Salutación a un fresno

Hacia la ría del Eo, LAR

Publicado en: Folleto divulgativo. Navia 1955; LAR. Agosto-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Folleto Fresno de las Aceñas. 1955

No temas, fresno de las Aceñas. He de cantarte. No hay más remedio. Soy humilde, lo sé. Pero ¡que importa! Los hombres valen más por lo que no se ve, que por lo que está a la vista. Y entre lo que no se ve, está el corazón.

Con él en la mano, voy a decirte algo.

No sé exactamente cuándo empezó la cosa. Hace años, de seguro. En un instante o en varios instantes diluidos, no sé cómo, me di cuenta de que estaba penetrado de una indudable atracción hacia ti. Algo había en mi alma dormido que se despertó al recuerdo de tu imagen. Y desde entonces vives un poco en mí. Y creo que tienes raíces, no solo en la tierra, sino también en mi espíritu. Algo nos une. No lo dudes.

Lo que siento hacia ti ¿es simpatía? ¿es admiración? ¿es amor? No sé nada. Mejor dicho, si lo sé. Es, las tres cosas. Unas veces en conjunto, a un tiempo, y otras aisladamente. Depende.

Nada espero de ti y… ¿Qué es esto? ¿Será posible? Pues sí, yo creo que es posible… el amor. Tu porte, tus ramajes, la coloración de tus finas hojas, pueden despertar una pasión. Ya lo creo.

Siendo así, no solo te admiro a ti, sino que también me admiro, al mismo tiempo, a mí mismo. El saber que yo puedo amarte solamente por ser bueno, sin que me mueva interés alguno, me deja un poco asombrado. Es estupendo.

Oh, fresno de las Aceñas ¡qué suerte!

Y aunque no me lo digas, me está pareciendo una cosa ¿Sabes qué? Que tú también a mi me amas. Sí, sí, créemelo. Y, además, en tu inmovilidad a mi presencia, me hablas. Te entiendo. Tú también eres un ser vivo, también sufres. Y basta. Ya lo dijo un poeta:

“…voz tiene en el silencio el sentimiento”. 

Ahí estás, ahí te veo, al borde de la ría de Navia, a dos pasos de la carretera. Aislado, solo. Ahí naciste y ahí vas a morir…

Quizá vivas bien. El lugar es entretenido. El paisaje que dominas es, sin duda, muy bello. No te quejes, no. Claro que en tu vida habrá alegría y tristezas. ¿Y en qué ser viviente no las hay?

Acuarela del Fresno de las Aceñas (1955), de Álvaro Delgado

Sufrirás lo tuyo. Los vendavales otoñales te sacudirán de lo lindo y con harto dolor te dejarán herido al arrebatarte furiosamente alguna de tus ramas más queridas… Y no solo eso, el mismo otoño te desnuda y te quita el manto verdeamarillo que la primavera te había dado, y te quedas, para sufrir el invierno, en los puros huesos. Es así.

En el verano es otra cosa ¡Cómo vibran de emoción, fresno de las Aceñas, tus delicadas hojas cuando sientes las risas frescas y cristalinas de las mujeres de Navia que van, en bote, las tardes soleadas, a recrear su espíritu hacia la Isla, o a la vega de Coaña, o a las riberas de Porto!

¡Y qué me dices de los amaneceres con que la Naturaleza te regala cada día! Los rayos del sol después de remontar las cumbres de Panondres, hacia ti van para acariciarte y embellecerte ¡Caen sobre tu follaje como una bendición del cielo!

Oh, fresno de las Aceñas. Eres serio y discreto. Así lo pienso. No eres un narciso. Supongo que a pesar de pasar por tu lado las aguas tersas y limpias del Navia no le das mucha importancia al espejo que se te ofrece para mirarte. En ti, la tonta vanidad no existe ¡Quiá!

A. Sela y el Fresno

La sombra que ofreces con tu fronda no creo que la aproveche nadie. Los enamorados no te hacen mucho caso. No les sirves. Tienes la copa muy alta.

Tampoco es posible que se acomoden a tus plantas, para cobijarse alguna noche, los gitanos. En la ladera en que te asientas, no puede sostenerse de pie un carromato. Si te ves privado de estas glorias, no es para desesperarse. No te aflijas. En tu vida también hay compensaciones.

Fíjate. En tu altura sobre el rio estás ahí como emperador en tribuna. Ante ti desfilan tus vasallos o, mejor tus soldados. Me refiero a los salmones que, todas las primaveras, pasan ante ti marcando el paso hacia las alturas del rio, donde realizan lo más noble de su destino: la freza. Pues bien, si el salmón es considerado como el rey de los peces y al pasar te rinde honores, es claro que tú eres emperador de reyes. ¡Y eso sí que es un carguito!

Ya me voy, me despido. Una vez más te significo mi admiración o, como dije, mi amor. Ante ti me descubro, saco la boina y te saludo ¡Buenos días!

Leído esto, me doy cuenta de que no expreso cabalmente lo que siento. No hay palabras para expresar con rigor los sentimientos hondos. También lo dijo Quevedo:

“Cuando de corazón se quiere, solo con el corazón
se habla” 

El Asilo de Santa Rita

LAR

Publicado en: LAR. Agosto-1955

Navia es una villa que, en los años últimos, dio un fuerte estirón en su crecimiento. En Navia se construye, se hacen casas. Los particulares, a su modo, van comprando solares y edificando lo que necesitan. Y el Estado, por otro porte, a través de organismos adecuados, da la mano a los que, si no tienen bastante dinero, cuentan con buena voluntad para crearse lo ideal, un hogar propio.

Entre lo construido, lo nuevo, se destaca sobremanera, por su belleza y por sus fines, una obra ejemplar: el Asilo.

Éste, colocado bajo la advocación de Santa Rita y San Francisco, se halla situado en un barrio de lo más sano del pueblo, de orientación al mediodía: el de San Francisco. A sus espaldas tiene las huertas más productivas. Y por su frente, los prados más jugosos.

Fue levantada esta obra a expensas de lo dejado por doña Rita Vilaret Sardó, fallecida no ha mucho, nacida en Cataluña, y viuda de don Francisco Rodríguez González, natural de Boal. Este matrimonio vivió muchos años en América, donde le fue bien. Y a la hora del descanso aquí se vinieron. Y tal cariño tomaron a esta tierra, que en sus últimos momentos le dejaron a Navia lo que se deja a quien más se quiere: su herencia.

Tiene el Asilo, que se desea sea atendido por religiosas, una capilla amplia y dependencias holgadas, para dar acogida gratuita a diez y seis desvalidos y viejos pobres del municipio de Navia y, si hubiese sitio, del concejo de Boal. Y cuatro plazas más, de pago, para quienes, teniendo algún medio económico, y faltos del calor de un hogar, quieran verse atendidos en el declinar de su existencia.

Más adelante, si hubiera posibles, esta admirable institución puede ser ampliada cuando se necesite. Esta fundación, para que dé resultado, debe contar con el calor y lo ayuda de todo el concejo. El patronato que la rige así lo espera. El gesto de los donantes, al fin y al cabo no nacidos en Navia, y los fines que se persiguen, lo merecen.- A.S.

