Publicado en: La Searila, (1955) ( Folleto editado en NAVIA conjuntamente con Jesús Martínez Fernández)
Seares es un pueblecillo o aldea que pertenece al concejo de Castropol, en el occidente asturiano. Dista de la capital, Oviedo, poco más de veintiocho leguas. Está enclavado en una hondonada que forman poblados montes de pinos, robles y castaños. La altura más elevada corresponde al pico de Lodos, desde el cual se domina un paisaje de incomparable belleza: el que forman la ría del Eo y sus pueblos ribereños, Ribadeo, Figueras, Castropol y Vegadeo.
El pueblo o, mejor dicho, la parroquia de Seares, la habitan
alcurniados labradores, solamente. Y que viven – han vivido siempre – en una
paz idílica o virgiliana. Como se quiera.
Pero ha habido un tiempo de su historia en que esa paz se vio
quebrantada por un acontecimiento altamente emotivo, conmovedor.
En un barrio de esa parroquia, el de Rio de Seares, hay una casa, “La Casoa”,
con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social
elevada. Hoy es una casa de labranza, como cualquiera otra, pero está muy deteriorada.
A simple vista, sin embargo, se nota su ranciedad y su abolengo de origen.
Claro. En ella vivieron los Pérez Castropol, descendientes de un virrey en la
Isla de Cuba durante la época colonial. Antes de construir “La Casoa”, la casa solariega
de estos señores estaba en Grandallana, el poblado más elevado de Seares.
También se conserva y la ocupan pujantes labradores.
En “la Casoa” nació el 15 de junio de 1814, una mujer, Rosa Pérez
Castropol, que había de dar – y sigue dando – mucho que hablar. Primero, por su
belleza, y después, por su desventura.
Tuvo esta mujer una vida breve, poco más de veintidós años. Fue,
repito, de delicada hermosura, bellísima. Y esto explica que moviera las
voluntades de los que la conocían a admirarla, a amarla y a quererla. Y en
especial, las de aquellos jóvenes de los pueblos circundantes que pudieran
considerarse merecedores de ser aceptados al dulce y acongojado coloquio del
amor. Resultó elegido, entre más, don Antonio Cuervo y Fernández del Regueiro,
abogado, fiscal de Justicia y político, también de estirpe hidalguesca, de
Vegadeo.
La conoció – se cuenta – una mañana de otoño. Él iba de caza por
aquellos campos en un caballo brioso y de fina estampa. Y ella se hallaba
lavando los pies en una fuente que había frente a la Casoa. Allí, entre el rumor
de las aguas frescas de la mañana y el calor tibio de un sol que nacía,
comenzó, en unión de amor, el latido acompasado de dos corazones que, poco
después, habían de pasar desde las cimas de la felicidad a las simas del
dolor.
Se casaron el 8 de mayo de 1835. La ceremonia se celebró en la capilla
que hay dentro de la Casoa. Fueron testigos D. Carlos González de la Galea, D.
José Pereira y D. Domingo González de la Sela. Este último, que vivía en la
calle Real, de Presa, era hermano de mi tatarabuelo Don José.
La luna de miel no dejo traslucir nada al exterior, como no fuera lo
que es presumible en ese estado de dos amantes – todo el mundo lo sabía – que
se habían casado por amor. Recogimiento íntimo, nonadas reciprocas cargadas de ternura,
paseos en serenos atardeceres en torno
a la ensenada de Fondón, la espera del fruto deseado, proyectos, ilusiones.
Vida, en suma.
Pero esta vida esperanzadora se vio turbada por las exigencias del
deber, la necesidad de ausentarse D. Antonio. Este era Gobernador Civil de La
Coruña. Allá se fue. Y allí, en “La Casoa”, se quedó Doña Rosa al cuidado de
sus padres. En el estado en que se hallaba, nada mejor – entonces – que el
hogar paterno para recibir lo que pudiera llegar…
En sazón llegó la enfermedad esperada, que tan dolorida y tan halagüeña
es, a la vez, para la mujer. Y el fruto apetecido. Una niña. En la pila
bautismal se le puso el nombre de Claudia María Rosa.
