De la fiesta de Villaoril

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca, 6-10-1957

El 28 de septiembre último, como todos los años, se celebró la fiesta de Villaoril.

Nuestra Señora de Villaoril tiene muchos devotos en Asturias y fuera de ella. De Galicia, sobre todo, vienen muchos romeros. Y hasta tal punto que mucha gente llama a esta fiesta, «de las gallegas».

Es, de todas las fiestas del occidente asturiano, la que a través del tiempo, conserva sus esencias inalterables. Los modismos, las novedades, son muy pocos los que la penetran.

El escenario donde se celebra es el de siempre, claro. El campo amplio, sigue con sus seculares robles y con los de siempre renovados maizales en torno. Más allá, muchos pinos. Y, por el fondo, en la lejanía las brañas de Busmargalí y el Vidural. Este año todo este paisaje estaba esplendente, radiante. Un sol otoñal, ininterrumpido, lo iluminaba todo.

En la mañana se celebró la misa en la capilla. Es una misa intensa, rebosante de fervor y de unción católicas. Como los romeros son muchos, no caben en el templo. Dentro y fuera, en grupos, se rezan muchos rosarios. Y las personas que tienen especial gratitud a la Santa, concurren al mismo con sus deudos y llevando los ex-votos que sean del caso. La procesión que va a la Fuente Santa redobla el fervor, si cabe. Los penitentes, los verdaderos romeros, la siguen descalzos, de rodillas o en otra forma que acredita su honda fe. El silencio, el recogimiento de la procesión, solo se ven interrumpidos de una manera muy efectiva por el estampido de enormes cohetes. Ellos suben rectos como rayos, y dejan en las alturas una nube de frondosos humos azules.

Acabado lo religioso, se inicia lo profano. Suenan músicas aquí y acullá. Un gaitero, no se sabe de dónde, a dos carrillos, sopla su gaita en un rincón. Otro estira y encoge, por otro lado, su melodioso acordeón.

Hay muchos bailes a un tiempo, hay, que se puede decir, bailoteo federal. Poco a poco la gente se va a los prados de las cercanías, en grupos.

Y se hace la comida. El pollo asado, el jamón cocido, la tortilla, el bistec empanado… Todo «vuela».

Poco a poco van llegando las gentes rezagadas, los de los alrededores. Los de confianza. El campo se espesa. Hay, por él tendidos en el suelo, mil puestos de baratijas y juguetes. Y los de avellanas con sacos y cestas rebosantes de este rico fruto asturiano. Los músicos, muy coloradotes, ya comidos y bebidos, se apuran en su labor. Se baila en general. Las parejas de novios además de bailar se aman… Es lo corriente.

En las encrucijadas y en los caminos que van al campo se ven en profusión pobres que piden. Lo de siempre. Pero no son pobres vulgares, no. Son pobres lisiados, gentes incompletas. Uno exhibe una llaga, otro, una úlcera descubierta, a aquel le falta un brazo, el de más allá está en un lecho movible y no tiene pierna alguna.

La alegría y el dolor, pues, van de romería a Villaoril ¡Es la vida!

Al anochecer se disgrega el gentío, aquello se disuelve. Los niños, soñolientos y cansados, van de la mano de sus padres. Van sin embargo, contentos.

Llevan collares de castañas. y tocan las cornetas que les fueron compradas… por haber sido buenos.

Parecen los heraldos que anuncian la fiesta del año que viene.

Sela

ÁLVARO DELGADO, TRIUNFA EN LIDES

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca, 28-02-1960. Pág. 12

En una exposición de pinturas celebrada en Alicante, en los últimos días, Álvaro Delgado nuestro amigo, el veraneante singular, obtuvo el primer premio. Medalla de oro y 50.000 pesetas. El cuadro que le dio el triunfo fue un bodegón.

Los bodegones de Delgado, generalmente de tamaño grande, son algo muy personalísimo. Con otro bodegón, en 1955, obtuvo en Alejandría, el Gran Premio de la Bienal allí celebrada.

El pintor de nuestras costas asturianas, del occidente, paisajes celebrados en Madrid y en otras partes, nos está demostrando que todas las temáticas a base de pincel le van.

A nosotros nos alegra grandemente este triunfo. Muchas veces hemos hablado de él en estas columnas ensalzándolo y poniéndolo como modelo de pintores. Y es que le veíamos trabajar y le oíamos hablar de arte. Y, sobre todo, le veíamos sus logros.

