La Searila. Historia de un amor pleno, sublime

Hacia la ría del Eo

Publicado en: Hacia la ría del Eo (1957)

LUGAR DEL SUCEDIDO

Seares es un pueblecillo o aldea que pertenece al concejo de Castropol, en el occidente asturiano. Dista de la capital, Oviedo, poco mas de veintiocho leguas. Está enclavado en una hondonada que forman poblados montes de pinos, robles y castaños. La altura más elevada corresponde al pico de Lodos, desde el cual se domina un paisaje de incomparable belleza: el que forman la ría del Eo y sus pueblos ribereños, Ribadeo, Castropol y Vegadeo.

El pueblo o, mejor dicho, la parroquia de Seares, la habitan alcurniados labradores, solamente. Y que viven – han vivido siempre – en una paz idílica o virgiliana. Como se quiera.

Pero ha habido un tiempo de su historia en que esa paz se vio quebrantada por un acontecimiento altamente emotivo, conmovedor.

En un barrio de esa parroquia, el de Río de Seares, hay una casa, La Casoa, con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social elevada. Hoy es una casa de labranza como cualquiera otra, pero está muy deteriorada. A simple vista, sin embargo, se nota su ranciedad y su abolengo de origen. Claro. En ella vivieron los Pérez Castropol, descendientes de un virrey en la isla de Cuba durante la época colonial. Antes de construir La Casoa, la casa solariega de estos señores estaba en Grandallana, el poblado más elevado de Seares. También se conserva y la ocupan pujantes labradores.

En las cercanías de esta última, casi al lado de la huerta, hay una ermita dedicada a Nuestra Señora de la O, fundada por la familia. Tiene un retablo y una lamparita llenos de sencillez y encanto

LOS DOS AMANTES

En La Casoa nació el 15 de Junio de 1814, una mujer, Rosa Pérez Castropol, que había de dar – y sigue dando – mucho que hablar. Primero, por su belleza, y después, por su desventura.

Tuvo esta mujer una vida breve, poco más de veintidós años. Fue repito, de delicada hermosura, bellísima. Y esto explica que, al aflorar a la vida, moviera las voluntades de los que la conocían a admirarla, a amarla y a quererla. Y, en especial, las de aquellos jóvenes de los pueblos circundantes que pudieran considerarse merecedores a ser aceptados al dulce y acongojado coloquio del amor. Resultó elegido, entre más, Don Antonio Cuervo y Fernández Reguero, también de estirpe hidalguesca. Nació éste el 10 de Diciembre de 1809 en la Galea de Vegadeo, parroquia entonces de Piantón.

NOVIAZGO Y BODA

Se hicieron novios muy jóvenes. Cuatro años antes de su boda ya estaba el idilio en marcha. Se conserva un poemita que lo acredita. Don Antonio, con ocasión de un viaje, se despide de ella y, entre otras cosas, dice

 Por esos ojos bellos 
por esa boca amable
mi sed es insaciable,
mi pecho siento arder.
Auséntome yo de ellos;
quien sabe si mi amiga
con nuevo amor se liga
¡Oh, cuanto es el temer!

El noviazgo era bien visto por ambas familias, la de ella y la de él. Había un remoto parentesco entre sí. Venían, allá en la lejanía de la ascendencia, de un tronco común.

Se casaron el 8 de mayo de 1835. La ceremonia se celebró en la capilla – hoy desmantelada – que hay dentro de La Casoa. El matrimonio no se inscribió en el Registro Parroquial hasta pasado algún tiempo. Pero por razones íntimas, puramente familiares. Y no políticas, como se sospechó.

La luna de miel no dejó traslucir nada al exterior, como no fuera lo que es presumible en ese estado de los amantes – todo el mundo lo sabía – que se habían casado por amor. Recogimiento íntimo, monadas recíprocas cargadas de ternura, paseos en serenos atardeceres en torno a la ensenada de Fondón y por las riberas de Vilavedelle, la espera del fruto deseado, proyectos, ilusiones. Vida, en suma.

Cuando se casaron Don Antonio tenia hechos los estudios de Derecho, pero no estaba habilitado todavía para el ejercicio de la abogacía. Era preciso, por lo visto, realizar una prueba de suficiencia ante la Audiencia. Él realizó el examen en la de Oviedo el 6 de Junio de 1836. Al día siguiente, el 7, le escribió una carta a su padre dándole cuenta, en forma bastante humorística, del buen resultado de la prueba. Estaba presente, le había acompañado en el viaje a Oviedo, su esposa Doña Rosa.

Pues bien, esta vida esperanzadora se vio turbada por las exigencias de deberes profesionales. Don Antonio tenía que ausentarse a La Coruña. Y allá se fue, y allí, en La Casoa, se quedó Doña Rosa al cuidado de sus padres. En el estado en que se hallaba nada mejor – entonces – que el hogar paterno para recibir lo que pudiera llegar…

En sazón llegó la enfermedad esperada, que tan dolorida y tan halagüeña es, a la vez, para la mujer. Y el fruto apetecido. Una niña. En la pila bautismal se le puso el nombre de Claudia Maria Rosa.

Doña Rosa quedó mal del trance del alumbramiento, se debilitó, se agotó… Su marido fue llamado a La Coruña en vista de la gravedad de lo que ocurría en la Casoa. Y con la mayor premura, a caballo, emprendió el camino hacia Rio de Seares. Caminos malos los de entonces, aunque fueran reales. Se dice, no lo duda nadie en la parroquia, que mató tres caballos, remudándolos, en el viaje. Un poco menos de treinta leguas.

MUERTE DE DOÑA ROSA Y DESESPERACIÓN DE DON ANTONIO

Entretanto que esto ocurría Doña Rosa se murió, quedándose en sus labios yertos, sin cumplir su destino, su último beso de amor…

Cuando llegó Don Antonio el cuerpo de su mujer ya estaba enterrado en el camposanto parroquial de Santa Cecilia de Seares. Se efectuó este enterramiento el día 1 de Noviembre de 1836.

