La ría del Eo. Acorde de amarillos

De vuelta del Eo, El Progreso de Asturias, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 9-5-1959; De vuelta del Eo (1960); El Progreso de Asturias. 26-1-1961

 “El Progreso de Asturias” 26-1-1961. Presentación del libro “De vuelta del Eo”.-

Nuestro estimado amigo Alejandro Sela, magnífico escritor, publicó recientemente otro libro suyo con el título que antecede. A él hicimos referencia en números pasados. Hoy nos complacemos en ofrecer aquí una de las bellas narraciones que forman parte de dicho libro. «La Ría del Eo. Acorde de Amarillos», en la que se puede apreciar la belleza del estilo en describir esa hermosa parte de Asturias, que tiene admirable cantor en el entusiasta Juez de Navia, doctor Sela. He aquí este primer capítulo del libro, del cual prometemos, de vez en cuando, publicar otras de sus bellas páginas:

La ría del Eo es algo así como una mujer guapa. Quiero decir que, poco más o menos, a veces, sin proponérselo, es coqueta. O, lo que es casi igual, que ese instinto lo lleva en la masa de la sangre.

Pero tiene momentos o días en que se muestra con gran sencillez y naturalidad. Aparece tal como es, sin afectación.

Ocurre esto en el mes de febrero y en los comienzos de marzo, en la ante-primavera. Entonces está radiante de hermosura. Y se pone ingenuamente en sus verdaderos esplendores.

Hay en ella, por esos días, una luz y un brillo no usados en otro tiempo. Vista desde una altura dominante, las tierras que alcanza nuestra mirada están hechas de finísimos remiendos de cultivos y de pradería.

Y al azar, por un lado y por otro, alternando, se ven bosques de pinos y los caseríos de los pueblos.

Los trigos, donde los hay, apuntan breves y afilados como agujas y nos dejan ver todavía las líneas paralelas de los caballones.

Los prados empiezan a esmaltarse de esas florecillas blancas y amarillas que son las margaritas. Se notan, muy tenuemente, unas manchitas rosadas en los huertos. Poca cosa. Es la flor del pesegueiro.

Pero el color que domina en la ría es, sin duda, el amarillo. Este color lo tienen los nabales. Todos están en flor. Y ocupan un buen espacio en las tierras de labradío. En los montes también dominan, flotando en los verdes, los amarillos de la flor de los tojales. Hay riberas, las más, donde el corte de los montes, deja al desnudo el amarillo intenso de las tierras de barro.

Los tesones, en el bajamar, son del mismo color.

Las plantas y los brotes de los árboles todos prometen verdes jugosos. Pero es promesa sólo. Al nacer vienen teñidos con un amarillo tierno, delicado.

Las folgueiras secas de los montes son ocres tirando a la amarillez. Y de las tierras desnudas que esperan siembra, se puede decir lo mismo.

El sol luce. Y sus rayos, con polvo de oro, se posan como cendal sobre lo que se ve. Lo matizan todo.

Hay, pues, en la ría, durante unas semanas, un sostenido que tiene la pureza de lo dorado. Con un contrapunto líquido. Lengua de plata.

La ría del Eo, metida en la primavera y en el verano, tiene hermosura pero no tiene individualidad. Tiene el encanto y la belleza de todas las rías. Belleza de serie.

En estas estaciones se ve más solicitada. Es cuando se sabe más vista y mirada. Y ahí está lo malo. Porque en esas ocasiones abusa de la «pose». De los que yo presumo coqueteo… Se la ve más ida.

Pero ahora, al empezar marzo, es más complaciente, más seducible por el requiebro. A mí, al menos, se me «da» con más facilidad.

La distancia que hay entre los dos es más corta. La comunión más íntima. Nos hablamos en voz baja. Y a veces basta, para entendernos, el más leve susurro. Y cuando no, en silencio, como dijo el poeta.

que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada

Es ahora cuando la ría tiene una dulzura inagotable. Uno sale del invierno quebrantado y molido de tanto viento y de tanta humedad. Y tiene el deseo o anhelo de caricia y suavidad. Da halago hondo, calador. Y que llega al centro inasible de nuestro ser. Al alma.

Y que se traduce en sueño, o realidad, de amor…

Bosquejo histórico de la Agricultura

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 3-5-1959, pág. 7; (Cuartillas leídas por ALEJANDRO SELA a los alumnos del primer curso del Instituto Laboral de Navia con ocasión de la Fiesta del Libro)

Hagamos historia. Nada más natural que el que estudia agricultura y ganadería conozca la historia de una y de otra. ¿Cómo se llegó a los sistemas de cultivo que hoy tienen los agricultores? ¿Por qué se cuida y explota la ganadería?

Hablemos de esto un poco. Demos unas pinceladas sobre estos temas. En unos minutos, no vamos a enseñar nada. Solamente pretendemos excitar la curiosidad a pensar. Más adelante, a través de los cursos del Bachillerato Laboral, con estudio, se irán viendo las cosas más claras. Con el ejercicio de la inteligencia y con la madurez de la edad, se irá poniendo en claro la solución de estos problemas. Pero, hay que ir lentamente familiarizándose con los asuntos. Hablemos pues, de lo nuestro, de la agricultura. 

