El monstruo del Meiro

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 27-9-1959, pág. 7; De vuelta del Eo (1960)

EL PRIMERO QUE LO VIO FUE LUIS DE CIGOÑA. EL VECINDARIO ESTA EN VILO

Meiro, en el concejo de Coaña, es un pueblecillo de poco más de media docena de casas. Es, lo fue siempre, apacible, tranquilo. Pero ahora, desde hace casi un mes, ya no lo es. Un hecho inesperado, una aparición, dio al traste con la tranquilidad y sosiego de sus vecinos.

Y no sólo de Meiro, en verdad. Los pueblos de las cercanías también están alarmados: Coaña, Folgueras, Navia… En ellos no se habla de otra cosa.

Un día Luis de Cigoña, en el río, vio un bicho grande, raro, extraordinario. Fue a su casa a buscar un arma ofensiva para hacerle frente. Cuando volvió ya no vio nada.

En días sucesivos, si bien de raro en raro, otros vecinos lo vieron. Y la voz dando cuenta de su presencia se extendió como reguero de pólvora…

Tiene cabeza de cerdo y orejas de ser humano, dicen unos. Otros, por el contrario, alegan que tiene forma de cocodrilo y el cuerpo todo recubierto de conchas o escamas. Otros agregan que las patas delanteras son de hombre y las de atrás de gaviota. Y, finalmente, no faltan los que lo han visto sólo el rabo, largo, enorme, de color amarillo…

En general, sin embargo, todos coinciden en que es macho y no hembra.

Como vino a Meiro este monstruo. Ahí está el quid de la cuestión. Gentes que tienen preparación geográfica y zoológica dicen que es un ser salido de su área vital y que, al despistarse, se refugió en la ría de Navia y ahora no sabe salir. Los que presumen de más enterados opinan que bajó a Meiro, por el río de este nombre, un día de crecida. No escasean los que creen en la generación espontánea y, por consiguiente, lo consideran indígena, del lugar. O, en el peor de los casos, que es un ser antediluviano que vivió en letargo siglos y siglos y que ahora volvió a la vida movible más fresco que una lechuga.

Dibujo del Monstruo del Meiro, por Álvaro Delgado.

En fin, todo son hipótesis, todo son supuestos, todo cábalas.

La aparición de este ser plantea arduos problemas. De orden científico más que nada. ¿Es anfibio? ¿Es vertebrado? ¿Es vivíparo? ¿Es ovíparo? ¿Come carne? ¿Pace hierba?.

Todas esas interrogantes, por ahora, están en el misterio. Pero es de sospechar que pronto sea cazado o pescado y entonces se verá lo que hay del asunto.

Vivimos tiempos duros, excesivamente razonables. El cálculo matemático interviene en todo.

Parecía que no quedaba ya tiempo para que la fantasía de unos y otros pudiera echarse a volar y poner un poco de poesía y emoción en lo que se cuenta.

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en los que a la vuelta de cada esquina había una sirena o un sátiro, un endriago o un vestiglo, una náyade o una ninfa. O algo parecido.

Y aquellos tiempos en que había una princesa encantada en un palacio de cristal amparada y protegida por un dragón que echaba largas lenguas de fuego por la boca. Y que un buen día aparecía un príncipe jinete en un caballo blanco con las más puras intenciones. Y que todo acababa en boda, y tal.

Partiendo de una realidad que indudablemente existe se dice lo más razonable y lo más disparatado. Todo a una. Y el curioso, al mismo tiempo que teme, ríe.

Son muchos, forasteros, turistas, los que aparecen por Meiro, preguntando, inquiriendo. No me extraña nada.

El sitio por donde pulula es bueno. Encantador. Pleno de belleza y tranquilidad. Parece imposible que un ser tan extraño haya asentado allí sus reales. El paisaje de Meiro se ha visto siempre amenizado por cantos de mirlo o de jilguero, por lo más fino y delicado de la pajarería. Ahora en esos lugares, a altas horas de la noche, se oye un bramido ronco y estridente que causa, al que no está en el verdadero secreto, hondo pavor…

Álvaro Delgado, pintor avispado e intuitivo, recogió datos muy fidedignos. Y, con ellos, reconstruyó el monstruo en forma tal que parece de verdad. Es, sin duda, su vivo retrato.

¡Parece que está hablando!

SELA

Nosotros, en Covadonga

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 20-9-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)

La villa de Navia o, mejor, un nutrido grupo de vecinos, con el Consejo Municipal al frente, se trasladó a Covadonga el día de la fiesta del santuario. El Consejo iba a hacer una ofrenda a la Virgen.

Salimos de Navia el día siete de Septiembre, a media tarde, en autobús. Convenía dormir en Oviedo.

Justo Álvarez, Álvaro Delgado y yo, dentro de la comunidad, formamos rancho aparte, si así se puede decir. Justo tenía provisión de fondos. Él era el encargado de pronunciar esa frase que tanto hay que repetir en los viajes ¿Qué se debe aquí?

La noche del siete al ocho fue de aúpa. Relámpagos y truenos perturbaron nuestro buen deseo de dormir tranquilos. No pudo ser. A las siete de la mañana del ocho, al amanecer, cuando cogimos el coche para reanudar nuestro viaje, llovía a cántaros. El cielo estaba encapotado, el día de verdad triste.

Nuestro ánimo estaba de capa caída. Esperábamos un día malo. En Pola de Siero llueve. En Nava llueve menos. En Infiesto nada. Cuando llegamos a Arriondas… hacía sol.

