias. Y Álvaro corresponde diciendo quienes somos.

– Nosotros tenemos ideas confusas acerca de los hechos históricos que ocurrieron por estos lugares. ¿Quiere usted hablarnos de esto?

– Con mucho gusto. Sánchez Albornoz opina esto… Américo Castro lo otro.

Y así, como quien no quiere la cosa, con gran sencillez, María Paz nos da la más inesperada y peripatética de las lecciones.

Avistamos el primero de los lagos, el Enol, y, desde el coche mismo, despacio, lo vamos viendo. Seguimos. Detrás de una montaña a no mucha distancia, está el otro lago, el Encina. En torno a éste hay un amplio campo en el cual pastan ovejas y vacas. Tiene ese campo verde, pequeños oasis, como si dijéramos de tojos y gancelas muy bajos, en flor. La de aquellos es amarilla. La de estos es color escarlata. Como el manto que le pusieron a Don Quijote en casa de los Duques.

El lago Encina es, por su belleza, un encanto. Sus aguas aparecen limpias y puras. Tal vez es agua de nieve. Y nieve se ve en una montaña imponente que está al otro lado. Es la Peña Santa.

En el lago flotan unos cuantos pájaros palmípedos. De vez en cuando se somormujan. Irán al fondo de las aguas a buscar el pan nuestro—de ellos—de cada día.

¡Qué bien se está por allí! María Paz se fija en las matas con florecillas. Justo, con sus prismáticos, mira y remira por todos lados. Y Álvaro saca fotos.

Las vacas, pequeñas, peludas, de raza casina, pastan las hierbinas que pueden coger del suelo. A veces con sus terneros se cansan, se acuestan. Ellas darán después poca leche. Pero rica, muy mantecosa.

No hay viento ninguno por aquellos parajes. Hay claridad y sosiego. Belleza y paz.

A un lado vemos una pequeña casa. En ella una mujer despacha durante el verano solamente comidas de urgencia, Picamos un poco de jamón y tomamos unos vasos de vino. Este vino es rojo, pero muy trasparente. De la Rioja.

E iniciamos el descenso. Nos llaman la atención grupos de árboles que hay entre las peñas que blanquean. Son hayas. No nos persiguen los osos, no vemos rebecos.

A la una de la tarde estamos en la explanada de la basílica. Sabemos que hubo una misa de pontifical en presencia de dos ministros del Gobierno y el Consejo Municipal de Navia.

A las dos en punto el Ayuntamiento de esta villa, invitó a una comida a las autoridades presentes y a los que fuimos buenos. Se celebró en el Hotel Pelayo. Muy bien.

A las tres y media de la tarde se inicia la vuelta. Volveremos por una carretera distinta a la de nuestra ida. Desde Cangas de Onís bajamos a Ribadesella. A nuestro lado, a la izquierda va con corrientes lentas, el río Sella. En sus entrañas tiene salmones y por su superficie reman, una vez al año, los piragüistas más famosos del mundo.

Pasamos, sin parar, per el largo puente de Ribadesella y entonces nuestro coche empieza una velocidad de retorno. Mayor, se entiende. ¿Qué se ve por estas tierras? Hemos de ver hasta Gijón prados, pomaradas con manzanas de pómulos sonrojados, maizales encandelados y muchos bosques de eucaliptus.

Pasamos por Colunga y no nos detenemos. A las seis de la tarde llegamos a Villaviciosa. Aquí, sí, nos apeamos y estiramos las piernas. En el parque, que está muy bien, hay unos árboles de corteza arrugada y muy altos. Son negrillos.

A las siete en punto tenemos Gijón a la vista. Automáticamente me acuerdo de Munuza. Una hora nos dan de asueto. Nos acercamos al muelle y vemos el palacio de Revillagigedo y la Rula. En la calle de Corrida, en la terraza de un bar, tomamos algo que nos va a servir de cena. Al final Justo entona la inevitable canción: ¿Que se debe aquí?

Salimos de Gijón ya de noche. Nuestros compañeros de coche, en el viaje, guardan silencio y… cabecean. Cuando llegamos a Navia los relojes habían dado ya las doce.

Rutas de Asturias

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-9-1959; De vuelta del Eo (1960)

En los primeros días del año último, un grupo de amigos tomamos el acuerdo de dar una vuelta por los pueblos del occidente asturiano. Queríamos pasar un día de esparcimiento y goce campero que rompiera la monotonía de nuestros quehaceres cotidianos.

Hicimos realidad nuestro deseo. Uno de los primeros días de Octubre, no recuerdo cual, amaneció con sol. Algunas nieblas se veían en lontananza, pero no parecían presagio de nada malo. No era de temer, y así resultó, que el tiempo cambiara.