La agricultura es tan vieja como la Humanidad. En el Génesis ya se habla de que Adán y sus sucesores eran, a su modo, agricultores y pastores. En Asia está, según la historia, la cuna de la agricultura. Y en Asia salió a flote la civilización. Por un lado se extendieron los conocimientos agrícolas hacia China y el Japón. Y por otro, desde Asia, pasaron los conocimientos de la agricultura a Egipto. La feracidad de las orillas del Nilo atrajo a los labradores. Desde Egipto, como mancha de aceite, se extendieron esos conocimientos a Grecia y Roma. Grecia y Roma fueron, en la antigüedad, pueblos muy cultos. En todas las ramas del saber. De ahí pasaron los conocimientos agrícolas al resto de Europa, y claro está, a España.

El principio el cultivo casi puede decirse que no existía. El hombre se aprovechaba de los frutos que la naturaleza daba buenamente. Mejor dicho, la mujer hacía la recolección, como si dijéramos. El hombre, entretanto, cazaba y pescaba. Era preciso, allegar todos los recursos alimenticios indispensables para poder vivir.

Poco a poco, a través de los siglos, la Tierra se iba poblando. Había cada vez más gente, se comía más, aumentaban las necesidades. El ser humano tuvo que ingeniárselas para sacar de la tierra más Productos. Entonces apareció lo que verdaderamente llamaremos cultivo. Se descubrió que había unas plantas muy alimenticias, muy ricas en fuentes de energía vital, que sembrándolas daban resultado. Aparecieron los cereales, el trigo, el centeno, la avena. Se vio que esos granos machacados, molidos y cocidos, alimentaban. No hace falta que lo diga, apareció el pan. El pan ha sido y es el alimento fundamental del hombre. Pero…, ya lo sabéis, no sólo de pan vive el hombre. Había que proseguir la conquista de la naturaleza. Había que buscar más plantas aprovechables. La civilización avanzaba…

Los fenicios, lo sabemos todos, eran comerciantes. La agricultura no les interesaba. Andaban los más, embarcados por el Mediterráneo, vendiendo y cambiando los productos que otros pueblos producían.

Los cartagineses, por ejemplo, tuvieron en gran estima la agricultura. A Magón, un cartaginés, le llamó Columela, “el padre agricultura”. Magón escribió cuarenta libros sobre la ciencia agrícola. Hesíodo celebra la agricultura como “el secreto de la felicidad”. En la época de Alejandro Magno, se escribe poesía sobre la agricultura. O sea, que la agricultura era muy considerada. En Roma, Virgilio, en sus Geórgicas, poetizó también el cultivo de los campos.

Dediquemos unas palabras a Virgilio. Virgilio era de un pueblo italiano llamado Andes. Nació setenta años antes de Jesucristo y murió diecinueve antes de ese nacimiento. Vivió pues, cincuenta y un años. Virgilio era un hombre muy inteligente y estudioso. Empezó estudiando gramática y matemáticas en Milán. Siguió adquiriendo conocimientos. Su padre le dejó en herencia una granja, es decir, un caserío. Y se dedicó a cultivar la tierra. Y a observar. Hacía estudios para obtener cada año mejores cosechas. Y como sabía escribir con arte, anotó en las Geórgicas lo que aprendía. En las Geórgicas habla del cultivo de la tierra, del cuidado de los árboles, sobre todo de la vid, que era entonces, una gran riqueza, y de la agricultura y de la ganadería y, por último, de la apicultura, es decir, del cuidado de las abejas que producían la miel el azúcar de entonces. Las Geórgicas y otros libros de Virgilio, como las Bucólicas y la Eneida todavía hoy después de dos mil años se leen. Son libros hechos por un sabio poeta y agricultor.

Demos un salto a la historia. Avancemos mil quinientos años. En el siglo XV, en España, en Talavera de la Reina, nació otro escritor de agricultura, Gabriel Alonso de Herrera. Fue Sacerdote y Capellán del Cardenal Cisneros. Os dais cuenta de que estamos hablando de los tiempos de los Reyes Católicos. Ese Sacerdote, Herrera, escribió un libro muy importante titulado Agricultura General. En este libro recogió lo que se sabía de agricultura entonces en España. Fue un libro muy leído por los que querían saber cosas.

Abandonemos este terreno de los tratadistas antiguos. Hubo muchos, sin duda menos importantes.

Volvamos a recoger el hilo de la historia. Hablaba yo antes, de los primeros tiempos de la agricultura. Hablaba de cartagineses, griegos y romanos. Pues bien, en esos primeros tiempos de la agricultura, el hombre se fue dando cuenta de que necesitaba herramientas para trabajar la tierra. Primero eran herramientas hechas de piedra y de madera, y después de bronce y de hierro, según se iban descubriendo esos duros metales. Aparece el hacha, la azada, el rastrillo, el arado, y esos instrumentos sencillos que todos conocemos y que se ven hoy en todas las casas de los labradores.

Separémonos un poco. Digamos algunas palabras acerca del instrumento más importante de la agricultura. Me refiero al arado. Todavía se ve en los campos asturianos el arado romano que, como sabemos, es de madera. Tiene un palo central por el cual tira la yunta, el timón, una reja de hierro, y dos agarraderas, para llevarlo derecho en el trabajo. Este arado de madera, con pequeñas variantes, trabajó la tierra por lo menos treinta siglos. Hoy desde el siglo diez y nueve, el siglo pasado, ese arado romano se va arrinconando. Se ha inventado, después de grandes estudios, el arado de vertedera, todo de hierro. Ese arado que vemos en los campos cuando vamos de paseo, que ya tienen todos los agricultores. Recordadlo. La vertedera, esa pieza curvada que voltea la tierra hizo una revolución en los cultivos, aumentó enormemente la producción del campo. Recordadlo, repito, algún día os explicarán esto con detalle.

