Saber beber

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 20/27-10-1973

Por ALEJANDRO SELA

Escribir de algo es, o debe ser, decir lo que se siente. O lo que se cree. Pero la faena literaria es harto difícil. Siempre he creído que escribir es una operación circense: “Viajar” en la cuerda floja con un paraguas abierto en la mano derecha. Y que desde esta cuerda floja se puede uno caer hacia la izquierda, vulgaridad. O a la derecha, pedantería. No caer, “viajar” hasta el final, es el cabal equilibrio, el dominio de la situación.

Al dar una opinión corre uno el riesgo de recibir, de rebote, la contraopinión, es decir, la crítica. El que escribe no sabe lo que hace… Necesita enterarse por el eco que producen sus ideas en el lector, o en los lectores.

Claro que sólo hay una crítica con valor. La que, con argumentos lógicos, destruye nuestra obra y, en su lugar, hace otra mejor.

Hacer las cosas con amor es exponerse a ir más allá de lo justo. El amor es una pasión. Pero escribir sin amor, es decir, sin pasión, se expone uno a no decir nada… Sin amor falta la fuerza, el vigor.

La verdad de las cosas creo que no puede venir de un solo hombre. La verdad subjetiva debe ser depurada y superada. La verdad social, la que flota en el ambiente, la que es asimilada por todos, debe ser el producto o resultante de múltiples opiniones.

Pensemos en esto: ¿Sabe usted, lector, beber? ¿Sé yo? Sin afirmar ni negar nada, hay que reconocer que el tema es sugerente. Charlemos. Y, si puede ser, clarifiquemos ideas.

El vino, cuando después de salir de la bodega está en el comercio humano, en la calle, es objeto de críticas. El vino de tal pueblo es bueno. El vino de tal casa es malo. Y cosas así.

Beber vino es, en la vida, en la mayoría de los casos, un acto accesorio. Bebemos en el bar o en el restaurante cuando, acompañados, hablamos de negocios. Y bebemos cuando estamos, si tenemos esa fortuna, al lado de una mujer hermosa. En ambos casos lo importante no es el vino…

Hay mucha gente que no bebe en soledad. O no suele hacerlo. O no quiere adquirir esa costumbre.

Imaginemos, por un momento, que tomar vino es un acto principal, sustantivo, aislado, y no social. Y entonces debemos prestarle la máxima atención.

En el beber intervienen estos momentos: En primer lugar la apreciación del color del vino; en segundo, el olfato; después, el sabor. Y, por último, los efectos. Por el color el vino nos “llama”. Por el olor nos “seduce”. Por el paladeo lo “gustamos”. Y por los efectos nos da… ¡la vida!

Los técnicos y observadores franceses Vedel, Charle, Charnay y Tourmeau, a una sola voz, dicen: “El conjunto de caracteres olfativos es tradicionalmente conocido con el nombre de bouquet”. Y distinguen tres niveles: 1.º El bouquet primario que es el conjunto de aromas específicos de una cepa dada… 2.º El bouquet secundario que corresponde al conjunto de substancias odorantes elaboradas en el curso de la fermentación alcohólica… y, 3.º El bouquet terciario que es la resultante de fenómenos de oxirreducción y esterificación en el curso de su envejecimiento…

En España me da la impresión de que mucha gente usa con notable imprecisión la palabra bouquet. Por una razón fonológica, de sonido, parece que bouquet tiene algo que ver con boca…

La lengua nos hace conocer los cuatro sabores fundamentales: lo amargo, lo dulce, lo ácido y lo salado. Todos los demás sabores son combinaciones de éstos.

Hacer vino, en principio, es una técnica. Y beberlo un arte que está enlazado con nuestra fisiología y nuestra sicología. Pero un arte curiosísimo, un arte que no puede ser juzgado eficazmente por el lado de fuera. Bebemos para estar bien. Las artes son juzgadas por la sociedad que nos rodea. Si bebemos bien no se nota. Sólo si bebemos mal o demasiado la gente opina.

El paladeo es un acto posterior a la apreciación del bouquet y anterior a los efectos. Por el paladeo, el vino se aproxima o aprisiona contra la lengua, donde están, como decimos, las papilas gustativas. En la boca le damos el “pasaporte” para seguir su camino… Aun siendo el mismo vino, no siempre sabe igual. Depende, en muchos casos, de la hora en que se tome. No sabe lo mismo en la mañana que en la tarde.

Y tampoco sabe igual cuando se toma solo, o en la comida. En este último caso, la boca tiene rigorosas sensaciones gustativas de las viandas que ingerimos. Y el vino al llegar a este lugar, lleva su carga sápida. En ese momento es cuando se produce el roce o mezcla de sabores que se resuelven en matices variadísimos. En este instante la emoción gustativa está en su cenit.

El vino nos produce efectos sensibles durante tres o cuatro horas seguidas a la toma. Y nos lleva a una situación anímica. ¿Alegría? ¿Placer? ¿Euforia? ¿Optimismo? En realidad, en estas situaciones, influye la cantidad que se beba. Y, por supuesto, su graduación alcohólica. Pero, además, el vino que se toma habitualmente, a la larga, configura nuestro estado permanente.

Comer y beber son actos intelectuales. En la cabeza, en la mente, están los recuerdos de lo que hemos comido y bebido, bueno o malo, en nuestra vida. La lengua percibe las sensaciones gustativas y las envía automáticamente al cerebro que es quien enjuicia. El paladar, en sí, no representa nada. Es un soporte físico en que se apoya la lengua para recoger los sabores. Cuando decimos, al comer o al beber, que “paladeamos” algo no hacemos más que literatura.

¿Se puede comer bien, o beber, y al mismo tiempo hacer tertulia con nuestras amistades? ¿Se puede repicar y estar en la procesión? Hay opiniones variadas.

Vila Sanjuán escribe: “Dijo Epicuro que, en la mesa, es preferible proveerse de buenas compañías que de sabrosos manjares, y que más vale una buena sentencia que un buen bocado.”

Luján y Perucho opinan: “La gastronomía es un arte que nos procura un placer, pero un placer solitario es un placer triste y aburrido, lo cual nos indica que debemos compartirlo.”

Y sin embargo, Gulbenkian, famoso gastrónomo internacional, fallecido no ha mucho, decía: “El número ideal para disfrutar de un almuerzo es un solo comensal y un buen camarero”. Es decir, que las sensaciones de cada sorbo o de cada bocado las llevaba al pensamiento sin tener a su lado, eminentes sabios ni mujeres hermosas. Para Gulbenkian el comer y beber eran puros actos intelectuales.

En cualquier caso, no se debe olvidar a Sócrates. Este dijo: “Conócete a ti mismo”. Y otro filósofo, Pitágoras, precisó: “El hombre es la medida de todas las cosas”.