La xata pinta

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 18-12-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Siempre que te veo, xata de la rifa, despiertas mi atención, me haces fijarme en ti. Y no dejo de emocionarme un poco. Porque no eres una xata más. Eres, cada año, la única. Por tus buenas partes, por tu belleza, te ves distinguida. Los hombres en algunas ocasiones, te engalanan con un collar de muchas campanillas al que van prendidas cintas de muchos colorines. Y te utilizan como señuelo para sacarse los cuartos unos a otros. ¡Cosas del mundo!

Los días de fiesta y los de mercado, con ese aspecto vistoso, te llevan a la villa y te pasean entre el bullicio de las gentes. Y los niños se acercan a ti con curiosidad. Parece como si quisieran estudiar la geografía en los mapas que forman las manchas de tus colores.

Un hombre va delante de ti. Te lleva y te guía con una cuerda. Y, por detrás, otro va tocando la gaita. En algún momento se te ve avergonzada y tristona. Tus negrísimos ojos reflejan melancolía. Es que, a lo mejor, te crees que el hombre que toca la gaita te la toca a ti. No te des por ofendida. No hay tal. El gaitero toca la gaita, porque le mandan, a los que compran boletos de la rifa. Y muchos lo merecen. ¡Claro que sí!

Eres, xata de la rifa, una realidad del campo. Pero para los que adquieren un numerito no pasas de ser una ilusión. Todos te desean y anhelan el ser dueños de tu belleza. ¡A ver!

Otras veces, se nota, vas ensimismada. Es cuando rememoras tu vida en familia al lado de tu madre y, saltarina y juguetona, buscabas la ubre sonrosada que te ofrecía por sus caños una leche pura y blanquísima. Y entonces era el dar cabezadas de impaciencia y el caerte, de gusto, la baba…

Ya eres mayor de edad. Pronto, después del sorteo, tomará un rumbo nuevo tu destino. Irás a un establo nuevo que todavía no conoces y vivirás en una aldea asturiana. Te esperan prados empinados, al abrigo de bravas montañas, y acotados por hileras de robles, castaños o mimbreras. O por paredes medio derruidas recubiertas por hiedras o zarzas con una cancela rústica a la entrada. Es igual.

A esos prados irás por caleyas, esmaltadas por gouños y con rodadas de carro. Y con polvo o con lodo, según el tiempo. Comerás yerbas frescas y lozanas y las flores que esas yerbas dan. ¡Y con qué contento!

Ya parece que veo por el prado, en torno tuyo, esos pajaritos de rabo largo que buscan para alimentarse los bichitos que con tu presencia salen espantados de sus cubiles. Después, anochecido, bajar al río de corrientes rugosas y transparentes para saciar la sed. Y ya de regreso, al calor del hogar, recostada en blanda cama, rumiar lo que traes en la panza con cara de hembra paciente y sufridora.

Pero llegará un día en que te sientas mal y sufras mucho. Y verás con ojos de espanto, a tu lado, tendida en el suelo, entre paja, la hermosura de una cría toda mojada que tu lamerás tiernamente para que se seque. Ella intentará levantarse, y, tambaleante, se arrodillará, pero al cabo dará con el hocico en el suelo. ¡Cómo te vas a reír de su inocente torpeza!

Pero de pronto cogerá fuerzas. Y de una embestida llegará a donde tiene que llegar. A la sonrosada fuente…

Fuego a bordo (cuento)

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 6-11-1955; Hacia la ría del Eo (1957); Presentado al I Concurso de Cuentos del “Eco de Luarca”

Amelia me quería…

No me cabe duda ninguna. Pero es preciso explicar cómo he llegado a tener conocimiento de esta verdad. El hombre debe ser sincero en todo, no sólo en las cuestiones de negocios, sino también en los asuntos sentimentales cuando, sin habérselo preguntado, se decide a hablar…

En una ocasión… Era por mayo, en la primavera, cuando los líquidos sustanciosos de la tierra dan vigor y empuje a las plantas y cuando los corazones al salir de las frialdades invernales, laten con más brío, excitados por el sol radiante y unos verdes nuevos y resplandecientes.

Yo me encontraba en el café de costumbre, al fondo, sentado a una mesa que correspondía al turno de mi amigo Manolo el camarero. En otra mesa próxima a la puerta, con su padre, había una mujer joven que a mí, a pesar de la distancia, me pareció, por guapa, interesante. Hacía ya un largo rato que yo había llegado allí y ojeaba una novela recién comprada, nueva, con olor a tinta todavía. Mi atención al ver una mujer hermosa, se desentendió de la susodicha novela. Miraba a la joven reiteradamente, pero con la discreción posible para que su padre no se percatara. La cosa no era realmente difícil si se sabe que los padres con hija, no presentan demasiada atención a los jóvenes que leen novelas en las mesas de los cafés. Ella, por supuesto, pudo darse cuenta de mis frecuentes miradas, sin que me sea posible precisar ahora hasta qué grado me correspondía. Lo cierto es que las mujeres tienen especiales condiciones para la receptividad de ese fluido que es síntoma inequívoco de una verdadera vocación de amor.