Otra máquina importante: La trilladora. En los tiempos antiguos, se separaba el trigo de la paja, pisando las espigas con caballerías. Después, hasta hace poco, golpeándolas con palos. Ya veis, el trabajo que hoy en una hora hace una trilladora, se tardaba antes varios días en realizarlo. Recordad la trilladora.

Tenemos que hacer un zig-zag en la historia. Volvemos a los primeros tiempos. En principio el hombre se dio cuenta de que las tierras no daban las mismas cosechas todos los años. El cultivo las empobrecía. El ser humano se dio cuenta, a su vez, de que había que alimentarla. Aparecieron los abonos. El primer conocimiento se tuvo del abono natural el estiércol. Todos sabemos lo que es. Más adelante aparecieron los guanos. Los guanos productos de excrementos de aves y las aves mismas podridas, aparecieron primero en las costas americanas del Pacífico. Islas de Chile y Perú. Muy importante. Después se descubren minas de abono, como el Nitrato de Chile, por ejemplo. Más cercano, en el siglo XIX los descubrimientos científicos dieron lugar a la aparición de los abonos químicos: Superfosfato de cal, Sulfato amónico, Potasa, etc., etc.

No olvidemos que estamos en un Instituto de Modalidad Agrícola Ganadera. En estos primeros tiempos de que tanto hablo, agricultura y ganadería se unieron. La agricultura necesitaba de la ganadería para que le diera abono, es decir, estiércoles, y animales que tiraran del arado y de los carros de transporte. Los animales se sostenían con lo que sobraba de los frutos que aprovechaba el hombre. Paja de cereales, forrajes, hierbas. Los animales daban también frutos alimenticios al hombre: Leche, carne, etc., etc.

 Mencionemos un hecho histórico notable que influyó en los destinos de la agricultura. El Descubrimiento de América. Colón y sus ayudantes españoles descubrieron un Nuevo Mundo. De allí trajeron semillas de patatas y maíz, por ejemplo. El tubérculo y ese cereal no se conocían en Europa. Piénsese por un momento nada más hasta qué punto ese hecho histórico repercutió en la economía asturiana. La patata y el maíz como todos vemos son fundamentales en nuestra agricultura. Por otra parte la cala de azúcar es la principal riqueza agrícola de la Isla de Cuba. Pues bien, la caña de azúcar se llevó de Andalucía de España, a América.

En fin, ahora situémonos en el siglo XIX. Este siglo merced al desarrollo de las ciencias aplicadas es el siglo de la verdadera revolución de la agricultura. La Química sobre todo dio un empuje enorme a la producción del campo. Y la mecánica aplicada también. Algún día os dirán con detalle vuestros maestros el porqué de esto. Paciencia.

En este siglo se empieza a estudiar la agricultura como profesión científica. Se crean los cuerpos de Ingenieros Agrónomos y Peritos Agrícolas como estudiosos del campo y de sus realizaciones prácticas. El cuerpo de Veterinarios como técnicos de la Patología y la Zootecnia. Se crea además en las Universidades la carrera de Ciencias Naturales donde se forman lo que pudiéramos llamar técnicos de laboratorio.

Bueno. Ahora estamos a mediados del siglo XIX. El Estado Español desde hace veinte años, creó docenas de Institutos Laborales en los pueblos del territorio nacional o permitió su creación a la iniciativa privada. Estoy hablando a alumnos de un Instituto. El Gobierno español prevee las necesidades de la sociedad futura. El campo español necesita producir más y el agricultor debe saber aplicar los conocimientos científicos con método y sistema. Es preciso laborar con sentido no sólo por las necesidades presentes sino también por las futuras previsibles. A vosotros estudiantes laborales se os encomienda una misión trascendente para vuestro destino individual y de la familia del campo español.

Y ahora a estudiar, señores. Suerte.

La angula en la ría de Navia

Caza y Pesca, De vuelta del Eo

Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1959; De vuelta del Eo (1960)

Hay en las aguas del mar un pescadito alargado, fino, que, por su sabor, es especialmente mimado por las personas que gustan de darse buena vida. Este cariño está inspirado, ya se entiende, en el deseo de comérselo. Es decir, de masticarlo y paladearlo.

Pero no se pesca en su propia salsa, el mar. Se pesca en las rías. En los sitios donde el agua salada se mezcla y funde con la dulce que traen los ríos. En Asturias se da.

En la ría de Navia se pesca. Todos los años hay campaña angulera. Y esto desde tiempo inmemorial. Pero, se dice que cada vez hay menos. Hace treinta o cuarenta años, se cogía angula a espuertas. Antes, corrientemente, no tenía valor, no estaba de moda.

En los últimos años, coincidiendo con la escasez precisamente, su importancia ha crecido enormemente.

El espectáculo de su pesca tiene color y sabor. Porque la angula no se pesca de día. No se puede o, mejor, no se ve. Y de noche, no siempre. Con la luz de la luna tampoco hay manera. Ni aún en las noches de cielo estrellado.

Queda, pues, limitada su pesca a las noches invernales. Cuando el cielo está encapotado por los temporales y hace un frío que pela. Es necesario también que la marea esté alta, subiendo.

Cuando uno se retira a casa hacia las once o las doce de la noche buscando el abrigo y el calor del hogar, es frecuente encontrar a algún hombre que lleva un cedazo mangado en un palo. Es el angulero.

Pero lleva, además, una lata vacía, que puede ser de pimentón o de aceite, y un farolillo.

Va el angulero con el peor traje que tiene. Y el peor traje siempre está remendado o deshilachado, casi harapiento.