El destino reservaba a este hombre esa prueba de dolor hondo y fatal. Ya no vería más a su Rosa…

No fue así, sin embargo. Hombre de leyes al cabo, el conocimiento de éstas se vio oscurecido por la arrolladora fuerza de su sentimiento. Y se fue a Seares, al cementerio. Y desenterró el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos, y lloró, sin consuelo, en una escena que es, a no dudarlo, inefable…

A los pocos días los labradores de la vecindad, a altas horas de la noche, se sintieron sobrecogidos al oír la voz triste, doliente, de un hombre que cantaba penas, cosa inaudita en tan sosegados lugares. Era Don Antonio Cuervo que iba a la Barcia, donde está el cementerio, a cantar, anegada el alma de tortura, a los restos fríos del cuerpo donde antes anidaba su amor.

He aquí su cantar:

 Solitaria mansión del sepulcro,
 sólo en ti mi esperanza se encierra,
 que, perdido el amor, es la tierra
un abismo de mal para mí. 
 Negro abismo, que ahoga implacable
 en un mar de tristezas mi alma:
 que de Dios la piedad me dé calma,
 ¡ay, Searila! reuniéndome a ti. 
 ____
 ¡Cuántas veces gozosa, y conmigo
 embargada de amores suaves
 escuchaste el cantar de las aves
 en la dulce mañana de Abril! 
 Poco tiempo duró nuestra dicha,
 ¡y cuán pronto acabó mi fortuna!
 pues no quiero tampoco otra alguna
 ¡ay, Searila! viviendo sin ti. 
 ____
 Todavía afectado recuerdo
 cuando en nuestra desgracia decías,
 que en fatídicos sueños veías
 de una tumba la lápida abrir. 
 Del destino ¡oh, visión pavorosa!
 que alejabas de mí la alegría,
 se cumplió la fatal profecía,
 ¡ay, Searila, que vivo sin ti!
 ____
 En tus brazos morir ¡qué consuelo!
 conmovida otra tarde dijiste:
 infelice y siquiera me viste,
 espirando apartada de mí. 
 Niña aún, y tan sola muriendo,
 ¡cuán amargo al morir te habrá sido!
 no escuchar el acento querido
 ¡ay, Searila, anhelando por ti!
 ____
 De la vida en el último aliento
 tu tristísima voz me llamaba; 
 ¡desgraciado de mí! ¿dónde estaba
 que en tu angustia no pude acudir? 
 Por los campos buscando tu huella
 vanamente que ahora me empeño:
 que aturdido paréceme un sueño
 ¡ay, Searila, vivir yo sin ti!
 ____
 Sueño horrible que el alma devora
 que hasta el fondo taladra mi pecho,
 sin poderme yo ver satisfecho, 
 que apetezco cual nadie sufrir. 
 Lo apetezco; y la vida me agrada
 cuanto más me consumo y me mato,
 pues no quiero me acuses de ingrato
 ¡ay, Searila, si vivo sin ti!
 ____
 Que abomino de vida sin cielo
 donde ver de tu sol los fulgores,
 ni risueñas me alegran las flores,
 cuando el alma se siente morir. 
 Y alegrarme jamás yo no quiero,
 ni pagarle al amor más tributo
 que los ojos no ven sino luto,
 ¡ay, Searila, no viéndote a ti!
 ____
 Sola ahora y por todos dejada
 en el lóbrego hogar de la muerte,
 nadie hay, nadie que a él venga a verte,
 si no viene tu amante infeliz. 
 Soledad a tu lado es mi vida,
 que es sin ti toda vida el desierto,
 no respiro, mi ser está yerto, 
 ¡ay, Searila! si no es junto a ti.
 ____
 Caminando la pálida luna
 por la bóveda inmensa del cielo,
 que comprende parece mi duelo,
 no queriendo como antes lucir. 
 De la noche durante el silencio
 tu sepulcro rodeando acompaña, 
 y en tristeza profunda me baña
 ¡ay, Searila! velándote a ti.
 ____
 Mustia ahora la frente y doblada
 sobre el pie de la lápida fría,
 yo te espero ¡oh tremenda agonía!
 como al ángel que mira por mí. 
 Yo te llamo: el momento me acerca;
 que en el cielo felices y amantes
 las dos almas se junten como antes,
 ¡ay, Searila, pues muero por ti! 

Y así días y días, o mejor noches y noches, durante muchos meses, vagó por los montes de las proximidades pisando tojos, gancelas y folgueiras, y entre estas malezas se dormiría extenuado, con sólo la luz débil pero vibradora de las estrellas. En alguna ocasión se subía a la tapia del cementerio y, encaramado en ella, frente a la tumba, prometía a su inolvidable Searila fidelidad eterna…

VIDA ULTERIOR DE DON ANTONIO

Don Antonio vivió cinco años sumergido en dolor profundo, totalmente inhibido de la vida social. Por esa época compuso otro poema Horas tristes. De él copio sólo este verso en el que decía que pasaba.

horas de horror sin tregua y sin olvido.

En el año 1841, con cierta resignación, comenzó a actuar en la vida profesional y política. Quiso ser magistrado y no lo logró. Se lo designó agente fiscal, pero no aceptó. Poco después se le nombró secretario del Gobierno Civil de La Coruña, cuyo cargo desempeñó varios años. Tuvo en él una actuación brillante, nobilísima. Con ocasión de una epidemia del cólera, se estimó tan meritoria su actuación desde su puesto que el ayuntamiento de la Coruña le nombró hijo adoptivo.

Fue, más tarde, Fiscal de Marina en los tercios Navales del Norte.

