En Navia montó su estudio (veraniego) Álvaro Delgado

La Nueva España

Publicado en: La Nueva España. 7-10-1955

(En él recibió la noticia de haber obtenido el gran premio de la Bienal del Mediterráneo)

En la calle Campoamor, barrio de San Roque de Navia hay una casa bastante vieja que perteneció a una familia de cierta alcurnia en la villa. Tiene en el primer piso, una habitación amplia rematada en galería que da a una huerta hacia el mediodía. Y por el sur, un par de ventanas desde las cuales se ve el mar, la ría, un poco de Mohías y algo de Andés.

En esta casa, concretamente en esta habitación amplia y acogedora asentó sus reales, su estudio, un pintor madrileño y, por supuesto, español, Álvaro Delgado. El local le fue cedido gentilmente por su actual dueño, Carlos Álvarez de Miñagón (Boal) y residente durante años en Buenos Aires.

En tal estudio trabajó este verano – desde el 13 de julio – este laureado pintor. Y en él además, con su esposa Mercedes y su único hijo Alvarito, recibió e hizo tertulia con muchos amigos y admiradores navienses. Mercedes, mujer vasca, sencilla y serena, tuvo siempre a punto para los amigos, el “amarretaco” que cada hora exigía.

Álvaro cayó muy bien en Navia. Supo, luego de su llegada, hacerse grato y llevarse la gente de calle. No tanto por ser artista sino por las cualidades humanas y de simpatía que le adornan. Y es muy joven, apenas treinta y tres años. Pero ya es un señor pintor.

En principio Delgado pensaba veranear, es decir, descansar, o pintar algo por pura distracción. Pero no sucedió así. En el tiempo transcurrido desde su llegada lleva hechos una media docena de oleos, ocho o diez retratos al carbón, grandes y más de cuarenta acuarelas. Y sigue pintando. No se ha ido todavía.

Desde su venida Delgado hizo muy buenas migas con don Justo Álvarez, un señor de Trelles muy picasiano. Este tiene una motocicleta en regular estado. Sobre ella, los dos, se han recorrido todo el occidente astur de ceca a la meca, buscando el paisaje sugerente que mereciera ser pintado. Rincones y vistas de Castropol, Figueras, Viavélez, Ortiguera, Puerto de Vega, Luarca, etcétera, etcétera, están recogidos en límpidas acuarelas. Navia, sin embargo, mereció sus preferencias. En lienzo y en papel quedó reflejada más en espíritu que en cuerpo. Álvaro Delgado no pinta fárragos, pinta quintaesencias.

La junta directiva de la Biblioteca Carlos Peláez, de la villa, dándose cuenta de la calidad excepcional del visitante y para que todo el pueblo pudiera conocer tan refinadas y valiosas obras de arte, invitó a Delgado a hacer una exposición en sus locales. Y él, amablemente, con gran contento accedió a ello.

Cuando la exposición estaba ya casi instalada, se recibió en Navia un telegrama de Egipto. Era del representante del Gobierno español. En él se le decía a Álvaro que en competencia con pintores de excepcional valía de otros países, había obtenido el gran premio de la Bienal de Arte Mediterráneo, que se está celebrando en Alejandría. La noticia que, por otra parte, publicó la prensa nacional, fue recibida con gran satisfacción por el vecindario. Y Álvaro con indudable emoción, pero sin perder el sentido, siguió colgando los cuadros para que los vieran las gentes de Navia y sus contornos.

El domingo día 2 del corriente, a las once y media de la mañana, se abrió la exposición, con gran asistencia de visitantes. Por la tarde, a las seis, don Pedro Penzol, muy conocido en Asturias como experto en arte, dio, en el local de la exposición, una conferencia muy documentada y amenísima sobre “Pintura moderna”. Partiendo del impresionismo nacido en La Escuela de Barbizon, estudió los dos rumbos pictóricos que allí se iniciaron. Por un lado, los preocupados por la forma: Cézanne, Picasso. Y de otro, los afanosos en resaltar el color: Renoir, Dufy. Después de extenderse en sutiles análisis, termina afirmando que Álvaro Delgado tomó de las dos direcciones lo mejor y de más calidad artística. La concurrencia, muy distinguida, de Navia, Luarca, Castropol y otros puntos, lo oyó con mucho respeto y, a su final, le premió con muchos aplausos.