Me ha sido posible ver, en alguna ocasión, a altas horas de la noche, la pesca de la angula en la ría. En sus bordes, por ambas márgenes, se ve a los pescadores con la luz del farolillo que cada uno tiene. Y dobladas las luces, porque se proyectan en el espejo de las aguas.

Hay un indudable encanto al ver docenas y docenas de luces mortecinas en tenebrosidad de una noche siempre cerrada y, como dije, por el frío, cruel.

El angulero, visto de cerca, en faena, parece un minero. Como éste tiene su lámpara, que es el farolillo. Y si no tiene en su torno las negruras de las capas carboníferas, tiene el túnel de la noche, mientras la noche dura.

El angulero, valiéndose del mango, pasa el cedazo por las aguas de la orilla a una regular profundidad. La angula, si la hay, anda en bandadas. Se saca el cedazo después de la pasada y el pececillo queda en seco sobre las mallas, retorciéndose. Y luego se vacía el cedazo en la lata como si fuera una palada de cualquier cosa.

Al despuntar el alba, con la más leve claridad del día, la angula desaparece, se va Dios sabe dónde. Ella sólo quiere y permite la luz del farolillo.

Hay en la angula, por ello, una cierta humildad, un cierto recalo. Nada de exhibicionismo. No quiere saber nada con el sol ni con la luna, ni con las estrellas.

Su cuerpecito, al salir del agua, brilla y emite destellos al chocar con él la luz débil y acariciadora del farolillo.

La angula, corrientemente, lo sabe cualquiera, se cuece o asa en una cazuelita de bordes bajos. En la cazuela misma llega a la mesa con el aceite hirviendo y las pequeñas manchas del pimentón sazonador.

La angula se pesca con un frío que pela. Y se come con un calor que abrasa.

¡No se anda con términos medios!

Amanecer gitano

De vuelta del Eo

Publicado en: De vuelta del Eo (1960) ; Las Riberas del Eo? (sin localizar)

Cuando se viaja en el amanecer, al despuntar el alba, se experimentan goces de calidad. Uno deja, con nostalgia, la cama caliente y acariciadora en la noche que concluye. Pero tiene la compensación de que ha de ser espectador del nacimiento de un nuevo día. Que es, siempre, algo notable. Yo veo este nacimiento con frecuencia.

Al salir el sol la naturaleza toda se expande y se pone en pie. Lo vivo se despierta del letargo nocturno y se despereza. El sol con su calor y con su luz excita la vida de cada ser que resbala, sucediéndose, hacia la muerte.

En un viaje, a esas horas, se ve la mar. Por arriba y por abajo. En el cielo y en la tierra. En estos días invernales siempre me llamó la atención un humo de hoguera que se percibe sobre las copas de los árboles. Y ya desde la lejanía.

Más o menos próximo a la carretera, en las anchuras de un camino real o en un abertal, hay un campamento de gitanos.

Allí están esos seres aventureros que hacen “camping” a base de carromato y de jamelgo.

Los gitanos no son unos turistas. Estos hacen vida de campo ocasional y veraniega. La gitanería duerme a cielo abierto lo mismo en las noches tibias del verano que en las frías e inclementes del invierno.

A uno, al acercarse y ver el campamento, se le arruga el alma. Se ve que allí han pasado la noche y, en el seno de la intemperie han dormido. ¿Qué cosas?

Pero el gitano viejo ha madrugado y ha encendido una hoguera. Si se quiere, el hogar sin chimenea. Y, entretanto, los demás duermen. Duerme el churumbel, duerme la gitana de pupilas negrísimas que algún día nos echará la buenaventura con aire y donaire de faralaes. Dentro del carromato, unos. Otros debajo, entre las ruedas. Cae un breve toldo hacia un lado.

Se ve, no lejos, suelto, queriendo comer en una sebe, al caballo tirador. Hay un perro atado al radio de una rueda. Se ven algunas ollas y cacerolas negras como boca de lobo. Algún haz de mimbres está tirado por el suelo. Hay un cesto comenzado a tejer.

Toda la ropa que se les ve tiene flecos de harapo. Todo está sucio y negro por mor del polvo de los caminos. Aquello, en su conjunto, parece el más hondo aguafuerte de la vida.

Los gitanos han dormido al raso, al sereno. Sólo iluminados – y es mucho – con luz del cielo, que es luz de Dios, luz de estrellas, luz de luna.

En este amanecer el paisaje con todos sus verdores está enharinado por la helada. Todo está cano. En las pocitas que hay en las huellas de las pisaduras está él cristal de los carámbanos. El suelo se nota duro, también helado. Sólo se ve entre tanta blancura la enorme fuerza poética de la flor del tojo. Que es de una amarillez bruñida, de oro puro.

Cuando el sol sale con sus rayos casi horizontales aquello empieza a demudarse de color. El hielo, poco a poco, se deshace en agua. Y en haz de las hojas de yerba hay tal cual arco iris. Que, claro, centellea.

Las sombras de los árboles son sumamente alargadas. Parece que no se acaban. Hay grandes contrastes de luz y oscuridades.

Desde el coche de línea se ve el despertar gitano. Y su presencia se delata con anticipación, como dije, por el humo da la hoguera. A menudo hay que ver esto en visión fugaz, a través de un bosque de pinos. Estos están con sus troncos verticales, color siena tostada, y limpios. Y se suceden unos a otros como si huyeran por efecto de la ilusión que da la velocidad.  Se ve aquello con imágenes impresionistas, sucesivas, de cine.