La Searila. Historia de un amor pleno, sublime

La Searila

Publicado en: La Searila, (1955) ( Folleto editado en NAVIA conjuntamente con Jesús Martínez Fernández)

Seares es un pueblecillo o aldea que pertenece al concejo de Castropol, en el occidente asturiano. Dista de la capital, Oviedo, poco más de veintiocho leguas. Está enclavado en una hondonada que forman poblados montes de pinos, robles y castaños. La altura más elevada corresponde al pico de Lodos, desde el cual se domina un paisaje de incomparable belleza: el que forman la ría del Eo y sus pueblos ribereños, Ribadeo, Figueras, Castropol y Vegadeo. 

El pueblo o, mejor dicho, la parroquia de Seares, la habitan alcurniados labradores, solamente. Y que viven – han vivido siempre – en una paz idílica o virgiliana. Como se quiera.

Pero ha habido un tiempo de su historia en que esa paz se vio quebrantada por un acontecimiento altamente emotivo, conmovedor. 

En un barrio de esa parroquia, el de Rio de Seares, hay una casa, “La Casoa”, con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social elevada. Hoy es una casa de labranza, como cualquiera otra, pero está muy deteriorada. A simple vista, sin embargo, se nota su ranciedad y su abolengo de origen. Claro. En ella vivieron los Pérez Castropol, descendientes de un virrey en la Isla de Cuba durante la época colonial. Antes de construir “La Casoa”, la casa solariega de estos señores estaba en Grandallana, el poblado más elevado de Seares. También se conserva y la ocupan pujantes labradores. 

En “la Casoa” nació el 15 de junio de 1814, una mujer, Rosa Pérez Castropol, que había de dar – y sigue dando – mucho que hablar. Primero, por su belleza, y después, por su desventura. 

Tuvo esta mujer una vida breve, poco más de veintidós años. Fue, repito, de delicada hermosura, bellísima. Y esto explica que moviera las voluntades de los que la conocían a admirarla, a amarla y a quererla. Y en especial, las de aquellos jóvenes de los pueblos circundantes que pudieran considerarse merecedores de ser aceptados al dulce y acongojado coloquio del amor. Resultó elegido, entre más, don Antonio Cuervo y Fernández del Regueiro, abogado, fiscal de Justicia y político, también de estirpe hidalguesca, de Vegadeo. 

La conoció – se cuenta – una mañana de otoño. Él iba de caza por aquellos campos en un caballo brioso y de fina estampa. Y ella se hallaba lavando los pies en una fuente que había frente a la Casoa. Allí, entre el rumor de las aguas frescas de la mañana y el calor tibio de un sol que nacía, comenzó, en unión de amor, el latido acompasado de dos corazones que, poco después, habían de pasar desde las cimas de la felicidad a las simas del dolor. 

Se casaron el 8 de mayo de 1835. La ceremonia se celebró en la capilla que hay dentro de la Casoa. Fueron testigos D. Carlos González de la Galea, D. José Pereira y D. Domingo González de la Sela. Este último, que vivía en la calle Real, de Presa, era hermano de mi tatarabuelo Don José. 

La luna de miel no dejo traslucir nada al exterior, como no fuera lo que es presumible en ese estado de dos amantes – todo el mundo lo sabía – que se habían casado por amor. Recogimiento íntimo, nonadas reciprocas cargadas de ternura, paseos en serenos atardeceres en torno a la ensenada de Fondón, la espera del fruto deseado, proyectos, ilusiones. Vida, en suma. 

Pero esta vida esperanzadora se vio turbada por las exigencias del deber, la necesidad de ausentarse D. Antonio. Este era Gobernador Civil de La Coruña. Allá se fue. Y allí, en “La Casoa”, se quedó Doña Rosa al cuidado de sus padres. En el estado en que se hallaba, nada mejor – entonces – que el hogar paterno para recibir lo que pudiera llegar… 

En sazón llegó la enfermedad esperada, que tan dolorida y tan halagüeña es, a la vez, para la mujer. Y el fruto apetecido. Una niña. En la pila bautismal se le puso el nombre de Claudia María Rosa. 

Doña Rosa quedó mal del trance del alumbramiento, se debilito, se agotó… Su marido fue llamado a La Coruña en vista de la gravedad de lo que ocurría en “La Casoa”. Y con la mayor premura, a caballo, emprendió el camino hacia Rio de Seares. Caminos malos los de entonces, aunque fueran reales. Se dice, no lo duda nadie en la parroquia, que mató tres caballos, remudándolos, en el viaje. Un poco menos de treinta leguas. 

Entre tanto que esto ocurría, D. Rosa se murió, quedándose en sus labios yertos, sin cumplir su destino, su último beso de amor… 

Cuando llegó D. Antonio el cuerpo de su mujer ya estaba enterrado en el Camposanto parroquial de Santa Cecilia de Seares. Se efectuó este enterramiento el día 1 de Noviembre de 1836. 

El destino reservaba a este hombre esa prueba de dolor hondo y fatal. Ya no vería más a su Rosa… 

No fue así, sin embargo. Hombre de leyes al cabo, el conocimiento de estas se vio obscurecido por la arrolladora fuerza de su sentimiento. Y se fue a Seares, al cementerio, y desenterró el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos, y lloró, sin consuelo, en una escena que es, a no dudarlo, inefable… 

A los pocos días los labradores de la vecindad, a altas horas de la noche, se sintieron sobrecogidos al oír la voz triste, doliente, de un hombre que cantaba penas, cosa inaudita en tan sosegados lugares. Era D. Antonio Cuervo que iba a la Barcia, donde está el cementerio, a cantar anegada el alma de tortura, a los restos fríos del cuerpo donde antes anidaba su amor. 

He aquí su cantar: 

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti! 

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril. 

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí donde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme 
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido.
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte:
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti! 

Y así días y días, o mejor noches y noches, durante muchos meses, vagó por los montes de las proximidades pisando tojos, gancelas y folgueiras, y entre estas malezas se dormiría extenuado, con sólo la luz débil pero vibradora de las estrellas. En alguna ocasión se subía a la tapia del cementerio y, encaramado en ella, frente a la tumba, prometía a su inolvidable Searila fidelidad eterna… 

Es muy creíble que cumpliera esa palabra dada. Se cuenta que años más tarde vivía en Vegadeo y desempeñaba el cargo de Fiscal de los Tribunales de Justicia de Ribadeo. El viaje de uno a otro pueblo lo hacía, en lancha por la ría del Eo – cinco millas -, pero recubierto por un toldo, escondido, totalmente ajeno a los, para otro, deliciosos parajes de la ría. Su vida era su dolor, sus recuerdos. Y no más. 

En un artículo publicado en el semanario “Las Riberas del Eo”, de Ribadeo, el 5 de octubre de 1951, califiqué de romántica esta historia de amor. Hoy, mejor pensado, creo que no hubo tal romanticismo. Romanticismo en el sentido de ser entonces moda amar así. Eso no. En esa época, por otra parte tan romántico, no era costumbre que los viudos lloraran de ese modo la muerte de sus mujeres. Este amor no tuvo antecedentes ni consiguientes. Honradamente hoy creo que D. Antonio Cuervo no fue un comediante. Fue, sencillamente, un hombre. Y su mujer, D. Rosa, no sólo una mujer hermosa, sino algo que dentro del matrimonio vale más, buena, buenísima. Tanto, que supo merecer de su marido una pasión de amor irrefrenable, grandiosa. 