Álvaro Delgado es, en el plano nacional e internacional, un pintor con una personalidad ya hecha, madura, a pesar de su juventud. No es porque, como españoles, lo creamos con pasión patriótica. Pues no. Nos lo han dicho hace un año, desde La Habana, los jurados de la Bienal Hispanoamericana al darle un premio considerable. Nos lo dicen ahora, desde Egipto, al darle el galardón tan codiciado que antes referimos. A su edad es difícil encontrar en la historia de la pintura española casos parecidos. Se pueden mencionar sin que nadie crea que acudimos a la hipérbole, Fortuny y Rosales.

Y, claro está, a Velázquez, que en plena juventud llegó a ser pintor de cámara. Lo sería ya hoy día Álvaro Delgado si hubiera reyes y princesas. Pero no hay.

A no ser que se crea lo que dijo Cervantes: Que en su casa, cada mujer puede considerarse princesa…

Así, sí. ¡Ya hace tiempo que lo es!

ALEJANDRO SELA

Navia regala una bandera

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 25-9-1955

La Marina oficial española tiene un barco más, nuevo, un dragaminas, el «Navia». Fue botado al agua en el mes de julio de 1953, en La Carraca, San Fernando, y entregado a la Marina en el mes de mayo último.

El Ayuntamiento de Navia, a propuesta del consejo local de Falange Española Tradicionalista y de las Jons, y para corresponder a la atención de bautizarle con el nombre de esta villa, acordó ofrecer a este nuevo dragaminas su bandera de combate y una placa de plata. Y el ofrecimiento fue aceptado gustosamente por el Excelentísimo señor Ministro de Marina, don Salvador Moreno.

Conseguido esto, se quería, además, que el barco viniera a abanderarse aquí, y vino.

Para el día 18 de este mes de septiembre, en la marea de la tarde tenía anunciada la llegada. Y una multitud de gentes, procedentes de pueblos próximos y de la villa, se juntó en torno al muelle, aprovechando las alturas, para contemplar la entrada en la ría del nuevo y airoso dragaminas. Serían las cinco de la tarde, cuando dobló el Cabo de San Agustín. Inmediatamente enfiló la boca de la «barra», y sin titubear, se metió río arriba hasta alcanzar el muelle.

Entre tanto la multitud hervía de entusiasmo y emoción. Barcas y lanchas de toda condición, engalanadas con banderas y gallardetes, escoltaban al buque visitante. Sobre la cubierta de éste, caballeros marinos, firmes y serenos, contemplaban el cordial recibimiento que se les daba. Estallaban cohetes, se oían músicas, y bellas naviegas, vestidas de asturianas, daban una nota de típico colorido en una tarde soleada…

LA BANDERA

El día 19 amaneció hermoso. Un día más de los que hacen el encanto de los veraneantes en Asturias. A las doce y media, en el muelle, al lado del dragaminas, el párroco de Navia  don Ramón Rodríguez, oficiaba la misa anunciada. Le asisten de acólitos dos cabos de a bordo. Ocupan el lugar preeminente, la madrina de la bandera, doña María Luisa Martinez de Suárez, muy elegante, con mantilla española, y el comandante de la nave, teniente de navío, don Eduardo Velarde Díaz, y en la presidencia oficial, don Amador González Posada, comandante de Marina de Asturias, don José Fernández Rodriguez, alcalde de Navia, don Jesus Alvargonzález, comandante de Marina de Luarca, seguidos de otras autoridades y personalidades. Marineros en posición de firmes, Falanges Juveniles con igual postura y miles de personas, oyen en las inmediaciones el santo sacrificio.