Todo asturiano que quiera comprobar personalmente el valor de esta pintura podrá hacerlo dentro de poco en Oviedo. El día 21 del próximo mes de abril abre una exposición en el local de la Caja de Ahorros de Asturias.

SELA

De Madrid ha venido…

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 24-9-1961, pág. 29.

No un barco cargado de… De Madrid ha venido Eduardo Vargas. Para los que le conocemos con esto está dicho todo. Pero para los que no, este “todo” necesita una ligera explicación.

Eduardo Vargas es un auténtico quijote del siglo XX. En lo físico y en lo espiritual. Así, para que nada falte. En lo físico es alto, seco de rostro, avellanado… En lo espiritual es la “monda”. Siempre va, en sus empresas, por los lindes de lo razonable, es decir, por la línea a cuyo, borde está el abismo de la locura. Pero no cae en esta, no hay cuidado… Siempre sabe a donde va, sabe lo que quiere. Para perfilar la idea, para fijar con nitidez su personalidad añadiremos otra idea negativa. Eduardo es todo lo contrario de un “mendrugo”.

Si este hombre da un paso al frente, jamás, con su razón – que es la buena – retrocede. Es un valiente.

Eduardo vino al mundo, prácticamente, en un cesta que navegaba a la deriva en la desembocadura de la ría de Bilbao. Allí lo recogieron los tripulantes de unas boniteras de Portugalete. Y lo pusieron a buen recaudo. Hay precedentes de “nacidos” por el estilo. Moisés, por una parte, Amadís de Gaula, por otra.

Es, además de lo dicho, cazador y pescador. Y, en estos deportes, con una historia larga de contar… Y, por añadidura, con una preparación científica “algo serio”.

Que conste. Eduardo, como auténtico quijote, es un caballero andante enamorado de lo que su corazón ha elegido. De esto no hay más que hablar. Bueno, sí, permitidme citar un poemita de Juan Ramón

¡No la toques ya más,
que así es la rosa!

Eduardo Vargas ha venido a Navia con una misión concreta y noble. Él ha venido a cazar o pescar, lo que sea, el monstruo de Meiro. Y para eso viene muy preparado. ¡Ya o creo! Trajo cañas con sus cucharillas y sus devones. Y escopetas y rifles con sus cartuchos y sus balines. En fin… Él se ha leído libros y más libros. Él sabe.

Para tan ardua y difícil empresa, como buen caballero, ha elegido dos escuderos. Uno, Álvaro Delgado, el otro, yo. Le seremos fieles en sus triunfos. Pero también, si fuera preciso, en la adversidad. Su ánimo esforzado es contagioso. Él tiene fe en sí mismo. Y nosotros tenemos fe en él. Hemos de seguirle siempre, como auténticos lebreles. Por nuestra debilidad no dejará de caer la pieza. ¡Palabra, jefe!

Ilustración de Eduardo Vargas, dibujo realizado por Álvaro Delgado para este artículo, en el Eco de Luarca del 24-9-1961

Ya fuimos en una tentativa de entrenamiento a Meiro. Nuestro amo iba con decisión y valentía. Cuando llegamos al borde de un maizal en el cual había un barranco con espesuras de espino blanco y zarzas algo se movía entre estas plantas tan erizadas de espinas. Eduardo disparó un tiro de rifle y dijo con voz de triunfador: ¡Ya cayó el monstruo! Pero se acercó tanto al borde del ribazo que el que verdaderamente cayó fue él. Entretanto, si allí estaba, el monstruo huyó por arte de encantamiento. Álvaro y yo nos acercamos a nuestro amo, es decir, al lugar y lo vimos inmovilizado, como dormido, allá abajo. Para sacarlo nos quitamos los cinturones que sujetan nuestros pantalones y le echamos un “cable”. Se agarró fuerte y, tras no pequeñas dificultades, salió a “flote”. Se restregó los ojos y parecía salir de un profundo sueño.

– Cuéntenos, jefe, al por menor, lo que le ha pasado – dijo el escudero Álvaro.

– Estadme atentos – dijo.