En esta villa nos apeamos. Eran las nueve de la mañana. Solicitamos en un bar sendos cafés y bocadillos. Estos llevan dentro unas ruedecillas de lomo que saben a gloria. Nuestro ánimo empieza a elevarse. Indudablemente hay un enlace entre el cuerpo y el espíritu. De la panza sale la danza…

En Cangas de Onís se afirma el buen día. Las nubes oscuras se han ido volando… El sol luce. Los viajeros de nuestro coche, entre los que van bastantes mujeres guapas, cantan y ríen.

En este lugar confluyen varias carreteras. Coches de diversas procedencias se ponen unos delante y otros detrás del nuestro. El camino está lleno de curvas. El viaje se hace ahora lentamente. Pero no tardamos en ver, en lo alto, las agujas de la basílica.

¡Covadonga!

Hay bulle bulle de gentes de diversa condición: aldeanos, seminaristas, guardias civiles, canónigos… Por el túnel que lleva a la cueva, entran los romeros, los devotos de la Santina. Las mujeres, como siempre, cubren sus cabezas con pañuelos de mano arrugados. Se les olvidó el velo…

Álvaro, Justo y yo queremos ver más, queremos subir a las cumbres donde están los lagos: el Enol y el Encina. Conseguimos un coche pequeño. Y a ellos vamos. Una carretera de doce Kilómetros, agreste, empinada, curva va curva viene, nos lleva allá. Pero hacemos parad: s a cada paso. Hay desde cualquier parte mucha visibilidad. El sol se ha consolidado. Respiramos con verdadera ilusión. Vemos el monte Auseva, debajo del cual está la Cueva. En frente suyo otro monte, el Ginés, muy alto. En su cima tiene una cruz de palo. Y, al fondo, en medio, sobre una loma, la basílica. Sus torres, dos, terminan en punta.

Pienso, un momento, en lo que a través del tiempo he leído. Aquí, en este escenario, tuvo lugar la gesta heroica, decisiva para España. El inicio de la Reconquista. Bullen en mi mente nombres y más nombres. Pelayo, Alkamán, Don Oppas…

Los autores árabes nos hablan de que Pelayo con treinta hombres y diez mujeres en los huecos de aquellas peñas, resistieron los persistentes embates de los honderos y saeteros de Alkamán. Y que esos hombres y esas mujeres se alimentaban de miel que las abejas fabricaban en las hendiduras de las rocas. ¿Historia? ¿Leyenda? El argumento es hermoso. Me quedo con él.

Cuando faltaban unos cuatro Kilómetros para llegar a los lagos, vemos una mujer sola, joven, que sube a pie por la carretera. Despierta nuestra atención. Álvaro, siempre oportuno en las cortesías, la invita con la mano subir a nuestro coche. Y ella acepta.

– ¿Va a los lagos? – Sí, claro. Es una mujercita bella. Y simpática. Y que sabe mucho.

– Aunque sea indiscreta la pregunta, por favor. ¿Quién es usted?

– He estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, de donde soy. Ejerzo el periodismo. Me llamo María Paz Salas.

– Gracias. Y Álvaro corresponde diciendo quienes somos.

– Nosotros tenemos ideas confusas acerca de los hechos históricos que ocurrieron por estos lugares. ¿Quiere usted hablarnos de esto?

– Con mucho gusto. Sánchez Albornoz opina esto… Américo Castro lo otro.

Y así, como quien no quiere la cosa, con gran sencillez, María Paz nos da la más inesperada y peripatética de las lecciones.

Avistamos el primero de los lagos, el Enol, y, desde el coche mismo, despacio, lo vamos viendo. Seguimos. Detrás de una montaña a no mucha distancia, está el otro lago, el Encina. En torno a éste hay un amplio campo en el cual pastan ovejas y vacas. Tiene ese campo verde, pequeños oasis, como si dijéramos de tojos y gancelas muy bajos, en flor. La de aquellos es amarilla. La de estos es color escarlata. Como el manto que le pusieron a Don Quijote en casa de los Duques.

El lago Encina es, por su belleza, un encanto. Sus aguas aparecen limpias y puras. Tal vez es agua de nieve. Y nieve se ve en una montaña imponente que está al otro lado. Es la Peña Santa.

En el lago flotan unos cuantos pájaros palmípedos. De vez en cuando se somormujan. Irán al fondo de las aguas a buscar el pan nuestro—de ellos—de cada día.

¡Qué bien se está por allí! María Paz se fija en las matas con florecillas. Justo, con sus prismáticos, mira y remira por todos lados. Y Álvaro saca fotos.

Las vacas, pequeñas, peludas, de raza casina, pastan las hierbinas que pueden coger del suelo. A veces con sus terneros se cansan, se acuestan. Ellas darán después poca leche. Pero rica, muy mantecosa.

No hay viento ninguno por aquellos parajes. Hay claridad y sosiego. Belleza y paz.

A un lado vemos una pequeña casa. En ella una mujer despacha durante el verano solamente comidas de urgencia, Picamos un poco de jamón y tomamos unos vasos de vino. Este vino es rojo, pero muy trasparente. De la Rioja.

E iniciamos el descenso. Nos llaman la atención grupos de árboles que hay entre las peñas que blanquean. Son hayas. No nos persiguen los osos, no vemos rebecos.

A la una de la tarde estamos en la explanada de la basílica. Sabemos que hubo una misa de pontifical en presencia de dos ministros del Gobierno y el Consejo Municipal de Navia.

A las dos en punto el Ayuntamiento de esta villa, invitó a una comida a las autoridades presentes y a los que fuimos buenos. Se celebró en el Hotel Pelayo. Muy bien.

