DI QUE XELE

Inédito

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Una raposa iba andando por un camino. Y, subido a una pared, en una mañana soleada, había un gallo que cantaba. La raposa, con sus astucias, se las arregló para dar un salto y cogerlo con la boca. Y, en ella, lo llevaba hacia el monte para comerlo. El gallo iba asustado. Pero, para salvarse, se le ocurrió decir:

– Raposa, di que xele.

– Que xele.

Y, claro, al abrir la boca el gallo se escapó saltando y volando. Pasó el tiempo…

Otro día iba la raposa por el mismo camino. Y vio al gallo que cantaba en otra mañana de sol. Lo mismo que aquel día, la raposa lo atrapó. Y lo llevaba hacia el monte… El gallo recordó la frase salvadora:

– Raposa, di que xele.

 Pero la raposa, con cautela, por lo  bajito, sin soltar su presa, dijo:

Que xele
Que deje de xelar
De los mis dientes
No te has de escapar

José María

Inédito

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Una madre tenía un hijo que se llamaba José María. Un día le dijo:

– Hijo mío, vete a la feria y compra un burro de orejas afiladas. 

Y José María se fue. Al llegar a la feria preguntó si alguien vendía un burro de orejas afiladas. Un hombre se le acercó y le dijo que tenía uno en esas condiciones y que lo vendía. Concertaron el trato. Pero, en realidad, no era un burro, era una liebre, José María era tan inocente que no sabía distinguir bien. El vendedor le dijo, como advertencia: 

– Si lo echas en el monte, irá para el prado, si lo echas en el prado, irá para el monte 

– Comprendido. 

Y José María se fue hacia su casa, pero antes de llegar dejó el burro de orejas afiladas en el prado. Al llegar, su madre le preguntó:

– Compraste el burro de orejas afiladas.

– Sí, madre.

– Y donde está.

– Lo dejé en el prado. 

– Ah, tonto, se te habrá escapado. Vete a buscarlo. Si lo encuentras, bien, tráelo. Si se fue del monte lo buscas y dices: Buscarás y no hallarás, buscarás y no hallarás… 

Ocurrió lo último. José María iba por el monte diciendo: Buscarás y no hallarás, buscarás y no hallarás. Y se encontró un hombre que pescaba en un río. Este se enfadó y le dio una paliza.

– Eso no se dice sabes.

– Pues cómo he de decir, mi señor, para encontrar el burro de orejas afiladas.

– Veinticinco en una cambada, veinticinco en una cambada… 

Y esto iba diciendo por el camino y se encontró con un entierro. A uno de los familiares del muerto le pareció mal la frase que decía José María y le dio unos palos. 

– Pues cómo he de decir… 

– Paternóster por su alma, paternóster por su alma… 

Y siguió andando. Y se encontró con una boda. Al novio le pareció mal lo que el hombre decía: Paternóster por su alma… y le dio otra camada de palos.

– Pues cómo he de decir, mi señor.

– Duerma con ella quien la lleva, duerma con ella quien la lleva… 

Y así decía y se encontró con un hombre que llevaba una cerda al reproductor, Naturalmente, a este hombre le pareció mal lo que oía. Y lo dio una paliza más a José Maria.

– Pues cómo he de decir, mi señor.

– Buenas tajadas coma de ella, buenas tajadas coma de ella… 

Siguió camino y se encontró con un hombre acurrucado detrás de unas zarzas haciendo algo muy personal que es excusado decir. 

Y José María iba diciendo lo que se le había mandado: Buenas tajadas coma de ella, buenas tajadas coma de ella. La paliza en este caso fue de aúpa.

– Pues cómo he de decir, mi señor.

– Que la corriente del rio que la lleve, que la corriente del rio que la lleve. 

Y se encontró un hombre enfadado. Acababa de echar ceniza en un prado para abonar. Y el río, crecido, se la llevaba toda. Nueva paliza.

– Pues cómo he de decir, mi señor.

– Que seco se le vea, que seco se le vea… 

Y se encontró un hombre haciendo algo muy personal, de pie, de cara a una pared y de espaldas al campo.