Es difícil explicar cómo, en un momento, se siente uno atraído y excitado en las fibras más íntimas de su corazón, por la presencia de una mujer a la que, probablemente, no se había visto nunca. El fenómeno se da. En la vida ocurre casi a diario.

Al levantarse la joven y su padre para irse, yo sentí miedo de perder aquel hallazgo dorado que había encontrado inesperadamente cuando trataba de enterarme de una trama novelesca, producto de la fantasía de un señor. Pero la verdad es que entonces comenzó la auténtica novela de mi vida. Ya se verá más adelante el por qué.

Como iba diciendo… Sentí un gran temor de perder aquel lirio del campo… Movido por no sé qué misteriosas fuerzas me levanté y seguí sus pasos. Doblé las esquinas de varias calles en ese seguimiento como el más diligente de los detectives. Y, al fin los vi entrar en una casa. Allí vivían. Soborné al portero y supe el nombre de aquella muchacha a quien yo, sin más, amaba. Se llamaba y se llama Generosa.

Acerca de la ilicitud o inmoralidad del soborno a los porteros para saber el nombre y otras circunstancias de ciertas mujeres que interesan por golpe de vista en la calle, habría mucho que hablar. Pero yo, por ahora, quiero evitar esas habladurías. Bien conocida es la astucia de Basilio para birlarle a Camacho la hermosa Quinteria. A propósito del caso Don Quijote dijo que en la guerra y en el amor todas las tretas son lícitas. A Don Quijote me atengo, pues.

Vuelvo al hilo del asunto. A partir de ese día Amelia, una vecina a quien yo no trataba, comenzó a rondarme, a su modo, mirándome con cierto descaro. A través de una amiga común, supe que mis ojos eran soñadores, que mi tipo era un ideal y más cosas por el estilo. Digo esto, no sin cierto rubor, pero es lo que oí. No soy yo de los que aprovechan las oportunidades para tirarse faroles. Eso, nunca.

Amelia apeló a todos los procedimientos para hacerse visible en los lugares en que yo pudiera encontrarme. Y con una insistencia para mi, agobiante. Es terrible verse asediado por una mujer que a uno no le da más ¡Es terrible!

Yo, entretanto, me movía con diligencia para acercarme a Generosa. Y una vez a su lado, declarele un amor tierno, desinteresado y tal vez eterno. Así lo creía yo. Pero ella, por razones un tanto enigmáticas que las mujeres acaso comprenden, tardó varios meses en dejarme entrever fundadas esperanzas. Como hacen todas, posiblemente.

Así, pues, al correr del tiempo llegué a hablar con Generosa. Llegué a tener oportunidades de hablarle a solas, al oído, cosa que con tanto anhelo deseaba. Llegó a ser mi novia. Llegamos a más que eso todavía ¡No habíamos de llegar! Bien sencillo, hoy somos marido y mujer. Tenemos un niño y una niña, ya creciditos. Una pareja, el ideal de todo matrimonio, por lo general. Y sobre todo de aquellos matrimonios que no quieren gastarse mucho dinero en colegios.

Cuando me casé, después de un noviazgo de años, Amelia debió perder algunas ilusiones en lo que a mi persona respecta. Esto no lo sé seguro. Es una deducción lógica fundada en presunciones ¡Cualquiera penetra en el corazón de una mujer para saber la verdad de lo que siente!

Ahora viene lo grande. El día que, en el café, yo vi por primera vez a Generosa, Amelia se hallaba también en el local y en una mesa contigua. Por lo visto, esta mujer recogió las miradas que yo prodigaba a aquella como cosa propia y prendió en su corazón una llama que yo no tenía intención de inflamar en aquel blanco, ni por asomo. Francamente, no pude darme cuenta de nada. Generosa me deslumbró en forma tal que sólo ella, como mujer, me era visible.

Ahora se la verdad, porque me dio cuenta de ella alguien a quien Amelia tuvo por confidente. Por eso me explico bastante bien el por qué ésta, en alguna ocasión, llegó a decir de mí que era un ingrato. Bien injustamente, por cierto.

¡Hay qué ver! ¡Cómo nace el amor! De la manera más extraña, ilógica e inesperada. La razón no cuenta; el cálculo menos. Uno se encuentra invadido, sin aviso previo, por el morbo de ese feroz unas veces, y delicioso, otras, misterio.

Hoy Amelia también está casada. Y con un “americano” con coche nada menos. Vive en un país tropical. Pero viene a pasar temporadas aquí.

Nunca la olvidaré.

¡A Generosa!

Por IGNACIO

Navia de gala

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 14-8-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Navia es una villa asturiana que linda al norte con el mar Cantábrico… Al sur con las Aceñas, al este con la Colorada y al oeste con el Espín.

Dentro de este recinto se halla un núcleo urbano que, como en todos los pueblos de tradición, tiene dos partes: la antigua y la nueva. La antigua se encuentra en lo alto, a modo de castillo roquero. Y la nueva, al nivel del mar, de la ría, y se extiende desde Buenavista hasta Olga y el Pardo.

Navia, en otros tiempos, tenía sólo una puerta de entrada: La Puerta de la Villa. Se conserva este nombre en el lugar donde estaba, por puro recuerdo. Pero hoy, realmente, no tiene puerta ninguna. Se entra en Navia por carreteras abiertas.