Concluido éste, el señor Alcalde se adelanta y pronuncia unas emocionadas palabras de ofrecimiento. También la madrina pronuncia otras muy sentidas; y por último, el comandante del buque, conmovido, da las gracias y pone de relieve el alto honor que se les hace. Acto seguido se verifica la entrega. Manos de mujer de Navia, delicadas, finas, pusieron en las de caballeros del mar la tela de raso de dos colores con el escudo de la Patria…

Al ser izada en el palo de popa, intensa emoción se apoderó de los presentes. Se dispararon los cañonazos de ordenanza. Se oía el himno nacional. Se dieron fervorosos vivas a España y allí se quedó flameando la nueva bandera, alegre, ilusionada…

El Comandante señor Velarde, asistido por su segundo, alférez de navío, don Pedro Pemartín de la Rosa y otros oficiales, obsequió con una copa de vino jerezano a los invitados.

Estos más tarde, se reunieron en cordial comida en el Hotel Mercedes, gentil regalo de la madrina.

En la tarde de ese día hubo fiesta completa en el parque, en tanto que muchas personas acudían al muelle a conocer, en su interior el dragaminas. Por la noche se celebraron verbena y baile en el Casino.

DESPEDIDA

A las seis de la larde del día veinte, el dragaminas «Navia», desatracó del muelle y se fue. Muchas personas acudieron a despedirle. Allá va, por los caminos del mar, conducido por manos de nobles españoles, hacia el cumplimiento del deber…

Lleva en el puesto de mando del comandante una imagen de Nuestra Señora de la Barca, patrona de Navia.

Ella lo guíe.

 "Características del Navia" 

Eslora.................................62,00 m
Manga..................................8,50 m
Calado..................................2,60 m
Desplazamiento..........................800 Tm
Potencia................................2400 HP
Velocidad..............................16 Nds
Armamento: 1 cañón del 101,50; 1 del 37; 2 ametralladoras del 20

Navia de gala

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 14-8-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Navia es una villa asturiana que linda al norte con el mar Cantábrico… Al sur con las Aceñas, al este con la Colorada y al oeste con el Espín.

Dentro de este recinto se halla un núcleo urbano que, como en todos los pueblos de tradición, tiene dos partes: la antigua y la nueva. La antigua se encuentra en lo alto, a modo de castillo roquero. Y la nueva, al nivel del mar, de la ría, y se extiende desde Buenavista hasta Olga y el Pardo.

Navia, en otros tiempos, tenía sólo una puerta de entrada: La Puerta de la Villa. Se conserva este nombre en el lugar donde estaba, por puro recuerdo. Pero hoy, realmente, no tiene puerta ninguna. Se entra en Navia por carreteras abiertas.

En el centro del pueblo, en la parte baja, al lado de la ría del Navia, hay un hermoso parque, últimamente remozado. Y en medio de éste un poeta que vive, con su broncínea figura sentada, en la gloria. Llamo gloria al vivir cotidiano rodeado de niños, de flores, de árboles y de pájaros. ¡Quien fuera poeta para tener en el Más Allá una paz así! Sí. Los pájaros son amigos de Campoamor. Se puede ver con frecuencia a los jilgueros, sobre los hombros del poeta con una pajita atravesada en el pico, descansando, si están preparando su nido, o más tarde, en la época de la crianza, con una libélula moribunda para saciar el apetito de tantas bocas que se abren a un tiempo, bocas que si no piden pan, piden insectos.

Al lado de la villa, separado por el puente, está el Espín. El Espín no pertenece a Navia ni en lo administrativo, ni en lo religioso. Pero ¡qué más da! Sus habitantes viven con el cuerpo en un lado y el espíritu en el otro. Navia y el Espín son como una pareja de novios. Navia es ella, y el Espín él. Como los novios tienen sus “querellas”. Pero lo cierto es que, cada día, no pueden vivir el uno sin el otro. Eso es. Viven en una perpetua reconciliación que es, probablemente la forma ideal de amar.