Y José María iba diciendo:  Que seco se le vea, que seco se le vea, que seco se le vea…

Pedro de malas artes

Inédito

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Una vez el demonio estaba sin criado. Pedro de Malas Artes lo supo y se ofreció como servidor. Al presentarse dijo el demonio:

– Te acepto.

El primer día lo mandó por leña al monte. Pero tardaba, no venía. Y el mismo demonio se fue a buscarlo. Y lo encontró acostado, dormido a la sombra de los árboles. Entonces el demonio sacó el cinto y, con él rodeó varios árboles. Y se los llevó.

Otro día lo mandó a por agua para amasar y cocer pan. Y no venía, también tardaba. Estaba Pedro de charla cortejando con otras mozas que iban a por agua. Sus pipas estaban vacías. El diablo las llenó y se fue con ellas.

Al llegar a casa habló con su mujer y acordaron que, puesto que Pedro era una mangante, no merecía vivir. Y decidieron matarlo. Pedro, que también acababa de llegar, a través de la pared, los oyó. Por la noche cogió una bota grande de vino que tenía y la acostó en su lugar en la cama. Él se puso debajo de ésta. A altas horas de la noche apareció en la habitación el demonio con un gran cuchillo. Y dio una cuchillada enorme en la cama. La sangre manaba a borbotones – eso creía él – del cuerpo de Pedro de Malas Artes. Y salía por debajo de la puerta.

Al día siguiente se levantó Pedro fue a dar los buenos días a sus amos. El demonio, para disimular, le preguntó qué había ocurrido que salía sangre por debajo de la puerta. Y Pedro le contestó:

– Nada, poca cosa. Un rasguño que me hice en una mano.

Pedro salió a la calle a dar una vuelta para abrir el apetito.

Y el demonio le dijo a su mujer que había que cuidar bien a aquel hombre, porque era muy poderoso…

El pobre miseria

Inédito

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Jesús y San Pedro iban de viaje.

Llevaban un burro para que les aliviara del cansancio en el camino. Pero se le cayó una herradura y andaba mal. Le fueron a un herrero para ponerle otra, pero el herrero no tenía hierro para hacerla. Buscó y buscó y encontró un trozo de plata. De ella hizo la herradura, y se la puso al asno.

Jesús y San Pedro siguieron camino. San Pedro creyó que el herrero era un hombre bueno y le dijo a Jesús:

– El herrero se portó bien y deberíamos premiarlo.

– Tienes razón, Pedro. Volvamos a buscarlo.

Y volvieron. Lo encontraron.

– Herrero obraste bien. Queremos pagarte. Pídenos tres cosas.

El herrero tenía tres nogales. Y contestó:

– Primero: Que el que se suba a estos nogales, no pueda bajar sin mi permiso.

– Concedido.

San Pedro le apuntaba con la mano para que pidiera ir al cielo al morir.

Pero el herrero no entendía o no quería entender…

– Segundo: Que el que entre en mi petaca no pueda salir sin mi permiso.

– Concedido.

– Y tercero: Diez años de vida y dinero a discreción.

– Concedido.

Jesús y San Pedro se fueron.

En los diez años siguientes el herrero vivió como un príncipe. Pero llegó la hora de su muerte. Y vinieron a buscarlo tres demonios. Tenía las barbas largas. Y, antes de irse, pidió permiso para afeitarse. Se lo dieron.

Tardaba. Los demonios vieron los nogales y se subieron a coger nueces. Pero después querían bajarse, y no pudieron. Le pidieron permiso al herrero para bajarse. Pero les pidió, para ello, que le concedieran diez años más de vida y dinero a discreción. El jefe de los demonios se lo concedió.

Vivió otros diez años como un rey. Y bajaron de nuevo los tres demonios a buscarlo. Les pidió, como antes, permiso para afeitarse y se fue. Los demonios vieron la petaca en una mesa que había en la forja y quisieron meterse dentro. Como eran muchos se convirtieron en hormigas. Él bajó afeitado y les dio una camada de palos.