En el centro del pueblo, en la parte baja, al lado de la ría del Navia, hay un hermoso parque, últimamente remozado. Y en medio de éste un poeta que vive, con su broncínea figura sentada, en la gloria. Llamo gloria al vivir cotidiano rodeado de niños, de flores, de árboles y de pájaros. ¡Quien fuera poeta para tener en el Más Allá una paz así! Sí. Los pájaros son amigos de Campoamor. Se puede ver con frecuencia a los jilgueros, sobre los hombros del poeta con una pajita atravesada en el pico, descansando, si están preparando su nido, o más tarde, en la época de la crianza, con una libélula moribunda para saciar el apetito de tantas bocas que se abren a un tiempo, bocas que si no piden pan, piden insectos.

Al lado de la villa, separado por el puente, está el Espín. El Espín no pertenece a Navia ni en lo administrativo, ni en lo religioso. Pero ¡qué más da! Sus habitantes viven con el cuerpo en un lado y el espíritu en el otro. Navia y el Espín son como una pareja de novios. Navia es ella, y el Espín él. Como los novios tienen sus “querellas”. Pero lo cierto es que, cada día, no pueden vivir el uno sin el otro. Eso es. Viven en una perpetua reconciliación que es, probablemente la forma ideal de amar.

Navia, en tiempos que los mayores recuerdan, aparte de las actividades que daban la vida, fue un pueblo de artistas. La música era el arte noble cultivado por su vecindario con verdadera pasión. En cada casa siempre había alguien que tocaba algo…

Da no sé qué ver hoy las fotografías de bandas de música que hubo en Navia a fines del siglo pasado y comienzos del que corre ¡Qué gente! Caras graves, serias, bigotudas y cuerpos con rigidez castrense ante el atril que sostenía el papel pautado. Botas de botón y, sobre ellas, el pantalón redondo, sin raya. Más arriba, las chaquetas cruzadas con botones dorados. Y, por último, sobre las cabezas, las gorras de plato con la lira simbólica sobre la visera. ¡Qué seriedad y que hermosura! Oírlos ¡daría genio!

Pues bien, en este pueblo tan concisamente descrito y evocado, va a haber fiestas. Las de siempre, las de agosto, las que se cobijan bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Barca.

Navia trae este año una banda de música de caballeros soldados. Magníficos músicos. De lo mejor. Ellos darán, a ratos, los conciertos del caso para la gente sesuda. Y, alternando, tocarán los pasodobles más sandungueros y castizos para la otra gente, la de tronío. Los instrumentos curvilíneos y relucientes reflejarán como espejos la concurrencia que, en torno suyo, busca a la vida un poco de alegría y otro poco de emoción.

Y también se ofrecerán a los visitantes, la más esplendorosa variedad de fuegos de pólvora, que se dispararán en los juncales, al otro lado de la ría, para que ésta preste su límpido espejo y se de al espectáculo el mayor encanto.

Los cabezudos saldrán por las calles con frecuencia de bailoteo. La caravana seguidora la formarán niñeras con albos delantales y los niños de los colegios de párvulos que están de vacaciones.

Globos balanceantes saldrán de Navia hacia el cielo pregonando a sus habitantes – que son los ángeles – la alegría y el jolgorio que se disfruta en estos lares.

Un día se dedicará a festejar y honrar a América. Habrá desfile de carrozas, exhibiciones de trajes típicos y un verdadero derroche de rosas y claveles.

Y otro día; el último para rematar, lo incomparable de siempre: La jira al Cubo. Y cucañas, carreras de esto y lo otro, tómbolas, tiovivos, barracas, etcétera.

Chele, el sin par Chele, después de un cursillo de estudio de dos meses por las verbenas de Madrid, orquestará todos los festejos para lograr el mejor éxito.

Una vez más Chele pondrá al servicio de su Navia lo mejor que tiene. Su corazón.

Por estas fechas es costumbre hacer un llamamiento, no angustioso, pero sí cordial, al forastero. Sí. Ese ser misterioso, innominado, al que todos los pueblos, cuando hay fiestas, llaman Forastero, en nombre de Navia te llamo: Ven… Te habla un experimentado. Yo también he sido forastero de Navia. Hice caso a los que, en ocasión parecida, me llamaron. Y vine. Pero yo además de venir ¡me he quedado!

Salutación a un fresno

Hacia la ría del Eo, LAR

Publicado en: Folleto divulgativo. Navia 1955; LAR. Agosto-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Folleto Fresno de las Aceñas. 1955

No temas, fresno de las Aceñas. He de cantarte. No hay más remedio. Soy humilde, lo sé. Pero ¡que importa! Los hombres valen más por lo que no se ve, que por lo que está a la vista. Y entre lo que no se ve, está el corazón.

Con él en la mano, voy a decirte algo.

No sé exactamente cuándo empezó la cosa. Hace años, de seguro. En un instante o en varios instantes diluidos, no sé cómo, me di cuenta de que estaba penetrado de una indudable atracción hacia ti. Algo había en mi alma dormido que se despertó al recuerdo de tu imagen. Y desde entonces vives un poco en mí. Y creo que tienes raíces, no solo en la tierra, sino también en mi espíritu. Algo nos une. No lo dudes.