A las tres y media de la tarde se inicia la vuelta. Volveremos por una carretera distinta a la de nuestra ida. Desde Cangas de Onís bajamos a Ribadesella. A nuestro lado, a la izquierda va con corrientes lentas, el río Sella. En sus entrañas tiene salmones y por su superficie reman, una vez al año, los piragüistas más famosos del mundo.

Pasamos, sin parar, per el largo puente de Ribadesella y entonces nuestro coche empieza una velocidad de retorno. Mayor, se entiende. ¿Qué se ve por estas tierras? Hemos de ver hasta Gijón prados, pomaradas con manzanas de pómulos sonrojados, maizales encandelados y muchos bosques de eucaliptus.

Pasamos por Colunga y no nos detenemos. A las seis de la tarde llegamos a Villaviciosa. Aquí, sí, nos apeamos y estiramos las piernas. En el parque, que está muy bien, hay unos árboles de corteza arrugada y muy altos. Son negrillos.

A las siete en punto tenemos Gijón a la vista. Automáticamente me acuerdo de Munuza. Una hora nos dan de asueto. Nos acercamos al muelle y vemos el palacio de Revillagigedo y la Rula. En la calle de Corrida, en la terraza de un bar, tomamos algo que nos va a servir de cena. Al final Justo entona la inevitable canción: ¿Que se debe aquí?

Salimos de Gijón ya de noche. Nuestros compañeros de coche, en el viaje, guardan silencio y… cabecean. Cuando llegamos a Navia los relojes habían dado ya las doce.

Rutas de Asturias

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-9-1959; De vuelta del Eo (1960)

En los primeros días del año último, un grupo de amigos tomamos el acuerdo de dar una vuelta por los pueblos del occidente asturiano. Queríamos pasar un día de esparcimiento y goce campero que rompiera la monotonía de nuestros quehaceres cotidianos.

Hicimos realidad nuestro deseo. Uno de los primeros días de Octubre, no recuerdo cual, amaneció con sol. Algunas nieblas se veían en lontananza, pero no parecían presagio de nada malo. No era de temer, y así resultó, que el tiempo cambiara.

Serían las nueve de la mañana cuando salimos de Navia, en coche. Los primeros Kilómetros los pasamos a velocidad. Nos eran muy conocidos los pueblos. Así pues, pasamos rápidamente por Cartavio, La Caridad, Valdepares, Tapia, Serantes, etc., etc.

Poco después de Barres, a la altura de la Linera, paramos: Y desde allí vimos el castillo de Donlebún a la derecha. Y, de frente, Castropol y Ribadeo que coqueteaban con las aguas azogadas y apacibles de la ría del Eo. A la izquierda se veían Salías y el Esquilo.

Seguimos. Pero haciendo el viaje más lento. Nos detenemos en Vilavedelle y vemos la hermosura de la ensenada que llega a Fabal.

Cuatro Kilómetros nos faltan para llegar a Vegadeo. Pero antes atravesamos Fondón, en Río de Seares.

Vegadeo. Tomamos un refrigerio. Y nos metemos por una ruta totalmente desconocida para todos. Vamos a ir a Taramundi. La carretera arranca de Vegadeo casi en llano hasta llegar a un lugar con molinos de agua, donde empieza una larga cuesta, varios Kilómetros, que llega hasta cerca de Ouria. Subiendo vemos a un lado Las Cruces y Ferreirameón. Al otro, Fuente de Louteiro y Cereigido. En las laderas de los montes y en las hondonadas por donde pasa el río Monjardín, hay una vegetación nutrida, que, por fuerza de la estación, empieza a amarillear. El paisaje, con el sol de la mañana, es delicioso. Las crestas de las montañas van desnudándose. Y una onda misteriosa me trae a la memoria estos versos de Góngora

 Raya, dorado sol, orna y colora
del alto monte la lozana cumbre

Antes de llegar a Ouria, cruzamos la Sela de Fabal. Pero en Ouria nos detenemos y sacamos una foto de la iglesia del pueblo. Sabemos que de esta y de su archivo, está haciendo lúcidos estudios un sacerdote de Vegadeo, D. José Rodríguez Fernández.

Después de Ouria, a poca distancia, nos encontramos con el Castro. El paisaje y los pueblos que ahora vamos viendo, toman un tinte distinto de lo visto antes de Vegadeo, lo que se llama, por la proximidad al mar, La Marina. Las casas que encontramos son más oscuras, algunas sin encalar, más rústicas, pero de una belleza incomparable. Aquello parece burilado al aguafuerte.

Atravesamos la Sela de la Entorcisa y pasamos, dejándolo a nuestra izquierda, un pueblo al descubierto, alegre, Bres. Poco después la carretera tiene un puente. Debajo se desliza el río Cabreira.

Seguimos la carretera con muchas curvas y vemos árboles sin cuanto, castaños, robles, nogales… Y encaramándose hacia las alturas, tojos, carqueixas y queirotas.

Llegamos a un lugar donde el horizonte se ensancha. Las montañas parece que se abren. Vemos hacia allá una iglesia de torre alta, con el caserío en torno, ¿Qué es aquello? Lo adivinamos. Taramundi. Alto el coche. Una foto.

Taramundi no es un pueblo grande pero tiene mucho carácter. Habíamos oído hablar tanto de Taramundi. Pero no nos defrauda, no. Vimos su iglesia y, un poco más arriba, un parque de robles. Solo robles. Una joya.

He aquí al famoso Taramundi, el pueblo que hace navajas y las manda a medio mundo. Le dedicamos una hora. Y con gran contento. Pero hay que irse. Vamos, siguiendo la carretera, hacia Galicia.