Esto en cuanto al fondo. Pero ni por la forma pueden calificarse de románticos los versos de la Searila. Véase: 

 ¡Cuantas veces oculto en mi refugio
escapando a la gente y a mi mismo
baño con llanto el césped y mi pecho 
con mis suspiros agitando el aire!
¡Cuantas veces a solas e inseguro,
anduve por oscuras soledades
buscando con la mente la Alegría
que me robó la muerte despiadada!

¡Oh valle que han llenado mis suspiros!
¡Oh río que mi llanto ha desbordado! 

¿Es acaso esto de algún poeta del siglo XIX? No; ¡qué va! Es de Petrarca, que vivió en el siglo XIV. Este hombre también lloraba por su amada muerta. 

¿Y estos?

  Tengo una parte aquí de tus cabellos
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan. 

Estos son de Garcilaso, poeta que murió el 14 de octubre 1536. 

Lo peor que puede creerse de D. Antonio Cuervo es que fue un imitador de Petrarca y de Garcilaso. Y entonces, por razón de la época, no puede decirse que fuera un romántico. 

Insisto. El amor de D. Antonio fue un amor sin par ni paralelo. Otros amores que perviven en la memoria del mundo y vencen al olvido, son diferentes, por incompletos. Dante cantó con grandes dotes de poeta y de intelectual a Beatriz, la señora de Guardi, de la cual obtuvo de soltera, al pasar, un saludo quizá inocente. Petrarca, cultísimo, también cantó en sonetos y madrigales sublimes a Laura, la esposa de un señor. Macías, trovador gallego, amó y lloró a “alguien” que no fue suyo. Cadalso adoró a la actriz María Ignacia con pasión arrebatadora, que tampoco era su esposa. Herrera lloró a la condesa de Gelves, casada. 

Garcilaso rimó con dolor de amor a Dª Isabel de Freyre, casada con el señor de Toro, alias “el Gordo”. 

Quevedo amó durante veintidós años a Lisi y le hizo unos sonetos maravillosos. Pero el cojo inmortal tuvo que casarse con una señora mayor de cincuenta años, con hijos, la viuda de Cetina…Y no le hizo sonetos. 

Espronceda cantó con “dolor profundo” a Teresa con la cual, en vida, se portó regularmente. 

Bécquer, para muchas de sus rimas, se inspiró en el amor a Julia Espín, casada con un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. 

Tampoco admite comparación el bien reciente de Ana Cecilia, la amada inmóvil. Este fue un amor turbio. 

El que tiene un cierto parecido es el de Rodríguez de Padrón. Allá por el siglo XV, en Galicia, este hombre vagó errante por los montes y lloró desesperadamente mal de amores. Pero lloraba, no a su mujer, sino a una esquiva e ingrata, como hay tantas. 

Y otros amores, producto del genio de algunos escritores, aunque humanísimos, tales como los de Julieta y Dulcinea, no pueden parangonarse al real y tangible de la Searila. 

A todos los poetas antedichos, como tales poetas, los pongo yo en los cuernos de la luna, pero en cuanto a hombres frente al problema del amor creo que fueron poquita cosa al lado de D. Antonio Cuervo. Este señor fue un triunfador, aunque los laureles de este triunfo le costaran tan caros. 

Lo que singulariza este amor es su plenitud. Fue un amor perfecto hasta sus últimas consecuencias. Un amor más allá del sacramento del matrimonio. A los otros amadores inmortales les faltó la prueba de la unión legal para saber hasta donde podían llegar en tanto como prometían… 

D. Antonio llegó al paroxismo del dolor en cuestión de amores, llegó a la linde de la resistencia humana, sin duda. Más allá solo está… la muerte, Infierno o Cielo, lo que Dios quiso. Querría cielo… pienso yo. 

Rosa y Antonio fundieron su amor, en el crisol del matrimonio. Y de él salió agrandado, sublimado. Alquitarado y purificado por el dolor fue, además, bello como la Searila misma, como una rosa. 

Amor completo, con flor y fruto. Aunque después el huracán del infortunio lo arrasara todo. Sí. También Claudia María Rosa murió. Un año después de su madre. 

Un amor así no puede, no debe quedar escondido en ese rincón brumoso de las Asturias. Hay que sacarlo a la luz del mundo. Y ponerlo como paradigma de amor limpio, honesto y cabal. 

Por eso yo creo, rectificando, que este amor no es romántico ni lírico ni cosas de esas. La gesta de la Searila, para mí, es la epopeya del amor español. Mientras no haya alguien que demuestre que hubo en España un amor más grande. 

ALEJANDRO SELA 

Vilavedelle, 1 de Julio 1955. 

El Asilo de Santa Rita y San Francisco de Navia

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 26-6-1955

NAVIA INAUGURARÁ EN FECHA PRÓXIMA EL ASILO DE SANTA RITA Y SAN FRANCISCO

(LO FUNDÓ DOÑA RITA VILARET SARDÓ. EL EDIFICIO TIENE CAPACIDAD PARA VEINTE ASILADOS)

Navia, desde ahora, cuenta con una admirable institución caritativa. Se trata del asilo de Santa Rita y San Francisco, fundado por doña Rita Vilaret Sardó.

El edificio que cobija está institución, construido expresamente, se halla situado en el Barrio de San Francisco de esta villa.

Concluidas últimamente las obras y próxima la puesta en funcionamiento de esta fundación, al Patronato que la rige, se cree en el deber de dar a conocer su existencia. El edificio tiene una capacidad inicial para da alojamiento gratuito a veinte asilados, que sean vecinos del concejo de Navia y siendo posible, también del de Boal

El Patronato está animado de la mejor voluntad para que esta institución cumpla sus fines de la forma más holgada que sea posible, satisfaciendo así los deseos de la generosa donante y en servicio de los posibles necesitados.

Por ello este patronato interesa la colaboración de todos los nativos y amantes de la villa de Navia, ausentes o presentes para el mejor éxito de la obra. Es nuestro deseo respetar el capital fundacional para que sea en todo caso, fuente de renta. Y solicitar para la completa instalación de mobiliario y utillaje, la asistencia económica de todos aquellos que puedan ver con simpatía esta obra. Y en especial, para la mayor suntuosidad y decoro de la capilla que forma parte del Asilo, ornamentos sagrados de todas clases.

Aquellos en quienes encuentre eco este llamamiento, pueden dirigirse al Patronato, el cual tiene abierta a estos fines, una cuenta en el Banco Asturiano de Navia.

El órgano de representación del Asilo está formado por las siguientes personas: Presidente: don Ramón Rodríguez (Párroco); Vocales: Don José Fernández Rodríguez (Alcalde de Navia), don Alejandro Sela (Juez Comarcal), don Jesús Fernández Jardón (industrial), don Carlos Ocampo (Médico).