El 28 de Diciembre de 1854 tomó posesión del cargo de Gobernador Civil de Zamora, para el que había sido designado por el Gobierno. El 18 de Julio de 1855 pasó a desempeñar la misma función en Lugo. Y más tarde los de Albacete, Teruel, Santander y Murcia. Cuando estaba nombrado para desempeñar el de Granada, en 1863, pidió el retiro que le fue concedido con una pensión de 7000 pesetas anuales. Y se le concedió, además como reconocimiento de los servicios prestados a la Patria, la Encomienda del Mérito Civil.

Desde entonces hasta la fecha de su muerte vivió en torno a la ría del Eo. En Vegadeo y Ribadeo. Y, por último, en Castropol donde murió el 2 de abril de 1890, a las tres de la tarde.

VALORACIÓN DE ESTE AMOR

El amor de Don Antonio Cuervo fue, sin duda, hace tiempo que lo vengo diciendo, de gran relieve. Concedo que durante el noviazgo y el matrimonio no tuviera, aún siendo apasionado, nada de particular. Pero a partir del fallecimiento de Doña Rosa es cuando adquiere los caracteres de la sublimidad. Y que le hacen ser digno de figurar como un hito en la historia del amor universal.

Hay muchas clases, muchas clasificaciones del amor: Quizá tantas como personas trataron la materia. Por vía de ejemplo citaré a Stendhal. Este autor distingue el amor pasión, el amor de buen tono, el amor físico y amor de vanidad. Esto figura en su libro tan conocido Del amor. Este hombre no sabía mucho del asunto, no podía saberlo. Nunca llegó a ser marido. Le faltó la prueba del fuego… para llegar a enterarse. A través de su vida, se sabe, tuvo ciertos “asuntillos”. La mayoría fallidos. Y, por consecuencia, sufrió mucho. En ese sufrimiento adquirió algunos conocimientos y, con ellos, escribió un libro…

Casanova fue amante notable. Pero su amor fue, más bien, amor de arriero o de mesón. Contenido espiritual es posible que no tuviera ninguno. El salió del paso, en sus empresas, como una fiera en el brozal de la selva….

El donjuanismo anda muy cerca de ser otro que tal…

Bueno. Dejando a un lado otros amores típicos que ha habido, por el mundo, yo veo ahora dos amores extremos, límites. Que son el amor udrí o de Bagdad y el amor de Don Antonio Cuervo, es decir, de la Searila.

El amor udrí, árabe, que pone de relieve muy claramente García Gómez en sus libros, es un amor puro, limpio, infecundo en lo biológico, y cuya esencia radica en la perpetuación del deseo. Amar, sólo amar, sin esperanza. Morir sin posesión.

El amor de La Searila está en el polo opuesto, al otro lado: Amor al uso en el noviazgo y en el matrimonio, y fecundo. Y extraordinario a partir de la muerte de uno de los dos amantes.,

El amor de Don Antonio Cuervo, en su viudez, fue un amor sin esperanza. Sin esperanza terrena, por supuesto. Y en esto tiene un punto de contacto con su opuesto, el amor udrí.

Aunque parezca paradójico creo que estos dos amores son los más viriles, los más elevadamente humanos. Los más refinados. Sólo el hombre puede amar así. “El gozar ese apetito, el padecer, es fineza” dijo Quevedo.

AMOR Y LOCURA

¿Fue Don Antonio un loco? ¡Qué iba a ser! hay que aclarar esto. El que ama con pasión auténtica se sale en cierto modo de la normalidad. Coloca el centro de su vida en el amor. Aunque no le impida, por otra parte, ser un ser sociable y hasta desarrollar una actividad seria. Pero esta “anormalidad” se da en el ser humano en variadísimas escalas. En unos la pasión es más intensa y en otros menos.

Comparemos. Quevedo amó a Lisi de un modo fantástico. Pero al mismo tiempo que le escribía unos sonetos incendiarios desempeñaba misiones políticas y diplomáticas en la corte y en especial al servicio del Duque de Osuna, donde la cordura y la discreción eran esenciales. Loco de amor y, al mismo tiempo, cuerdo, perfectamente cuerdo, en todo lo demás. .

Fernando de Herrera, beneficiado de la parroquia de San Andrés, de Sevilla, de su amor, doña Leonor de Millán, también dijo infinitas “locuras”.

Decía Quevedo:

 A los suspiros di la voz del canto 

Y Herrera:

 Oye la voz de mil suspiros llena  
y de mi mal sufrido el triste canto

Seamos generosos. Añadamos una opinión más, de un poeta moderno, Antonio Machado.

Se canta lo que se pierde

Don Antonio fue político, desempeñó cargos de alto honor y responsabilidad y jamás olvidó a doña Rosa. Muerta ¡la amaba más!

Téngase en cuenta, además, que Quevedo y Herrera «suspiraban» por haber recibido reiteradas calabazas. Y no más que por eso…

En suma, que la anormalidad del amor es la más normal de las enfermedades. Es un, como si dijéramos, sarampión glorioso. Quien a través de su vida no lo padece por desventurado puede considerarse. Más aún. Si el ser humano no viene a este mundo a amar, pregunto yo desde aquí ¿a qué viene?

EL POETA

¿Fue, a la vista del cantar de la Searila, don Antonio, un poeta? Pues sí, fue poeta. Claro que no un gran poeta. Si lo fuera, no había de estar a estas horas por descubrir. Poco después de la Searila escribió otro poema relativo al mismo tema Horas tristes y en su vejez El canto del cisne y el soneto a La Vejez que yo tengo a la vista impresos por aquellas fechas, cuando él vivía.

Pero acerca de la poesía, en esta ocasión, habría mucho que hablar. Es posible que a la forma de versificar de Don Antonio podrían ponérsele ciertos reparillos. Pero en la poesía hay algo más que palabras y gramática. Hay, no se olvide, sentimiento… Y éste, en La Searila, es oro de ley. Con La Searila se han emocionado muchos. Y basta…

No. perdón, no basta. Hay que añadir como coletilla estas palabras de Platón. “El amor es un poeta tan hábil que hace poeta a quien mejor le parece. Y lo es en efecto, aunque antes haya sido extraño a las musas, tan pronto como el amor le inspira”.