El paisaje es más espacioso, la carretera mejor, más cuidada. Pero la belleza sigue de dueña y señora. No se nos oculta. Atravesamos Vega de Zarza y, un rato después, Conforto. Conforto es una aldea rica. Se ve.

Cuando todavía no lo esperábamos, nos encontramos con una villa grande y de mucha importancia comercial. Es Puente Nuevo.

En este lugar estaban de fiesta. Nos apeamos y nos sentamos en la terraza de un bar. En frente, en un quiosco provisional, una banda de música toca pasodobles animados. Muy bien

Hemos de ir a comer a Ribadeo. Tenemos que marchar. Bajamos por una carretera de delicia. El río Eo nos acompaña a la derecha. Sus aguas son claras y, a veces, en las cascadas, blancas. Hay gran cantidad de árboles esparcidos o apretados. Los pinos y los eucaliptos son los amos. Pero en realidad, hay de todo. Pasamos por las cercanías de San Tirso sin detenernos. Y más abajo, Abres. Brisas con olor a mar penetran por las ventanillas del coche. Porto. Los llanos de Reme. Hacia la derecha, juncales. En la ría, se percibe la serenidad y opulencia de la pleamar.

Ribadeo. Una hora para comer. No más. Y con el pitillo en la boca, vamos al Faro. Desde Ribadeo al Faro hay una magnífica carretera que tendrá dos o tres Kilómetros. Desde ella, que está a buena altura, se ve como la ría del Eo le da la mano al Cantábrico. Y por otro lado, en tierra asturiana, Figueras, pueblo de recia tradición pesquera.

El mar, ese día y a tal hora, estaba tranquilo. Pero tenía las rugosidades necesarias para que no fuera espejo. Su color era azul plata. Y una bruma ligerísima lo unía con el cielo. No había raya de horizonte ¿Para qué?

Inmediatamente regresamos a Asturias. En Vegadeo preguntamos por D. José, el sacerdote escritor. Lo encontramos. Y conseguimos llevarlo con nosotros. Ahora vamos por la carretera de Piantón.

Y llegamos a Sestelo. Es preciso pararse y ver cómo anda aquello. Hoy está mejor que nunca. El embalse del salto, rodeado de mimbreras, con aguas limpias, tersas, parece algo así como de cuento de hadas.

Dejamos este sitio con pena. Pero es preciso seguir devorando hermosuras. Un ramal de carretera nos lleva por Añides y Penzol. Y nos encontramos, algo más arriba, que no podemos seguir. La carretera se acabó. Llegamos al campo del Couselo.

Er el Couselo, sin apenas darnos cuenta, estamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. Desde allí vemos las huertas de la Cabanada, y Brañatuille.

El sol nos deja, declina. Hay que bajar. En Montealegre doblamos y cogemos la carretera de Meredo. En este camino y subiendo hacia la izquierda D. José nos señala un monte, y dice que allí estuvo, hace siglos, el castillo del Suarón. El tiempo lo borra todo. No hay rastro de nada. En ese momento solo se veían en el histórico monte, un par de yeguas comiendo tojos y tocando la choca.

Meredo es un pueblo plácido, bien situado. Visitamos su iglesia. Al subir al coche vemos dos cazadores que bajan del monte. Nos saludan. Son Rivera y Antuña. De Vegadeo. Cada cual trae un ramillete de perdices muertas. Estamos entre luces. Y todavía tenemos que ir a Presno. El Sr. Cura de este pueblo con toda amabilidad nos enseña también su iglesia, que es, por todos conceptos, interesante.

Son las ocho y media. No se ve ya. Estamos rendidos, agotados. Y no por cansancio físico, muscular. Nuestro cansancio es cerebral. Hemos visto, de cerca o de lejos, infinitas cosas dignas de atención.

El viaje fue bien aprovechado. A las diez de la noche llegamos a Navia. Cenamos.

Y nos vamos a la cama.

Amor de domingo

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: ¿Las Riberas del Eo. 30-8-1959?; De vuelta del Eo (1960)

El amor, en nuestra tierra asturiana, las tardes de domingo baja a la carretera y en ella se pasea.

Cuando se viaja y va a alguna parte en esos atardeceres domingueros, nuestro vehículo no avanza a la velocidad normal. Ha de ir con precaución. El amor, el hombre y la mujer en pareja, lo tropezamos a cada paso. Es que al lado de la carretera están los salones de baile. Y al baile siempre va el amor.

En el verano no hay tal cosa. Y, si la hay, se nota mucho menos. Las romerías y fiestas de aldea atraen a las parejas. Y las carreteras quedan libres. O reducidas a su propio menester: ser lugar de paso.

El chofer, en las tardes de domingo, debe ir “por su derecha” y con sumo cuidado.

Los tórtolos, en arrobamiento amatorio, se creen muchas veces que la carretera es de ellos. Suya

No es esto una censura, ni una advertencia policíaca. No quiero que pase del reconocimiento de un puro hecho. Uno también ha tenido sus momentos en que se creía, a los efectos del amor, un poco ingeniero de Obras Públicas. Hay que recordar lo que dijo una personalidad eminente: comprender es perdonar.

Pero es evidente que los domingos la carretera está menos despejada. Hay que ir con cautela. Necesariamente.

Es de día todavía. Mirando a un lado o a otro, se ve una parejita al arrimo de una pared de cierre de una finca que la resguarda del nordés, por afilado, cortante. Y si luce el sol, se supone que aquel coloquio sea una delicia.

Es de noche y llueve. El faro o los faros, nos hacen columbrar en la lejanía, un paraguas. Cuando creemos que bajo su copa se cobija un solo ser, no hay tal. Son dos. Milagros del amor.