A obra de doce o catorce estados de la profundidad de esta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio que cabe por ella un camión Pegaso. Por ella ofrecióseme a la vista un real y suntuoso palacio. De él salió a recibirme un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada. La barba, canísima, le pasaba, de la cintura. Me di cuenta de que estaba en un lugar encantado y que quien me hablaba era Montesinos. Este me contó cómo había sacado el corazón de su grande amiga Durandarte, y llevándole a la señora Belerna, como se lo mandó al punto de su muerte. Llevóme el anciano al interior del palacio y en él vi tendido un hombre de pura carne y de puros huesos, Montesinos me dijo: “Este es un amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo. Tiénenle aquí encantado Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo”. Hablóme con más detalles. Pero cuando en esto estábamos vi que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas al modo turquesco. Díjome Montesinos que toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerna que allí con sus dos señores estaban encantadas.

– Que me maten – le dije yo a Álvaro, compañero escudero, si nuestro amo no cree en los encantos y en los encantamientos. ¿Cómo es posible – añadí al amo – que en tan poco tiempo haya visto cosas tan fantásticas como las que cuenta?

– ¿Cuánto ha que caí? – preguntó.

– Cinco minutos – repuso Álvaro

– Eso no es posible porque allá me anocheció y amaneció, y torno a anochecer y a amanecer tres veces. De modo que, a mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas.

Movidos por una tremenda curiosidad quisimos saber más. Pero Álvaro se me adelantó en las preguntas.

– Dígame, nuestro amo, ¿ha notado usted por allá abajo los avances de la ciencia tal como está después de pasada la primera mitad del siglo XX?

Y Vargas contestó. – De eso, nada.- Sin embargo, me di cuenta de que por allí se rendía todavía un gran culto en la poesía, como en el verdadero Siglo de Oro. Lo digo porque vi un edificio con grandes ventanales por los cuales se veían unos hombres graves y sesudos con batas blancas. En el frontis de tal edificio, escrita con letras de oro, había una dolora de Campoamor.

– ¿Y cuál dolora? – inquirió mi compañero.

La dolora decía así

Centro experimental de inseminación
artificial 

SELA

Nuestro barrio

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 13-8-1961, pág. 13.

Si yo dijera que el barrio de San Roque, de Navia, es un barrio alegre, no diría la verdad. La razón de que no lo sea para mi es clara. En San Roque se ama mucho. Y el amor, nadie lo ignora, lleva aparejado mucho dolor.

Yo, hace años, en la más pura de las inocencias, di un paseo por estas alturas naviegas. No quiero entrar en detalles. Pero lo cierto es que aquí, tuve que quedarme. Y aquí vivo.

En este barrio hay un “algo”, que flota en el ambiente, que se conoce más por sus efectos que por sus causas. Y este “algo” nos obliga a vivir en permanente estado de enamoramiento. Este es el resultado de mis experiencias. No me es posible dejar de amar. Amo más cada día. Pero todo, lo que Dios da, los árboles, los pájaros, las flores, las piedras…. Y, cuando llueve, amo también las pozas que se forman en la carretera de la estación. Y en las que se mira, por la noche, la luna, como si fueran espejos para hacerse su tocado.

Hay algunas mujeres solteras en Navia, con edad de reglamento, que si vivieran en nuestro barrio, o se dieran por él una vueltecilla de vez en cuando, otro gallo les cantaría… En el supuesto, claro, de que tengan ganas de casarse. Pero esta necesidad, por cierto, a mí, no me consta. Sin embargo, el amor es un deporte en que, el que más o el que menos, quiere llegar a la meta. Aunque después haya más de cuatro que les pese… Pero la vida es así.

Ahora, como ocurrió en los últimos años, se celebra la fiesta del barrio. La de San Roque. Habrá misa, habrá orquesta, habrá de todo… Pero en definitiva, para los efectos del amor, yo quiero advertir a la gente que este barrio es de cuidado. Ya lo dije, aquí hay un “algo”.

Yo, a pesar de los pesares siento una admiración tremenda por este lugar. Pero no sé expresarla con claridad. Mis palabras son torpes. Más parecen estar hechas con rugosidades de hachazos que con, lisuras de garlopa. Y no escarmiento, no dejo de escribir. Yo no soy el “ser” que tropieza dos veces en la misma piedra. Me paso la vida tropezando. Pero ¡qué se le va a hacer!

Acabaré diciendo, como dijo un cura y poeta: Góngora

Muda, la admiración habla 
callando

Sela

Monsieur Jean Camp, en Navia

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 13-8-1961, pág. 14.