NADA DE ROMANTICISMO

En un artículo publicado en un semanario, Las Riberas del Eo, de Ribadeo, el 5 de octubre de 1951, califiqué de romántica esta historia de amor. Hoy, mejor pensado, creo que no hubo tal romanticismo. Romanticismo en el sentido de ser entonces moda amar así. Eso no. En esa época, por otra parte tan romántica, no era costumbre que los viudos lloraran de ese modo la muerte de sus mujeres. Este amor no tuvo antecedentes ni consiguientes. Honradamente hoy creo que Don Antonio Cuervo no fue un comediante. Fue, sencillamente, un hombre. Y su mujer, Doña Rosa, no solo una mujer hermosa, sino algo que dentro del matrimonio vale más, buena; buenísima. Tanto, que supo merecer de su marido una pasión de amor irrefrenable, grandiosa.

Esto en cuanto al fondo. Pero ni por la forma pueden calificarse de románticos los versos de la Searila. Véase:

¡Cuántas veces oculto en mi refugio
escapando a la gente y a mí mismo
baño con llanto el césped y mi pecho
con mis suspiros agitando el aire!
¡Cuantas veces a solas e inseguro,
anduve por oscuras soledades
buscando con la mente la Alegría
que me robó la muerte despiadada!
. . . . . .
¡Oh valle que han llenado mis suspiros!
¡Oh río que mi llanto ha desbordado!

¿Es acaso esto de algún poeta del siglo XIX? No. ¡Qué va! Es de Petrarca que vivió en siglo XIV. Este hombre también lloraba por su amada muerta.

¿Y estos?

Tengo una parte aquí de tus cabellos
Elisa, envueltos en un blanco paño
que nunca de mi seno se me apartan
decójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan

Estos son de Garcilaso, poeta que murió el 14 de octubre de 1536.

Lo peor que puede creerse de don Antonio Cuervo es que fue un imitador de Petrarca y de Garcilaso. Y entonces, por razón de la época, no puede decirse que fuera un romántico.

Apuremos aún más la cosa. Para mí, hay dos clases de romanticismo. Una, que se refiere a la vida y al arte, que comienza en Cadalso y termina, con quien sea, a mediados del siglo XIX. Y otra, general se puede decir, eterna, que sintetizó Rubén Darío en este verso.

Quien que es, no es romántico

No. Don Antonio no fue romántico de la primera clase. El romántico, y esto está a la altura de la más modesta fortuna intelectual, buscaba el dolor, como moda, para “recrearse en él”. Don Antonio no buscó ese dolor. El destino se lo puso de frente y no tuvo más remedio que aceptarlo. Los románticos, por otra parte, apuraban la vida y vivían poco. Don Antonio murió a los 81 años.

Larra, prototipo de romántico, y Don Antonio, ante la falta del amor asible, adoptaron posturas totalmente diferentes. Larra se pegó un tiro y Don Antonio aceptó la vida, con todas sus secuelas, durante una viudez que duró 54 años. Don Antonio era, antes que nada – y de esto hay pruebas indudables – católico, apostólico y romano. Esto, en una época de libertinajes ideológicos suponía mucho…

Ortega y Gasset ha dicho – y tomo la cita de Marañón -: “Un romántico es un hombre al que el corazón se le ha subido a la cabeza”. Ya conocemos la vida de Don Antonio Cuervo. Su cabeza fue despejada y su corazón no se movió del sitio donde había pacido…

AMOR MÁS ALLÁ DEL MATRIMONIO

Unamuno dijo: “¿Y no es acaso el acto de suprema unión lo que más supremamente separa?”.

Y León Hebreo: “Se ama tanto tiempo como se desea, y cesando el deseo, cesa también el amor” y que deseo y amor “ambos a dos viven y mueren juntamente”.

Miguel de Unamuno y León Hebreo… ¡cepos quedos! A don Antonio Cuervo eso no le va… Con él no rezan tales dogmas.

IRREVOCABILIDAD DEL AMOR

En el original de La Searila, autógrafo, que he tenido en mis manos, y en copias de imprenta de la época, al final, hay una nota que dice:

“Searila, nombre derivado de Seares, aldea de las riberas del Eo donde falleció en 1836 María Rosa Castropol al borde de cuya tumba nació la anterior composición, como ahora al borde de la suya le da el compositor la última mano no en el fondo de los conceptos; sino en tal cual giro o dicción más o menos poéticos – Antonio Cuervo – La Galea 19 de marzo de 1888”.

En esta nota encuentro yo el timbre de gloria del amor de Don Antonio. A los cincuenta y dos años de la muerte de Doña Rosa – y dos antes de la suya – se afirma en su amor, quiere irse al otro mundo amando…

Y en contraste, véase lo que a última hora dijo Petrarca:

Bien veo ahora como el mundo entero
serví de diversión; por cuya causa
siento grande vergüenza de mi mismo
De mi delirio es la vergüenza el fruto
y el arrepentimiento...

Y lo que dijo Quevedo:

“¡Ay, amor! ¡Quien pudiera desengañar al mundo de tu engaño!
En ti veo juntos cuántos males esparció nuestra miseria
en todo el resto de la naturaleza”.

Ya se ve. Los dos colosos de la poesía amatoria mundial en los últimos días de su vida, se retractaron de haber amado, se volvieron atrás…

Y don Antonio Cuervo, un poeta humilde nacido en la margen asturiana del Eo, al borde de su tumba, se siente orgulloso de haber amado… a una mujer.

¡Casi nada!