Al ver todo esto, uno, cuando se está de vuelta de muchas cosas, echa automáticamente mano del fichero de la memoria. Y se dice: antes esto no era precisamente así.

No había salones de baile al lado de la carretera. No es que no hubiera bailes. Los había. Pero de otro modo. Los bailes se hacían en las casas particulares, en las salas. Y con luz de quinqué o de carburo. Eran más reducidos. Casi por invitación. Tenían, evidentemente, un carácter más familiar. Recuérdense nada más, los que se hacían en las casas de labranza cuando se deshojaba el maíz.

Todo cambia, todo evoluciona. Las músicas ya no son las mismas. Antes había acordeonistas que tocaban, como si dijéramos, “por un pedazo de pan”. A uno no se le borra de la memoria aquel acordeonista que hacía caer su cabeza sobre el canto del teclado, para estar en permanente vigilancia de la afinación.

Donde van aquellas bandas de música con ejecutantes de bigotes, verticales y serios como palos de teléfono ¿Dónde, por favor?

Hoy se baila al compás de la orquesta de unos señores uniformados, con trajes de colores vistosos, muy elegantes.

Y no sólo bailan las parejas. Bailan y gesticulan los músicos, bailan los instrumentos y, puestos a bailar, yo creo que bailan las copas de los servicios que hay sobre las mesas.

E! baile ahora es más febril, loco, de delirio. Vivimos bajo el signo del chachachá y según nos anuncian, del rock-and-roll.

Bueno.

Al anochecido, al viajar nos llama la atención ese salón de baile que hay a la orilla de la carretera. A través de las cristaleras, lo vemos repleto de una masa apretada de parejas que bailan al son de una música que nosotros, naturalmente, no oímos. Y aquello nos parece absurdo, pero no lo es. No percibimos el ritmo sonoro.

También se ve un hombre en mangas de camisa que sirve copas a unos mozos que se ríen y jaranean. Alguien paga una ronda.

Y, al fondo, los estantes de botellería que se reflejan en los espejos, para darnos la sensación de que allí, campea la abundancia y la esplendidez, Todo bajo la envoltura de la luz eléctrica que brilla.

Bienaventurados los que bailan porque de ellos será algún día, el reino de la peripecia y de las responsabilidades.

Sí, pero, después,

¡Que les quiten lo bailado!

Alejandro Sela

Los cuatro músicos

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 16-8-1959, pág. 33

(Cuento de tradición oral)

Una vez era un amo que tenía un burro ya viejo que no le prestaba servicio. En vista de ello, acordó llevarlo al bosque para darle muerte. Al saber esto, el animal se marchó de casa para vivir algunos días más. Iba por un camino y se encontró un perro. Y le dijo:

– Compañero ¿qué haces? Te veo triste.

– Sí, en verdad lo estoy. Soy ya viejo y como no puedo correr tras las liebres, mi amo me quiere matar. Yo cuando lo supe, decidí irme por el mundo para alargar la vida.

– Pues a mí me ocurre otro tanto. Soy viejo y no puedo llevar cargas. Y mi amo pensó lo mismo que el tuyo. Vente, vámonos juntos, y haremos una orquesta.

Y se fueron juntos. Al poco tiempo encontraron un pobre gato sentado en una piedra y dando maullidos.

– Gato, que te pasa ¿por qué maúllas? dijo uno.

– Pues como soy viejo y no tengo dientes para cazar ratones, mi amo me quería ahogar. Y yo, al saberlo, me marché de casa con la esperanza de vivir más.

– A nosotros, que también somos viejos, nos pasó lo mismo – dijo el asno. Vente con nosotros y entre los tres haremos una orquesta.

Y el gato se unió a ellos. Iban andando los tres amigos, cuando se encontraron un gallo que cantaba con toda la fuerza de sus pulmones. El asno le habló así:

– Buenos días, amigo. ¿Cómo cantas de esa manera?

– Es que mañana es domingo y mi amo le dijo a la criada que me tenía que matar para ponerme con arroz. Ahora canto así para despedirme de la vida…

– No lo tomes de esa manera. A nosotros nos pasó algo parecido y nos vamos por el mundo. Vente con nosotros y haremos una orquesta.

Y los cuatro se fueron andando, andando… hacia el bosque. Y tan cansados iban y tan hambrientos que acordaron descansar un poco. Pero se quedaron dormidos. A medianoche despertaron y vieron una luz allá lejos. El asno, que todo lo dirigía, dijo:

– Si os parece bien, vamos hacia la luz a ver de qué se trata. Tal vez las gentes que allí viven, nos den algo de comer.

-Sí, dijeron los otros a una.

Y se pusieron en camino. Llegaron a una casa grande. Por una ventana de la cocina vieron la luz y cuando estaban discutiendo, dijo el burro:

– Yo, como soy el mayor, voy a subirme con los pies delanteros hasta la cerradura de la puerta y mirar por el agujero lo que hay dentro.

Así lo hizo. Y vio que dentro había una mesa llena de los mejores manjares y siete ladrones en torno a ella, estaban comiendo con apetito y mucha alegría. Y les explicó a sus amigos lo que veía.

– Que feliz sería yo si pudiera comer algo de eso – dijo el perro.

– Y yo, dijo el gato.

– Y yo, añadió el gallo.