Pescador de caña

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 17-4-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Hay que decir algo en loa del pescador de truchas con caña. O de otros peces, para el caso es igual. Este deportista tiene mala prensa. Casi está mejor decir que no tiene prensa ninguna. Los periodistas no lo buscan para hacerle interviús, ni le piden su fotografía para ponerla en un periódico con un pie que lo jalee algo. Nada

El que se hace pescador de caña ya sabe lo que le espera. No será el amo, ni el jefe de nadie, ni pretenderá resolver un problema económico en vista de la creciente carestía de la vida. Al revés, el pescador de caña paga el pescado más caro que cualquier otro hombre que no lo sea, si se atiene al debe y el haber de su libro mayor. Es deportista que no mide el tiempo de su actuación con cronómetro, ni tiene enemigo de figura humana con quien luchar. Es el hombre humilde que blandiendo una caña en la mano, busca el aislamiento y la soledad para reñir, según se cree, las más fantásticas batallas, los más fieros combates. Es, en una palabra, si así se me entiende, el trapense de la deportividad.

El pescador de caña “trabaja” solo. A sus espaldas no está el espectador poniendo pegas a su actuación. Ni, si lo hace bien, aplaudiéndole. Es él, después, fuera del río, quien tiene que contar lo que hizo, si encuentra alguien que le escuche. Los menos le creen, los más lo oyen con cara sonriente.  

El combate de hombre a pez, con caña, es noble. El pescador echa su cebo en el río poniendo a prueba la inteligencia y el instinto de la trucha para que pique, si quiere ¡Cuántas veces no quiere! Frente a quien así lucha, está su contrario, el furtivo, alimaña cobarde, que se vale de redes, de cloruros o de nasas.

El pescador, en el río, es un hombre sencillo y bueno. Embebido en su afán, olvida lo que son sus obligaciones cotidianas, que corrientemente, tanto pesan. Deberes para con la sociedad, para con la familia… todo queda a un lado.

Está muy difundida entre el vulgo, la idea de que el pescador de caña es un farolero que aprovecha todas las oportunidades para darse pisto. No es cierto. El pescador, como el poeta, no miente. Refiere sus actos o sus hechos recamados de los más vivos colores, partiendo de datos ciertos. Exalta lo que ve o lo que hizo, pero no lo desfigura. Es quizá el único deportista que experimenta viva complacencia en exagerar un poco sus derrotas. ¿A qué pescador no se le ha escapado con el aparejo un pez gordo? ¿Y eso cuántas veces? Se oye a diario…

El pescador, ser humano, con muchos siglos de civilización a sus espaldas, racional, a veces muy leído, con frecuencia es vencido y burlado en un combate que él mismo busca, con un bicho –  pez – casi insignificante, manco, sin piernas y de sangre fría. ¡Oh manes de la naturaleza!

Pues bien, esto no lo calla el pescador. Lo dice sin rubor. Y con un gesto de humildad y nobleza que lo honran. ¡Ah no, por favor, el pescador de caña, cuando pierde, no es de los deportistas que apelan a la ingenuidad de meterle la culpa al árbitro! ¡Qué va!

El pescador, metido en harina, en el río, no sabe nada de lo que ocurre en el mundo. Es siempre sabrosa y limpia de toda bajeza la charla con él en las veredas de los cauces. Nunca trae la conversación resobada de los cafés y casinos. No nos dice nada de las reuniones de los tres grandes, ni de la selección española de fútbol… ni siquiera de arrendamientos. Ni de otras mil calamidades que Dios manda a la tierra para probar, cada día, nuestra fe de cristianos. El compañero que encontramos, nos alienta en nuestras vacilaciones, nos dice cómo él cree que se pesca más y mejor, y nos habla de los avances de la técnica que nos trajo el hilo de nylon para facilitar nuestros éxitos.

Se llega a ser un buen pescador de caña, no solo por cabeza, sino por pies. El pescador se hace año tras año, temporada sobre temporada, recorriendo ríos, viendo, sacando, de cada fracaso, una experiencia. Adquiriendo ciencia y conocimientos que en lo esencial no son comunicables. Un pescador veterano pesca con ”meruca” y no quiere saber nada de otros procedimientos; otros se valen de “mosca” y no quieren saber más nada. Otros, los más modernistas, quieren el señuelo brillante de la cucharilla, y por ahí se las den todas.

Pero no solo es ciencia, sino también, a la par, arte. Ha de saber defender el aparejo y el anzuelo cuando éste se agarra en el fondo del río a un palo o a una piedra. O cuando, después de un tirón de prueba, se enzarza en los ramajes de un árbol contiguo. Y todo ha de realizarlo con habilidad e ingenio, a pulso. Y lo antes posible para ganar tiempo.

El pescador tiene que ser tenaz y esclavo. Ha de estar en el río la mayor cantidad del tiempo. Los peces no tienen horario fijo, de comidas. No se sabe a ciencia cierta cuándo quieren comer. Sólo con paciencia se coge esa hora del apetito que, en verdad es la del triunfo.

Y toda esa labor se realiza en parajes que merecen ser soñados. Enfrascado en su labor, de vez en cuando, el pescador alza la cabeza, y ve: Allí un grupo de vetustos robles alternados con castaños que se escalonan en una ladera. A otro lado, un prado de regadío salpicado de fresnos y mimbreras en los lindes. A sus espaldas, en lo alto, resguardado del norte, un colmenar hecho con troncos horadados de castaño viejo. Suena, con frecuencia, el cencerro de una yegua con cría que se nota en el breñal. Se oye, no, se sabe hacia dónde, el sonido metálico de una guadaña que alguien afila…

Y arriba, en lo alto, el dios de la luz, el Sol, en algún momento velado por el cendal de esas nubes que pasan, envuelven al pescador entre sombras y claridades…

Transportes de amor

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 13-3-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

El amor aproxima a las gentes. Más concretamente, al hombre y a la mujer. El galán ha de acercarse con relativa frecuencia a su amada para verla. Y, si se tercia, para recitarle un poema…

Es curioso observar, a través del tiempo, los medios de transporte de los cuales se vale el hombre para dedicarse a los afanes del amor. En esto, como en todo, se va notando demasiado la influencia del maquinismo. Por ello, el amor pierde en intensidad y, subsiguientemente, en categoría. Las máquinas dan frialdad a las relaciones humanas. Y estas relaciones pierden contenido emocional. Y la vida sin emoción, realmente, no interesa gran cosa.

La emoción del amor es la emoción por excelencia. Es la que cala más hondo en el ser humano. Es la que lleva a la inapetencia, al insomnio y a la angustia. Cuando el amor es, por supuesto, auténtico. Y es tal, nadie lo ignora, cuando los amantes se dicen, porque les sale del corazón, frases como estas: “Sin ti no podré vivir”, “Quisiera no quererte tanto”. Y más.

Yo creo que los artífices del amor de verdad, son la ausencia y la aparatosidad. La ausencia, es cierto, dosificada. Las visitas convenientemente espaciadas. En la ausencia el amante recurre a la margarita para desvanecer ciertas dudas que le atenazan el alma. En los tiempos que corren apenas se usa esta flor de la familia de las compuestas. Ni apenas se percibe su falta. El teléfono y los vehículos de motor le dieron la puntilla.