Lo que siento hacia ti ¿es simpatía? ¿es admiración? ¿es amor? No sé nada. Mejor dicho, si lo sé. Es, las tres cosas. Unas veces en conjunto, a un tiempo, y otras aisladamente. Depende.

Nada espero de ti y… ¿Qué es esto? ¿Será posible? Pues sí, yo creo que es posible… el amor. Tu porte, tus ramajes, la coloración de tus finas hojas, pueden despertar una pasión. Ya lo creo.

Siendo así, no solo te admiro a ti, sino que también me admiro, al mismo tiempo, a mí mismo. El saber que yo puedo amarte solamente por ser bueno, sin que me mueva interés alguno, me deja un poco asombrado. Es estupendo.

Oh, fresno de las Aceñas ¡qué suerte!

Y aunque no me lo digas, me está pareciendo una cosa ¿Sabes qué? Que tú también a mi me amas. Sí, sí, créemelo. Y, además, en tu inmovilidad a mi presencia, me hablas. Te entiendo. Tú también eres un ser vivo, también sufres. Y basta. Ya lo dijo un poeta:

“…voz tiene en el silencio el sentimiento”. 

Ahí estás, ahí te veo, al borde de la ría de Navia, a dos pasos de la carretera. Aislado, solo. Ahí naciste y ahí vas a morir…

Quizá vivas bien. El lugar es entretenido. El paisaje que dominas es, sin duda, muy bello. No te quejes, no. Claro que en tu vida habrá alegría y tristezas. ¿Y en qué ser viviente no las hay?

Acuarela del Fresno de las Aceñas (1955), de Álvaro Delgado

Sufrirás lo tuyo. Los vendavales otoñales te sacudirán de lo lindo y con harto dolor te dejarán herido al arrebatarte furiosamente alguna de tus ramas más queridas… Y no solo eso, el mismo otoño te desnuda y te quita el manto verdeamarillo que la primavera te había dado, y te quedas, para sufrir el invierno, en los puros huesos. Es así.

En el verano es otra cosa ¡Cómo vibran de emoción, fresno de las Aceñas, tus delicadas hojas cuando sientes las risas frescas y cristalinas de las mujeres de Navia que van, en bote, las tardes soleadas, a recrear su espíritu hacia la Isla, o a la vega de Coaña, o a las riberas de Porto!

¡Y qué me dices de los amaneceres con que la Naturaleza te regala cada día! Los rayos del sol después de remontar las cumbres de Panondres, hacia ti van para acariciarte y embellecerte ¡Caen sobre tu follaje como una bendición del cielo!

Oh, fresno de las Aceñas. Eres serio y discreto. Así lo pienso. No eres un narciso. Supongo que a pesar de pasar por tu lado las aguas tersas y limpias del Navia no le das mucha importancia al espejo que se te ofrece para mirarte. En ti, la tonta vanidad no existe ¡Quiá!

A. Sela y el Fresno

La sombra que ofreces con tu fronda no creo que la aproveche nadie. Los enamorados no te hacen mucho caso. No les sirves. Tienes la copa muy alta.

Tampoco es posible que se acomoden a tus plantas, para cobijarse alguna noche, los gitanos. En la ladera en que te asientas, no puede sostenerse de pie un carromato. Si te ves privado de estas glorias, no es para desesperarse. No te aflijas. En tu vida también hay compensaciones.

Fíjate. En tu altura sobre el rio estás ahí como emperador en tribuna. Ante ti desfilan tus vasallos o, mejor tus soldados. Me refiero a los salmones que, todas las primaveras, pasan ante ti marcando el paso hacia las alturas del rio, donde realizan lo más noble de su destino: la freza. Pues bien, si el salmón es considerado como el rey de los peces y al pasar te rinde honores, es claro que tú eres emperador de reyes. ¡Y eso sí que es un carguito!

Ya me voy, me despido. Una vez más te significo mi admiración o, como dije, mi amor. Ante ti me descubro, saco la boina y te saludo ¡Buenos días!

Leído esto, me doy cuenta de que no expreso cabalmente lo que siento. No hay palabras para expresar con rigor los sentimientos hondos. También lo dijo Quevedo:

“Cuando de corazón se quiere, solo con el corazón
se habla” 

Pescador de caña

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 17-4-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Hay que decir algo en loa del pescador de truchas con caña. O de otros peces, para el caso es igual. Este deportista tiene mala prensa. Casi está mejor decir que no tiene prensa ninguna. Los periodistas no lo buscan para hacerle interviús, ni le piden su fotografía para ponerla en un periódico con un pie que lo jalee algo. Nada

El que se hace pescador de caña ya sabe lo que le espera. No será el amo, ni el jefe de nadie, ni pretenderá resolver un problema económico en vista de la creciente carestía de la vida. Al revés, el pescador de caña paga el pescado más caro que cualquier otro hombre que no lo sea, si se atiene al debe y el haber de su libro mayor. Es deportista que no mide el tiempo de su actuación con cronómetro, ni tiene enemigo de figura humana con quien luchar. Es el hombre humilde que blandiendo una caña en la mano, busca el aislamiento y la soledad para reñir, según se cree, las más fantásticas batallas, los más fieros combates. Es, en una palabra, si así se me entiende, el trapense de la deportividad.