ÚLTIMOS AÑOS

Desde su retiro de la política, Don Antonio, – durante veintisiete años -, a pesar de sus riquezas, vivió una vida de recato, en verdadera humildad franciscana. Es notorio, lo sabe todavía la gente del Eo, que la capa con que se cubría en ese tiempo era siempre la misma, raída, agotada… Y no exteriorizando su dolor, sino, al revés, aprisionándolo y refugiándolo en lo más hondo de su ser, haciéndolo entrañablemente íntimo. Su gozo consistía en acariciar unos cabellos de mujer… Y añorar a ésta con gratitud: como si fuera un personaje de Dostoievski. Y diría: “María Rosa me ha dado, en la vida, un instante de dicha”

Acabó sus días, como si dijéramos, en la soledad de la belleza. Que no otra cosa es – belleza – la ría del Eo en cualquier tiempo. Vendavales, nordesías, lluvias, sol, nubes, cielo azul, apacibilidad, todo se conjuga a través del año, para dar un colorido variado, ameno, a un paisaje de por sí vigoroso, de gran calidad…

UN DIAMANTE EN EL ARENAL

Insisto. El amor de Don Antonio fue un amor sin par ni paralelo. Otros amores que perviven en la memoria del mundo y vencen al olvido son diferentes. Dante cantó con grandes dotes de poeta y de intelectual a Beatriz, la señora de Bardi, de la cual obtuvo de soltera, al pasar, un saludo quizá inocente. Petrarca, cultísimo, también cantó en sonetos y madrigales sublimes a Laura, la esposa de un señor. Macías, trovador gallego, amó y lloró a alguien que no fue suyo. Cadalso adoró a la actriz María Ignacia con pasión arrebatadora, que tampoco era su esposa. Herrera lloró a la condesa de Gelves, casada.

Garcilaso rimó con dolor de amor a Doña Isabel de Freyre, casada con el señor de Toro, alias el Gordo.

Quevedo amó durante veintidós años a Lisi y le hizo unos sonetos maravillosos. Pero el cojo inmortal tuvo que casarse con una señora mayor de cincuenta años, con hijos, la viuda de Cetina… Y no le hizo sonetos.

Espronceda cantó con dolor profundo a Teresa con la cual, en vida, se portó regularmente.

Bécquer, para muchas de sus rimas, se inspiró en el amor a Julia Espín, casada con un ingeniero.

Tampoco admite comparación el bien reciente de Ana Cecilia, la amada inmóvil. Este fue un amor turbio.

El que tiene un cierto parecido es el de Rodríguez de la Cámara. Allá por el siglo XV, en Galicia, este hombre vagó errante por los montes y lloró desesperadamente mal de amores. Pero lloraba no a su mujer, sino a una esquiva e ingrata como hay tantas.

Y otros amores, producto del genio de algunos escritores, aunque humanísimos, tales como los de Romeo y Don Quijote, no pueden parangonarse al real y tangible de la Searila.

A todos los poetas antedichos, como tales poetas, los pongo yo en los cuernos de la luna, pero en cuanto a hombres frente al problema del amor creo que fueron poquita cosa al lado de Don Antonio Cuervo. Este señor fue un triunfador aunque los laureles de tal triunfo le costaran tan caros.

Lo que singulariza este amor es su plenitud. Fue un amor perfecto hasta sus últimas consecuencias. Un amor más allá del sacramento del matrimonio. A los otros amadores inmortales les faltó la prueba de la unión legal para saber hasta dónde podían llegar en tanto como prometían…

Amor completo, con flor y fruto. Aunque después el huracán del infortunio lo arrasará todo. Sí. También Claudia María Rosa murió. Un año después de su madre.

Don Antonio llegó al paroxismo del dolor en cuestión de amores; llegó a la linde de la resistencia humana, sin duda. Más allá sólo está… la muerte. Infierno o cielo, lo que Dios quiso. Cielo, probablemente…

Rosa y Antonio fundieron su amor en el crisol del matrimonio. Y de él salió agrandado, sublimado. Alquitarado y purificado por el dolor fue, además, bello como la Searila misma, como una rosa…

Un amor así no puede, no debe quedar escondido en este rincón brumoso de las Asturias. Hay que sacarlo a la luz del mundo. Y ponerlo como paradigma de amor limpio, honesto y cabal.

Por eso yo creo, rectificando, que este amor no es romántico ni lírico ni cosas de esas. La gesta de la Searila, para mí, es la epopeya del amor español. Mientras no haya alguien que demuestre que hubo en España un amor más grande.

. . . . . .

FINAL

Don Antonio hizo trasladar en vida suya los restos de Doñas Rosa del cementerio de Seares al de Piantón. Él, a su vez y a su hora, fue enterrado también en este último cementerio. En Piantón, pues, están los restos de los dos.

Es inevitable. En este momento se me viene a la memoria un romance medieval. Aquel que se titula Amor más poderoso que la muerte. Se refiere a dos amantes que fueron enterrados en el mismo sitio. Dice

De ella nació un rosal blanco,
dél nació un espino albar;
crece el uno, crece el otro,
los dos se van a juntar;
las ramitas que se alcanzan
fuertes abrazos se dan...

El Asilo de Santa Rita

LAR

Publicado en: LAR. Agosto-1955

Navia es una villa que, en los años últimos, dio un fuerte estirón en su crecimiento. En Navia se construye, se hacen casas. Los particulares, a su modo, van comprando solares y edificando lo que necesitan. Y el Estado, por otro porte, a través de organismos adecuados, da la mano a los que, si no tienen bastante dinero, cuentan con buena voluntad para crearse lo ideal, un hogar propio.

Entre lo construido, lo nuevo, se destaca sobremanera, por su belleza y por sus fines, una obra ejemplar: el Asilo.

Éste, colocado bajo la advocación de Santa Rita y San Francisco, se halla situado en un barrio de lo más sano del pueblo, de orientación al mediodía: el de San Francisco. A sus espaldas tiene las huertas más productivas. Y por su frente, los prados más jugosos.

Fue levantada esta obra a expensas de lo dejado por doña Rita Vilaret Sardó, fallecida no ha mucho, nacida en Cataluña, y viuda de don Francisco Rodríguez González, natural de Boal. Este matrimonio vivió muchos años en América, donde le fue bien. Y a la hora del descanso aquí se vinieron. Y tal cariño tomaron a esta tierra, que en sus últimos momentos le dejaron a Navia lo que se deja a quien más se quiere: su herencia.