En los últimos días, concretamente desde el 22 hasta el 25 de julio, hemos tenido entre nosotros, en Navia, a monsieur Jean Camp. Este señor es, como quien no dice nada, uno de los primeros, si no el primero, en tiempo y calidad de los hispanistas franceses. Hoy regenta la cátedra de Literatura Española en la Universidad de Aix en Provenza. Pero tiene su domicilio en Roquefort les Pins, la Riviera francesa.

Al señor Camp le acompañaba su amable y distinguida esposa, madame Camp. Antes de casarse era mademoiselle Teresa Bouisset. Dos nietos, a su vez, acompañaban a los señores de Camp, Silvia y Bernardo Hauser, nietos por la línea paterna, de Lionel Hauser, primo de Proust, escritor a quien yo admiro mucho, y del no menos admirable filósofo Bergson.

El señor Camp ha escrito, a través de cuarenta y tantos años, cerca de cien obras con estudios de nuestros más calificados autores clásicos y modernos. Es, pues, un verdadero amante, por vocación y devoción, de España. Obras son amores…

Ellos han venido a Navia por indicación de su hijo André, querido amigo mío. Director de la Sección española de Radiodifusión-Televisión Francesa.

Bien. Yo quiero hacer una croniquilla de tan breve estancia de los ilustres visitantes. Naturalmente, no va a estar a la altura de sus verdaderos merecimientos. Pero bueno. Me anima el buen deseo. Dijo Cervantes: “cada uno es como Dios lo hizo, y aún peor muchas veces”. Creo que se me entiende.

Llegaron los señores Camp a Navia el día 22 hacia las tres de la tarde. Después de la comida y un breve descanso me pidieron que les enseñara la estatua que está en el parque, de Campoamor. Lo hice. Yo me atreví a pedir al profesor Camp su juicio sobre la obra del vate asturiano. Y me refirió la opinión que le había oído a don Eugenio D’Ors: “La obra poética de Campoamor es como un organillo tocado por un ángel”.

Después de esto cogimos su coche y los llevé a Puerto de Vega. En este pueblo, y casi sin pensarlo, nos fuimos directos a la casa de Pedro Penzol. En esta casa la cordialidad y el afecto, para mí y para muchos, tienen su asiento. Madame Penzol, Pilar, estuvo como siempre muy amable. Nos enseñaron su casa que es particularmente interesante, y la huerta, y sus jardines. Y Pedro, después nos llevó a Santa Marina, para ver su iglesia, cuyos retablos nos explicó. Más tarde bajamos al muelle y puerto en momentos de calma y gran serenidad del tiempo.

El día 23, domingo, estuvimos hacia la una en la terraza de la cafetería Avenida, tomando el aperitivo y en amena charla. Justo Álvarez pagó la primera ronda.

En la tarde nos dedicamos a ver arte. Parte de la obra que, en varias casas naviegas tiene nuestro ilustre y querida, veraneante Álvaro Delgado. Primero en casa de Justo vimos el retrato de su hijo, Justín, acuarelas, óleos… E, inmediatamente, en la mía, en la nuestra, algo parecido.

Hacia las siete de la tarde de ese día subimos a Andés, donde está el Albergue Universitario. En este hay una hermosa capilla antigua remozada bajo la dirección de Álvaro. De él, obra de su mano hay un Cristo hecho al carbón que preside el altar y dos extraordinarios dibujos a los lados, una barca y un pez. De esta obra, en su totalidad nuestros huéspedes salieron encantados.

La tarde se iba. Pero antes de que el sol se ocultara todavía tuvimos tiempo para ir a ver el puertecillo de Ortiguera, en este viaje nos acompañó mi mujer. De soltera, mademoiselle María P. Lobete. Regresamos por un paraje encantador. Folgueras, Meiro, San Esteban…

Al día siguiente, el veinticuatro, alrededor de las once, quise llevar a los señores Camp al castro celta, de Coaña. De su visita quedaron real mente impresionados. Parece extraño que unas paredes desnudas, unas calles empedradas y unas piedras con agujeros despierten tanta admiración. Pero siempre que llevo gente allí ocurre esto. Para mí, particularmente, cada visita me produce una nueva emoción. Claro que yo en el castro no encuentro ningún valor arqueológico. De eso no entiendo. La tiene, en cambio, lírico, poético. Yo creo que allí, en su tiempo, han vivido las mujeres más hermosas de Asturias. Y las más delicadas. Y que el castro, pueblo, estaría todo él recubierto de enredaderas salpicadas de flores. Y que en los alfeizares de las ventanas habría tiestos con clavelinas color carmín, Y, etc., etc.