El pescador de caña “trabaja” solo. A sus espaldas no está el espectador poniendo pegas a su actuación. Ni, si lo hace bien, aplaudiéndole. Es él, después, fuera del río, quien tiene que contar lo que hizo, si encuentra alguien que le escuche. Los menos le creen, los más lo oyen con cara sonriente.  

El combate de hombre a pez, con caña, es noble. El pescador echa su cebo en el río poniendo a prueba la inteligencia y el instinto de la trucha para que pique, si quiere ¡Cuántas veces no quiere! Frente a quien así lucha, está su contrario, el furtivo, alimaña cobarde, que se vale de redes, de cloruros o de nasas.

El pescador, en el río, es un hombre sencillo y bueno. Embebido en su afán, olvida lo que son sus obligaciones cotidianas, que corrientemente, tanto pesan. Deberes para con la sociedad, para con la familia… todo queda a un lado.

Está muy difundida entre el vulgo, la idea de que el pescador de caña es un farolero que aprovecha todas las oportunidades para darse pisto. No es cierto. El pescador, como el poeta, no miente. Refiere sus actos o sus hechos recamados de los más vivos colores, partiendo de datos ciertos. Exalta lo que ve o lo que hizo, pero no lo desfigura. Es quizá el único deportista que experimenta viva complacencia en exagerar un poco sus derrotas. ¿A qué pescador no se le ha escapado con el aparejo un pez gordo? ¿Y eso cuántas veces? Se oye a diario…

El pescador, ser humano, con muchos siglos de civilización a sus espaldas, racional, a veces muy leído, con frecuencia es vencido y burlado en un combate que él mismo busca, con un bicho –  pez – casi insignificante, manco, sin piernas y de sangre fría. ¡Oh manes de la naturaleza!

Pues bien, esto no lo calla el pescador. Lo dice sin rubor. Y con un gesto de humildad y nobleza que lo honran. ¡Ah no, por favor, el pescador de caña, cuando pierde, no es de los deportistas que apelan a la ingenuidad de meterle la culpa al árbitro! ¡Qué va!

El pescador, metido en harina, en el río, no sabe nada de lo que ocurre en el mundo. Es siempre sabrosa y limpia de toda bajeza la charla con él en las veredas de los cauces. Nunca trae la conversación resobada de los cafés y casinos. No nos dice nada de las reuniones de los tres grandes, ni de la selección española de fútbol… ni siquiera de arrendamientos. Ni de otras mil calamidades que Dios manda a la tierra para probar, cada día, nuestra fe de cristianos. El compañero que encontramos, nos alienta en nuestras vacilaciones, nos dice cómo él cree que se pesca más y mejor, y nos habla de los avances de la técnica que nos trajo el hilo de nylon para facilitar nuestros éxitos.

Se llega a ser un buen pescador de caña, no solo por cabeza, sino por pies. El pescador se hace año tras año, temporada sobre temporada, recorriendo ríos, viendo, sacando, de cada fracaso, una experiencia. Adquiriendo ciencia y conocimientos que en lo esencial no son comunicables. Un pescador veterano pesca con ”meruca” y no quiere saber nada de otros procedimientos; otros se valen de “mosca” y no quieren saber más nada. Otros, los más modernistas, quieren el señuelo brillante de la cucharilla, y por ahí se las den todas.

Pero no solo es ciencia, sino también, a la par, arte. Ha de saber defender el aparejo y el anzuelo cuando éste se agarra en el fondo del río a un palo o a una piedra. O cuando, después de un tirón de prueba, se enzarza en los ramajes de un árbol contiguo. Y todo ha de realizarlo con habilidad e ingenio, a pulso. Y lo antes posible para ganar tiempo.

El pescador tiene que ser tenaz y esclavo. Ha de estar en el río la mayor cantidad del tiempo. Los peces no tienen horario fijo, de comidas. No se sabe a ciencia cierta cuándo quieren comer. Sólo con paciencia se coge esa hora del apetito que, en verdad es la del triunfo.

Y toda esa labor se realiza en parajes que merecen ser soñados. Enfrascado en su labor, de vez en cuando, el pescador alza la cabeza, y ve: Allí un grupo de vetustos robles alternados con castaños que se escalonan en una ladera. A otro lado, un prado de regadío salpicado de fresnos y mimbreras en los lindes. A sus espaldas, en lo alto, resguardado del norte, un colmenar hecho con troncos horadados de castaño viejo. Suena, con frecuencia, el cencerro de una yegua con cría que se nota en el breñal. Se oye, no, se sabe hacia dónde, el sonido metálico de una guadaña que alguien afila…

Y arriba, en lo alto, el dios de la luz, el Sol, en algún momento velado por el cendal de esas nubes que pasan, envuelven al pescador entre sombras y claridades…

Transportes de amor

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 13-3-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

El amor aproxima a las gentes. Más concretamente, al hombre y a la mujer. El galán ha de acercarse con relativa frecuencia a su amada para verla. Y, si se tercia, para recitarle un poema…

Es curioso observar, a través del tiempo, los medios de transporte de los cuales se vale el hombre para dedicarse a los afanes del amor. En esto, como en todo, se va notando demasiado la influencia del maquinismo. Por ello, el amor pierde en intensidad y, subsiguientemente, en categoría. Las máquinas dan frialdad a las relaciones humanas. Y estas relaciones pierden contenido emocional. Y la vida sin emoción, realmente, no interesa gran cosa.