Pero estando todos los demonios allí, surgió una crisis en el país. No se podía vivir. Todos los que trabajan inspirados por el diablo, como son los abogados y los comerciantes, estaban furiosos. Obligaron al herrero a soltarlos y los soltó.

El herrero se murió. Llamó a las puertas del cielo y San Pedro no le dio paso:

– Ya te dije aquel día que pidieras el cielo. Ahora no puede ser.

Y se fue. Llamó a las puertas del infierno y no le quisieron abrir. Los demonios le tenían miedo.

Y, en vista de ello, quedó en el espacio vagando como un pájaro que no tiene árbol donde posarse. Y por allí anda. 

El gallo

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El gallo iba muy contento a la boda de Juan Garabito. Estaba invitado. Pero en el camino se encontró con una bulla de cocho que tenía un grano de maíz que brillaba como el oro. Y se lo comió. Pero ensució el pico. Y seguidamente vio una malva.

– Malva, límpiame el pico.

– No quiero.

– Ya que la malva no me limpia el pico, no voy a la boda de Juan Garabito.

Una vaca venía.

– Vaca, come la malva.

– No quiero.

– Ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico, no voy a la boda de Juan Garabito.

Vio un palo.

– Palo, mata la vaca.

– No quiero.

– Ya que el palo no mata la vaca, ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico, no voy a la boda de Juan Garabito.

Y vio un fuego.

– Fuego, quema el palo.

– No quiero.

– Ya que el fuego no quema el palo, ya que el palo no mata la vaca, ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico,  no voy a la boda de Juan Garabito.

Y se encontró agua.

– Agua, apaga el fuego.

– No quiero.

– Ya que el agua no apaga el fuego, ya que el fuego no quema el palo, ya que el palo no mata la vaca, ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico,  no voy a la boda de Juan Garabito.

Un burro se acercaba.

– Burro, bebe el agua.

– No quiero.

Donde iba. No recuerdo.

Alguien me apunta: en el burro. Pues levántate el rabo. Y bésale…

El burro que echaba pesetas

Inédito

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Lo que voy a contar es verdad. Mejor dicho, fue verdad. Para que cada uno pueda situar los hechos en el tiempo, diría que ocurrieron en la época del rey Perico.

Un hombre tenía un burro con una particularidad: echaba pesetas. Así: se le daba un palo en el lomo y salían pesetas. Pero preciso que para que eso ocurriera había que dárselos a comer primero.

Un día lo llevó a la feria para que la gente se fijara en él y le dio un palo donde se dijo. Y salió una peseta de plata, reluciente. Otro palo, y otra peseta.

Los que vieron aquello quedaron admirados. Y para admirar más formaron corro. Un hombre arrogante, con la cartera forrada de billetes se acercó a dueño, y dijo:

– ¿Cuánto vale este burro?

– Nada. No se vende.

– ¿No se vende?

– No hombre, no. Usted comprenderá que con un burro así no hace falta trabajar, que es el ideal de todos los humanos.

– Si no lo vende, ¿por qué lo trajo a la feria?

– Bueno, por tratarse de usted… ¿Cuánto?

– Cien mil reales.

– Traiga la mano.

Y se dieron la mano como símbolo de acuerdo. Y se pactó. Y se fueron a tomar la robla a una taberna cercana.

El comprador cogió el burro del sistriyo y se fue a su pueblo. En el camino, para probar, le dio un palo al animal. Y salió una peseta. El hombre iba contento. Al llegar a casa llamó a su mujer. Y para que viera, le dio un palo al burro. Y salió otra peseta. Marido y mujer se abrazaron. Otro palo al burro y no salió nada. Y otro. Y otro. Cada vez más fuertes. Y nada. Por parecerle que daba golpes suaves, dio uno muy fuerte y el burro cayó redondo, muerto.