Ya se ha levantado la familia gitana. El caballo huesudo y de pelo largo se encaja entre las varas del carromato. Suena el trallazo de arranque.

¡Ahí vienen los gitanos!

ALEJANDRO SELA

Una asturiana de calidad

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 20-12-1958

Doña Jimena, la esposa de Rodrigo Díaz de Vivar, al Cid Campeador, era una mujer asturiana. Y de estirpe regia. Su padre era el conde de Oviedo. Se llamaba Diego. Y la madre Cristina.

El Cid hizo a su prometida donación de arras: “Por decoro de su hermosura y por el virginal connubio”.  

Parece que la boda se celebró en León. Pero inmediatamente el Cid recibió orden de su rey Alfonso VI para desempeñar delicadas misiones en Oviedo. Una de ellas fue la de hacer de juez en algún caso. Se mostró ducho en su función judicial – dice Menéndez Pidal -.

Doña Jimena y don Rodrigo pasaron pues, la luna de miel en Oviedo. O mejor, en Asturias.

Doña Jimena fue una asturiana ejemplar, una gran mujer. Adoraba a su Cid. En el Cantar Primero del Poema de su nombre dice ella:

  • Escúchame oh Cid de la hermosa barba.
  • Doña Jimena, mi excelente mujer, os quiero tanto como a mi alma.

Llegaron, en el matrimonio, al supremo bien del amor: Querer y ser queridos.

¡Sabida delicia!

Ella seguía a su marido en sus empresas guerreras, pero en la torturante retaguardia, en la permanente inquietud de la incertidumbre, callada, humilde y con el vigilante cuidado de sus hijos. Esposa y madre. Muy limpiamente.

Don Rodrigo iba en pos del moro con todos los riesgos, para servir a su rey, para ganar una Patria. Pero en el fondo de su ser vibraba el recuerdo de su amor, su Jimena.

Siempre, o casi siempre hay en el guerrero triunfante, una causa primera, estimuladora, decisiva.

¡Razón de amor!

Asturias ha tenido un hombre. Don Pelayo. Él con una cruz en la mano y un puñado de asturianos esforzados inició la gran tarea. Y siglos después, una mujer, Doña Jimena, que desde un plano oscuro hizo posibles las gestas heroicas de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, en buena hora nacido.

Uno y otra, Don Pelayo y Doña Jimena, movidos por el soplo de la Divina Providencia, la Virgen Santa María.

Desde las alturas bajó Esta al monte Auseva, a Covadonga. Traía para los asturianos, para los españoles todos, en su mano derecha un símbolo de belleza y amor. Traía en su mano… ¡Una rosa!

Álvaro Delgado

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 28-9-1958, pág. 5

Usted, lector dignísimo, seguramente habrá visto, por las carreteras del occidente asturiano, durante los últimos veranos, una moto que lleva dos…

El de atrás, con gafas amor, que porta a sus espaldas los bártulos de pintar, es Álvaro Delgado. Es, como se dice en el argot de la época, «el paquete».

El conductor de la moto es Justo Álvarez, ¿Quién no lo conoce? Justo es el más experto motorista que vieron los siglos. Y es, además, por su profesión, el verdadero alquimista del lugar. Ciencia y deporte perfectamente conjuntados.

Justo, Álvaro y la moto forman la más perfecta unidad. Sobre ella van aquellos como nacidos. No se sabe lo que es de carne y hueso. Si lo de arriba o lo de abajo. Yo, si la moto tuviera patas, diría que todo ello forma un centauro de dos cabezas. Pero no, he de callar. La mitología no tiene previsto este extraño caso.

SELA

Navia

De vuelta del Eo, Programas y folletos
Folleto turístico, publicado en Navia. 1958. Autores: Ramón D. Faraldo y Alejandro Sela

Publicado en: Folleto turístico Navia. Agosto-1958; De vuelta del Eo (1960); Revista del Descenso 2013. Centenario de Alejandro Sela.

Cuando se viene del cielo a estas tierras de Asturias, si se es ángel, lo más próximo a él, para tomar un descanso, es el pico de Panondres. Desde allí, sobre la roca pelada y viva, se puede recrear la vista si la atmósfera está despejada y limpia. Se domina todo el concejo de Navia.

A los pies de uno se verá, en una hondonada, Anleo, con su castillo almenado. A la derecha, Puerto de Vega, pueblo de pesca, Villapedre, Villaoril, Cabanella… A la izquierda, Armental, la cinta gris, de espejo, de la ría de Navia, el casco urbano de la villa del mismo nombre, La Colorada, Andés…

Dentro de estos hitos hay, por cualquier lado que se mire, salteadas, casas blancas o parduzcas que forman pequeños lugares, sembrados y prados con sus verdes de terciopelo. Y en masas de boscaje, también por medio, pinos…

Al fondo, en la lejanía, la mole undosa, movediza del mar. Que unas veces es azul, otras verde, otras, plateado. Según… Y en la desembocadura de la ría, al lado de la playa, una línea de espuma blanca. Infaliblemente…

Si se es ángel se tienen alas. Claro. Así que, en un corto vuelo se pone uno en el campanil de la Iglesia de Navia. Cogido a la cruz del remate, por ejemplo, desde allí se precisa bien lo que le rodea a uno.

Dos puentes – el del tren y el de la carretera – unen a Navia con El Espín, en el concejo de Coaña, y se ve, además, Mohías con su vasto eucaliptal.