Navia, en tiempos que los mayores recuerdan, aparte de las actividades que daban la vida, fue un pueblo de artistas. La música era el arte noble cultivado por su vecindario con verdadera pasión. En cada casa siempre había alguien que tocaba algo…

Da no sé qué ver hoy las fotografías de bandas de música que hubo en Navia a fines del siglo pasado y comienzos del que corre ¡Qué gente! Caras graves, serias, bigotudas y cuerpos con rigidez castrense ante el atril que sostenía el papel pautado. Botas de botón y, sobre ellas, el pantalón redondo, sin raya. Más arriba, las chaquetas cruzadas con botones dorados. Y, por último, sobre las cabezas, las gorras de plato con la lira simbólica sobre la visera. ¡Qué seriedad y que hermosura! Oírlos ¡daría genio!

Pues bien, en este pueblo tan concisamente descrito y evocado, va a haber fiestas. Las de siempre, las de agosto, las que se cobijan bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Barca.

Navia trae este año una banda de música de caballeros soldados. Magníficos músicos. De lo mejor. Ellos darán, a ratos, los conciertos del caso para la gente sesuda. Y, alternando, tocarán los pasodobles más sandungueros y castizos para la otra gente, la de tronío. Los instrumentos curvilíneos y relucientes reflejarán como espejos la concurrencia que, en torno suyo, busca a la vida un poco de alegría y otro poco de emoción.

Y también se ofrecerán a los visitantes, la más esplendorosa variedad de fuegos de pólvora, que se dispararán en los juncales, al otro lado de la ría, para que ésta preste su límpido espejo y se de al espectáculo el mayor encanto.

Los cabezudos saldrán por las calles con frecuencia de bailoteo. La caravana seguidora la formarán niñeras con albos delantales y los niños de los colegios de párvulos que están de vacaciones.

Globos balanceantes saldrán de Navia hacia el cielo pregonando a sus habitantes – que son los ángeles – la alegría y el jolgorio que se disfruta en estos lares.

Un día se dedicará a festejar y honrar a América. Habrá desfile de carrozas, exhibiciones de trajes típicos y un verdadero derroche de rosas y claveles.

Y otro día; el último para rematar, lo incomparable de siempre: La jira al Cubo. Y cucañas, carreras de esto y lo otro, tómbolas, tiovivos, barracas, etcétera.

Chele, el sin par Chele, después de un cursillo de estudio de dos meses por las verbenas de Madrid, orquestará todos los festejos para lograr el mejor éxito.

Una vez más Chele pondrá al servicio de su Navia lo mejor que tiene. Su corazón.

Por estas fechas es costumbre hacer un llamamiento, no angustioso, pero sí cordial, al forastero. Sí. Ese ser misterioso, innominado, al que todos los pueblos, cuando hay fiestas, llaman Forastero, en nombre de Navia te llamo: Ven… Te habla un experimentado. Yo también he sido forastero de Navia. Hice caso a los que, en ocasión parecida, me llamaron. Y vine. Pero yo además de venir ¡me he quedado!

Salutación a un fresno

Hacia la ría del Eo, LAR

Publicado en: Folleto divulgativo. Navia 1955; LAR. Agosto-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Folleto Fresno de las Aceñas. 1955

No temas, fresno de las Aceñas. He de cantarte. No hay más remedio. Soy humilde, lo sé. Pero ¡que importa! Los hombres valen más por lo que no se ve, que por lo que está a la vista. Y entre lo que no se ve, está el corazón.

Con él en la mano, voy a decirte algo.

No sé exactamente cuándo empezó la cosa. Hace años, de seguro. En un instante o en varios instantes diluidos, no sé cómo, me di cuenta de que estaba penetrado de una indudable atracción hacia ti. Algo había en mi alma dormido que se despertó al recuerdo de tu imagen. Y desde entonces vives un poco en mí. Y creo que tienes raíces, no solo en la tierra, sino también en mi espíritu. Algo nos une. No lo dudes.