La emoción del amor es la emoción por excelencia. Es la que cala más hondo en el ser humano. Es la que lleva a la inapetencia, al insomnio y a la angustia. Cuando el amor es, por supuesto, auténtico. Y es tal, nadie lo ignora, cuando los amantes se dicen, porque les sale del corazón, frases como estas: “Sin ti no podré vivir”, “Quisiera no quererte tanto”. Y más.

Yo creo que los artífices del amor de verdad, son la ausencia y la aparatosidad. La ausencia, es cierto, dosificada. Las visitas convenientemente espaciadas. En la ausencia el amante recurre a la margarita para desvanecer ciertas dudas que le atenazan el alma. En los tiempos que corren apenas se usa esta flor de la familia de las compuestas. Ni apenas se percibe su falta. El teléfono y los vehículos de motor le dieron la puntilla.

Se llega a tener un conocimiento hondo de las cosas, más que viéndolas, pensando en ellas. En la meditación está el secreto del conocer. Y en los menesteres del amor, la necesidad de la reflexión sube de punto. Hoy, cortejando a diario, no queda tiempo. Los novios llegan al matrimonio sin darse cuenta. Han hablado mucho y no se enteraron de nada. Y se encuentran en la otra orilla sin saber cómo han llegado. Que es lo grave…

Y hay más, todavía. La ausencia, cuando soplan buenos vientos, da lugar, en la dulce soledad, al sueño o mejor, al ensueño. O sí se prefiere, a la ilusión. En este estado, los quehaceres cotidianos son más suaves, las estrellas emiten los destellos más fúlgidos, el aire trae ciertas fragancias, las flores son más bellas…

La aparatosidad resulta de la falta de simplificación en las formas y en los medios. Ya el caballero no usa polainas, ni la mujer corsé de ballenas. Cuanta más sencillez, menos intensidad, es decir, menos emoción. Hoy todo es simple y fácil. Y no sólo por parte de los actores, sino también de las comparsas. Los padres, por ejemplo, dan cada día más facilidades… Hagamos historia. Durante muchos años, más que años, siglos, el caballo era indispensable para el transporte de todo. En el amor, como es lógico, desempeñaba un gran papel. El hombre, en general, poco confiado en sí mismo, siempre buscó aliado a Cupido para sus aventuras. Y esas alianzas consistían en adornarse con un gran atuendo personal, cuyos elementos podían ser un sombrero de ala mosqueteril, un traje a la última, unos bigotes ad hoc. Y, sobre todo, un buen caballo. La compañía de un corcel arrogante, facilitaba el éxito de la empresa amorosa. Téngase en cuenta que, en los trances de enamoramiento, el hombre es el ser más petulante de la tierra. Siempre se cree que el mundo gira en torno suyo. La coquetería de la mujer al lado de la petulancia del hombre es muy poca cosa. La coquetería es, normalmente, algo delicado tierno, fino, que agrada a todos y no molesta a nadie. La petulancia varonil, ni mucho menos, no agrada de un modo tan general. Deslumbra, a veces, a las mujeres, pero no es necesariamente, la llave que abre todas las puertas.

El hombre ha tenido siempre una tendencia instintiva a amar fuera de su pueblo. Y en este caso ha necesitado un medio de transporte eficiente. Su ideal era el caballo y, logrado, ya, sin más, era un caballero… palabra que por sí sola, tiene muy grata resonancias para cualquier hombre, aún hoy día. Cualquiera que haya leído algo de historia no podrá olvidar esta estampa caballeresca. Ella, en una ventana o balcón bordeados de enredaderas, y él, sobre un caballo paciente que piafaba, hablándole. A la luz del sol, sí, muchas veces. Pero también a la luz de la luna cuando cuadraba.

El ideal romántico, que duró tanto, ayudó mucho a mantener tensa la cuerda del amor. Por su aparatosidad y la gran cantidad de tortura que llevó a él, como ingredientes fundamentales. El dolor, no ya como fuente del conocimiento, sino como sello que acredita una verdadera verdad. Dolor deleitable, si se quiere, pero eso, dolor.

Don Quijote eligió el camino de la peripecia y del sufrimiento para merecer a su dama. Y, modernamente, un poeta dijo:

 Oh, saber amar es saber sufrir.

Y el mismo en otra ocasión:

 Quien que es, no es romántico. 

Esto ya no tiene sentido actualizándolo. No hay posibilidad de ver romanticismo alguno en un hombre que cabalga una bicicleta con motor.

Al introducirse los medios mecánicos en el transporte, la tracción a sangre pierde terreno. El caballo se cae por la borda y deja paso a la bicicleta, a la moto y al automóvil.

Con el siglo vino la bicicleta a relevar al caballo, en tan honroso menester como es el de llevar al hombre al pueblo de su amada. Por su baratura, todavía subsiste, pero como medio popular, no ideal. Hoy, cualquier rapaz que se estime en algo, suspira por una motocicleta. Y, si sospecha que sus padres tienen dinero, quiere un coche.