Aparecen tendidos, planos, como la palma de la mano, en las márgenes de la ría, ocres juncales con sus tallos hirsutos. Y prados en marisma, en Olga y el Pardo.

Por otro lado, al mediodía, se ve el hostal de los pobres, la casa de Ordenanza.

Se percibe la nota vibrante de una sierra que dentellea una rolla. Y si se pone atención, se oye también un mirlo con pico de oro que canta en la copa de un árbol…

El ángel ha de irse. Se siente el batir de alas. Allá va… hacia las alturas de donde vino. Poco a poco su figura a se pierde entre las nubes.

Pasarán los años…

Y un buen día, añorándolo, dirá a sus amigos, otros ángeles:

Érase una vez un pueblecito de la costa asturiana…

ALEJANDRO SELA

Rutas de Asturias

El Progreso de Asturias

Publicado en: EL Progreso de Asturias. Abril-1958

En los primeros días de otoño último, un grupo de amigos tomamos el acuerdo de dar una vuelta por pueblos del occidente de Asturias. Queríamos pasar un día de esparcimiento y goce campero que rompiera la monotonía de nuestros quehaceres cotidianos.

Hicimos realidad nuestro deseo. Uno de los últimos días de septiembre, no recuerdo cual, amaneció con sol. Algunas nieblas se veían en lontananza, pero no parecían presagio de nada malo. No era de temer, y así resultó, que el tiempo cambiara.

Serían las nueve de la mañana cuando salimos de Navia, en coche. Los primeros kilómetros los pasamos a velocidad. Nos eran muy conocidos los pueblos. Así, pues, pasamos rápidamente por Cartavio, La Caridad, Valdepares, Tapia, Serantes, etc.

Poco después de Barres, a la altura de La Linera, paramos. Y desde allí vimos el castillo de Donlebún a la derecha. Y de frente, Castropol y Ribadeo que coqueteaban con las aguas apacibles y azogadas de la ría del Eo. A la izquierda se veían Salias y El Esquilo.

Vámonos. Pero siguiendo un viaje más lento. Hacemos alto, unos minutos, en Vilavedelle, y vemos allí la hermosura de la ensenada de la ría que llega a Fabal.

Cuatro kilómetros nos faltan para llegar a Vegadeo. Pero antes pasamos por Fondón, en Rio de Seares.

Vegadeo. Tomamos un refrigerio. Y nos metemos por una ruta totalmente desconocida para todos. Vamos a ir a Taramundi. La carretera arranca de Vegadeo casi en llano hasta llegar a la Coruxeira, donde empieza una larga cuesta, varios kilómetros, que llega hasta cerca de Ouria. Subiendo vemos a un lado Las Cruces y Ferreirameon. Al otro, Fuente de Louteiro y Cereigido. En las laderas de los montes y en las hondonadas por donde pasa el río Monjardin hay una vegetación nutrida, que, por fuerza de la estación, empieza a amarillar. El paisaje, con el sol de la mañana, es delicioso. Las crestas de las montañas van desnudándose. Y una onda misteriosa me trae a la memoria estos versos de Góngora.

Raya dorado Sol, orna y colora
del alto monte la lozana cumbre. 

Antes de llegar a Ouria cruzamos la Sela de Fabal. Pero en Ouria nos detenemos y sacamos una foto, a distancia, de la Iglesia del pueblo. Sabemos que de ésta y su archivo está haciendo lucidos estudios un sacerdote de Vegadeo, Don José Rodriguez Fernández.

Después de Ouria, a poca distancia, nos encontramos con El Castro. El paisaje y los pueblos que ahora vamos viendo toman un tinte distinto de lo visto antes de Vegadeo, lo que se llama, por la proximidad al mar, La Marina. Las casas que encontramos son más oscuras, algunas sin encalar, más rústicas, pero de una belleza incomparable. Aquello parece burilado al aguafuerte.

Atravesamos la Sela de la Entorcisa y pasamos, dejándolo a nuestra izquierda, un pueblo al descubierto alegre, Bres. Poco después la carretera tiene un puente. Debajo se desliza el rio Cabreira.

Seguimos la carretera con muchas curvas. Y vemos árboles sin cuento. Castaños, robles, nogales… Y encaramándose hacia las alturas, tojos floridos, carqueixas y queirotas.

Llegamos a un lugar donde el horizonte se ensancha. Las montañas parece que se abren. Vemos hacia allá una iglesia de torre alta, con el caserío en torno. ¿Qué será aquello? Lo adivinamos. Taramundi. Alto el coche. Una foto.

Taramundi no es un pueblo grande, pero tiene mucho carácter. ¡Habíamos oído hablar tanto de Taramundi! Pero no nos defrauda. No. Vimos su iglesia y un poco más arriba, un parque de robles. Sólo de robles. Una joya. He aquí al famoso Taramundi. El pueblo que hace navajas y las manda a medio mundo. Le dedicamos una hora. Y con gran contento. Pero hay que irse. Vamos, siguiendo la carretera, hacia Galicia.

El paisaje es más espacioso. La carretera mejor, más cuidada. Pero la belleza sigue de dueña y señora. No se nos oculta. Atravesamos Vega de Zarza y un rato después, Conforto. Conforto es una aldea grande, rica. Se nota.

Cuando todavía no lo esperábamos nos encontramos con la villa grande y de mucha importancia comercial: Puente Nuevo.

En Puente Nuevo estaban de fiesta. Nos apeamos y nos sentamos en la terraza de un bar. Y en frente, en un quiosco provisional, una banda de música toca pasodobles animados. Muy bien.