Lo que siento hacia ti ¿es simpatía? ¿es admiración? ¿es amor? No sé nada. Mejor dicho, si lo sé. Es, las tres cosas. Unas veces en conjunto, a un tiempo, y otras aisladamente. Depende.

Nada espero de ti y… ¿Qué es esto? ¿Será posible? Pues sí, yo creo que es posible… el amor. Tu porte, tus ramajes, la coloración de tus finas hojas, pueden despertar una pasión. Ya lo creo.

Siendo así, no solo te admiro a ti, sino que también me admiro, al mismo tiempo, a mí mismo. El saber que yo puedo amarte solamente por ser bueno, sin que me mueva interés alguno, me deja un poco asombrado. Es estupendo.

Oh, fresno de las Aceñas ¡qué suerte!

Y aunque no me lo digas, me está pareciendo una cosa ¿Sabes qué? Que tú también a mi me amas. Sí, sí, créemelo. Y, además, en tu inmovilidad a mi presencia, me hablas. Te entiendo. Tú también eres un ser vivo, también sufres. Y basta. Ya lo dijo un poeta:

“…voz tiene en el silencio el sentimiento”. 

Ahí estás, ahí te veo, al borde de la ría de Navia, a dos pasos de la carretera. Aislado, solo. Ahí naciste y ahí vas a morir…

Quizá vivas bien. El lugar es entretenido. El paisaje que dominas es, sin duda, muy bello. No te quejes, no. Claro que en tu vida habrá alegría y tristezas. ¿Y en qué ser viviente no las hay?

Acuarela del Fresno de las Aceñas (1955), de Álvaro Delgado

Sufrirás lo tuyo. Los vendavales otoñales te sacudirán de lo lindo y con harto dolor te dejarán herido al arrebatarte furiosamente alguna de tus ramas más queridas… Y no solo eso, el mismo otoño te desnuda y te quita el manto verdeamarillo que la primavera te había dado, y te quedas, para sufrir el invierno, en los puros huesos. Es así.

En el verano es otra cosa ¡Cómo vibran de emoción, fresno de las Aceñas, tus delicadas hojas cuando sientes las risas frescas y cristalinas de las mujeres de Navia que van, en bote, las tardes soleadas, a recrear su espíritu hacia la Isla, o a la vega de Coaña, o a las riberas de Porto!

¡Y qué me dices de los amaneceres con que la Naturaleza te regala cada día! Los rayos del sol después de remontar las cumbres de Panondres, hacia ti van para acariciarte y embellecerte ¡Caen sobre tu follaje como una bendición del cielo!

Oh, fresno de las Aceñas. Eres serio y discreto. Así lo pienso. No eres un narciso. Supongo que a pesar de pasar por tu lado las aguas tersas y limpias del Navia no le das mucha importancia al espejo que se te ofrece para mirarte. En ti, la tonta vanidad no existe ¡Quiá!

A. Sela y el Fresno

La sombra que ofreces con tu fronda no creo que la aproveche nadie. Los enamorados no te hacen mucho caso. No les sirves. Tienes la copa muy alta.

Tampoco es posible que se acomoden a tus plantas, para cobijarse alguna noche, los gitanos. En la ladera en que te asientas, no puede sostenerse de pie un carromato. Si te ves privado de estas glorias, no es para desesperarse. No te aflijas. En tu vida también hay compensaciones.

Fíjate. En tu altura sobre el rio estás ahí como emperador en tribuna. Ante ti desfilan tus vasallos o, mejor tus soldados. Me refiero a los salmones que, todas las primaveras, pasan ante ti marcando el paso hacia las alturas del rio, donde realizan lo más noble de su destino: la freza. Pues bien, si el salmón es considerado como el rey de los peces y al pasar te rinde honores, es claro que tú eres emperador de reyes. ¡Y eso sí que es un carguito!