Tiene el Asilo, que se desea sea atendido por religiosas, una capilla amplia y dependencias holgadas, para dar acogida gratuita a diez y seis desvalidos y viejos pobres del municipio de Navia y, si hubiese sitio, del concejo de Boal. Y cuatro plazas más, de pago, para quienes, teniendo algún medio económico, y faltos del calor de un hogar, quieran verse atendidos en el declinar de su existencia.

Más adelante, si hubiera posibles, esta admirable institución puede ser ampliada cuando se necesite. Esta fundación, para que dé resultado, debe contar con el calor y lo ayuda de todo el concejo. El patronato que la rige así lo espera. El gesto de los donantes, al fin y al cabo no nacidos en Navia, y los fines que se persiguen, lo merecen.- A.S.

La Searila. Historia de un amor pleno, sublime

La Searila

Publicado en: La Searila, (1955) ( Folleto editado en NAVIA conjuntamente con Jesús Martínez Fernández)

Seares es un pueblecillo o aldea que pertenece al concejo de Castropol, en el occidente asturiano. Dista de la capital, Oviedo, poco más de veintiocho leguas. Está enclavado en una hondonada que forman poblados montes de pinos, robles y castaños. La altura más elevada corresponde al pico de Lodos, desde el cual se domina un paisaje de incomparable belleza: el que forman la ría del Eo y sus pueblos ribereños, Ribadeo, Figueras, Castropol y Vegadeo. 

El pueblo o, mejor dicho, la parroquia de Seares, la habitan alcurniados labradores, solamente. Y que viven – han vivido siempre – en una paz idílica o virgiliana. Como se quiera.

Pero ha habido un tiempo de su historia en que esa paz se vio quebrantada por un acontecimiento altamente emotivo, conmovedor. 

En un barrio de esa parroquia, el de Rio de Seares, hay una casa, “La Casoa”, con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social elevada. Hoy es una casa de labranza, como cualquiera otra, pero está muy deteriorada. A simple vista, sin embargo, se nota su ranciedad y su abolengo de origen. Claro. En ella vivieron los Pérez Castropol, descendientes de un virrey en la Isla de Cuba durante la época colonial. Antes de construir “La Casoa”, la casa solariega de estos señores estaba en Grandallana, el poblado más elevado de Seares. También se conserva y la ocupan pujantes labradores. 

En “la Casoa” nació el 15 de junio de 1814, una mujer, Rosa Pérez Castropol, que había de dar – y sigue dando – mucho que hablar. Primero, por su belleza, y después, por su desventura. 

Tuvo esta mujer una vida breve, poco más de veintidós años. Fue, repito, de delicada hermosura, bellísima. Y esto explica que moviera las voluntades de los que la conocían a admirarla, a amarla y a quererla. Y en especial, las de aquellos jóvenes de los pueblos circundantes que pudieran considerarse merecedores de ser aceptados al dulce y acongojado coloquio del amor. Resultó elegido, entre más, don Antonio Cuervo y Fernández del Regueiro, abogado, fiscal de Justicia y político, también de estirpe hidalguesca, de Vegadeo. 

La conoció – se cuenta – una mañana de otoño. Él iba de caza por aquellos campos en un caballo brioso y de fina estampa. Y ella se hallaba lavando los pies en una fuente que había frente a la Casoa. Allí, entre el rumor de las aguas frescas de la mañana y el calor tibio de un sol que nacía, comenzó, en unión de amor, el latido acompasado de dos corazones que, poco después, habían de pasar desde las cimas de la felicidad a las simas del dolor. 

Se casaron el 8 de mayo de 1835. La ceremonia se celebró en la capilla que hay dentro de la Casoa. Fueron testigos D. Carlos González de la Galea, D. José Pereira y D. Domingo González de la Sela. Este último, que vivía en la calle Real, de Presa, era hermano de mi tatarabuelo Don José. 

La luna de miel no dejo traslucir nada al exterior, como no fuera lo que es presumible en ese estado de dos amantes – todo el mundo lo sabía – que se habían casado por amor. Recogimiento íntimo, nonadas reciprocas cargadas de ternura, paseos en serenos atardeceres en torno a la ensenada de Fondón, la espera del fruto deseado, proyectos, ilusiones. Vida, en suma. 

Pero esta vida esperanzadora se vio turbada por las exigencias del deber, la necesidad de ausentarse D. Antonio. Este era Gobernador Civil de La Coruña. Allá se fue. Y allí, en “La Casoa”, se quedó Doña Rosa al cuidado de sus padres. En el estado en que se hallaba, nada mejor – entonces – que el hogar paterno para recibir lo que pudiera llegar… 

En sazón llegó la enfermedad esperada, que tan dolorida y tan halagüeña es, a la vez, para la mujer. Y el fruto apetecido. Una niña. En la pila bautismal se le puso el nombre de Claudia María Rosa. 

Doña Rosa quedó mal del trance del alumbramiento, se debilito, se agotó… Su marido fue llamado a La Coruña en vista de la gravedad de lo que ocurría en “La Casoa”. Y con la mayor premura, a caballo, emprendió el camino hacia Rio de Seares. Caminos malos los de entonces, aunque fueran reales. Se dice, no lo duda nadie en la parroquia, que mató tres caballos, remudándolos, en el viaje. Un poco menos de treinta leguas. 

Entre tanto que esto ocurría, D. Rosa se murió, quedándose en sus labios yertos, sin cumplir su destino, su último beso de amor… 

Cuando llegó D. Antonio el cuerpo de su mujer ya estaba enterrado en el Camposanto parroquial de Santa Cecilia de Seares. Se efectuó este enterramiento el día 1 de Noviembre de 1836. 