En la tarde lo primero que hicimos fue irnos a casa de Manolo Méndez para ver pinturas de Álvaro. Seguidamente, nos acercamos al fresno de las Aceñas. Y, un poco más tarde, otros dibujos de ciervos, en casa de Venancio Martínez.

No serían todavía las cinco cuando salimos hacia el puerto de Viavélez, en el concejo de El Franco. Detrás de nuestro coche, en moto, nos siguieron Justo y Álvaro. Viavélez es un pueblecillo marino delicioso. La tarde era clara sin sol directo. El pintor clavó su caballete en el muelle y se puso a pintar un paisaje. Le rodeaban, varios espectadores, algunos veraneantes, una pareja de la guardia civil y más gente. Pero, sobre todo, madame Camp y sus nietos no le quitaban ojo. La “entrada” al espectáculo no costaba nada. Entretanto el señor Camp, Justo y yo charlábamos de muchas cosas. Al final nos reunimos todos en una taberna. En ella tomamos unas hojas de jamón andorrano y un vinillo andaluz que calaba muy hondo. Justo no pagó una ronda, pagó dos. Fue feliz.

Yo no estuve presente, pero supe que a la hora de la cena se reunieron todos en un restaurante típico de Navia para comer reo. El reo es un pez de ría muy parecido al salmón.

A las nueve de la mañana del día veinticinco la familia Camp cogió su coche y se fue rumbo a Santiago de Compostela.

Esta digna familia, con su presencia, nos hizo pasar unos días deliciosos. Rompieron la monotonía, por lo menos, de mi vida vulgar.

Madame Camp, monsieur Camp.

¡Merci beaucoup!

Alejandro Sela

El monstruo del Meiro dio a luz

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 14-8-1960, pág. 19.

Ahora resulta que era hembra

Durante algún tiempo anduve con la mosca detrás de la oreja. ¡Ya me lo parecía a mí! La cuestión del sexo del monstruo del Meiro, el otro año, era un asunto no concreto, impreciso. Ahora, poco a poco, se van desvelando detalles.

Y ahí está a la vista lo último que se sabe. El monstruo de Meiro tiene siete hijos, siete. Este número se ha repetido en diversas constantes históricas y por muy varios motivos. Siete fueron los sabios de Grecia. Siete, los infantes de Lara. Siete, los pecados capitales. Y siete, las tres gracias…

Muy bien. Lo que no se sabe cierto es como los tuvo. Si con huevos, como una gallina. O por gestación interna como la hembra del jabalí, la jabalina. Y, precisamente en esto, está la divergencia de las gentes. Los que aseguran haberlo visto dicen que como no tiene plumas no puede cobijar las crías. En su contra otros opinan que no hace falta tener plumas para poner huevos. Y nos dan como ejemplo la culebra que no tiene plumas y los pone. Yo, francamente, en esto no tengo opinión.

Ilustración realizada por Álvaro Delgado para este artículo, en el Eco de Luarca del 14-8-1960.

A través del año, durante el invierno, el monstruo de Meiro fue visto muy de tarde en tarde. Algunos, al no verlo, creían que se había ido. Y que, por lo tanto, fue la serpiente de mar del año 1959, ¡Ya, ya!

Ahora, en 1960, vuelve, si es que se fuera. Y no solo, acompañado de su prole. Y, con ella, por las noches sale al campo y da muestras inequívocas de su existencia.

El monstruo, bueno monstrua, puesto que es madre, según datos recogidos dignos de fe, tiene los ojos fosforescentes como si fuera un gran gato. Y los hijos, por su puesto, como si fueran gatitos. Despiden por esos ojos unos conos de luz brillante y potente tal como si estuvieran alimentados por fuertes baterías. Lo cierto es que al deambular por los sembrados y por los montes esos conos de luz se entrecruzan y forman la más fantástica iluminación. Y que desconcierta por el pánico que impone, a los más, audaces contempladores.

Estas apariciones nocturnas son sin duda trascendentes y fecundas en consecuencia. Por ejemplo, en los lugares de las cercanías desde las nuevas apariciones ya no se corteja. En los pueblos del campo, los novios iban a ver a sus novias de noche, después del trabajo. Y es que, con diversos pretextos, el verdadero se lo callan, se quedan en casa. Y ellas, desesperadas, con los codos apoyados en el alfeizar de las ventanas esperan… lo que no viene. Así es.