El burro se quedó pensando como harían para hacerse los dueños de aquel festín. Vamos a hacer de esta manera:

– Yo me pongo con los pies en la pared y sobre mis hombros el perro, sobre el perro, el gato y sobre el gato, el gallo y cuando yo diga a la una, a las dos y a las tres, romperemos todos a cantar y si los ladrones se marchan, nos haremos los amos de todo. ¿Preparados? A la una, a las dos, a las tres…

Y se pusieron todos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba y el gallo daba su quiquiriquí fuerte y agudo. Los ladrones, que formaban una banda, al oír aquella sinfonía inesperada, escaparon como alma que lleva el diablo. Los cuatro músicos entonces, entraron en la casa y comieron de todo, hasta que se hartaron. Después de bien comidos y bien bebidos, apagaron las luces y cada uno se fue a su puesto. El burro a la cuadra, el perro detrás de la puerta de entrada, el gato junto al hogar y el gallo se subió a una viga. Pasados unos momentos, todo se quedó en silencio. Los ladrones no se habían ido lejos, así y todo, y al ver el silencio que reinaba, dijo el jefe:

– Si os parece bien, yo voy a la casa para saber que era aquello que tanto miedo nos dio.

– Eso está bien, dijeron sus camaradas.

Y se fue. Entró en la casa y se dirigió a la cocina. Al ver los ojos del gato, creyendo que eran brasas, puso una cerilla en uno para encenderla. El gato se le tiró a la cara y lo arañó lo más que pudo. Al salir por la puerta, el perro le clavó los colmillos en una pierna. Al pasar por la cuadra, el burro le dio una coz mayúscula. Entretanto, como empezaba a amanecer, el gallo lanzaba su quiquiriquí.

Cuando llegó el pobre ladrón, todo asustado, al lugar donde estaban sus compañeros, les explico:

No quiero saber nada más de esa casa que tiene una bruja que me arañó, y en la puerta un hombre con un cuchillo que me lo clavó en un pie. Al pasar por el establo un caballo que me soltó un par de coces y en el tejado había un juez que decía: ¡Traédmelo aquí, traédmelo aquí!

Y los cuatro animales vivieron contentos muchos años. Y los ladrones tuvieron que ayunar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

SELA

Nuestra fiesta

Programas y folletos

Publicado en: Programa de las Fiestas de San Roque. 2-8-1959; De vuelta del Eo (1960).

Hace tiempo que lo he notado.

Los pueblos de alcurnia, con hondas raíces metidas en el pasado, tienen generalmente dos partes: La alta y la baja. Sólo dos pueblos citaré, los más importantes en la historia de la civilización. Atenas y París:

La parte alta de Atenas se llama la Acrópolis. Lo de París, Montmartre. En Montmartre está el templo del Sagrado Corazón, en lo cristiano, y todo lo demás. En la Acrópolis ateniense el Partenón, en lo pagano, y lo que le cuelga.

Esto porte alta de los pueblos es lo más significativo, la que les da nombre ante el mundo. Es, en definitiva, lo privilegiado ante los ojos de la Divinidad. Los barrios altos viven en las nubes o, si se prefiere, las nubes viven en ellos. Y están, además, un poquitín más cerco del cielo…

Navia como los pueblos grandes, tiene también su parte alta y su parte baja. La alta es el barrio de San Roque. Desde donde se ve y domina todo. Y en él está, por otra parte, la capilla del santo. En lo espiritual, como cristianos, los vecinos nos agrupamos en su torno.

No de ahora, de antiguo, Son Roque, el santo de Montpellier, con su perro, nos preside. Él marca la pauta…

Por todo lo dicho, se comprende que los vecinos de este barrio seamos un poco soñadores. Somos hormigas en lo estrictamente indispensable para ir tirando. Por lo demás, tenemos mucho de cigarras.

Cantaremos mejor o peor, pero cantamos.

Ahora vamos a hacer fiesta porque nuestro natural nos inclina a derramar alegría. Es lo que queremos dar…

Esto que el lector amable tiene en las manos es una invitación. Una cordial invitación.

Y con palabras elevadas salidas del corazón, pero inevitablemente metalizadas por el moderno altavoz, en nombre del barrio os digo: Venid.

¡Os tocaremos la gaita!

Sela

La raposa y el lobo

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 18-7-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

La raposa iba. El lobo venía. En un cruce de caminos se encontraron. Pero allí cerca, en un abertal, vieron un cordero que pacía. Amigablemente, sin alterarse, discutieron sus respectivos derechos al lanudo animal. Como lo vieron a un tiempo, acordaron comérselo entre los dos. Le echaron mano y se lo llevaron

– Bueno, dijo la raposa, yo ahora no tengo hambre. Y mañana no me es posible comerlo tampoco. He de ir a un bautizo. Enterrémoslo para comerlo juntos pasado mañana. ¿Qué te parece?

– De acuerdo – dijo el lobo.

Y cavaron una fosa para enterrar al inocente. Pero tuvieron cuidado, al taparlo, de dejar el rabo fuera.

Al día siguiente la raposa, sola, volvió al lugar donde estaba el cordero. Lo desenterró. Y comió hasta fartucarse. Todavía quedaba mucho. Y lo enterró nuevamente.

El día convenido se encontraron. Y dijo el lobo:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Si.

– Y como le pusiste al bautizado.

– “Empezose”. Hoy no puedo comer cordero tampoco, tengo otro bautizo. Dejémoslo para mañana.

– Está bien, repuso el lobo.

Pero al día siguiente lo raposa volvió a hacer la faena del día anterior. Comió cordero y dejó un poco. Luego encontró al lobo, que preguntó:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Sí.

– Y como le pusiste al recién nacido.

– “Mediose”.

– Vamos ahora a comer el cordero.

– No, no puede ser. Tengo otro bautizo.