Se llega a tener un conocimiento hondo de las cosas, más que viéndolas, pensando en ellas. En la meditación está el secreto del conocer. Y en los menesteres del amor, la necesidad de la reflexión sube de punto. Hoy, cortejando a diario, no queda tiempo. Los novios llegan al matrimonio sin darse cuenta. Han hablado mucho y no se enteraron de nada. Y se encuentran en la otra orilla sin saber cómo han llegado. Que es lo grave…

Y hay más, todavía. La ausencia, cuando soplan buenos vientos, da lugar, en la dulce soledad, al sueño o mejor, al ensueño. O sí se prefiere, a la ilusión. En este estado, los quehaceres cotidianos son más suaves, las estrellas emiten los destellos más fúlgidos, el aire trae ciertas fragancias, las flores son más bellas…

La aparatosidad resulta de la falta de simplificación en las formas y en los medios. Ya el caballero no usa polainas, ni la mujer corsé de ballenas. Cuanta más sencillez, menos intensidad, es decir, menos emoción. Hoy todo es simple y fácil. Y no sólo por parte de los actores, sino también de las comparsas. Los padres, por ejemplo, dan cada día más facilidades… Hagamos historia. Durante muchos años, más que años, siglos, el caballo era indispensable para el transporte de todo. En el amor, como es lógico, desempeñaba un gran papel. El hombre, en general, poco confiado en sí mismo, siempre buscó aliado a Cupido para sus aventuras. Y esas alianzas consistían en adornarse con un gran atuendo personal, cuyos elementos podían ser un sombrero de ala mosqueteril, un traje a la última, unos bigotes ad hoc. Y, sobre todo, un buen caballo. La compañía de un corcel arrogante, facilitaba el éxito de la empresa amorosa. Téngase en cuenta que, en los trances de enamoramiento, el hombre es el ser más petulante de la tierra. Siempre se cree que el mundo gira en torno suyo. La coquetería de la mujer al lado de la petulancia del hombre es muy poca cosa. La coquetería es, normalmente, algo delicado tierno, fino, que agrada a todos y no molesta a nadie. La petulancia varonil, ni mucho menos, no agrada de un modo tan general. Deslumbra, a veces, a las mujeres, pero no es necesariamente, la llave que abre todas las puertas.

El hombre ha tenido siempre una tendencia instintiva a amar fuera de su pueblo. Y en este caso ha necesitado un medio de transporte eficiente. Su ideal era el caballo y, logrado, ya, sin más, era un caballero… palabra que por sí sola, tiene muy grata resonancias para cualquier hombre, aún hoy día. Cualquiera que haya leído algo de historia no podrá olvidar esta estampa caballeresca. Ella, en una ventana o balcón bordeados de enredaderas, y él, sobre un caballo paciente que piafaba, hablándole. A la luz del sol, sí, muchas veces. Pero también a la luz de la luna cuando cuadraba.

El ideal romántico, que duró tanto, ayudó mucho a mantener tensa la cuerda del amor. Por su aparatosidad y la gran cantidad de tortura que llevó a él, como ingredientes fundamentales. El dolor, no ya como fuente del conocimiento, sino como sello que acredita una verdadera verdad. Dolor deleitable, si se quiere, pero eso, dolor.

Don Quijote eligió el camino de la peripecia y del sufrimiento para merecer a su dama. Y, modernamente, un poeta dijo:

 Oh, saber amar es saber sufrir.

Y el mismo en otra ocasión:

 Quien que es, no es romántico. 

Esto ya no tiene sentido actualizándolo. No hay posibilidad de ver romanticismo alguno en un hombre que cabalga una bicicleta con motor.

Al introducirse los medios mecánicos en el transporte, la tracción a sangre pierde terreno. El caballo se cae por la borda y deja paso a la bicicleta, a la moto y al automóvil.

Con el siglo vino la bicicleta a relevar al caballo, en tan honroso menester como es el de llevar al hombre al pueblo de su amada. Por su baratura, todavía subsiste, pero como medio popular, no ideal. Hoy, cualquier rapaz que se estime en algo, suspira por una motocicleta. Y, si sospecha que sus padres tienen dinero, quiere un coche.

El amador de otrora olía a naturaleza, a flores del campo. Ahora sin remedio, huele a carburante, sea gasolina o aceite pesado.

La llegada, a caballo, a casa de la amada, así como la despedida, estaban sazonadas de la más limpia y pura emoción. Ella, intranquila e impaciente, se paseaba por sus estancias y, nerviosa, alzaba los visillos de la ventana oteando el camino por donde venía la buena nueva. Y él, por su parte, espoleaba el caballo que echaba sangre por la barriga y espuma por la boca. A la salida, la misma emoción pero de signo contrario. El pañuelo con sus pliegues albos era la bandera del adiós triste pero esperanzado.

A esto hemos llegado. Despedirse de una mujer, a golpe de acelerador: To — co – to — co – tocotocol… Rrrrrrrrrrr…

Da pena.

Avellanas de Navelgas

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Octubre-1954; NORTE. 16-9-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Vencido el verano, es cosa de rememorar un poco el pasado en cuanto a los hábitos y costumbres de las gentes en aquél, para conocimiento de las generaciones que están brotando.

Me surge el asunto por haber comido este año, como otros, avellanas de Villaoril. La avellana ha sido siempre, para mí, un fruto grato, una golosina. La avellana fresca y bien torrada, se entiende.

Se trata de un fruto privilegiado de las tierras de Asturias. Se da muy bien en ciertas zonas. Y a través del tiempo, han surgido los artesanos que saben ponerla a punto para darle el sabor más delicado. Pocas cosas hay mejores durante el verano, para regodeo de nuestros paladares, que un puñado de buenas avellanas. Las que se venden en Oneta y Villaoril, entre otros lugares, no fallan. Vienen, según mis informes, de las tierras fecundas de Navelgas.

La avellana se ha prodigado siempre en las fiestas del occidente asturiano. A ellas iba y va como elemento indispensable. Hasta el punto de poderse decir: sin avellanas no hay fiesta. Y en ellas se da cita con los retoños del árbol que la produce, que también colaboran en las fiestas. Nos referimos a las varas de los cohetes.

El avellano es, sin duda, un árbol festejero.

Pero la avellana, a través del tiempo, se ve claro, pierde terreno y categoría. Antes llegaba a las fiestas en sacos y en cestas, en abundancia. Abundancia que, por sí sola, implicaba señorío. Ahora, en muchos sitios, se venden en bolsitas de papel, casi contadas una a una. Es la mezquindad que indica, para los que conocimos lo otro, todo lo contrario de aquel señorío.

Antes era muy de rigor regalar a las mozas las avellanas. Era el presente obligado que ningún rapaz que se estimase en algo dejaba de cumplir. Y la mujer, cuando tenía confianza, las consideraba como un derecho de fuero. Y las pedía.

Aunque a primera vista no lo parezca la avellana desempeña en el amor un papel muy trascendente. Llegarse a una mujer, conquistarla, a cuerpo limpio, por tipo, es algo menos frecuente de lo que se supone en las “peñas” de los cafés… Para el buen éxito, la mujer hay que halagarla, no solo con palabras, sino con hechos. Y uno de esos “hechos” es el regalo, el presente, que acredita el recuerdo cuando se está ausente, y el buen ánimo y la buena disposición, y a veces, el sacrificio… Gastarse los cuartos por una mujer supone algo.