Ya me voy, me despido. Una vez más te significo mi admiración o, como dije, mi amor. Ante ti me descubro, saco la boina y te saludo ¡Buenos días!

Leído esto, me doy cuenta de que no expreso cabalmente lo que siento. No hay palabras para expresar con rigor los sentimientos hondos. También lo dijo Quevedo:

“Cuando de corazón se quiere, solo con el corazón
se habla” 

El Asilo de Santa Rita

LAR

Publicado en: LAR. Agosto-1955

Navia es una villa que, en los años últimos, dio un fuerte estirón en su crecimiento. En Navia se construye, se hacen casas. Los particulares, a su modo, van comprando solares y edificando lo que necesitan. Y el Estado, por otro porte, a través de organismos adecuados, da la mano a los que, si no tienen bastante dinero, cuentan con buena voluntad para crearse lo ideal, un hogar propio.

Entre lo construido, lo nuevo, se destaca sobremanera, por su belleza y por sus fines, una obra ejemplar: el Asilo.

Éste, colocado bajo la advocación de Santa Rita y San Francisco, se halla situado en un barrio de lo más sano del pueblo, de orientación al mediodía: el de San Francisco. A sus espaldas tiene las huertas más productivas. Y por su frente, los prados más jugosos.

Fue levantada esta obra a expensas de lo dejado por doña Rita Vilaret Sardó, fallecida no ha mucho, nacida en Cataluña, y viuda de don Francisco Rodríguez González, natural de Boal. Este matrimonio vivió muchos años en América, donde le fue bien. Y a la hora del descanso aquí se vinieron. Y tal cariño tomaron a esta tierra, que en sus últimos momentos le dejaron a Navia lo que se deja a quien más se quiere: su herencia.

Tiene el Asilo, que se desea sea atendido por religiosas, una capilla amplia y dependencias holgadas, para dar acogida gratuita a diez y seis desvalidos y viejos pobres del municipio de Navia y, si hubiese sitio, del concejo de Boal. Y cuatro plazas más, de pago, para quienes, teniendo algún medio económico, y faltos del calor de un hogar, quieran verse atendidos en el declinar de su existencia.

Más adelante, si hubiera posibles, esta admirable institución puede ser ampliada cuando se necesite. Esta fundación, para que dé resultado, debe contar con el calor y lo ayuda de todo el concejo. El patronato que la rige así lo espera. El gesto de los donantes, al fin y al cabo no nacidos en Navia, y los fines que se persiguen, lo merecen.- A.S.

La Searila. Historia de un amor pleno, sublime

La Searila

Publicado en: La Searila, (1955) ( Folleto editado en NAVIA conjuntamente con Jesús Martínez Fernández)

Seares es un pueblecillo o aldea que pertenece al concejo de Castropol, en el occidente asturiano. Dista de la capital, Oviedo, poco más de veintiocho leguas. Está enclavado en una hondonada que forman poblados montes de pinos, robles y castaños. La altura más elevada corresponde al pico de Lodos, desde el cual se domina un paisaje de incomparable belleza: el que forman la ría del Eo y sus pueblos ribereños, Ribadeo, Figueras, Castropol y Vegadeo. 

El pueblo o, mejor dicho, la parroquia de Seares, la habitan alcurniados labradores, solamente. Y que viven – han vivido siempre – en una paz idílica o virgiliana. Como se quiera.

Pero ha habido un tiempo de su historia en que esa paz se vio quebrantada por un acontecimiento altamente emotivo, conmovedor. 

En un barrio de esa parroquia, el de Rio de Seares, hay una casa, “La Casoa”, con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social elevada. Hoy es una casa de labranza, como cualquiera otra, pero está muy deteriorada. A simple vista, sin embargo, se nota su ranciedad y su abolengo de origen. Claro. En ella vivieron los Pérez Castropol, descendientes de un virrey en la Isla de Cuba durante la época colonial. Antes de construir “La Casoa”, la casa solariega de estos señores estaba en Grandallana, el poblado más elevado de Seares. También se conserva y la ocupan pujantes labradores. 