– Ya me las pagará este bribón que me engañó. Ahora me voy por el mundo a buscarlo para darle su merecido. Y se fue andando, andando,… Al cabo de los meses vio un hombre muy elegante que iba por un camino. Era el vendedor del burro. Y hacia él se fue como una fiera… Pero el hombre que lo veía llegar con la mano le hizo señas y le dijo:

– ¡Alto! Apártese. Y cogió su sombrero por el ala y le hizo girar media vuelta. Y. ¡asómbrense! Apareció allí delante una mesa grande llena de tartas, pasteles y caramelos.

El hombre que comprara el burro se quedó pasmado. No sabía que decir. Y el otro hombre le invitó a comer. Las confituras, no hace falta que lo diga, estaban riquísimas. Y dijo el del sombrero:

– Si usted pretende comprarme el sombrero, aparte esa idea de la cabeza . No lo vendo y no lo vendo.

– ¿Y por qué no lo vende usted?

– Porque no.

– Pues yo se lo compraría de buena gana. Tengo aquí mismo en una bolsa tres mil ducados. Hombre, decídase usted. A mi mujer le gusta mucho lo dulce.

– Bueno, por ser a usted se lo daré.

Inmediatamente uno dio el sombrero y el otro los ducados. Y se separaron. El nuevo dueño del sombrero después de bastante andar hacia su casa, tenía hambre y se dijo: “Voy a comer tarta y pasteles”. Y dio media vuelta al sombrero. Funcionaba bien. Durmió una pequeña siesta a la sombra de un nogal y siguió camino. Al llegar a casa su mujer le dio un abrazo de alegría. Y le preguntó:

– ¿Viste al hombre del burro?

– Por favor mujer mía, apártate un poco. Y dio media vuelta al sombrero. La mujer al ver aquello, se le abrieron los ojos un palmo. Y se puso a comer entusiasmada. Daba gusto verla. Y así pasaron varios días comiendo dulces y durmiendo como unos benditos. Pero un día el sombrero, quizá por el uso, se rompió. Y no hubo más tarta ni más pasteles. El hombre se enfadó de verdad y salió de nuevo por el mundo a buscar al engañador. Y anduvo, anduvo… Y lo encontró. Pero, sin que le viera, por la espalda, lo atrapó y lo metió en un saco. Lo ató bien. Cogió el saco al hombro y se fue. Al poco tiempo vio que en el camino había un mesón. Era la hora de comer.

– Mesonero – dijo – tiene usted algo que comer.

– Sí, tengo. Pase.

– Por favor, no tendrá una habitación donde dejar este saco mientras como.

– Sí, señor.

Y pusieron el saco en una habitación que daba al camino.  Tenía una ventana abierta. Al poco tiempo empezó el que estaba en el saco:

– ¡Ay, ay que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero!

– ¡Ay, ay que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero!

Acertó a oír esto un hombre que pasaba por el camino y, curioso, se acercó a la ventana. ¿Qué decía usted?

– Mire usted, buen hombre, decía desde dentro del saco, que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero.

– ¡Ay, me caso yo! Salga de ahí para ponerme yo. Usted después cierre el saco, ¿quiere?

– Sí, señor, sí.

Y dicho y hecho. El hombre salió del saco y el otro se metió. El vendedor del burro y del sombrero saltó por la ventana y escapó corriendo.

El hombre que había comido un rato después, pago al mesonero, y cogió el saco. Y siguió camino. Pero al cabo de la tarde llegó a un puente alto por debajo del cual pasaba un río muy profundo. Y murmurando en alta dijo:

– Ahora, trapacero, vas a ver lo que es bueno. Desde esta altura voy a tirarte al río. Ya no venderás más burros ni más sombreros. Bien merecido lo tienes.

Pero el nuevo hombre del saco al darse cuenta, empezó a gritar:

– ¡Ay, ay, señor, que yo no fui. Yo no fui.

Pero el hombre no hizo caso y tiró el saco al río.

Pasó el tiempo. Pero un día el comprador del burro y del sombrero vio que venía por el camino una manada de cerdos gordos y coloradotes. Detrás, conduciéndolos venía un hombre. ¿Quién sería? ¿No lo adivináis? Era el vendedor, el que decía que lo querían casar con la hija del rey…

– ¿Cómo? Es que no se ahogó usted dentro del saco, en el río.