El amador de otrora olía a naturaleza, a flores del campo. Ahora sin remedio, huele a carburante, sea gasolina o aceite pesado.

La llegada, a caballo, a casa de la amada, así como la despedida, estaban sazonadas de la más limpia y pura emoción. Ella, intranquila e impaciente, se paseaba por sus estancias y, nerviosa, alzaba los visillos de la ventana oteando el camino por donde venía la buena nueva. Y él, por su parte, espoleaba el caballo que echaba sangre por la barriga y espuma por la boca. A la salida, la misma emoción pero de signo contrario. El pañuelo con sus pliegues albos era la bandera del adiós triste pero esperanzado.

A esto hemos llegado. Despedirse de una mujer, a golpe de acelerador: To — co – to — co – tocotocol… Rrrrrrrrrrr…

Da pena.

Avellanas de Navelgas

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Octubre-1954; NORTE. 16-9-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Vencido el verano, es cosa de rememorar un poco el pasado en cuanto a los hábitos y costumbres de las gentes en aquél, para conocimiento de las generaciones que están brotando.

Me surge el asunto por haber comido este año, como otros, avellanas de Villaoril. La avellana ha sido siempre, para mí, un fruto grato, una golosina. La avellana fresca y bien torrada, se entiende.

Se trata de un fruto privilegiado de las tierras de Asturias. Se da muy bien en ciertas zonas. Y a través del tiempo, han surgido los artesanos que saben ponerla a punto para darle el sabor más delicado. Pocas cosas hay mejores durante el verano, para regodeo de nuestros paladares, que un puñado de buenas avellanas. Las que se venden en Oneta y Villaoril, entre otros lugares, no fallan. Vienen, según mis informes, de las tierras fecundas de Navelgas.

La avellana se ha prodigado siempre en las fiestas del occidente asturiano. A ellas iba y va como elemento indispensable. Hasta el punto de poderse decir: sin avellanas no hay fiesta. Y en ellas se da cita con los retoños del árbol que la produce, que también colaboran en las fiestas. Nos referimos a las varas de los cohetes.

El avellano es, sin duda, un árbol festejero.

Pero la avellana, a través del tiempo, se ve claro, pierde terreno y categoría. Antes llegaba a las fiestas en sacos y en cestas, en abundancia. Abundancia que, por sí sola, implicaba señorío. Ahora, en muchos sitios, se venden en bolsitas de papel, casi contadas una a una. Es la mezquindad que indica, para los que conocimos lo otro, todo lo contrario de aquel señorío.

Antes era muy de rigor regalar a las mozas las avellanas. Era el presente obligado que ningún rapaz que se estimase en algo dejaba de cumplir. Y la mujer, cuando tenía confianza, las consideraba como un derecho de fuero. Y las pedía.

Aunque a primera vista no lo parezca la avellana desempeña en el amor un papel muy trascendente. Llegarse a una mujer, conquistarla, a cuerpo limpio, por tipo, es algo menos frecuente de lo que se supone en las “peñas” de los cafés… Para el buen éxito, la mujer hay que halagarla, no solo con palabras, sino con hechos. Y uno de esos “hechos” es el regalo, el presente, que acredita el recuerdo cuando se está ausente, y el buen ánimo y la buena disposición, y a veces, el sacrificio… Gastarse los cuartos por una mujer supone algo.

La avellana como tal “hecho”, desempeña su papel a las mil maravillas. Al comerla, produce un ligero mareo muy favorable a las palabras de afecto y a las concesiones honestas. En ese estado la mujer más intransigente se pone muy propicia al “sí”, cuando se le hace un requerimiento movido por sentimientos elevados y definitivos. Téngase en cuenta que el amor, lo sabe cualquiera, cualquiera que haya pasado por ello, es un estado de mareo recíproco, de anonadamiento lleno de acongojadas emociones.

La avellana, por otra parte, es muy adecuada para la gente joven, de buena dentadura. Romper la cápsula de la avellana supone vigor dental, fuerza, juventud. Por eso las mamás de las mozas, casaderas a las que hay que suponer dientes flojos, prefieren el presente a base de bombones, caramelos o algo que se disuelva en la boca en el más suave y dulce de los esfuerzos. Por la parte que les pueda corresponder, claro es.

Es frecuente. Una buena parte de los bombones que se regalan a las mozas suelen comerlos las mamás y, se dan casos, los papás. Los bombones predisponen el ánimo de casi una familia. La conquista con ellos, se hace más fácil probablemente, pero lo que se gana en facilidad, se pierde en mérito ciertamente. Una madre puede ser un buen aliado; pero resta valor de autenticidad a la empresa.

El hombre se muestra más satisfecho cuando la conquista es obra personal suya. Cuando está convencido de que su ingenio y sus virtudes deciden la voluntad de una mujer reacia en sus principios. La avellana es arma lícita. La comprobación de este aserto flota en el ambiente. A las primeras de cambio se ven sus buenos resultados.

Muchas parejas de buena voluntad han ido a la vicaría por algo tan simple como comer avellanas. Pequeñas causas, a veces, producen grandes efectos.

Es cierto que por ahí puede haber algún marido que guarde a las avellanas cierto rencor… Pero esto no es más que la excepción que confirma la regla.