Doña Rosa quedó mal del trance del alumbramiento, se debilito, se
agotó… Su marido fue llamado a La Coruña en vista de la gravedad de lo
que ocurría en “La Casoa”. Y con la mayor premura, a caballo, emprendió
el camino hacia Rio de Seares. Caminos malos los de entonces, aunque fueran
reales. Se dice, no lo duda nadie en la parroquia, que mató tres caballos,
remudándolos, en el viaje. Un poco menos de treinta leguas.
Entre tanto que esto ocurría, D. Rosa se murió, quedándose en sus
labios yertos, sin cumplir su destino, su último beso de amor…
Cuando llegó D. Antonio el cuerpo de su mujer ya estaba enterrado en el
Camposanto parroquial de Santa Cecilia de Seares. Se efectuó este enterramiento
el día 1 de Noviembre de 1836.
El destino reservaba a este hombre
esa prueba de dolor hondo y fatal. Ya no vería más a su Rosa…
No fue así, sin embargo. Hombre de leyes al cabo, el conocimiento de estas se vio obscurecido por la arrolladora fuerza de su sentimiento. Y se fue a Seares, al cementerio, y desenterró el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos, y lloró, sin consuelo, en una escena que es, a no dudarlo, inefable…
A los pocos días los labradores de la vecindad, a altas horas de la
noche, se sintieron sobrecogidos al oír la voz triste, doliente, de un hombre
que cantaba penas, cosa inaudita en tan
sosegados lugares. Era D. Antonio Cuervo que iba a la Barcia, donde
está el cementerio, a cantar anegada el alma de tortura, a los restos fríos
del cuerpo donde antes anidaba su amor.
He aquí su cantar:
Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!
Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril.
Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!
Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.
Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!
Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!
De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí donde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.
Al sepulcro bajaste sin verme
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido.
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!
Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir
Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte:
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.
En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti!
Y así días y días, o mejor noches y noches, durante muchos meses, vagó
por los montes de las proximidades pisando tojos, gancelas y folgueiras, y
entre estas malezas se dormiría extenuado, con sólo la luz débil pero vibradora
de las estrellas. En alguna ocasión se subía a la tapia del cementerio y,
encaramado en ella, frente a la tumba, prometía a su inolvidable Searila
fidelidad eterna…
Es muy creíble que cumpliera esa palabra dada. Se cuenta que años más
tarde vivía en Vegadeo y desempeñaba el cargo de Fiscal de los
Tribunales de Justicia de Ribadeo. El viaje de uno a otro pueblo lo hacía, en
lancha por la ría del Eo – cinco millas -, pero recubierto por un toldo,
escondido, totalmente ajeno a los, para otro, deliciosos parajes de la ría. Su
vida era su dolor, sus recuerdos. Y no más.
En un artículo publicado en el semanario “Las Riberas del Eo”, de
Ribadeo, el 5 de octubre de 1951, califiqué de romántica esta historia de amor.
Hoy, mejor pensado, creo que no hubo tal romanticismo. Romanticismo en el
sentido de ser entonces moda amar así. Eso no. En esa época, por otra parte tan
romántico, no era costumbre que los viudos lloraran de ese modo la muerte de
sus mujeres. Este amor no tuvo antecedentes ni consiguientes. Honradamente hoy
creo que D. Antonio Cuervo no fue un comediante. Fue, sencillamente, un hombre. Y su mujer, D. Rosa, no sólo una mujer hermosa, sino algo que dentro del
matrimonio vale más, buena, buenísima. Tanto, que supo merecer de su marido una
pasión de amor irrefrenable, grandiosa.
Esto en cuanto al fondo. Pero ni por la forma pueden calificarse de
románticos los versos de la Searila. Véase:
¡Cuantas veces oculto en mi refugio
escapando a la gente y a mi mismo
baño con llanto el césped y mi pecho
con mis suspiros agitando el aire!
¡Cuantas veces a solas e inseguro,
anduve por oscuras soledades
buscando con la mente la Alegría
que me robó la muerte despiadada!
¡Oh valle que han llenado mis suspiros!
¡Oh río que mi llanto ha desbordado!