¿De qué se alimentan, madre e hijos? No se sabe, la verdad. Hay quien cree que pacen en los prados y que, por consiguiente, son rumiantes como las vacas. Algunos no están de acuerdo y dicen que comen carroña como los negros cuervos. Los ecléticos creen que comen de todo, carne, pescado, yerbas…

En lo que hay más misterio aún es en el saber si tiene órganos adecuados para dar líquidos lácteos. Pero lo cierto es que nadie le levantó la pata para comprobarlo…

No se sabe si duermen, cuando duermen, en cuevas o al cielo abierto, entre los matorrales.

Y no faltan los que quieren organizar batidas de caza para eliminarlos. Pero eso no pasa de ser un modo de hablar. A la hora de la verdad, los habladores se echan atrás. Hay, en el fondo, un cierto temorcillo.

Por otra parte, no se sabe si son útiles a la agricultura o si son dañinos. No hay pruebas concluyentes.

Pero hay más. Puede suceder, y es lo más probable, que se trate de una especie nueva. La naturaleza es muy sabia. Y así como en otras épocas de la historia, o la prehistoria, se extinguieron determinados animales, puede suceder que ahora, para compensar aparezcan seres nuevos, frescos, que den un impulso vital al mundo. Y que, de verdad, buena falta le hace.

Pero hay algo gordo que está por averiguar. Y esto se me ocurre a mí. ¿Quién es el padre de esta distinguida camada de monstruos? Hay que suponer que lo tengan. Lo contrario científicamente no tiene explicación. A no ser que estemos en los albores de una nueva era. Y las cosas hayan de dar un nuevo giro al, por ahor, vigoroso problema de la paternidad.

Sin saber esto hay que andar con cautela, con pies de plomo. En torno a la clarificación del tema que tratamos se puede afirmar que nos queda todavía el rabo por desollar…

Sela

Álvaro Delgado triunfa otra vez

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 5-6-1960

Álvaro Delgado, una vez más, nos obliga a tomar la pluma, a escribir. Pero lo hace de un modo que tiene gracia. Indirectamente, sin pedirlo, como quien no quiere la cosa…

El pinta o dibuja. Mucho, Y luego manda sus trabajos a las exposiciones que hay por esos mundos de Dios. Y triunfa. Y yo, con agrado, tengo que escribir unas líneas poniendo de relieve el éxito.

Álvaro va a esas exposiciones, que, por sus colores, yo llamo verbenas de arte. Y le dan, no falla, premio. Él es siempre caballero con premio. Siempre acierta a meter el aro por el cuello de la botella.

En el mes de febrero último, como se sabe, con un bodegón, obtuvo la medalla de oro del Gran Premio de Alicante. Y ahora, con un dibujo, consigue Primera Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Barcelona.

Entre la mente que piensa en Álvaro y la mano que ejecuta hay un acuerdo pleno. Saben dar en la claves del triunfo.

En esta época de confusionismo del arte, de vaivenes de lo concreto a lo abstracto, Delgado, se bandea muy bien. Y no pierde el rumbo.

Hace años que tiene enfilado el éxito. Y a él va y por él pasa. Y vengan medallas…

Desde este rincón de España, el occidente de Asturias, que Álvaro tanto quiere, le enviamos la más cordial de las felicitaciones.

Y los abrazos de rubrica.

Sela

El árbol y el monte

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 22-12-1957; De vuelta del Eo (1960)

Quien haya plantado un árbol y, además, lo haya visto crecer y vivir, sabe lo que es un árbol.

Quien lo haya hecho así, creó un afecto. Más aún, un amor.

Y el amor, ya se sabe, nos encadena y ata.

El amor al árbol es un amor cargado de fidelidades y correspondencias. Sin darnos cuenta vivimos en el árbol. Y el árbol, es claro, vive en nosotros. Hay, de hombre a árbol, y perdóneseme la licencia, una comunión de almas. Que es íntima, gozosa y pura.

Cuando se ama a un árbol vivimos en permanente deseo e inquietud, y en entrañable zozobra. Todo con gran sutilidad. Quisiéramos para él más primaveras y más otoños. Porque, en las primeras, el árbol ríe. Y en los segundos, llora.

En esas dos estaciones es cuando, de verdad, el árbol vive.