– Muy bien. Hasta mañana.

La raposa inmediatamente volvió a las andadas. Comió lo que quedaba del cordero, Pero dejó el rabo… Y lo clavó en el suelo.

Vuelven a encontrarse raposa y lobo. Dijo éste:

– Fuiste al bautizo, raposa.

– Si.

– Y cómo le pusiste al bautizado. .

– “Acabose”.

Bien. Vamos ahora a comer el cordero.

– Vamos.

 Y fueron.

Al llegar al sitio donde estaba, dijo la raposa:

– Empiezas a comer tú. Tiras el rabo y arrancas el cordero del suelo.

Cuando el lobo iba a tirar del rabo, la raposa escapó corriendo y se subió a una peña. El lobo cogió el rabo y tiró. Tan fuerte que se cayó de espaldas. La raposa se reía.

Ahora no sé, pero hace años todavía estaba en la peña riéndose.

Yo la vi.

El erizo y la liebre

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 11-7-1959

(Cuento de tradición oral)

Una liebre y un erizo se encontraron. Éste hacía tiempo que estaba picado por la fama de corredora que aquella tenía en toda la vecindad. Pero en un arranque de audacia le dijo:

– Liebre, te apuesto cinco duros a que corro más que tú. Vamos una carrera.

La liebre abrió los ojos desorbitadamente, al principio: Pero después se reía encorvando sus bigotes, esos bigotes finos y largos que tienen todas las liebres, y dejaba ver sus dientes blancos como espuma de leche. Le contestó:

– No hay inconveniente. Acepto la carrera ¿Cuándo la celebramos?

– Mañana, si te parece.

– Bien.

Se fueron cada uno a su casa. El erizo habló con su esposa, la eriza, de esta manera:

– Óyeme querida mía, hoy hice una apuesta con una liebre a que corro más que ella.

– ¿Estás loco?

– No, hermosa mía. Fíjate. Tú me ayudarás. Nos vamos al monte. Donde comienza la carrera me pongo yo, y donde termina te pones tú. Yo hago que salgo corriendo al empezar, pero me quedo escondido entre unas matas. Tú, en el lugar de la llegada, también estás entre unas matas. Cuando la liebre llegue corriendo, tú te levantas y dices: “Ya estoy aquí”. ¿Entiendes?

– Sí, sí. Muy bien.

Al día siguiente la eriza se fue al lugar señalado. Se escondió entre las matas. Poco después llegaron su marido y la liebre al sitio donde empezaba la carrera. Se saludaron muy cortésmente, cual corresponde a gente de finura.

– ¿Empezamos?

– Empezamos. A la una, a las dos, a las tres…

El erizo se escondió. La liebre se lanzó a toda velocidad. Pero un poco antes de llegar, la eriza salió de su escondite, y dijo:

– ¡Ya estoy aquí!

La liebre se quedó con dos palmos de narices. Le parecía imposible. Y dijo:

– Otra vez. Vamos a repetir en sentido contrario.

– Me parece bien – añadió la eriza.

A la una, a las dos y… a las tres.

La eriza se escondió. La liebre salió como un rayo. Un poco antes de llegar el erizo salió de las matas, y voceó:

– ¡Ya estoy aquí!

Y añadió:

– Dame los cinco duros.

– Toma. Pero ¿me concedes la revancha?

– Ya lo creo.

A la una, a las dos y a las tres…

Pero cuando la liebre llegó al otro lado cayó muerta, reventada.

Entonces se reunieron el erizo y la eriza y se marcharon del brazo.

Y fueron felices.

Y comieron perdices.

Y a mí no me dieron.

La hormiguita y el ratón

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. Julio-1959

(Cuento de tradición oral)

La Hormiguita era muy buena y hacendosa. Un día barriendo su casita se encontró una moneda de oro. Y se dijo: Si compro avellanas, todo son cáscaras; si nueces, cáscaras. Si compro manzanas, todo son pellejos; si peras, lo mismo. Resolvió, al fin, comprarse cintas de colores para ponerse guapa.

Yo con ellas, se puso en la puerta de su casa, muy contenta.

Y pasó un ratón. Dijo:

– Hormiguita, que guapa estás ¿Te quieres casar conmigo?

– Sí, quiero.

Y se casaron.

De vuelta de la boda ella se puso a trabajar. Puso en el fuego lo olla para hacer el caldo. Y metió en ella el tocino.

– Bueno, le dijo a su marido, ahora voy al mercado pero, cuidado, que no se te ocurra ir a la olla a comer el tocino. ¿Me entiendes ratoncito mío?

La hormiguita se marchó. Pero el ratón no pudo resistir la tentación. Y se fue a la olla. Y, como era de suponer, cayó dentro. Y, desde ella, gritaba…

Pasó un pajarito. Lo oyó. Y como no podía salvarlo cortó el pico. Se fue volando y encontró unas palomas. Dijeron éstas:

– Que has tenido pajarín que cortaste tu piquín.

– Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, y yo como pajarín corté el piquín.

– Pues nosotros como palomitas cortaremos nuestras alitas.

Y se fueron al palomar. Éste dijo:

– Que ha pasado palomitas, que cortasteis vuestras alitas.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martinez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín y nosotras como palomitas, cortamos nuestras alitas.

– Pues yo como palomar, me echaré a rodar.

Y se fue rodando. Llegó a las fuentes. Y estas dijeron:

– Que ocurrió palomar que te echaste a rodar.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín, las palomitas cortaron sus alitas y yo como palomar, me eché a rodar.

– Pues nosotros como fuentes secaremos nuestras corrientes.

Y las secaron.

