Señores, haya paz…

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Agosto -1953; Hacia la ría del Eo (1957)

Vamos mal. Sí, vamos mal… Los que tenemos cierta cantidad de añitos, ahora, en el verano, en época de fiestas, en vez de ilusionarnos con lo que los pueblos nos prometen, nos refugiamos en nuestra propia mente, en el recuerdo, para evocar lo que hemos vivido. O, mejor, lo que hemos perdido.

Ya no suceden las cosas igual que en nuestros tiempos de combate.

El deporte, como espectáculo de fiesta, se ha incrustado en los pueblos del occidente asturiano. Y no, a nuestro juicio, para mejorar las costumbres.

A causa de ello los pueblos de este rincón asturiano se quieren mal. O, si se prefiere, dulcificando la expresión, no se quieren bien. Y, por consecuencia, en el mejor de los casos, se aíslan y prescinden unos de otros.

Pues no. Yo creo que debiera haber de pueblo a pueblo más cordialidad, más intimidad, más confianza.

Hay quien cree, mucha gente, que tener un buen equipo deportivo en un pueblo es un signo de civilización y de cultura. No sé. Por de pronto, yo no lo creo. Es chocante. Cuando surge una gresca por esos campos, siempre sale a defender tan altos valores el menos indicado. Y, a veces, con un lenguaje que no es nada edificante.

Claro es que, entre estos pueblos hubo ciertas rivalidades. Pero antes las cusas eran distintas. Por lo menos más caballerescas. En el fondo de toda lucha entre pueblos siempre se encontraba, hurgando un poco, unos ojos soñadores, es decir, ojos de mujer. Por “ella” y sólo por “ella” venía el encono. Sí. Varios hombres se interesaban por una misma mujer, y cada uno de ellos tenía sus simpatías en la causa. Y siendo ellos de diferente pueblo, ya estaba el lío armado.

Pelear por una mujer es algo, a primera vista, muy romántico. Pero, al mismo tiempo, es lo clásico.

Don Quijote, a quien los entendidos nos dan por el prototipo de la raza, llevó muchos golpes para “quedar bien” ante una mujer con la que no había hablado nunca y que, tal vez, ni siquiera conocía.

A través de muchos textos de nuestra historia y de nuestra literatura se ve como el hombre, para demostrar ser tal ante el sexo opuesto, realizó algo próximo a locuras. Se comprende.

Cuando entran en juego unos ojos, algo que tal, o un rizo que cae sobre una frente con cierto donaire, no es de extrañar nada.

Lo malo y lo que es de extrañar es que las luchas del presente tengan su origen en el gesto poco prudente de un deportista, que en el mejor de los casos tienen las piernas bastante peludas.

Es triste. Se pierde el gusto. Antes se luchaba por algo que era muy caro a los sentimientos de los hombres, a lo más íntimo de su corazón. Ahora se lucha por poco o, quizás, por nada.

En mi tiempo, las ilusiones de un hombre, a los catorce años, se cifraban en tener novia y echar el humo por las narices. A hora, a la misma edad, se cifran en tener unas botas de futbol y una camiseta a rayas.

Yo creo que ante las generaciones futuras estamos dando a priori el espectáculo. ¿Qué dirán de nosotros? Es mejor no pensarlo.

La mujer, arrastrada por la fuerza de la corriente, sin darse cuenta, está viendo perderse la más hermosa de sus prerrogativas: la de que el hombre ya no lucha por ella. Hay que reconocer que no tiene la culpa. La sociedad, o más concretamente el hombre, casi ha divinizado el deporte y se salió de la vía. La gente moza busca ante todo, lo tiene a gran gloria, batir un “record”, conseguir una “plusmarca” o lograr “un campeonato”. Antes un rapaz dedicaba todos sus esfuerzos, todos, por conseguir un corazón… Ahora se esfuerza denodadamente por conseguir una copa no sabemos de qué metal construida. Da pena.

No, no queremos decir que el hombre haya perdido cualidades. Queremos decir que las tiene mal encauzadas. El hombre, en sustancia es el mismo de siempre.

Se suele hablar del progreso de los tiempos. Según. Los tiempos nos traen cosas buenas y malas. Por lo pronto hay una cosa cierta. Cada año van a nuestras fiestas, a nuestros espectáculos deportivos, mayor número de guardias civiles de servicio. Es sintomático.

Y, hay que decirlo: doloroso. Parece que la alegría y el esparcimiento del ser humano no debieran tener límites. Y, sin embargo, hay que ponérselos.

No quisiéramos que se viera en lo dicho una recomendación a la violencia. No, sería inmoral. Nosotros, en cuanto se nos conceda autoridad, recomendaríamos paz. Claro que en el caso de que las pasiones de la gente joven sean irrefrenables siempre preferiríamos que las guerras fuesen por las causas de antes. Sabemos cierto, de oídas, de buena tinta, que en todos los pueblos del occidente asturiano hay muchas mujeres por las cuales cualquier hombre, sin deshonor, puede recibir, no diré que un par de palos, pero sí un buen estirón de orejas.

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