Hemos de ir a comer a Ribadeo. Tenemos que marchar. Bajamos por una carretera de delicia. El rio Eo nos acompaña a la derecha. Sus aguas son claras y, a veces, en las cascadas blancas hay gran cantidad de árboles esparcidos o apretados. Los pinos y eucaliptos son los amos. Pero, en realidad, hay de todo. Pasamos por las cercanías de Santirso sin detenernos. Y, más abajo, Abres. Brisas con olor a mar penetran por las ventanillas del coche. Porto. Los llanos de Reme. Hacia la derecha, juncales.

Ribadeo. Una hora para comer. No más. Y con el pitillo en la boca, nos vamos al Faro. Desde Ribadeo al Faro hay una magnifica carretera que tendrá unos dos o tres kilómetros. Desde ella, que está a buena altura, se ve como la ría del Eo le da la mano al Cantábrico. El mar, ese día y a tal hora, estaba tranquilo. Pero tenía las rugosidades necesarias para que no fuera espejo. Su color era azul plata. Y una bruma ligerísima unía cielo y mar. No había raya de horizonte. ¿Para qué?

Inmediatamente regresamos a Asturias. En Vegadeo preguntamos por Don José, el sacerdote escritor. Lo encontramos. Y conseguimos llevarlo con nosotros. Ahora vamos por la carretera de Piantón.

Y llegamos a Sestelo. Es preciso pararse y ver cómo anda aquello. Hoy está mejor que nunca. El embalse del salto, rodeado de mimbreras, con aguas limpias, claras, parece algo de cuento de hadas.

Dejamos este sitio con pena. Pero es preciso seguir devorando hermosuras. Un ramal de carretera nos lleva por Añides y Penzol. Y nos encontramos, algo más arriba que no podemos seguir. La carretera se acabó. Estamos en el campo del Couselo.

En el Couselo, sin apena darnos cuenta, estamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. Desde allí vemos las huertas de la Cabanada, y Brañatuille.

El sol nos deja, declina. Hay que bajar. En Montealegre doblamos y cogemos la carretera de Meredo. En este camino y subiendo hacia la izquierda, Don José nos señala un monte y dice que allí estuvo, hace siglos, el castillo del Suarón. El tiempo lo borra todo. No hay rastro de nada. En ese momento sólo se veían en el histórico monte, un par de yeguas comiendo tojos y tocando la choca.

Meredo es un pueblo plácido, bien situado. Visitamos su iglesia. Al subir al coche vemos dos cazadores que bajan del monte. Nos saludan. Son Rivera y Antuña. De Vegadeo. Cada cual trae su ramillete de perdices muertas. Estamos entre luces. Y todavía tenemos que ir a Presno.

El señor cura de este pueblo con toda amabilidad nos enseña también su iglesia que es, por todos conceptos, interesante.

Son las ocho y media. No se ve ya. Estamos rendidos, agotados. Y no por cansancio físico, muscular. Nuestro cansancio es cerebral. Hemos visto, de cerca o de lejos, infinitas cosas dignas de atención.

El viaje fue bien aprovechado. A las diez de la noche llegamos a Navia. Cenamos. ¡Y nos dormimos como pegos!

Alejandro Sela, Navia, 3-2-1958

Campoamor solo

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 30-3-1958, pág 3; De vuelta del Eo (1960)

Ramón de Campoamor es un poeta español, asturiano, de Navia. Esto naturalmente, lo sabemos todos.

Aquí está, en Navia, en efigie, estatuado en bronce. Hace más de doce años que lo veo casi a diario. Ni me dice ni le digo.

Sin embargo, yo lo miro siempre al pasar por su lado. Por lo menos de refilón. Y, la verdad, Campoamor me da pena. Lo veo tan aislado, tan solo…

Está sentado a cierta altura y tiene en la mano izquierda un libro abierto. Pero no lee. El brazo está hacia abajo, caído. Me da la sensación de que este hombre está cansado, aburrido, casi hastiado.

He aquí lo que un día fue gloria nacional. Ahora, en la soledad, da la impresión de no serlo. La candela de su gloria, por lo menos de momento, está apagada.

Nadie viene a ver a Campoamor, Si alguien lo mira no es como poeta, sino como estatua. La gente, lo noto yo, mira la obra de un escultor. Y de ahí no pasa. Obra que es, por cierto regularcilla.

Hay ocasiones en que algún forastero saca una foto a un familiar o a un amigo delante del monumento. Entonces el papel de Campoamor se reduce a ser… telón de fondo. O certificado de estancia. Poca cosa.

No, no se ve a nadie a su lado con calor de admiración ¡Qué va! Nunca vi persona alguna, hombre o mujer, niño o niña, que le lleve un puñadito de yerbas rematadas en flores. Que es el único regalo emotivo y tierno que se le puede hacer a un poeta.

¡Pobre Don Ramón!

Yo no soy nadie. Y, si soy alguien, necesariamente he de ser de lo más humilde. Pues bien, a mí, desde tan poca cosa, Campoamor me inspira compasión ¡A qué se llega!

En el verano, todos los años, en época de fiesta, le ponen delante un quiosco de tablas y barrotillo, provisional. Y, desde él, una orquesta toca a los vivos para que bailen. Desde sus instrumentos fluyen ritmos de tango, de fox o de rumba… Como las abejas de la colmena salen de allí, en revoloteo,  corcheas, fusas y semifusas y salpican lo que hay en torno. Y él, Campoamor, desde su asiento, con ojos de cansado lector, o de lo que sea, ve y oye todo.

