Publicado en: Eco de Luarca. 13-8-1961, pág. 14.
En los
últimos días, concretamente desde el 22 hasta el 25 de julio, hemos tenido
entre nosotros, en Navia, a monsieur Jean Camp. Este señor es, como quien no
dice nada, uno de los primeros, si no el primero, en tiempo y calidad de los
hispanistas franceses. Hoy regenta la cátedra de Literatura Española en la
Universidad de Aix en Provenza. Pero tiene su domicilio en Roquefort les Pins,
la Riviera francesa.
Al señor Camp
le acompañaba su amable y distinguida esposa, madame Camp. Antes de casarse era
mademoiselle Teresa Bouisset. Dos nietos, a su vez, acompañaban a los señores
de Camp, Silvia y Bernardo Hauser, nietos por la línea paterna, de Lionel
Hauser, primo de Proust, escritor a quien yo admiro mucho, y del no menos
admirable filósofo Bergson.
El señor Camp ha escrito, a través de cuarenta y tantos años, cerca de cien obras con estudios de nuestros más calificados autores clásicos y modernos. Es, pues, un verdadero amante, por vocación y devoción, de España. Obras son amores…
Ellos han
venido a Navia por indicación de su hijo André, querido amigo mío. Director de
la Sección española de Radiodifusión-Televisión Francesa.
Bien. Yo
quiero hacer una croniquilla de tan breve estancia de los ilustres visitantes.
Naturalmente, no va a estar a la altura de sus verdaderos merecimientos. Pero
bueno. Me anima el buen deseo. Dijo Cervantes: “cada uno es como Dios lo hizo,
y aún peor muchas veces”. Creo que se me entiende.
Llegaron los
señores Camp a Navia el día 22 hacia las tres de la tarde. Después de la comida
y un breve descanso me pidieron que les enseñara la estatua que está en el
parque, de Campoamor. Lo hice. Yo me atreví a pedir al profesor Camp su juicio
sobre la obra del vate asturiano. Y me refirió la opinión que le había oído a
don Eugenio D’Ors: “La obra poética de Campoamor es como un organillo tocado
por un ángel”.
Después de
esto cogimos su coche y los llevé a Puerto de Vega. En este pueblo, y casi sin
pensarlo, nos fuimos directos a la casa de Pedro Penzol. En esta casa la cordialidad
y el afecto, para mí y para muchos, tienen su asiento. Madame Penzol, Pilar,
estuvo como siempre muy amable. Nos enseñaron su casa que es particularmente interesante,
y la huerta, y sus jardines. Y Pedro, después nos llevó a Santa Marina, para
ver su iglesia, cuyos retablos nos explicó. Más tarde bajamos al muelle y
puerto en momentos de calma y gran serenidad del tiempo.
El día 23,
domingo, estuvimos hacia la una en la terraza de la cafetería Avenida, tomando
el aperitivo y en amena charla. Justo Álvarez pagó la primera ronda.
En la tarde
nos dedicamos a ver arte. Parte de la obra que, en varias casas naviegas tiene
nuestro ilustre y querida, veraneante Álvaro Delgado. Primero en casa de Justo
vimos el retrato de su hijo, Justín, acuarelas, óleos… E, inmediatamente, en
la mía, en la nuestra, algo parecido.
Hacia las
siete de la tarde de ese día subimos a Andés, donde está el Albergue Universitario.
En este hay una hermosa capilla antigua remozada bajo la dirección de Álvaro.
De él, obra de su mano hay un Cristo hecho al carbón que preside el altar y dos
extraordinarios dibujos a los lados, una barca y un pez. De esta obra, en su
totalidad nuestros huéspedes salieron encantados.
La tarde se
iba. Pero antes de que el sol se ocultara todavía tuvimos tiempo para ir a ver
el puertecillo de Ortiguera, en este viaje nos acompañó mi mujer. De soltera,
mademoiselle María P. Lobete. Regresamos por un paraje encantador. Folgueras,
Meiro, San Esteban…
Al día
siguiente, el veinticuatro, alrededor de las once, quise llevar a los señores
Camp al castro celta, de Coaña. De su visita quedaron real mente impresionados.
Parece extraño que unas paredes desnudas, unas calles empedradas y unas piedras
con agujeros despierten tanta admiración. Pero siempre que llevo gente allí
ocurre esto. Para mí, particularmente, cada visita me produce una nueva
emoción. Claro que yo en el castro no encuentro ningún valor arqueológico. De
eso no entiendo. La tiene, en cambio, lírico, poético. Yo creo que allí, en su
tiempo, han vivido las mujeres más hermosas de Asturias. Y las más delicadas. Y
que el castro, pueblo, estaría todo él recubierto de enredaderas salpicadas de
flores. Y que en los alfeizares de las ventanas habría tiestos con clavelinas
color carmín, Y, etc., etc.
En la tarde
lo primero que hicimos fue irnos a casa de Manolo Méndez para ver pinturas de
Álvaro. Seguidamente, nos acercamos al fresno de las Aceñas. Y, un poco más
tarde, otros dibujos de ciervos, en casa de Venancio Martínez.
No serían todavía las cinco cuando salimos hacia el puerto de Viavélez, en el concejo de El Franco. Detrás de nuestro coche, en moto, nos siguieron Justo y Álvaro. Viavélez es un pueblecillo marino delicioso. La tarde era clara sin sol directo. El pintor clavó su caballete en el muelle y se puso a pintar un paisaje. Le rodeaban, varios espectadores, algunos veraneantes, una pareja de la guardia civil y más gente. Pero, sobre todo, madame Camp y sus nietos no le quitaban ojo. La “entrada” al espectáculo no costaba nada. Entretanto el señor Camp, Justo y yo charlábamos de muchas cosas. Al final nos reunimos todos en una taberna. En ella tomamos unas hojas de jamón andorrano y un vinillo andaluz que calaba muy hondo. Justo no pagó una ronda, pagó dos. Fue feliz.
Yo no estuve
presente, pero supe que a la hora de la cena se reunieron todos en un
restaurante típico de Navia para comer reo. El reo es un pez de ría muy
parecido al salmón.
A las nueve
de la mañana del día veinticinco la familia Camp cogió su coche y se fue rumbo
a Santiago de Compostela.
Esta digna
familia, con su presencia, nos hizo pasar unos días deliciosos. Rompieron la
monotonía, por lo menos, de mi vida vulgar.
Madame Camp,
monsieur Camp.
¡Merci beaucoup!
Alejandro Sela