 . . . . . . . . . .

Los árboles en comunidad forman el monte. O, según, el bosque.

Bosque o monte tienen una poderosa fuerza de atracción. En sus enramadas y en sus alturas habita la pajarería. Y en los suelos y en sus covachas las fieras y las alimañas. Arriba, lo alado y vistoso. Abajo, lo temible, lo que tiene nervio y garra.

En cualquier caso, por otra parte, en las espesuras boscosas, hay inagotables misterios, permanentes fluencias de no se sabe qué. Y que atrae tanto a los humanos. Por eso han sido tantos los poetas que los han cantado. Y muchos también los pintores, que los han pintado.

Cuando los árboles conviven sus ramajes se entrecruzan y su follaje se hermana. El sol, desde las alturas, cae sobre la fronda y quiere calar por ella sus rayos. Si lo logra, se proyectan estos en el suelo en forma de manchas amarillas. Hay, en los días soleados, un interior de bosque cargado de resonancias de interior de iglesia o de catedral.

Hay allí, sin duda, una honda espiritualidad.

Cuando los árboles empiezan a cubrirse de hojas, los pájaros eligen la rama en que han de apoyar su hogar de crianza. Que es sólo hogar de primavera. Y en las ramas de la vecindad, más tarde, sus hijos aprenderán a vivir. Es decir, a volar.

El árbol o, si se quiere, el bosque, en el otoño se desviste y queda con sus ramas mondas para pasar la invernada. Y el suelo en esa ocasión está cubierto, unas sobre otras, de las hojas desprendidas. Ellas poco a poco se van pudriendo y pegando a la tierra. Con esta se desposan. Y, en definitiva, con ella se funden. Y, así, un año y otro…

El bosque, cuando los vientos son fuertes, canta. Canta canciones tristes, emocionadas. A veces brama. Es que en él hay dolor. Las ramas se rozan unas con otras, se hieren. O, si acaso, se desgajan.

El monte, en la primavera o en el otoño, es una escuela viva de color que halaga los sentidos. En la primavera apuntan los delicados verdes y amarillos.

Y, en el otoño, las hojas, para morir, recorren una serie de gamas de amarillo. Si el bosque la integran árboles variados hay en toda la estación, una perceptible sinfonía de color. Todo es matiz o, mejor suma de matices.

En definitiva; los bosques alegran el alma, y alma la tenemos todos. Y, como además, en sustancia, son todas iguales, de ahí se sigue que el bosque es para todos un bien. A todos, si somos sensibles, nos penetra y alcanza en la misma medida. A todos nos inunda y baña su indecible encanto, su penetrante poesía.

La vida es buena debido a las suscitaciones que nos vienen de afuera, Suscitaciones que analizamos o no. Las percibimos con la conciencia o no las percibimos. Nuestro espíritu se amilana o se esponja ilusionado. Y muchas veces na sabemos por qué.

Cuando estamos contentos, puede ser debido: o que hemos visto una mujer hermosa, o que hemos contemplado un niño dormido. O, quien sabe, porque hemos pasado por las cercanías de un soto o una arboleda.

Creído esto, no nos sorprende que un poeta y santo quisiera llevar, en efusión de amor, a su Dios, a nuestro Dios

 Al monte o al collado,
do mana el agua pura

Alejandro Sela

Las palabras se las lleva el viento…

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 3; De vuelta del Eo (1960)

A Adelita del Campo, a Ramona Díaz…

Y las recojo yo. Y, como yo, otros. A cientos, a millares. A millones.

Los que nacimos en este siglo al abrir los ojos encontramos un elemento nuevo que llama nuestra atención y nos seduce. En la sucesivo será un pan nuestro de cada día. En lo espiritual, se entiende. Es la radio.

Está a punto en todo tiempo. Pero yo, sobre todo, he de oírla en el anochecido. A la hora de la cena. Y en las horas que le siguen.

En los momentos de mayor intimidad hogareña, cuando ya está cerrada la puerta de la calle y todo es recogimiento, nos damos cuenta de que en una de nuestras habitaciones hay un objeto con apariencia de ser un mueble más. Y no es un mueble. Es otra cosa, un mundo.