El destino reservaba a este hombre esa prueba de dolor hondo y fatal. Ya no vería más a su Rosa… 

No fue así, sin embargo. Hombre de leyes al cabo, el conocimiento de estas se vio obscurecido por la arrolladora fuerza de su sentimiento. Y se fue a Seares, al cementerio, y desenterró el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos, y lloró, sin consuelo, en una escena que es, a no dudarlo, inefable… 

A los pocos días los labradores de la vecindad, a altas horas de la noche, se sintieron sobrecogidos al oír la voz triste, doliente, de un hombre que cantaba penas, cosa inaudita en tan sosegados lugares. Era D. Antonio Cuervo que iba a la Barcia, donde está el cementerio, a cantar anegada el alma de tortura, a los restos fríos del cuerpo donde antes anidaba su amor. 

He aquí su cantar: 

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti! 

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril. 

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí donde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme 
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido.
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte:
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti! 

Y así días y días, o mejor noches y noches, durante muchos meses, vagó por los montes de las proximidades pisando tojos, gancelas y folgueiras, y entre estas malezas se dormiría extenuado, con sólo la luz débil pero vibradora de las estrellas. En alguna ocasión se subía a la tapia del cementerio y, encaramado en ella, frente a la tumba, prometía a su inolvidable Searila fidelidad eterna… 

Es muy creíble que cumpliera esa palabra dada. Se cuenta que años más tarde vivía en Vegadeo y desempeñaba el cargo de Fiscal de los Tribunales de Justicia de Ribadeo. El viaje de uno a otro pueblo lo hacía, en lancha por la ría del Eo – cinco millas -, pero recubierto por un toldo, escondido, totalmente ajeno a los, para otro, deliciosos parajes de la ría. Su vida era su dolor, sus recuerdos. Y no más. 

En un artículo publicado en el semanario “Las Riberas del Eo”, de Ribadeo, el 5 de octubre de 1951, califiqué de romántica esta historia de amor. Hoy, mejor pensado, creo que no hubo tal romanticismo. Romanticismo en el sentido de ser entonces moda amar así. Eso no. En esa época, por otra parte tan romántico, no era costumbre que los viudos lloraran de ese modo la muerte de sus mujeres. Este amor no tuvo antecedentes ni consiguientes. Honradamente hoy creo que D. Antonio Cuervo no fue un comediante. Fue, sencillamente, un hombre. Y su mujer, D. Rosa, no sólo una mujer hermosa, sino algo que dentro del matrimonio vale más, buena, buenísima. Tanto, que supo merecer de su marido una pasión de amor irrefrenable, grandiosa. 

Esto en cuanto al fondo. Pero ni por la forma pueden calificarse de románticos los versos de la Searila. Véase: 

 ¡Cuantas veces oculto en mi refugio
escapando a la gente y a mi mismo
baño con llanto el césped y mi pecho 
con mis suspiros agitando el aire!
¡Cuantas veces a solas e inseguro,
anduve por oscuras soledades
buscando con la mente la Alegría
que me robó la muerte despiadada!

¡Oh valle que han llenado mis suspiros!
¡Oh río que mi llanto ha desbordado! 

¿Es acaso esto de algún poeta del siglo XIX? No; ¡qué va! Es de Petrarca, que vivió en el siglo XIV. Este hombre también lloraba por su amada muerta. 

¿Y estos?

  Tengo una parte aquí de tus cabellos
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan. 

Estos son de Garcilaso, poeta que murió el 14 de octubre 1536. 

Lo peor que puede creerse de D. Antonio Cuervo es que fue un imitador de Petrarca y de Garcilaso. Y entonces, por razón de la época, no puede decirse que fuera un romántico. 

Insisto. El amor de D. Antonio fue un amor sin par ni paralelo. Otros amores que perviven en la memoria del mundo y vencen al olvido, son diferentes, por incompletos. Dante cantó con grandes dotes de poeta y de intelectual a Beatriz, la señora de Guardi, de la cual obtuvo de soltera, al pasar, un saludo quizá inocente. Petrarca, cultísimo, también cantó en sonetos y madrigales sublimes a Laura, la esposa de un señor. Macías, trovador gallego, amó y lloró a “alguien” que no fue suyo. Cadalso adoró a la actriz María Ignacia con pasión arrebatadora, que tampoco era su esposa. Herrera lloró a la condesa de Gelves, casada. 

Garcilaso rimó con dolor de amor a Dª Isabel de Freyre, casada con el señor de Toro, alias “el Gordo”. 

Quevedo amó durante veintidós años a Lisi y le hizo unos sonetos maravillosos. Pero el cojo inmortal tuvo que casarse con una señora mayor de cincuenta años, con hijos, la viuda de Cetina…Y no le hizo sonetos. 

Espronceda cantó con “dolor profundo” a Teresa con la cual, en vida, se portó regularmente. 

Bécquer, para muchas de sus rimas, se inspiró en el amor a Julia Espín, casada con un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. 

Tampoco admite comparación el bien reciente de Ana Cecilia, la amada inmóvil. Este fue un amor turbio. 

El que tiene un cierto parecido es el de Rodríguez de Padrón. Allá por el siglo XV, en Galicia, este hombre vagó errante por los montes y lloró desesperadamente mal de amores. Pero lloraba, no a su mujer, sino a una esquiva e ingrata, como hay tantas. 

Y otros amores, producto del genio de algunos escritores, aunque humanísimos, tales como los de Julieta y Dulcinea, no pueden parangonarse al real y tangible de la Searila. 

A todos los poetas antedichos, como tales poetas, los pongo yo en los cuernos de la luna, pero en cuanto a hombres frente al problema del amor creo que fueron poquita cosa al lado de D. Antonio Cuervo. Este señor fue un triunfador, aunque los laureles de este triunfo le costaran tan caros. 

