Transportes de amor

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 13-3-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

El amor aproxima a las gentes. Más concretamente, al hombre y a la mujer. El galán ha de acercarse con relativa frecuencia a su amada para verla. Y, si se tercia, para recitarle un poema…

Es curioso observar, a través del tiempo, los medios de transporte de los cuales se vale el hombre para dedicarse a los afanes del amor. En esto, como en todo, se va notando demasiado la influencia del maquinismo. Por ello, el amor pierde en intensidad y, subsiguientemente, en categoría. Las máquinas dan frialdad a las relaciones humanas. Y estas relaciones pierden contenido emocional. Y la vida sin emoción, realmente, no interesa gran cosa.

La emoción del amor es la emoción por excelencia. Es la que cala más hondo en el ser humano. Es la que lleva a la inapetencia, al insomnio y a la angustia. Cuando el amor es, por supuesto, auténtico. Y es tal, nadie lo ignora, cuando los amantes se dicen, porque les sale del corazón, frases como estas: “Sin ti no podré vivir”, “Quisiera no quererte tanto”. Y más.

Yo creo que los artífices del amor de verdad, son la ausencia y la aparatosidad. La ausencia, es cierto, dosificada. Las visitas convenientemente espaciadas. En la ausencia el amante recurre a la margarita para desvanecer ciertas dudas que le atenazan el alma. En los tiempos que corren apenas se usa esta flor de la familia de las compuestas. Ni apenas se percibe su falta. El teléfono y los vehículos de motor le dieron la puntilla.

Se llega a tener un conocimiento hondo de las cosas, más que viéndolas, pensando en ellas. En la meditación está el secreto del conocer. Y en los menesteres del amor, la necesidad de la reflexión sube de punto. Hoy, cortejando a diario, no queda tiempo. Los novios llegan al matrimonio sin darse cuenta. Han hablado mucho y no se enteraron de nada. Y se encuentran en la otra orilla sin saber cómo han llegado. Que es lo grave…

Y hay más, todavía. La ausencia, cuando soplan buenos vientos, da lugar, en la dulce soledad, al sueño o mejor, al ensueño. O sí se prefiere, a la ilusión. En este estado, los quehaceres cotidianos son más suaves, las estrellas emiten los destellos más fúlgidos, el aire trae ciertas fragancias, las flores son más bellas…

La aparatosidad resulta de la falta de simplificación en las formas y en los medios. Ya el caballero no usa polainas, ni la mujer corsé de ballenas. Cuanta más sencillez, menos intensidad, es decir, menos emoción. Hoy todo es simple y fácil. Y no sólo por parte de los actores, sino también de las comparsas. Los padres, por ejemplo, dan cada día más facilidades… Hagamos historia. Durante muchos años, más que años, siglos, el caballo era indispensable para el transporte de todo. En el amor, como es lógico, desempeñaba un gran papel. El hombre, en general, poco confiado en sí mismo, siempre buscó aliado a Cupido para sus aventuras. Y esas alianzas consistían en adornarse con un gran atuendo personal, cuyos elementos podían ser un sombrero de ala mosqueteril, un traje a la última, unos bigotes ad hoc. Y, sobre todo, un buen caballo. La compañía de un corcel arrogante, facilitaba el éxito de la empresa amorosa. Téngase en cuenta que, en los trances de enamoramiento, el hombre es el ser más petulante de la tierra. Siempre se cree que el mundo gira en torno suyo. La coquetería de la mujer al lado de la petulancia del hombre es muy poca cosa. La coquetería es, normalmente, algo delicado tierno, fino, que agrada a todos y no molesta a nadie. La petulancia varonil, ni mucho menos, no agrada de un modo tan general. Deslumbra, a veces, a las mujeres, pero no es necesariamente, la llave que abre todas las puertas.

El hombre ha tenido siempre una tendencia instintiva a amar fuera de su pueblo. Y en este caso ha necesitado un medio de transporte eficiente. Su ideal era el caballo y, logrado, ya, sin más, era un caballero… palabra que por sí sola, tiene muy grata resonancias para cualquier hombre, aún hoy día. Cualquiera que haya leído algo de historia no podrá olvidar esta estampa caballeresca. Ella, en una ventana o balcón bordeados de enredaderas, y él, sobre un caballo paciente que piafaba, hablándole. A la luz del sol, sí, muchas veces. Pero también a la luz de la luna cuando cuadraba.

El ideal romántico, que duró tanto, ayudó mucho a mantener tensa la cuerda del amor. Por su aparatosidad y la gran cantidad de tortura que llevó a él, como ingredientes fundamentales. El dolor, no ya como fuente del conocimiento, sino como sello que acredita una verdadera verdad. Dolor deleitable, si se quiere, pero eso, dolor.

Don Quijote eligió el camino de la peripecia y del sufrimiento para merecer a su dama. Y, modernamente, un poeta dijo:

 Oh, saber amar es saber sufrir.

Y el mismo en otra ocasión:

 Quien que es, no es romántico. 

Esto ya no tiene sentido actualizándolo. No hay posibilidad de ver romanticismo alguno en un hombre que cabalga una bicicleta con motor.

Al introducirse los medios mecánicos en el transporte, la tracción a sangre pierde terreno. El caballo se cae por la borda y deja paso a la bicicleta, a la moto y al automóvil.

Con el siglo vino la bicicleta a relevar al caballo, en tan honroso menester como es el de llevar al hombre al pueblo de su amada. Por su baratura, todavía subsiste, pero como medio popular, no ideal. Hoy, cualquier rapaz que se estime en algo, suspira por una motocicleta. Y, si sospecha que sus padres tienen dinero, quiere un coche.

El amador de otrora olía a naturaleza, a flores del campo. Ahora sin remedio, huele a carburante, sea gasolina o aceite pesado.

La llegada, a caballo, a casa de la amada, así como la despedida, estaban sazonadas de la más limpia y pura emoción. Ella, intranquila e impaciente, se paseaba por sus estancias y, nerviosa, alzaba los visillos de la ventana oteando el camino por donde venía la buena nueva. Y él, por su parte, espoleaba el caballo que echaba sangre por la barriga y espuma por la boca. A la salida, la misma emoción pero de signo contrario. El pañuelo con sus pliegues albos era la bandera del adiós triste pero esperanzado.

A esto hemos llegado. Despedirse de una mujer, a golpe de acelerador: To — co – to — co – tocotocol… Rrrrrrrrrrr…

Da pena.

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