Vinieron las hijas del rey con sus cantaros de plata a buscar agua. Al ver que las fuentes no la echaban, dijeron:

– Que os pasó, fuentes que secasteis vuestras corrientes.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín, las palomitas cortaron sus alitas, el palomar se echó a rodar, y nosotras como fuentes secamos nuestras corrientes.

– Pues nosotras como hijas del rey cambiaremos nuestros mantos blancos por mantos negros.

Se fueron. Su padre, el rey, al verlas así, dijo:

– Que os pasó, hijas mías, que así venís.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín, las palomitas cortaron sus alitas, el palomar se echó a rodar, las fuentes secaron sus corrientes y nosotras como hijas vuestras, cambiamos los mantos blancos por mantos negros.

– Pues yo como rey quitaré los calzones y echaré a correr.

Y así lo hizo…

Navia, julio 1959.

La raposa

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 30-5-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

Una vez era una raposa que vivía en el monte. Y en él tenía también a su familia. La componían, con ella, el raposón y tres raposines.

Vivían en una ladera de ese monte, en una cueva que estaba disimulada a la entrada por una espesura de tojos y helechos. En las inmediaciones había un prado pequeño y, en la orilla de éste, un roble corpulento. En los días de fiesta el raposón, la raposa y los raposines jugaban a la sombra del roble, en el prado.

Un día, al amanecer, la raposa despertó al raposón y a los raposines, y les dijo:

– Tengo mucha hambre y según imagino, vosotros también la tendréis. Voy al pueblo o buscar gallinas y pollitos para comer hoy.

– Muy bien – dijeron todos a coro.

Salió la raposa al camino y se dirigió al pueblo. Iba muy contenta. Tanto que se sabe que iba cantando. Lará, lará, lará… Al llegar el pueblo vio una casa buena, de labrador rico, y con una huerta grande. Y se dijo: “En esta casa debe haber buenas gallinas y pollitos bien gordos. Voy a llamar a la puerta”.

– ¡Pun, pun!

– ¿Quién llama? – dijo una voz fuerte, de hombre, desde dentro.

– Soy yo, la raposa.

– ¿Y qué milagro, señora raposa? ¿Qué quería? – contestó el señor, abriendo la puerta.

–  Mire usted buen hombre, tengo mucha hambre, mucha. A ver si hay manera de que me dé unas gallinas y algún pollito de los que tiene por la huerta.

– Con mucho gusto. Pero hoy no va o poder ser. Están sueltos y no los puedo coger, tal y cual, tumba y tamba. Vuelva mañana señora raposa, por favor. Y se los tendré todos metidos en un saco ¿Qué tal?

– ¡Oh, muy bien! Mañana mismo ¿eh? Hasta mañana señor.

Y se fue al monte triste pero al mismo tiempo ilusionada. Como tenía hambre iba comiendo moras de las zarzas de los caminos. Al llegar a la cueva contó a los suyos, que eran el raposón y los raposines, lo que había pasado. Todos se resignaron con la esperanza del mañana venturoso. Y como era ya tarde, enseguida de durmieron.

Vino el nuevo día. La raposa como el día anterior, se despertó bostezando. Y con más hambre que nunca.

– Bueno – les dijo a los miembros de su familia – . Ahora me voy a buscar lo prometido. Hoy comeremos todos, hasta hartarnos, gallinas y pollitos. Seremos felices.

La raposa se fue. El raposón y sus hijos como iban a comer comida de fiesta se fueron a jugar al prado. Los rayos del sol penetraban por entre las ramas del roble y el lugar, con aquella luz brillante, era ameno, de maravilla.

La raposa bajaba por el camino hacia el pueblo con los ojos que le brillaban de alegría. Y con el rabo, espantaba las moscas que querían acercársele. ¡Ah! ¡Es nada comer gallinas y pollitos!

Muy bien. Llegó a la casa del labrador rico. Se acercó a la puerta. Y llamó.

– ¡Pum, pum!

– ¿Quién llama? – dijo la misma voz del día anterior.

– Oh, no me conoce. Soy la raposa que vengo a buscar lo que me ofreció usted ayer.

 – ¡Oh, qué alegría! – dijo el hombre. Tengo las gallinas y los pollitos metidos en un saco. Voy a buscarlo.

Vino pronto. Y entregó a la raposa un gran saco con algo que se movía dentro

La raposa cogió el saco y lo olfateó. Y dijo:

– Huéleme a can, pero pollos serán…

– Nada, señora raposa. No sea usted desconfiada. Ahí va lo mejor y más florido de mi gallinero ¡Quiquiriqui!

– Y la raposa se reía de gusto. Y con el saco al hombro se fue. E iba haciendo con la lengua, relamiéndose: Melerau melerau. Melerau melerau…

Pero tenía tanta hambre, tanta hambre, que en el medio del monte quiso comer si quiera una gallina para reponer fuerzas. Y no se le ocurrió otra cosa que abrir el saco.

¡Qué susto, Dios mío! Que ojos de espanto se le pusieron a la raposa al ver aquello. Porque amigos míos, en el saco no iban gallinas y pollitos. No iban, no. Iban media docena de perros fieros, melenudos y con unos dientes como colmillos de jabalí. Al ver la raposa, saltaron del saco afuera como tigres.

Guá, guá, guá. Guá, guá, guá. Guá, guá…

Y la raposa dio un salto y escapó corriendo, corriendo, monte arriba. Los perros la siguieron de cerca. Alguno llegó a morderle el rabo.

Decía la raposa toda agitada:

 Arriba piernas
arriba zancas
que en este mundo
no hay más que trampas

Navia, mayo 1959