– ¡Que va! El río es profundo, es cierto, pero está el fondo lleno de monedas de oro. Yo recogí las que me pareció y con ellas compré estos cerdos. Ahora, ya gordos, voy al mercado para venderlos a buen precio.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye.

– Ahora mismo voy yo al puente para tirarme al río. Cogeré monedas también.

Y se fue. Se tiró. Han pasado ya muchos cientos de años y no se supo más de él. Nadie lo vio. 

¡Qué tía marica!

Tío Pepe, Uncategorized

Publicado en: EL TÍO PEPE (2000)

Qué tía Marica: muito m’acordo d’ela. Condo, de neno, la conocín, xa era veya, ben arrugada, pero fresca y colorada como unha mazá qu’esqueicéu nel roupeiro. Tía os oyos vivos y boliceiros, y as maus alargadas y lixeiras.

Vivía al pé da fonte. Tía unha casía que ye deixara súa madre con algo máis d’un cuarto de terra d’horto. Esa casía taba case cuberta pol ramaxe d’un castañeiro y cerca había máis castañeiros, nogueiras y algún loureiro. Nel horto había unha figueira de San Miguel y unhos cuantos pesegueiros. Alí labraba ela patacas, berzas, cebolas y algunha cabeza d’ayo.

Desde que morira súa madre – xa había muitos anos – a tía Marica vivía sola. Nin siquiera tía parentes. Pero vivía en compañía, unde poñía os sous cariños, de dúas ou tres oveyas, un cochín y media docena de galías. Nun tía gato nin gata. Os ratos matábalos con cabezas de cerilla metidas nun faraguyo de toucín.

Era madrugadora a tía Marica. A primeira cousa que faguía, al erguerse, era ir al agua. Y despóis faguía el sou cafetín, y almorzaba. Y así, sin máis, íbase al monte, d’unde traía un garelín de leña na cabeza. Y nel mandil podas, carqueixas ou queirotas, según.

Y lougo, se taba día, íbase pral camín real coas oveyias, alindalas. Tía que valerse así porque ela nun tía prados. El herba dos camíus sempre foi probe, pequena, pero as oveyas acércanse muito á terra coa boca y rapenan todo. Y mentras tanto ela filaba lá y rezaba.

Josentonín

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 1959; De vuelta del Eo (1960)

CUENTO. A Rosa Mari

Josentonín era un niño bastante bueno. Y no era mejor porque era hijo único. A los hijos únicos los padres los quieren demasiado. Y son, por consecuencia, caprichosillos. Es inevitable.

El padre de Josentonín era marinero y pescador. Y su madre una mujer muy laboriosa. Vivían, como es natural, en un pueblo pesquero. Y que era muy hermoso. Un pueblecito empinado, que tenía muchas calles estrechas con escaleras. Todo él olía a pez. En la parte baja, en el muelle, había muchas lanchas y botes. Unos estaban en el agua, fondeados. Y otros varados en seco, como en disposición de ser carenados y pintados.

A Josentonín le gustaba mucho bajar al muelle. En él se pasaba la mayor parte del día, sobre todo cuando estaba de vacaciones. Subíase a las lanchas y se ponía al timón como si fuera un lobo de mar. Siempre tenía algún compinche para jugar a eso.

Cuando se aproximaba la fecha de Reyes, les escribió una carta a los Magos de Oriente. Y les pidió una caña de pescar y todo lo demás que es necesario para ser pescador.

Y se la trajeron. Los Reyes Magos son muy buenos. Con ella venían anzuelos, hilos de nylon y un bote de pimientos vacío para meter “xorra”.

Cuando amaneció en la mañana de Reyes, Josentonín se sentía feliz. Sería pescador. No le faltaba nada.

En una ocasión se fue a la ribera, en marea baja. Levantó algunas piedras y cogió “xorra” que metía en la lata. Este trabajo lo hacía gozoso pensando que, después, iba a coger unos peces hermosos, plateados y gordos.