La avellana como tal “hecho”, desempeña su papel a las mil maravillas. Al comerla, produce un ligero mareo muy favorable a las palabras de afecto y a las concesiones honestas. En ese estado la mujer más intransigente se pone muy propicia al “sí”, cuando se le hace un requerimiento movido por sentimientos elevados y definitivos. Téngase en cuenta que el amor, lo sabe cualquiera, cualquiera que haya pasado por ello, es un estado de mareo recíproco, de anonadamiento lleno de acongojadas emociones.

La avellana, por otra parte, es muy adecuada para la gente joven, de buena dentadura. Romper la cápsula de la avellana supone vigor dental, fuerza, juventud. Por eso las mamás de las mozas, casaderas a las que hay que suponer dientes flojos, prefieren el presente a base de bombones, caramelos o algo que se disuelva en la boca en el más suave y dulce de los esfuerzos. Por la parte que les pueda corresponder, claro es.

Es frecuente. Una buena parte de los bombones que se regalan a las mozas suelen comerlos las mamás y, se dan casos, los papás. Los bombones predisponen el ánimo de casi una familia. La conquista con ellos, se hace más fácil probablemente, pero lo que se gana en facilidad, se pierde en mérito ciertamente. Una madre puede ser un buen aliado; pero resta valor de autenticidad a la empresa.

El hombre se muestra más satisfecho cuando la conquista es obra personal suya. Cuando está convencido de que su ingenio y sus virtudes deciden la voluntad de una mujer reacia en sus principios. La avellana es arma lícita. La comprobación de este aserto flota en el ambiente. A las primeras de cambio se ven sus buenos resultados.

Muchas parejas de buena voluntad han ido a la vicaría por algo tan simple como comer avellanas. Pequeñas causas, a veces, producen grandes efectos.

Es cierto que por ahí puede haber algún marido que guarde a las avellanas cierto rencor… Pero esto no es más que la excepción que confirma la regla.

Más, decididamente, la avellana une. Siembra el amor por donde quiera que va. No en balde la almendra comestible, el contenido, tiene el valor de un símbolo. Tiene forma de corazón…

Señores, haya paz…

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Agosto -1953; Hacia la ría del Eo (1957)

Vamos mal. Sí, vamos mal… Los que tenemos cierta cantidad de añitos, ahora, en el verano, en época de fiestas, en vez de ilusionarnos con lo que los pueblos nos prometen, nos refugiamos en nuestra propia mente, en el recuerdo, para evocar lo que hemos vivido. O, mejor, lo que hemos perdido.

Ya no suceden las cosas igual que en nuestros tiempos de combate.

El deporte, como espectáculo de fiesta, se ha incrustado en los pueblos del occidente asturiano. Y no, a nuestro juicio, para mejorar las costumbres.

A causa de ello los pueblos de este rincón asturiano se quieren mal. O, si se prefiere, dulcificando la expresión, no se quieren bien. Y, por consecuencia, en el mejor de los casos, se aíslan y prescinden unos de otros.

Pues no. Yo creo que debiera haber de pueblo a pueblo más cordialidad, más intimidad, más confianza.

Hay quien cree, mucha gente, que tener un buen equipo deportivo en un pueblo es un signo de civilización y de cultura. No sé. Por de pronto, yo no lo creo. Es chocante. Cuando surge una gresca por esos campos, siempre sale a defender tan altos valores el menos indicado. Y, a veces, con un lenguaje que no es nada edificante.

Claro es que, entre estos pueblos hubo ciertas rivalidades. Pero antes las causas eran distintas. Por lo menos más caballerescas. En el fondo de toda lucha entre pueblos siempre se encontraba, hurgando un poco, unos ojos soñadores, es decir, ojos de mujer. Por “ella” y sólo por “ella” venía el encono. Sí. Varios hombres se interesaban por una misma mujer, y cada uno de ellos tenía sus simpatías en la causa. Y siendo ellos de diferente pueblo, ya estaba el lío armado.

Pelear por una mujer es algo, a primera vista, muy romántico. Pero, al mismo tiempo, es lo clásico.

Don Quijote, a quien los entendidos nos dan por el prototipo de la raza, llevó muchos golpes para “quedar bien” ante una mujer con la que no había hablado nunca y que, tal vez, ni siquiera conocía.

A través de muchos textos de nuestra historia y de nuestra literatura se ve como el hombre, para demostrar ser tal ante el sexo opuesto, realizó algo próximo a locuras. Se comprende.

Cuando entran en juego unos ojos, algo que tal, o un rizo que cae sobre una frente con cierto donaire, no es de extrañar nada.

Lo malo y lo que es de extrañar es que las luchas del presente tengan su origen en el gesto poco prudente de un deportista, que en el mejor de los casos tienen las piernas bastante peludas.

Es triste. Se pierde el gusto. Antes se luchaba por algo que era muy caro a los sentimientos de los hombres, a lo más íntimo de su corazón. Ahora se lucha por poco o, quizás, por nada.

En mi tiempo, las ilusiones de un hombre, a los catorce años, se cifraban en tener novia y echar el humo por las narices. A hora, a la misma edad, se cifran en tener unas botas de futbol y una camiseta a rayas.

Yo creo que ante las generaciones futuras estamos dando a priori el espectáculo. ¿Qué dirán de nosotros? Es mejor no pensarlo.

La mujer, arrastrada por la fuerza de la corriente, sin darse cuenta, está viendo perderse la más hermosa de sus prerrogativas: la de que el hombre ya no lucha por ella. Hay que reconocer que no tiene la culpa. La sociedad, o más concretamente el hombre, casi ha divinizado el deporte y se salió de la vía. La gente moza busca ante todo, lo tiene a gran gloria, batir un “record”, conseguir una “plusmarca” o lograr “un campeonato”. Antes un rapaz dedicaba todos sus esfuerzos, todos, por conseguir un corazón… Ahora se esfuerza denodadamente por conseguir una copa no sabemos de qué metal construida. Da pena.

No, no queremos decir que el hombre haya perdido cualidades. Queremos decir que las tiene mal encauzadas. El hombre, en sustancia es el mismo de siempre.

Se suele hablar del progreso de los tiempos. Según. Los tiempos nos traen cosas buenas y malas. Por lo pronto hay una cosa cierta. Cada año van a nuestras fiestas, a nuestros espectáculos deportivos, mayor número de guardias civiles de servicio. Es sintomático.

Y, hay que decirlo: doloroso. Parece que la alegría y el esparcimiento del ser humano no debieran tener límites. Y, sin embargo, hay que ponérselos.

No quisiéramos que se viera en lo dicho una recomendación a la violencia. No, sería inmoral. Nosotros, en cuanto se nos conceda autoridad, recomendaríamos paz. Claro que en el caso de que las pasiones de la gente joven sean irrefrenables siempre preferiríamos que las guerras fuesen por las causas de antes. Sabemos cierto, de oídas, de buena tinta, que en todos los pueblos del occidente asturiano hay muchas mujeres por las cuales cualquier hombre, sin deshonor, puede recibir, no diré que un par de palos, pero sí un buen estirón de orejas.