Serían las nueve de la mañana cuando salimos de Navia, en coche. Los primeros Kilómetros los pasamos a velocidad. Nos eran muy conocidos los pueblos. Así pues, pasamos rápidamente por Cartavio, La Caridad, Valdepares, Tapia, Serantes, etc., etc.

Poco después de Barres, a la altura de la Linera, paramos: Y desde allí vimos el castillo de Donlebún a la derecha. Y, de frente, Castropol y Ribadeo que coqueteaban con las aguas azogadas y apacibles de la ría del Eo. A la izquierda se veían Salías y el Esquilo.

Seguimos. Pero haciendo el viaje más lento. Nos detenemos en Vilavedelle y vemos la hermosura de la ensenada que llega a Fabal.

Cuatro Kilómetros nos faltan para llegar a Vegadeo. Pero antes atravesamos Fondón, en Río de Seares.

Vegadeo. Tomamos un refrigerio. Y nos metemos por una ruta totalmente desconocida para todos. Vamos a ir a Taramundi. La carretera arranca de Vegadeo casi en llano hasta llegar a un lugar con molinos de agua, donde empieza una larga cuesta, varios Kilómetros, que llega hasta cerca de Ouria. Subiendo vemos a un lado Las Cruces y Ferreirameón. Al otro, Fuente de Louteiro y Cereigido. En las laderas de los montes y en las hondonadas por donde pasa el río Monjardín, hay una vegetación nutrida, que, por fuerza de la estación, empieza a amarillear. El paisaje, con el sol de la mañana, es delicioso. Las crestas de las montañas van desnudándose. Y una onda misteriosa me trae a la memoria estos versos de Góngora

 Raya, dorado sol, orna y colora
del alto monte la lozana cumbre

Antes de llegar a Ouria, cruzamos la Sela de Fabal. Pero en Ouria nos detenemos y sacamos una foto de la iglesia del pueblo. Sabemos que de esta y de su archivo, está haciendo lúcidos estudios un sacerdote de Vegadeo, D. José Rodríguez Fernández.

Después de Ouria, a poca distancia, nos encontramos con el Castro. El paisaje y los pueblos que ahora vamos viendo, toman un tinte distinto de lo visto antes de Vegadeo, lo que se llama, por la proximidad al mar, La Marina. Las casas que encontramos son más oscuras, algunas sin encalar, más rústicas, pero de una belleza incomparable. Aquello parece burilado al aguafuerte.

Atravesamos la Sela de la Entorcisa y pasamos, dejándolo a nuestra izquierda, un pueblo al descubierto, alegre, Bres. Poco después la carretera tiene un puente. Debajo se desliza el río Cabreira.

Seguimos la carretera con muchas curvas y vemos árboles sin cuanto, castaños, robles, nogales… Y encaramándose hacia las alturas, tojos, carqueixas y queirotas.

Llegamos a un lugar donde el horizonte se ensancha. Las montañas parece que se abren. Vemos hacia allá una iglesia de torre alta, con el caserío en torno, ¿Qué es aquello? Lo adivinamos. Taramundi. Alto el coche. Una foto.

Taramundi no es un pueblo grande pero tiene mucho carácter. Habíamos oído hablar tanto de Taramundi. Pero no nos defrauda, no. Vimos su iglesia y, un poco más arriba, un parque de robles. Solo robles. Una joya.

He aquí al famoso Taramundi, el pueblo que hace navajas y las manda a medio mundo. Le dedicamos una hora. Y con gran contento. Pero hay que irse. Vamos, siguiendo la carretera, hacia Galicia.

El paisaje es más espacioso, la carretera mejor, más cuidada. Pero la belleza sigue de dueña y señora. No se nos oculta. Atravesamos Vega de Zarza y, un rato después, Conforto. Conforto es una aldea rica. Se ve.

Cuando todavía no lo esperábamos, nos encontramos con una villa grande y de mucha importancia comercial. Es Puente Nuevo.

En este lugar estaban de fiesta. Nos apeamos y nos sentamos en la terraza de un bar. En frente, en un quiosco provisional, una banda de música toca pasodobles animados. Muy bien

Hemos de ir a comer a Ribadeo. Tenemos que marchar. Bajamos por una carretera de delicia. El río Eo nos acompaña a la derecha. Sus aguas son claras y, a veces, en las cascadas, blancas. Hay gran cantidad de árboles esparcidos o apretados. Los pinos y los eucaliptos son los amos. Pero en realidad, hay de todo. Pasamos por las cercanías de San Tirso sin detenernos. Y más abajo, Abres. Brisas con olor a mar penetran por las ventanillas del coche. Porto. Los llanos de Reme. Hacia la derecha, juncales. En la ría, se percibe la serenidad y opulencia de la pleamar.