Al día siguiente se levantó temprano y le dijo a su mamá que iba de pesca. Ella lo dejó porque creía que se iría al muelle y no pasaría de allí. Pero no fue así. Como quería pescar peces de los buenos se alejó, como los pescadores grandes, por la costa. Quería pescar desde las rocas donde el mar suele batirse con furia, donde hay muchas espumas y mucha resaca.

Iba muy ilusionado, con un cestín al brazo, la caña al hombro y silbando una canción. El cielo estaba un poco encapotado. Y corría un airecillo fresco. Desde las alturas de la costa vio un caminín que bajaba en zig-zag y daba a una playa pequeña. Por él bajó. Había una peña grande en medio del arenal. Y decidió subirse a ella para pescar desde allí. Todo muy bien. Preparó el aparejo y puso en el anzuelo una lombriz de “xorra” que estaba vivita y coleando.

– Qué pescado más guapo voy a pescar con ella – se dijo. Y tiró el anzuelo con el cebo al agua. Al poco tiempo sintió una picada. Tiró de la caña y… nada. Otra vez. Volvió a tirar. Y ¡ahora sí! Venía allí colgada una roballiza hermosa, color de luna, que se retorcía y saltaba, queriendo volverse al mar. Pero ¡quiá! Josentonín le echó mano. Y, hala, al cesto.

Josentonín se sentía feliz, muy contento. Tenía la confianza de que pescaría más. Y así fue. Poco después pescó otra, y otra, y otra. Cuando se dio cuenta tenía para llenar el cesto. Pero, con el entusiasmo de la pesca, se le olvidó una cosa muy importante. Mientras pescaba la marea subía. Y, al acabar, la peña estaba rodeada de agua por todas partes. Era una isla. Y lo grave es que ya no podía salir.

Se vio solo. Tenía un miedo terrible. Y, como siempre sucede, se puso a llorar. Y, a pedir, dando grandes voces, auxilio. Y la marea subía…

Al principio no veía a nadie. Pero después se dio cuenta que, allá lejos en el mar, balanceándose, había un hombre en un chalano pescando calamar. Al verlo se le ocurrió sacar el pañuelo y hacerle señas. El hombre estaba entretenido, sin duda, con las poteras. Al fin, sin embargo, lo vio. Y comprendió el peligro del niño.

Inmediatamente abandonó la pesca. Y, remando mucho, se fue al puerto. Avisó a otros hombres que descansaban, sentados en un muro, de sus quehaceres pesqueros. Cinco o seis cogieron una lancha grande y su fueron hacia donde estaba el niño. Otros se fueron por tierra.

Josentonín al ver la gente llegar seguía llorando. Y, entre tanto, las olas se estrellaban contra la roca y se deshacían en una espuma blanca que llegaba muy alta.

Un hombre de la lancha, un valiente, se ató por debajo de los brazos con una cuerda y los demás le sujetaban por el otro extremo. Y se fue nadando hasta la peña. La lancha no podía acercarse, se partiría al chocar con la roca.

El hombre llegó a la roca muy bien. El niño, al ver que no estaba solo, cogió confianza. Pero todavía temblaba. ¡Cómo no había de temblar!

El hombre tuvo una idea feliz. Tiró la cuerda por un extremo a tierra. Los hombres que estaban allí la ataron a una estaca. Y el hombre salvador ató el otro extremo a una esquina afilada de la peña. Y ya tenían para salir un puente de una sola cuerda. Josentonín se puso en las espaldas del hombre cogido al cuello. Y el hombre se colgó en la cuerda con las manos. Y, andando, andando, así colgados llegaron a tierra.

¡Salvados!

Qué alegría tuvieron todos. ¡Qué alegría, Dios mío!

Cuando la mamá de Josentonín supo lo ocurrido tuvo una gran emoción. Lloraba y reía. Lloraba al saber el peligro que corriera su hijo. Y reía, de alegría, al verlo salvado.

Su padre no estaba en casa. Hacía días que había salido al bonito Era pescador de bajura. La mamá dio las más expresivas gracias a los hombres salvadores.