Más, decididamente, la avellana une. Siembra el amor por donde quiera que va. No en balde la almendra comestible, el contenido, tiene el valor de un símbolo. Tiene forma de corazón…

Señores, haya paz…

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Agosto -1953; Hacia la ría del Eo (1957)

Vamos mal. Sí, vamos mal… Los que tenemos cierta cantidad de añitos, ahora, en el verano, en época de fiestas, en vez de ilusionarnos con lo que los pueblos nos prometen, nos refugiamos en nuestra propia mente, en el recuerdo, para evocar lo que hemos vivido. O, mejor, lo que hemos perdido.

Ya no suceden las cosas igual que en nuestros tiempos de combate.

El deporte, como espectáculo de fiesta, se ha incrustado en los pueblos del occidente asturiano. Y no, a nuestro juicio, para mejorar las costumbres.

A causa de ello los pueblos de este rincón asturiano se quieren mal. O, si se prefiere, dulcificando la expresión, no se quieren bien. Y, por consecuencia, en el mejor de los casos, se aíslan y prescinden unos de otros.

Pues no. Yo creo que debiera haber de pueblo a pueblo más cordialidad, más intimidad, más confianza.

Hay quien cree, mucha gente, que tener un buen equipo deportivo en un pueblo es un signo de civilización y de cultura. No sé. Por de pronto, yo no lo creo. Es chocante. Cuando surge una gresca por esos campos, siempre sale a defender tan altos valores el menos indicado. Y, a veces, con un lenguaje que no es nada edificante.

Claro es que, entre estos pueblos hubo ciertas rivalidades. Pero antes las cusas eran distintas. Por lo menos más caballerescas. En el fondo de toda lucha entre pueblos siempre se encontraba, hurgando un poco, unos ojos soñadores, es decir, ojos de mujer. Por “ella” y sólo por “ella” venía el encono. Sí. Varios hombres se interesaban por una misma mujer, y cada uno de ellos tenía sus simpatías en la causa. Y siendo ellos de diferente pueblo, ya estaba el lío armado.

Pelear por una mujer es algo, a primera vista, muy romántico. Pero, al mismo tiempo, es lo clásico.

Don Quijote, a quien los entendidos nos dan por el prototipo de la raza, llevó muchos golpes para “quedar bien” ante una mujer con la que no había hablado nunca y que, tal vez, ni siquiera conocía.

A través de muchos textos de nuestra historia y de nuestra literatura se ve como el hombre, para demostrar ser tal ante el sexo opuesto, realizó algo próximo a locuras. Se comprende.

Cuando entran en juego unos ojos, algo que tal, o un rizo que cae sobre una frente con cierto donaire, no es de extrañar nada.

Lo malo y lo que es de extrañar es que las luchas del presente tengan su origen en el gesto poco prudente de un deportista, que en el mejor de los casos tienen las piernas bastante peludas.

Es triste. Se pierde el gusto. Antes se luchaba por algo que era muy caro a los sentimientos de los hombres, a lo más íntimo de su corazón. Ahora se lucha por poco o, quizás, por nada.

En mi tiempo, las ilusiones de un hombre, a los catorce años, se cifraban en tener novia y echar el humo por las narices. A hora, a la misma edad, se cifran en tener unas botas de futbol y una camiseta a rayas.

Yo creo que ante las generaciones futuras estamos dando a priori el espectáculo. ¿Qué dirán de nosotros? Es mejor no pensarlo.

La mujer, arrastrada por la fuerza de la corriente, sin darse cuenta, está viendo perderse la más hermosa de sus prerrogativas: la de que el hombre ya no lucha por ella. Hay que reconocer que no tiene la culpa. La sociedad, o más concretamente el hombre, casi ha divinizado el deporte y se salió de la vía. La gente moza busca ante todo, lo tiene a gran gloria, batir un “record”, conseguir una “plusmarca” o lograr “un campeonato”. Antes un rapaz dedicaba todos sus esfuerzos, todos, por conseguir un corazón… Ahora se esfuerza denodadamente por conseguir una copa no sabemos de qué metal construida. Da pena.

No, no queremos decir que el hombre haya perdido cualidades. Queremos decir que las tiene mal encauzadas. El hombre, en sustancia es el mismo de siempre.

Se suele hablar del progreso de los tiempos. Según. Los tiempos nos traen cosas buenas y malas. Por lo pronto hay una cosa cierta. Cada año van a nuestras fiestas, a nuestros espectáculos deportivos, mayor número de guardias civiles de servicio. Es sintomático.

Y, hay que decirlo: doloroso. Parece que la alegría y el esparcimiento del ser humano no debieran tener límites. Y, sin embargo, hay que ponérselos.

No quisiéramos que se viera en lo dicho una recomendación a la violencia. No, sería inmoral. Nosotros, en cuanto se nos conceda autoridad, recomendaríamos paz. Claro que en el caso de que las pasiones de la gente joven sean irrefrenables siempre preferiríamos que las guerras fuesen por las causas de antes. Sabemos cierto, de oídas, de buena tinta, que en todos los pueblos del occidente asturiano hay muchas mujeres por las cuales cualquier hombre, sin deshonor, puede recibir, no diré que un par de palos, pero sí un buen estirón de orejas.