¿Es acaso esto de algún poeta del siglo XIX? No; ¡qué va! Es de
Petrarca, que vivió en el siglo XIV. Este hombre también lloraba por su amada
muerta.
¿Y estos?
Tengo una parte aquí de tus cabellos
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan.
Estos son de Garcilaso, poeta que murió el 14 de octubre
1536.
Lo peor que puede creerse de D. Antonio Cuervo es que fue un imitador
de Petrarca y de Garcilaso. Y entonces, por razón de la época, no puede
decirse que fuera un romántico.
Insisto. El amor de D. Antonio fue un amor sin par ni paralelo. Otros amores que perviven en la memoria del mundo y vencen al olvido, son diferentes, por incompletos. Dante cantó con grandes dotes de poeta y de intelectual a Beatriz, la señora de Guardi, de la cual obtuvo de soltera, al pasar, un saludo quizá inocente. Petrarca, cultísimo, también cantó en sonetos y madrigales sublimes a Laura, la esposa de un señor. Macías, trovador gallego, amó y lloró a “alguien” que no fue suyo. Cadalso adoró a la actriz María Ignacia con pasión arrebatadora, que tampoco era su esposa. Herrera lloró a la condesa de Gelves, casada.
Garcilaso rimó con dolor de amor a Dª Isabel de Freyre, casada con el
señor de Toro, alias “el Gordo”.
Quevedo amó durante veintidós años a Lisi y le hizo unos sonetos
maravillosos. Pero el cojo inmortal tuvo que casarse con una señora mayor de
cincuenta años, con hijos, la viuda de Cetina…Y no le hizo sonetos.
Espronceda cantó con “dolor profundo” a Teresa con la cual, en vida, se
portó regularmente.
Bécquer, para muchas de sus rimas, se inspiró en el amor a Julia Espín,
casada con un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos.
Tampoco admite comparación el bien reciente de Ana Cecilia, la amada
inmóvil. Este fue un amor turbio.
El que tiene un cierto parecido es el de Rodríguez de Padrón. Allá por
el siglo XV, en Galicia, este hombre vagó errante por los montes y lloró desesperadamente
mal de amores. Pero lloraba, no a su mujer, sino a una esquiva e ingrata, como
hay tantas.
Y otros amores, producto del genio de algunos escritores, aunque
humanísimos, tales como los de Julieta y Dulcinea, no pueden parangonarse al
real y tangible de la Searila.
A todos los poetas antedichos, como tales poetas, los pongo yo en los
cuernos de la luna, pero en cuanto a hombres frente al problema del amor
creo que fueron poquita cosa al lado de D. Antonio Cuervo. Este señor fue un
triunfador, aunque los laureles de este triunfo le costaran tan caros.
Lo que singulariza este amor es su plenitud. Fue un amor perfecto hasta
sus últimas consecuencias. Un amor más allá del sacramento del matrimonio. A
los otros amadores inmortales les faltó la prueba de la unión legal para saber
hasta donde podían llegar en tanto como prometían…
D. Antonio llegó al paroxismo del dolor en cuestión de amores, llegó a
la linde de la resistencia humana, sin duda. Más allá solo está… la
muerte, Infierno o Cielo, lo que Dios quiso. Querría cielo… pienso yo.
Rosa y Antonio fundieron su amor, en el crisol del matrimonio. Y de
él salió agrandado, sublimado. Alquitarado y purificado por el dolor fue,
además, bello como la Searila misma, como una rosa.
Amor completo, con flor y fruto. Aunque después el huracán del
infortunio lo arrasara todo. Sí. También Claudia María Rosa murió. Un año
después de su madre.
Un amor así no puede, no debe quedar escondido en ese rincón brumoso de
las Asturias. Hay que sacarlo a la luz del mundo. Y ponerlo como
paradigma de amor limpio, honesto y cabal.
Por eso yo creo, rectificando, que este amor no es romántico ni lírico
ni cosas de esas. La gesta de la Searila, para mí, es la epopeya del amor español. Mientras no haya alguien que demuestre que hubo en España un amor más
grande.
ALEJANDRO SELA
Vilavedelle,
1 de Julio 1955.