Homenaje a «Chele»

Programas y folletos

Texto taquigráfico del discurso pronunciado por D. Alejandro Sela, en la cena – homenaje a D. Félix García “CHELE”, celebrada el día 13 de Abril de 1952, en el Hotel Mercedes de Navia.

Publicado en: Programa de Fiestas de San Roque, 1964

Bueno.

Voy a hablar. En realidad yo no he sido nunca partidario de las charlatanerías de banquete, nunca me han gustado, por parecerme que lo que en ellos se dice, a los postres, más que ideas puras y limpias, fruto de cabezas despejadas, son más bien ideas turbias y enclenques, producto de excitaciones alcohólicas.

Sin que esto suponga una excepción, allá va, allá voy. Si he de ser orador algún día, creo que ya va siendo hora de empezar. A ello me anima sobre todo la confianza de que me vais a juzgar, no por la brillantez de mi exposición, sino por lo que veáis de sincero en lo que diga.

Quiero, si no justificar este acto – cada cual es libre para enjuiciar – justificar el por qué he venido yo. Me interesa.

Esta cena o comida, entiendo yo, se celebra en honor de la buena voluntad, de la sencillez y de la humildad. Cualidades todas ellas reunidas y concordadas en una sola persona: Chele.

Ha sido, pues, la causa, tan honrosa, la que me ha movido a venir con verdadero placer y contento.

Y ha querido, además, el azar, la suerte, traerme a esta casa que ha sido mi hogar cerca de tres años, formando parte de una gran familia de la que es timonel el nunca bien ponderado Benjamín, también humilde, trabajador y caballero. ¡Ah!, se me olvidaba, y lector incorregible del “Coyote”.

Yo tengo a Chele, lo he tenido siempre, por una gran persona. Y vosotros al acudir aquí, sin duda lo tenéis en una opinión que no es más baja que la mía. Cuanto se haga y cuanto se diga en alabanza de este hombre, es justo. Nadie como él personifica hoy las esencias más puras de esta villa de Navia, uniendo por su edad, un pasado relativamente lejano con la actualidad que vivimos. Y siempre actuando, en beneficio de todos, con el mismo espíritu: jovial, alegre, voluntarioso y desinteresado.

Yo he venido hoy a cenar con Chele para disfrutar unas horas de placidez y tranquilidad. Por unas razones o por otras, por dentro o por fuera, mi vida es bastante intensa. Y así como el velero después de recorrer muchas singladuras de mar embravecido y proceloso se refugia en una bahía para ordenar su arboladura y su velamen, así yo recalé esta noche en esta ensenada, para dar refacción a mi espíritu donde brilla la paz y la cordialidad en torno a un hombre bueno.

Concurre en Chele una circunstancia que ejerce sobre mí un enorme atractivo. Es ella la de no ser un hombre leído.

Chele, bien nacido, se ha formado a sí mismo en una vida llena de humildad. Él es el artífice de su propia persona. En contacto con la lucha diaria, ha tenido el gran instinto de asimilar las enseñanzas de los buenos y dar de lado, despreciándolos, los malos ejemplos de los malvados. Se ha formado, no por influencias de pedagogías ni retóricas, sino en la escuela de la vida, que es la más pura fuente de conocimiento.

Soy yo, precisamente yo, muy leído, quizá excesivamente leído, el que viene aquí a hacer un cálido y sincero elogio de una personalidad así elaborada.

Los hombres de buen corazón y de alma transparente no necesitan lecturas ni maestros para dar ejemplo de vida. Son seres puros y sanos, como frutos selectos de la naturaleza.

Frente de estos hombres están – yo me incluyo – los que estudian, los que están hartos de letras de imprenta y de tener maestros barbudos. Nosotros – los así formados – ya no somos fruto de la naturaleza, sino más bien seres artificiales, algunos de aparente vistosidad, pero en el fondo eso: puro artificio. Por encima de lo que se llamó cultura o civilización, o cosas de esas, solo hay una gran verdad, como dijo un gran ingenio: cada uno es como Dios lo dio, y aún peor muchas veces.

Chele, pues, es un ser natural, formado en la vida. Yo, artificial, formado en los libros. Pero a pesar de esta indudable diferencia en cuanto al ser, hay algo que nos une y nivela.

Chele, con el corazón, va por la vida. Y yo, el que estudio, voy guiado por una cabeza mejor o peor nutrida. Pues bien, los corazones y las cabezas bien intencionadas no deben representar valores sociales dignos de estima. Para nuestra actuación en la vida no hay alientos ni estímulos. Nosotros no tenemos cupo en los repartos de incienso. Hemos llegado tarde.

En las columnas de los periódicos no habréis visto nunca nuestros nombres para ensalzarlos un poco, no hay sitio. Esas columnas de periódicos están abiertas de par en par para alabar, no los corazones ni las cabezas, sino a los que tienen unas piernas en condiciones. ¿Y quiénes están bien de piernas?. Lo sabe cualquiera: los futbolistas y las artistas de varietés.

Para ellos son las glorias y los laureles de la apreciación social.

Pero no importa. Chele es humilde por naturaleza y yo lo soy por resignación. Ambos nos damos por servidos, no ya con que ese nos quiera bien, sino con que el pueblo de Navia no nos quiera mal.

Yo recuerdo ahora las múltiples veces que, en época de fiestas, he visto a Chele con manojos de cohetes. Me produjo la misma sensación que si viera a una mujer con ramos de flores. Es decir, me produjo efectos agradables.

Ya sabéis para que quiere Chele la pólvora. Para prenderle fuego y hacerla ascender por los caminos del cielo, guiada por una vara de avellano, y producir a la altura de las nubes el fenomenal estampido. Así, con tanta sonoridad, nos llama a todos a las fiestas, a la alegría y a la vida.

¡Qué contraste tan enorme! Los hombres cultos, las grandes mentalidades del mundo, los conductores de pueblos, ¿sabéis para qué quieren la pólvora? Para embutirla en los cartuchos de los fusiles y de los cañones. Y luego que tienen muchos hechos, se reúnen en pomposas asambleas internacionales, arman «el bollo» y llevan al ser humano, no a la alegría y a la vida, sino al aniquilamiento o a la destrucción, al sacrificio, o la guerra y, en fin, a la muerte.

El más grande de los españoles de todos los tiempos, Cervantes, ya dijo en su Quijote que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos. Chele, en su humildad, en su silencio, es las dos cosas. Nada de arrogancias. Y sobre esta base de conocimiento humano, se destaca lo que es más visible y da perfil a su ser: Chele es una persona, tiene personalidad.

Para mí, ser persona consiste en que en los actos de la vida se piense con la cabeza propia y no con la del vecino. Chele no es el que pide consejos a Juan o a Pedro para saber lo que tiene que hacer en cada caso. Cuando Chele sale de casa sabe a donde va, cierto, seguro, sin mirar a los lados, importándole un bledo que los que lo vean rían o lloren. A él no le interesa saber eso. Eso, sí. Va siempre dispuesto a hacer bien a todos, si puede, y mal a ninguno.