Ribadeo. Una hora para comer. No más. Y con el pitillo en la boca, vamos al Faro. Desde Ribadeo al Faro hay una magnífica carretera que tendrá dos o tres Kilómetros. Desde ella, que está a buena altura, se ve como la ría del Eo le da la mano al Cantábrico. Y por otro lado, en tierra asturiana, Figueras, pueblo de recia tradición pesquera.

El mar, ese día y a tal hora, estaba tranquilo. Pero tenía las rugosidades necesarias para que no fuera espejo. Su color era azul plata. Y una bruma ligerísima lo unía con el cielo. No había raya de horizonte ¿Para qué?

Inmediatamente regresamos a Asturias. En Vegadeo preguntamos por D. José, el sacerdote escritor. Lo encontramos. Y conseguimos llevarlo con nosotros. Ahora vamos por la carretera de Piantón.

Y llegamos a Sestelo. Es preciso pararse y ver cómo anda aquello. Hoy está mejor que nunca. El embalse del salto, rodeado de mimbreras, con aguas limpias, tersas, parece algo así como de cuento de hadas.

Dejamos este sitio con pena. Pero es preciso seguir devorando hermosuras. Un ramal de carretera nos lleva por Añides y Penzol. Y nos encontramos, algo más arriba, que no podemos seguir. La carretera se acabó. Llegamos al campo del Couselo.

Er el Couselo, sin apenas darnos cuenta, estamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. Desde allí vemos las huertas de la Cabanada, y Brañatuille.

El sol nos deja, declina. Hay que bajar. En Montealegre doblamos y cogemos la carretera de Meredo. En este camino y subiendo hacia la izquierda D. José nos señala un monte, y dice que allí estuvo, hace siglos, el castillo del Suarón. El tiempo lo borra todo. No hay rastro de nada. En ese momento solo se veían en el histórico monte, un par de yeguas comiendo tojos y tocando la choca.

Meredo es un pueblo plácido, bien situado. Visitamos su iglesia. Al subir al coche vemos dos cazadores que bajan del monte. Nos saludan. Son Rivera y Antuña. De Vegadeo. Cada cual trae un ramillete de perdices muertas. Estamos entre luces. Y todavía tenemos que ir a Presno. El Sr. Cura de este pueblo con toda amabilidad nos enseña también su iglesia, que es, por todos conceptos, interesante.

Son las ocho y media. No se ve ya. Estamos rendidos, agotados. Y no por cansancio físico, muscular. Nuestro cansancio es cerebral. Hemos visto, de cerca o de lejos, infinitas cosas dignas de atención.

El viaje fue bien aprovechado. A las diez de la noche llegamos a Navia. Cenamos.

Y nos vamos a la cama.

Amor de domingo

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: ¿Las Riberas del Eo. 30-8-1959?; De vuelta del Eo (1960)

El amor, en nuestra tierra asturiana, las tardes de domingo baja a la carretera y en ella se pasea.

Cuando se viaja y va a alguna parte en esos atardeceres domingueros, nuestro vehículo no avanza a la velocidad normal. Ha de ir con precaución. El amor, el hombre y la mujer en pareja, lo tropezamos a cada paso. Es que al lado de la carretera están los salones de baile. Y al baile siempre va el amor.

En el verano no hay tal cosa. Y, si la hay, se nota mucho menos. Las romerías y fiestas de aldea atraen a las parejas. Y las carreteras quedan libres. O reducidas a su propio menester: ser lugar de paso.

El chofer, en las tardes de domingo, debe ir “por su derecha” y con sumo cuidado.

Los tórtolos, en arrobamiento amatorio, se creen muchas veces que la carretera es de ellos. Suya

No es esto una censura, ni una advertencia policíaca. No quiero que pase del reconocimiento de un puro hecho. Uno también ha tenido sus momentos en que se creía, a los efectos del amor, un poco ingeniero de Obras Públicas. Hay que recordar lo que dijo una personalidad eminente: comprender es perdonar.

Pero es evidente que los domingos la carretera está menos despejada. Hay que ir con cautela. Necesariamente.

Es de día todavía. Mirando a un lado o a otro, se ve una parejita al arrimo de una pared de cierre de una finca que la resguarda del nordés, por afilado, cortante. Y si luce el sol, se supone que aquel coloquio sea una delicia.

Es de noche y llueve. El faro o los faros, nos hacen columbrar en la lejanía, un paraguas. Cuando creemos que bajo su copa se cobija un solo ser, no hay tal. Son dos. Milagros del amor.

Al ver todo esto, uno, cuando se está de vuelta de muchas cosas, echa automáticamente mano del fichero de la memoria. Y se dice: antes esto no era precisamente así.

