Publicado en: ¿Las Riberas del Eo. 30-8-1959?; De vuelta del Eo (1960)
El amor, en nuestra tierra asturiana, las tardes de domingo baja a la carretera y en ella se pasea.
Cuando se viaja y va a alguna parte en esos atardeceres domingueros, nuestro vehículo no avanza a la velocidad normal. Ha de ir con precaución. El amor, el hombre y la mujer en pareja, lo tropezamos a cada paso. Es que al lado de la carretera están los salones de baile. Y al baile siempre va el amor.
En el verano no hay tal cosa. Y, si la hay, se nota mucho menos. Las romerías y fiestas de aldea atraen a las parejas. Y las carreteras quedan libres. O reducidas a su propio menester: ser lugar de paso.
El chofer, en las tardes de domingo, debe ir “por su derecha” y con sumo cuidado.
Los tórtolos, en arrobamiento amatorio, se creen muchas veces que la carretera es de ellos. Suya
No es esto una censura, ni una advertencia policíaca. No quiero que pase del reconocimiento de un puro hecho. Uno también ha tenido sus momentos en que se creía, a los efectos del amor, un poco ingeniero de Obras Públicas. Hay que recordar lo que dijo una personalidad eminente: comprender es perdonar.
Pero es evidente que los domingos la carretera está menos despejada. Hay que ir con cautela. Necesariamente.
Es de día todavía. Mirando a un lado o a otro, se ve una parejita al arrimo de una pared de cierre de una finca que la resguarda del nordés, por afilado, cortante. Y si luce el sol, se supone que aquel coloquio sea una delicia.
Es de noche y llueve. El faro o los faros, nos hacen columbrar en la lejanía, un paraguas. Cuando creemos que bajo su copa se cobija un solo ser, no hay tal. Son dos. Milagros del amor.
Al ver todo esto, uno, cuando se está de vuelta de muchas cosas, echa automáticamente mano del fichero de la memoria. Y se dice: antes esto no era precisamente así.
No había salones de baile al lado de la carretera. No es que no hubiera bailes. Los había. Pero de otro modo. Los bailes se hacían en las casas particulares, en las salas. Y con luz de quinqué o de carburo. Eran más reducidos. Casi por invitación. Tenían, evidentemente, un carácter más familiar. Recuérdense nada más, los que se hacían en las casas de labranza cuando se deshojaba el maíz.
Todo cambia, todo evoluciona. Las músicas ya no son las mismas. Antes había acordeonistas que tocaban, como si dijéramos, “por un pedazo de pan”. A uno no se le borra de la memoria aquel acordeonista que hacía caer su cabeza sobre el canto del teclado, para estar en permanente vigilancia de la afinación.
Donde van aquellas bandas de música con ejecutantes de bigotes, verticales y serios como palos de teléfono ¿Dónde, por favor?
Hoy se baila al compás de la orquesta de unos señores uniformados, con trajes de colores vistosos, muy elegantes.
Y no sólo bailan las parejas. Bailan y gesticulan los músicos, bailan los instrumentos y, puestos a bailar, yo creo que bailan las copas de los servicios que hay sobre las mesas.
E! baile ahora es más febril, loco, de delirio. Vivimos bajo el signo del chachachá y según nos anuncian, del rock-and-roll.
Bueno.
Al anochecido, al viajar nos llama la atención ese salón de baile que hay a la orilla de la carretera. A través de las cristaleras, lo vemos repleto de una masa apretada de parejas que bailan al son de una música que nosotros, naturalmente, no oímos. Y aquello nos parece absurdo, pero no lo es. No percibimos el ritmo sonoro.
También se ve un hombre en mangas de camisa que sirve copas a unos mozos que se ríen y jaranean. Alguien paga una ronda.
Y, al fondo, los estantes de botellería que se reflejan en los espejos, para darnos la sensación de que allí, campea la abundancia y la esplendidez, Todo bajo la envoltura de la luz eléctrica que brilla.
Bienaventurados los que bailan porque de ellos será algún día, el reino de la peripecia y de las responsabilidades.
Sí, pero, después,
¡Que les quiten lo bailado!
Alejandro Sela