Es muy posible que esté todavía rimando filosofías. A lo mejor es su sino, quizá siga creyendo que las mujercitas tienen para él, el pecho de cristal…

Escribo en un día de invierno muy crudo, lluvioso y helado. Campoamor está solo y brilla… como el charol. Está mojado. Y el libro abierto gotea…

Leo al respaldo del monumento, en letras esculpidas en bronce:

Por iniciativa de asturianos que residen en ambos continentes se levanta este monumento en Navia, su pueblo natal, al más profundo poeta del siglo XIX.

Y un poco antes:

La Patria nunca olvida a quien la enaltece.

Patria, Poeta…

Y decir que alguien, escribió algún día

... pero es más espantoso todavía
la soledad de dos en compañía.

Un pintor luarqués. Luis M. Iragorri

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 2-3-1958, pág. 24

Luis M. Iragorri es cartero de Navia. Hace ya unos veinticinco años que vive aquí ejerciendo su cargo a satisfacción de todos. Es un perfecto caballero. Yo lo he tratado siempre, desde hace bastantes años. Entre nosotros hay ciertas afinidades. Él, además de ejercer su profesión oficial, es pintor. Y yo soy aficionado a la pintura.

Hay, creo yo, dos clases de pintores. Los que estudian para ello, los que van a las academias, los que viajan. Que son los que viven afanosos de descubrir mundos nuevos al arte. Los que vuelan o quieren volar alto.

Y otra clase es la de aquellos que pintan porque sí, naturalmente, con humildad, muy calladamente. Por la misma razón que el prado da hierbas o el rosal rosas. Y no saben ni quieren saber nada de cubismo, surrealismo etc. etc. Mi amigo es de estos últimos.

Pinta, nunca dejó de pintar. Y para ello no fue a escuela alguna y no ha viajado. Los pinceles los tomó de la mano de su padre que también pintaba.

Luis M. Iragorri nació en Luarca. Es pues, de nuestra tierra. Y esta es razón más que sobrada para que se divulgue su nombre y se sepa de él. Por los que están aquí y los que están allá. Esta tierra nuestra, la del occidente asturiano, no da pintores. Hoy, tenemos poquísimos. Y esto es lamentable. Porque la pintura no es un vicio. Es, sin duda, una virtud…

El mérito de Luis está, realmente, en su enorme vocación de pintor. Con poco tiempo libre, con escasez de medios, ha pintado, pinta y si Dios quiere, pintará. Sus cuadros son, por lo menos, dignos, decorosos. Sus inclinaciones fueron siempre hacia el paisaje y, dentro del paisaje, las marinas. Él es un verdadero enamorado del mar.

Pero, además de esto, también se dedica a otra actividad merecedora de estima. Es constructor, en madera, de buques de vela o de vapor. Hace maquetas de unos navíos airosos, marineros…

Cito a Luis para hablar de sus cosas en un café. Y vino puntual, complacido. Tomamos sendos cortados y encendemos también sendos pitos.

– ¿Cómo fue eso, Luis, de que usted sea pintor?

– Por herencia. Mi padre era, en Luarca, carpintero y pintor de iglesias. Pero, además pintaba al óleo en lienzo o tabla, cuadritos para vender. Y retratos a lápiz. Y yo, casi sin darme cuenta, seguí sus pasos.

– ¿En qué fecha nació y qué vida hizo?

– Nací en Luarca el año 1899, donde viví hasta los 31 años. Me fui a esa edad, de cartero a Piedras Blancas, donde estuve dos años. Y después a Ribadesella y allí viví igual cantidad de tiempo. En Navia llevo unos veinticinco años. Siempre aproveché las tardes libres para pintar. La pintura, el producto de la venta de mis cuadros, me ayudó a vivir.

– ¿Cuántos habrá pintado en total?

– Unos ochocientos, más o menos.

– ¿Y a qué precios vendió?

– El cuadro más caro me dejó 1500 pts. Y el más barato 300.

¡Me quedo un poco sor prendido! Un pintor sin prensa, sin el aparato de la propaganda, ha hecho lo suyo… como quien no quiere la cosa. Ya decía yo que esto es una virtud…

– ¿Por qué sus cuadros son casi todos marinas?

– El agua me dominó, me atrae de un modo irresistible. El mar cuando está encabritado o fiero lo pinto con el mejor gusto. A veces pongo sobre el agua embarcaciones de vela, bergantines o fragatas. El agua, el mar, es siempre interesante. Cambia a menudo de color. Sus verdeazulados tienen su “miga”, son una papeleta…

– ¿Fue a alguna exposición?

– Si. En 1928, en una exposición organizada por el Ayuntamiento de Luarca, me dieron medalla de oro. En otra, organizada por el mismo, tiempo después, me dieron un premio de 500 pts.

– ¿A quién vende?

– A todo el mundo, al que desee comprar. En Navia hay pocas casas que no tengan algún cuadro mío. En Luarca habrá unos veinte. Y hay algunos que fueron o están en Nueva York, Buenos Aires, Puerto Rico, Gijón, Madrid.

– Sé, porque los vi, que usted también hace barcos. ¿Qué me dice?

– He hecho trece, solo de madera, con formón y gubia. Cada uno me llevó un año, en horas libres, claro. El mayor tiene sesenta centímetros de eslora.

– ¿A qué aspira?

– Mi ilusión es verme jubilado de cartero para tener tiempo libre. Quiero pintar todo el día, sin tregua, sin descanso, de sol a sol.

Ya está. Después de lo dicho u oído, no hace falta que yo haga comentarios. Los hace cualquiera.