Ya están cerradas también las ventanas, no se oyen ruidos, no penetra el aire. Duermen sin duda los pájaros en las ramas de los árboles. Y si entonces apretamos un botón las palabras del mundo casi se atropellan por venir a nosotros. Y con el empaque más noble. Nada nos piden. Todo lo dan…

Maravilla de la ciencia. Eso se cree. Pero yo no sé su fundamento. Bendito desconocimiento el mío. No pienso en las causas. Veo, oigo, sus efectos, que llegan a mí por arte de magia o de misterio. Y, como todo lo mágico, tiene un enorme contenido poético.

Es la radio, un elemento más de nuestra circunstancia orteguiana Un cincel que, empujado por la técnica, pule nuestra vida. Lentamente, día tras día, nos hace, por lo que se oye, menos ignorantes de lo que se debe saber.

Cervantes, en su tiempo, para hacerse una culturita, recogía y leía los papeles que encontraba en la calle. Le fue necesario hacer eso ¡Pobre Don Miguel! Entonces… no había radio.

Desde los lugares más lejanos del globo, cabalgando en ondas. Vienen las palabras. O los sones de un vals. O las delicias de una sonata.

¡Palabras! Finas palabras, limpias, bruñidas. En su camino han hendido nubes, se han deslizado por las pendientes de los valles y han salvado las más elevadas cumbres. El roce de unas con otras en los aires las hace más gratas al oído. Los cantos rodados de los ríos, al chocar, se suavizan en sus contornos los días de crecida. Así, por el mismo motivo, las palabras de la radio llegan a nosotros sin aristas…

Con frecuencia, además, esas palabras lo son de mujer.

Y no parece sino que tienen el encanto de palabras de novia. Inefables ilusiones brotan de nuestra mente. Tienen o son pronunciadas con inflexiones de voz y dulzura femeninas. No importan las ideas. Las palabras, solamente, lo dicen todo. Valen por sí.

Yo oigo palabras de mujer por la radio. Y, a veces, nace en mí un fino amor. Una modalidad nueva de amor. Ellas, sin embargo, no saben nada.

Siempre son puntuales a la cita. En algunas ocasiones pongo mi reloj en hora por sus primeras palabras.

Me lo dan todo, lo mejor que tienen. Su gracia y sus delicadezas. Viene en las palabras su alma. Adivino, en todo caso, una amable sonrisa al hacer el envío…

Yo tengo muchas novias, muchas. Y ellas no lo saben. Al no saberlo, resulta que no soy el novio de nadie. ¡Qué pena!

Son guapas las mujercitas de la radio. Sí, claro. Son mis Dulcineas. Yo me las supongo princesas modernas con ojos dibujados a lo Renoir.

En el silencio de la noche, me voy imaginando la figura de quien me habla. Y esa imaginación me ilusiona, me da vida. He de salir al día siguiente a la lucha cotidiana como el más incontenible de los quijotes a desfacer entuertos, a amparar viudas…

Mas ellas, las mujercitas de la radio, nada saben. Yo, en algún instante, agradecido, las llamaría para que vinieran a mi lado a tomarse una tacita de café caliente. Cuando hace frío.

O les daría un ramo de rosas de los rosales que tengo plantados en mi huerto. Y nada.

Soy injusto, lo sé. Pero no debiera…

En horas íntimas, antes de sumergirme arropado en las tinieblas del sueño palabras de mujer han dulcificado mis amarguras del día.

Sí, yo oigo la radio cuando la luna luce. O cuando las estrellas brillan…

Alejandro Sela

El Cristo de Delgado

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 12; De vuelta del Eo (1960)

He aquí la figura de Cristo en admirable síntesis. Es obra, de Álvaro Delgado. La dibujó en el verano último para presidir un templo, una capilla. Y en ella está.

Es curioso. Este dibujo con evidente claridad nos explica la totalidad de la obra anterior de Álvaro. Y esta obra, a su vez, nos explica por anticipado el dibujo que se ve. No parece sino que sus paisajes y sus retratos estuvieran pidiendo esto. Y esto llegó.

Álvaro Delgado no es un pintor abstracto ni un pintor concreto. Ni clásico ni moderno. No hay manera de colgarle una etiqueta definidora.

La obra de arte auténtica, por otra parte, se nos impone por sí sola, nos penetra como una saeta agudísima. Y no nos deja tiempo para hacer el tonto ni, por consiguiente, para decir tonterías. Nos emociona, nos conmueve. Y basta.

Si esa obra, además, representa al Hijo de Dios, la emoción es de lo más limpio…

Y de lo más puro.

Sela