No había salones de baile al lado de la carretera. No es que no hubiera bailes. Los había. Pero de otro modo. Los bailes se hacían en las casas particulares, en las salas. Y con luz de quinqué o de carburo. Eran más reducidos. Casi por invitación. Tenían, evidentemente, un carácter más familiar. Recuérdense nada más, los que se hacían en las casas de labranza cuando se deshojaba el maíz.

Todo cambia, todo evoluciona. Las músicas ya no son las mismas. Antes había acordeonistas que tocaban, como si dijéramos, “por un pedazo de pan”. A uno no se le borra de la memoria aquel acordeonista que hacía caer su cabeza sobre el canto del teclado, para estar en permanente vigilancia de la afinación.

Donde van aquellas bandas de música con ejecutantes de bigotes, verticales y serios como palos de teléfono ¿Dónde, por favor?

Hoy se baila al compás de la orquesta de unos señores uniformados, con trajes de colores vistosos, muy elegantes.

Y no sólo bailan las parejas. Bailan y gesticulan los músicos, bailan los instrumentos y, puestos a bailar, yo creo que bailan las copas de los servicios que hay sobre las mesas.

E! baile ahora es más febril, loco, de delirio. Vivimos bajo el signo del chachachá y según nos anuncian, del rock-and-roll.

Bueno.

Al anochecido, al viajar nos llama la atención ese salón de baile que hay a la orilla de la carretera. A través de las cristaleras, lo vemos repleto de una masa apretada de parejas que bailan al son de una música que nosotros, naturalmente, no oímos. Y aquello nos parece absurdo, pero no lo es. No percibimos el ritmo sonoro.

También se ve un hombre en mangas de camisa que sirve copas a unos mozos que se ríen y jaranean. Alguien paga una ronda.

Y, al fondo, los estantes de botellería que se reflejan en los espejos, para darnos la sensación de que allí, campea la abundancia y la esplendidez, Todo bajo la envoltura de la luz eléctrica que brilla.

Bienaventurados los que bailan porque de ellos será algún día, el reino de la peripecia y de las responsabilidades.

Sí, pero, después,

¡Que les quiten lo bailado!

Alejandro Sela

La raposa y el lobo

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 18-7-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

La raposa iba. El lobo venía. En un cruce de caminos se encontraron. Pero allí cerca, en un abertal, vieron un cordero que pacía. Amigablemente, sin alterarse, discutieron sus respectivos derechos al lanudo animal. Como lo vieron a un tiempo, acordaron comérselo entre los dos. Le echaron mano y se lo llevaron

– Bueno, dijo la raposa, yo ahora no tengo hambre. Y mañana no me es posible comerlo tampoco. He de ir a un bautizo. Enterrémoslo para comerlo juntos pasado mañana. ¿Qué te parece?

– De acuerdo – dijo el lobo.

Y cavaron una fosa para enterrar al inocente. Pero tuvieron cuidado, al taparlo, de dejar el rabo fuera.

Al día siguiente la raposa, sola, volvió al lugar donde estaba el cordero. Lo desenterró. Y comió hasta fartucarse. Todavía quedaba mucho. Y lo enterró nuevamente.

El día convenido se encontraron. Y dijo el lobo:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Si.

– Y como le pusiste al bautizado.

– “Empezose”. Hoy no puedo comer cordero tampoco, tengo otro bautizo. Dejémoslo para mañana.

– Está bien, repuso el lobo.

Pero al día siguiente lo raposa volvió a hacer la faena del día anterior. Comió cordero y dejó un poco. Luego encontró al lobo, que preguntó:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Sí.

– Y como le pusiste al recién nacido.

– “Mediose”.

– Vamos ahora a comer el cordero.

– No, no puede ser. Tengo otro bautizo.

– Muy bien. Hasta mañana.

La raposa inmediatamente volvió a las andadas. Comió lo que quedaba del cordero, Pero dejó el rabo… Y lo clavó en el suelo.

Vuelven a encontrarse raposa y lobo. Dijo éste:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Si.

– Y cómo le pusiste al bautizado. .

– “Acabose”.

Bien. Vamos ahora a comer el cordero.

– Vamos.

 Y fueron.

Al llegar al sitio donde estaba, dijo la raposa:

– Empiezas a comer tú. Tiras el rabo y arrancas el cordero del suelo.

Cuando el lobo iba a tirar del rabo, la raposa escapó corriendo y se subió a una peña. El lobo cogió el rabo y tiró. Tan fuerte que se cayó de espaldas. La raposa se reía.

Ahora no sé, pero hace años todavía estaba en la peña riéndose.

Yo la vi.