– Y la caña y los peces – me preguntarán algunos. Se quedaron en la roca, los llevó el mar. No se podía salvar todo.

Al año siguiente Josentonín pidió a los Reyes Magos un barco de vela. Y lo ponía a navegar en las pozas de los caminos después de las lluvias.

Al mar…

¡No volvió!

ALEJANDRO SELA

Los cuatro músicos

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 16-8-1959, pág. 33

(Cuento de tradición oral)

Una vez era un amo que tenía un burro ya viejo que no le prestaba servicio. En vista de ello, acordó llevarlo al bosque para darle muerte. Al saber esto, el animal se marchó de casa para vivir algunos días más. Iba por un camino y se encontró un perro. Y le dijo:

– Compañero ¿qué haces? Te veo triste.

– Sí, en verdad lo estoy. Soy ya viejo y como no puedo correr tras las liebres, mi amo me quiere matar. Yo cuando lo supe, decidí irme por el mundo para alargar la vida.

– Pues a mí me ocurre otro tanto. Soy viejo y no puedo llevar cargas. Y mi amo pensó lo mismo que el tuyo. Vente, vámonos juntos, y haremos una orquesta.

Y se fueron juntos. Al poco tiempo encontraron un pobre gato sentado en una piedra y dando maullidos.

– Gato, que te pasa ¿por qué maúllas? dijo uno.

– Pues como soy viejo y no tengo dientes para cazar ratones, mi amo me quería ahogar. Y yo, al saberlo, me marché de casa con la esperanza de vivir más.

– A nosotros, que también somos viejos, nos pasó lo mismo – dijo el asno. Vente con nosotros y entre los tres haremos una orquesta.

Y el gato se unió a ellos. Iban andando los tres amigos, cuando se encontraron un gallo que cantaba con toda la fuerza de sus pulmones. El asno le habló así:

– Buenos días, amigo. ¿Cómo cantas de esa manera?

– Es que mañana es domingo y mi amo le dijo a la criada que me tenía que matar para ponerme con arroz. Ahora canto así para despedirme de la vida…

– No lo tomes de esa manera. A nosotros nos pasó algo parecido y nos vamos por el mundo. Vente con nosotros y haremos una orquesta.

Y los cuatro se fueron andando, andando… hacia el bosque. Y tan cansados iban y tan hambrientos que acordaron descansar un poco. Pero se quedaron dormidos. A medianoche despertaron y vieron una luz allá lejos. El asno, que todo lo dirigía, dijo:

– Si os parece bien, vamos hacia la luz a ver de qué se trata. Tal vez las gentes que allí viven, nos den algo de comer.

-Sí, dijeron los otros a una.

Y se pusieron en camino. Llegaron a una casa grande. Por una ventana de la cocina vieron la luz y cuando estaban discutiendo, dijo el burro:

– Yo, como soy el mayor, voy a subirme con los pies delanteros hasta la cerradura de la puerta y mirar por el agujero lo que hay dentro.

Así lo hizo. Y vio que dentro había una mesa llena de los mejores manjares y siete ladrones en torno a ella, estaban comiendo con apetito y mucha alegría. Y les explicó a sus amigos lo que veía.

– Que feliz sería yo si pudiera comer algo de eso – dijo el perro.

– Y yo, dijo el gato.

– Y yo, añadió el gallo.

El burro se quedó pensando como harían para hacerse los dueños de aquel festín. Vamos a hacer de esta manera:

– Yo me pongo con los pies en la pared y sobre mis hombros el perro, sobre el perro, el gato y sobre el gato, el gallo y cuando yo diga a la una, a las dos y a las tres, romperemos todos a cantar y si los ladrones se marchan, nos haremos los amos de todo. ¿Preparados? A la una, a las dos, a las tres…

Y se pusieron todos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo daba su quiquiriquí fuerte y agudo. Los ladrones, que formaban una banda, al oír aquella sinfonía inesperada, escaparon como alma que lleva el diablo. Los cuatro músicos entonces, entraron en la casa y comieron de todo, hasta que se hartaron. Después de bien comidos y bien bebidos, apagaron las luces y cada uno se fue a su puesto. El burro a la cuadra, el perro detrás de la puerta de entrada, el gato junto al hogar y el gallo se subió a una viga. Pasados unos momentos, todo se quedó en silencio. Los ladrones no se habían ido lejos, así y todo, y al ver el silencio que reinaba, dijo el jefe:

– Si os parece bien, yo voy a la casa para saber que era aquello que tanto miedo nos dio.