Y con el espíritu más elegante que pueda tener el ser humano: estar siempre dispuesto a darlo todo, y no esperar ni pedir nunca nada.

Esto es enorme, caballeros.

La mayoría de los hombres cuando salimos de casa no sabemos ciertamente o donde vamos. No sabemos con seguridad si vamos a hacer bien o mal; miramos a los lados; nos preocupa lo que pueda pensar el vecino o el amigo; con vanagloria buscamos el aplauso para nuestros actos, nos fijamos en lo que hacen !os demás, pedimos consejos, nos mueve el interés más de lo que se supone la gente, etc. etc. En una palabra, dudamos. No tenemos confianza en nosotros mismos. Somos el tipo Hamlet, que si se nos ha de dar algún valor como tipo humano es por contraste, solo por contraste, para que sobre el fondo de nuestra mediocridad resalten los buenos, los mejores.

Yo he venido hoy aquí, además, ostentando una representación: la de los pueblos de las orillas del Eo. Ribadeo y Castropol, por mi aunque indigno, nacido en una de aquellas orillas, están representados. No podían faltar. Muchos de los jóvenes de esos pueblos dimos aquí los primeros pasos al lado de una mujer que nos sonreía. Y esos primeros pasos por cierto estaban iluminados por unos farolillos que tú, Chele, colgabas de unas redes que previamente tus manos delicadas pero viriles, tejían de rama a rama en los árboles del parque.

¡Farolillos! ¡Luciérnagas que disteis luz a nuestras primeras ilusiones!

Chele, eres un poeta, un gran poeta. Con tus manos, por ser pintor, embelleces nuestras moradas, recreas nuestra vista. Con tu gran corazón nos ennobleces. Y con tus actos, llevas a nuestras almas la alegría y el contento.

¡Chele, eres un artista!

Yo siento que en estos momentos no nos acompañe alguna mujer de Navia. Pero es igual. Yo sé que te quieren todas, una a una. Puedes estar orgulloso.

Nada hay que ensanche y eleve tanto el corazón de los hombres como el saberse honestamente querido por almas de mujer. Puedes emocionarte un poco, si quieres. En estos instantes pensarán todas en ti, sin duda. Las mayores, con gratitud a lo que has hecho por ellas. Y las más jóvenes, que ya te conocen, con la ilusión y la esperanza de que cumplas siempre lo que has creído ser tu deber….

NOTA. – Chele nació en San Roque, el 13 de enero de 1.888.

La Searila

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-10-1951; La Searila (1955)

A Pedro G. Arias

Por los pueblos del occidente asturiano corre y se cuenta, desde hace más de un siglo, una historia romántica que quizá valga la pena recoger para conocimiento de los amigos del Eo, en especial para aquellos – nativos – siempre presentes en espíritu, aunque ausentes en cuerpo.

En la Casoa, al borde de la ría del Eo, feligresía de Seares, hubo y hay una casa hidalga que perteneció al marquesado de Santa Cruz. Se conserva en bastante mal estado con un escudo al frente y una capilla al lado. Hoy pertenece al opulento hacendado castropolense Dr. D. Manuel Pérez Prieto, quien la tiene arrendada a un colono. Como tantas mansiones de la antigua nobleza en la actualidad está convertida en casa de labranza. En esta casa, en 1810 nació doña Rosa Pérez Castropol, quien, 26 años más tarde, al fallecer había de ser causa de escenas conmovedoras y doloridas por parte de su enamorado esposo D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero.

Criada doña Rosa en un hogar señorial, educada al estilo propio de tal condición, su niñez y adolescencia fueron una promesa constante de la bellísima mujer que, con el tiempo habría de ser. A su hora, cuando la naturaleza dio las pinceladas definitivas a tan distinguida dama, por los contornos creció la fama de su belleza y virtudes que le hizo ser muy codiciada por los galanes de su clase que pudieran considerarse candidatos a llevársela al altar. Entre todos, lo logró el ya citado don Antonio, abogado y político, natural de Vegadeo, también de hidalga familia.

Cuéntase que D. Antonio conoció a doña Rosa una mañana de otoño. Él, sobre brioso caballo, iba de caza por los montes de Agelán y Presa, contiguos a la Casoa. Y ella, en aquellos momentos, se hallaba lavando los pies en una fuente que existe al lado de la casa. Don Antonio se apeó del caballo y hablaría lo que fuera del caso a aquella mujer que aseaba la pureza de su cuerpo con la pureza de aquellas aguas madrugadoras. Y allí, en aquel lugar, sobre un suelo cubierto por hojas secas de castaño y roble y entre el rumor de una generosa fuente, comenzarían para ambos las gratas congojas de un noviazgo.

Se celebró la boda en 1835 con el fasto que es presumible en gente de tal alcurnia y entonces, por supuesto, comenzó una luna de miel prometedora de las más duraderas venturas. Pero los hados no quisieron que esas venturas fueran efectivas D. Antonio, a la sazón Gobernador civil de La Coruña, tuvo que reintegrarse rápidamente al cumplimiento de sus deberes oficiales en la capital galaica, quedándose, en la Casoa, con su familia, doña Rosa. No se sabe, ciertamente, cuanto tiempo convivieron después de casados, pero, necesariamente, fue poco. Por el año 1836, doña Rosa dio a luz una niña, Claudia María Rosa. Y algún tiempo después, sin que se sepa de qué enfermedad, quedó viudo don Antonio. Con toda celeridad, fue avisado éste de la enfermedad de su esposa. Al enterarse, lleno de inquietudes, buscó cabalgadura para, a toda prisa, correr hasta el lecho dónde su mujer padecía. Se dice, aunque parezca inverosímil, que en la distancia que hay entre La Coruña y la Casoa – hay por carretera, unos 170 km – mató o asfixió, por relevos, tres caballos. Tal fue el deseo angustioso – quizá por presentir lo que ocurría – que D. Antonio tenía que llegar. Pero toda su diligencia fue poca, llegó tarde. El cadáver de Dña. Rosa ya había recibido cristiana sepultura en el campo-santo parroquial de Santa Cecilia de Seares el día 1 de noviembre de 1836.

El dolor de D. Antonio en aquellos momentos llegó a extremos verdaderamente tristes. Hizo desenterrar el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos y lloró, ante él, desconsoladamente. A partir de esta escena, durante varios meses vagó por los montes que circundan el cementerio llorando y cantando la Searila, que él compuso en esos atribulados instantes.

He aquí su cantar:

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril.

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí dónde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti!

Este es el cantar con el que en alta voz, D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero, lloró la muerte de su tan querida mujer. Los castaños, pinos y robles de los montes de Decer, Los Cubos, Agudela, Carballo y Agelán tal vez servirían de apoyo a D. Antonio en sus momentos de aflicción y, tal vez, asimismo, las gancelas que entre ellos se crían serían, varios meses, el único lecho donde descansaba de tanto penar.

De niños, hace años, cuando íbamos a la escuela de Seares, oíamos a las mozas de estos campos cantar la Searila. ¡La Searila! Canción que nació para expresar una desesperación y un dolor, fue más tarde, a través de los años cantada por mozas llenas de vida y de ilusiones.