Lo que singulariza este amor es su plenitud. Fue un amor perfecto hasta sus últimas consecuencias. Un amor más allá del sacramento del matrimonio. A los otros amadores inmortales les faltó la prueba de la unión legal para saber hasta donde podían llegar en tanto como prometían… 

D. Antonio llegó al paroxismo del dolor en cuestión de amores, llegó a la linde de la resistencia humana, sin duda. Más allá solo está… la muerte, Infierno o Cielo, lo que Dios quiso. Querría cielo… pienso yo. 

Rosa y Antonio fundieron su amor, en el crisol del matrimonio. Y de él salió agrandado, sublimado. Alquitarado y purificado por el dolor fue, además, bello como la Searila misma, como una rosa. 

Amor completo, con flor y fruto. Aunque después el huracán del infortunio lo arrasara todo. Sí. También Claudia María Rosa murió. Un año después de su madre. 

Un amor así no puede, no debe quedar escondido en ese rincón brumoso de las Asturias. Hay que sacarlo a la luz del mundo. Y ponerlo como paradigma de amor limpio, honesto y cabal. 

Por eso yo creo, rectificando, que este amor no es romántico ni lírico ni cosas de esas. La gesta de la Searila, para mí, es la epopeya del amor español. Mientras no haya alguien que demuestre que hubo en España un amor más grande. 

ALEJANDRO SELA 

Vilavedelle, 1 de Julio 1955. 

La Searila

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-10-1951; La Searila (1955)

A Pedro G. Arias

Por los pueblos del occidente asturiano corre y se cuenta, desde hace más de un siglo, una historia romántica que quizá valga la pena recoger para conocimiento de los amigos del Eo, en especial para aquellos – nativos – siempre presentes en espíritu, aunque ausentes en cuerpo.

En la Casoa, al borde de la ría del Eo, feligresía de Seares, hubo y hay una casa hidalga que perteneció al marquesado de Santa Cruz. Se conserva en bastante mal estado con un escudo al frente y una capilla al lado. Hoy pertenece al opulento hacendado castropolense Dr. D. Manuel Pérez Prieto, quien la tiene arrendada a un colono. Como tantas mansiones de la antigua nobleza en la actualidad está convertida en casa de labranza. En esta casa, en 1810 nació doña Rosa Pérez Castropol, quien, 26 años más tarde, al fallecer había de ser causa de escenas conmovedoras y doloridas por parte de su enamorado esposo D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero.

Criada doña Rosa en un hogar señorial, educada al estilo propio de tal condición, su niñez y adolescencia fueron una promesa constante de la bellísima mujer que, con el tiempo habría de ser. A su hora, cuando la naturaleza dio las pinceladas definitivas a tan distinguida dama, por los contornos creció la fama de su belleza y virtudes que le hizo ser muy codiciada por los galanes de su clase que pudieran considerarse candidatos a llevársela al altar. Entre todos, lo logró el ya citado don Antonio, abogado y político, natural de Vegadeo, también de hidalga familia.

Cuéntase que D. Antonio conoció a doña Rosa una mañana de otoño. Él, sobre brioso caballo, iba de caza por los montes de Agelán y Presa, contiguos a la Casoa. Y ella, en aquellos momentos, se hallaba lavando los pies en una fuente que existe al lado de la casa. Don Antonio se apeó del caballo y hablaría lo que fuera del caso a aquella mujer que aseaba la pureza de su cuerpo con la pureza de aquellas aguas madrugadoras. Y allí, en aquel lugar, sobre un suelo cubierto por hojas secas de castaño y roble y entre el rumor de una generosa fuente, comenzarían para ambos las gratas congojas de un noviazgo.

Se celebró la boda en 1835 con el fasto que es presumible en gente de tal alcurnia y entonces, por supuesto, comenzó una luna de miel prometedora de las más duraderas venturas. Pero los hados no quisieron que esas venturas fueran efectivas D. Antonio, a la sazón Gobernador civil de La Coruña, tuvo que reintegrarse rápidamente al cumplimiento de sus deberes oficiales en la capital galaica, quedándose, en la Casoa, con su familia, doña Rosa. No se sabe, ciertamente, cuanto tiempo convivieron después de casados, pero, necesariamente, fue poco. Por el año 1836, doña Rosa dio a luz una niña, Claudia María Rosa. Y algún tiempo después, sin que se sepa de qué enfermedad, quedó viudo don Antonio. Con toda celeridad, fue avisado éste de la enfermedad de su esposa. Al enterarse, lleno de inquietudes, buscó cabalgadura para, a toda prisa, correr hasta el lecho dónde su mujer padecía. Se dice, aunque parezca inverosímil, que en la distancia que hay entre La Coruña y la Casoa – hay por carretera, unos 170 km – mató o asfixió, por relevos, tres caballos. Tal fue el deseo angustioso – quizá por presentir lo que ocurría – que D. Antonio tenía que llegar. Pero toda su diligencia fue poca, llegó tarde. El cadáver de Dña. Rosa ya había recibido cristiana sepultura en el campo-santo parroquial de Santa Cecilia de Seares el día 1 de noviembre de 1836.

El dolor de D. Antonio en aquellos momentos llegó a extremos verdaderamente tristes. Hizo desenterrar el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos y lloró, ante él, desconsoladamente. A partir de esta escena, durante varios meses vagó por los montes que circundan el cementerio llorando y cantando la Searila, que él compuso en esos atribulados instantes.

He aquí su cantar:

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril.

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí dónde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti!

Este es el cantar con el que en alta voz, D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero, lloró la muerte de su tan querida mujer. Los castaños, pinos y robles de los montes de Decer, Los Cubos, Agudela, Carballo y Agelán tal vez servirían de apoyo a D. Antonio en sus momentos de aflicción y, tal vez, asimismo, las gancelas que entre ellos se crían serían, varios meses, el único lecho donde descansaba de tanto penar.

De niños, hace años, cuando íbamos a la escuela de Seares, oíamos a las mozas de estos campos cantar la Searila. ¡La Searila! Canción que nació para expresar una desesperación y un dolor, fue más tarde, a través de los años cantada por mozas llenas de vida y de ilusiones.