Pescador de caña

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 17-4-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Hay que decir algo en loa del pescador de truchas con caña. O de otros peces, para el caso es igual. Este deportista tiene mala prensa. Casi está mejor decir que no tiene prensa ninguna. Los periodistas no lo buscan para hacerle interviús, ni le piden su fotografía para ponerla en un periódico con un pie que lo jalee algo. Nada

El que se hace pescador de caña ya sabe lo que le espera. No será el amo, ni el jefe de nadie, ni pretenderá resolver un problema económico en vista de la creciente carestía de la vida. Al revés, el pescador de caña paga el pescado más caro que cualquier otro hombre que no lo sea, si se atiene al debe y el haber de su libro mayor. Es deportista que no mide el tiempo de su actuación con cronómetro, ni tiene enemigo de figura humana con quien luchar. Es el hombre humilde que blandiendo una caña en la mano, busca el aislamiento y la soledad para reñir, según se cree, las más fantásticas batallas, los más fieros combates. Es, en una palabra, si así se me entiende, el trapense de la deportividad.

El pescador de caña “trabaja” solo. A sus espaldas no está el espectador poniendo pegas a su actuación. Ni, si lo hace bien, aplaudiéndole. Es él, después, fuera del río, quien tiene que contar lo que hizo, si encuentra alguien que le escuche. Los menos le creen, los más lo oyen con cara sonriente.  

El combate de hombre a pez, con caña, es noble. El pescador echa su cebo en el río poniendo a prueba la inteligencia y el instinto de la trucha para que pique, si quiere ¡Cuántas veces no quiere! Frente a quien así lucha, está su contrario, el furtivo, alimaña cobarde, que se vale de redes, de cloruros o de nasas.

El pescador, en el río, es un hombre sencillo y bueno. Embebido en su afán, olvida lo que son sus obligaciones cotidianas, que corrientemente, tanto pesan. Deberes para con la sociedad, para con la familia… todo queda a un lado.

Está muy difundida entre el vulgo, la idea de que el pescador de caña es un farolero que aprovecha todas las oportunidades para darse pisto. No es cierto. El pescador, como el poeta, no miente. Refiere sus actos o sus hechos recamados de los más vivos colores, partiendo de datos ciertos. Exalta lo que ve o lo que hizo, pero no lo desfigura. Es quizá el único deportista que experimenta viva complacencia en exagerar un poco sus derrotas. ¿A qué pescador no se le ha escapado con el aparejo un pez gordo? ¿Y eso cuántas veces? Se oye a diario…

El pescador, ser humano, con muchos siglos de civilización a sus espaldas, racional, a veces muy leído, con frecuencia es vencido y burlado en un combate que él mismo busca, con un bicho –  pez – casi insignificante, manco, sin piernas y de sangre fría. ¡Oh manes de la naturaleza!

Pues bien, esto no lo calla el pescador. Lo dice sin rubor. Y con un gesto de humildad y nobleza que lo honran. ¡Ah no, por favor, el pescador de caña, cuando pierde, no es de los deportistas que apelan a la ingenuidad de meterle la culpa al árbitro! ¡Qué va!

El pescador, metido en harina, en el río, no sabe nada de lo que ocurre en el mundo. Es siempre sabrosa y limpia de toda bajeza la charla con él en las veredas de los cauces. Nunca trae la conversación resobada de los cafés y casinos. No nos dice nada de las reuniones de los tres grandes, ni de la selección española de fútbol… ni siquiera de arrendamientos. Ni de otras mil calamidades que Dios manda a la tierra para probar, cada día, nuestra fe de cristianos. El compañero que encontramos, nos alienta en nuestras vacilaciones, nos dice cómo él cree que se pesca más y mejor, y nos habla de los avances de la técnica que nos trajo el hilo de nylon para facilitar nuestros éxitos.

Se llega a ser un buen pescador de caña, no solo por cabeza, sino por pies. El pescador se hace año tras año, temporada sobre temporada, recorriendo ríos, viendo, sacando, de cada fracaso, una experiencia. Adquiriendo ciencia y conocimientos que en lo esencial no son comunicables. Un pescador veterano pesca con ”meruca” y no quiere saber nada de otros procedimientos; otros se valen de “mosca” y no quieren saber más nada. Otros, los más modernistas, quieren el señuelo brillante de la cucharilla, y por ahí se las den todas.

Pero no solo es ciencia, sino también, a la par, arte. Ha de saber defender el aparejo y el anzuelo cuando éste se agarra en el fondo del río a un palo o a una piedra. O cuando, después de un tirón de prueba, se enzarza en los ramajes de un árbol contiguo. Y todo ha de realizarlo con habilidad e ingenio, a pulso. Y lo antes posible para ganar tiempo.

El pescador tiene que ser tenaz y esclavo. Ha de estar en el río la mayor cantidad del tiempo. Los peces no tienen horario fijo, de comidas. No se sabe a ciencia cierta cuándo quieren comer. Sólo con paciencia se coge esa hora del apetito que, en verdad es la del triunfo.

Y toda esa labor se realiza en parajes que merecen ser soñados. Enfrascado en su labor, de vez en cuando, el pescador alza la cabeza, y ve: Allí un grupo de vetustos robles alternados con castaños que se escalonan en una ladera. A otro lado, un prado de regadío salpicado de fresnos y mimbreras en los lindes. A sus espaldas, en lo alto, resguardado del norte, un colmenar hecho con troncos horadados de castaño viejo. Suena, con frecuencia, el cencerro de una yegua con cría que se nota en el breñal. Se oye, no, se sabe hacia dónde, el sonido metálico de una guadaña que alguien afila…

Y arriba, en lo alto, el dios de la luz, el Sol, en algún momento velado por el cendal de esas nubes que pasan, envuelven al pescador entre sombras y claridades…

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