– Eso está bien, dijeron sus camaradas.

Y se fue. Entró en la casa y se dirigió a la cocina. Al ver los ojos del gato, creyendo que eran brasas, puso una cerilla en uno para encenderla. El gato se le tiró a la cara y lo arañó lo más que pudo. Al salir por la puerta, el perro le clavó los colmillos en una pierna. Al pasar por la cuadra, el burro le dio una coz mayúscula. Entretanto, como empezaba a amanecer, el gallo lanzaba su quiquiriquí.

Cuando llegó el pobre ladrón, todo asustado, al lugar donde estaban sus compañeros, les explico:

No quiero saber nada más de esa casa que tiene una bruja que me arañó, y en la puerta un hombre con un cuchillo que me lo clavó en un pie. Al pasar por el establo un caballo que me soltó un par de coces y en el tejado había un juez que decía: ¡Traédmelo aquí, traédmelo aquí!

Y los cuatro animales vivieron contentos muchos años. Y los ladrones tuvieron que ayunar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

SELA

La raposa y el lobo

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 18-7-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

La raposa iba. El lobo venía. En un cruce de caminos se encontraron. Pero allí cerca, en un abertal, vieron un cordero que pacía. Amigablemente, sin alterarse, discutieron sus respectivos derechos al lanudo animal. Como lo vieron a un tiempo, acordaron comérselo entre los dos. Le echaron mano y se lo llevaron

– Bueno, dijo la raposa, yo ahora no tengo hambre. Y mañana no me es posible comerlo tampoco. He de ir a un bautizo. Enterrémoslo para comerlo juntos pasado mañana. ¿Qué te parece?

– De acuerdo – dijo el lobo.

Y cavaron una fosa para enterrar al inocente. Pero tuvieron cuidado, al taparlo, de dejar el rabo fuera.

Al día siguiente la raposa, sola, volvió al lugar donde estaba el cordero. Lo desenterró. Y comió hasta fartucarse. Todavía quedaba mucho. Y lo enterró nuevamente.

El día convenido se encontraron. Y dijo el lobo:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Si.

– Y como le pusiste al bautizado.

– “Empezose”. Hoy no puedo comer cordero tampoco, tengo otro bautizo. Dejémoslo para mañana.

– Está bien, repuso el lobo.

Pero al día siguiente lo raposa volvió a hacer la faena del día anterior. Comió cordero y dejó un poco. Luego encontró al lobo, que preguntó:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Sí.

– Y como le pusiste al recién nacido.

– “Mediose”.

– Vamos ahora a comer el cordero.

– No, no puede ser. Tengo otro bautizo.

– Muy bien. Hasta mañana.

La raposa inmediatamente volvió a las andadas. Comió lo que quedaba del cordero, Pero dejó el rabo… Y lo clavó en el suelo.

Vuelven a encontrarse raposa y lobo. Dijo éste:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Si.

– Y cómo le pusiste al bautizado. .

– “Acabose”.

Bien. Vamos ahora a comer el cordero.

– Vamos.

 Y fueron.

Al llegar al sitio donde estaba, dijo la raposa:

– Empiezas a comer tú. Tiras el rabo y arrancas el cordero del suelo.

Cuando el lobo iba a tirar del rabo, la raposa escapó corriendo y se subió a una peña. El lobo cogió el rabo y tiró. Tan fuerte que se cayó de espaldas. La raposa se reía.

Ahora no sé, pero hace años todavía estaba en la peña riéndose.

Yo la vi.