En “la Casoa” nació el 15 de junio de 1814, una mujer, Rosa Pérez Castropol, que había de dar – y sigue dando – mucho que hablar. Primero, por su belleza, y después, por su desventura. 

Tuvo esta mujer una vida breve, poco más de veintidós años. Fue, repito, de delicada hermosura, bellísima. Y esto explica que moviera las voluntades de los que la conocían a admirarla, a amarla y a quererla. Y en especial, las de aquellos jóvenes de los pueblos circundantes que pudieran considerarse merecedores de ser aceptados al dulce y acongojado coloquio del amor. Resultó elegido, entre más, don Antonio Cuervo y Fernández del Regueiro, abogado, fiscal de Justicia y político, también de estirpe hidalguesca, de Vegadeo. 

La conoció – se cuenta – una mañana de otoño. Él iba de caza por aquellos campos en un caballo brioso y de fina estampa. Y ella se hallaba lavando los pies en una fuente que había frente a la Casoa. Allí, entre el rumor de las aguas frescas de la mañana y el calor tibio de un sol que nacía, comenzó, en unión de amor, el latido acompasado de dos corazones que, poco después, habían de pasar desde las cimas de la felicidad a las simas del dolor. 

Se casaron el 8 de mayo de 1835. La ceremonia se celebró en la capilla que hay dentro de la Casoa. Fueron testigos D. Carlos González de la Galea, D. José Pereira y D. Domingo González de la Sela. Este último, que vivía en la calle Real, de Presa, era hermano de mi tatarabuelo Don José. 

La luna de miel no dejo traslucir nada al exterior, como no fuera lo que es presumible en ese estado de dos amantes – todo el mundo lo sabía – que se habían casado por amor. Recogimiento íntimo, nonadas reciprocas cargadas de ternura, paseos en serenos atardeceres en torno a la ensenada de Fondón, la espera del fruto deseado, proyectos, ilusiones. Vida, en suma. 

Pero esta vida esperanzadora se vio turbada por las exigencias del deber, la necesidad de ausentarse D. Antonio. Este era Gobernador Civil de La Coruña. Allá se fue. Y allí, en “La Casoa”, se quedó Doña Rosa al cuidado de sus padres. En el estado en que se hallaba, nada mejor – entonces – que el hogar paterno para recibir lo que pudiera llegar… 

En sazón llegó la enfermedad esperada, que tan dolorida y tan halagüeña es, a la vez, para la mujer. Y el fruto apetecido. Una niña. En la pila bautismal se le puso el nombre de Claudia María Rosa. 

Doña Rosa quedó mal del trance del alumbramiento, se debilito, se agotó… Su marido fue llamado a La Coruña en vista de la gravedad de lo que ocurría en “La Casoa”. Y con la mayor premura, a caballo, emprendió el camino hacia Rio de Seares. Caminos malos los de entonces, aunque fueran reales. Se dice, no lo duda nadie en la parroquia, que mató tres caballos, remudándolos, en el viaje. Un poco menos de treinta leguas. 

Entre tanto que esto ocurría, D. Rosa se murió, quedándose en sus labios yertos, sin cumplir su destino, su último beso de amor… 

Cuando llegó D. Antonio el cuerpo de su mujer ya estaba enterrado en el Camposanto parroquial de Santa Cecilia de Seares. Se efectuó este enterramiento el día 1 de Noviembre de 1836. 

El destino reservaba a este hombre esa prueba de dolor hondo y fatal. Ya no vería más a su Rosa… 

No fue así, sin embargo. Hombre de leyes al cabo, el conocimiento de estas se vio obscurecido por la arrolladora fuerza de su sentimiento. Y se fue a Seares, al cementerio, y desenterró el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos, y lloró, sin consuelo, en una escena que es, a no dudarlo, inefable… 

A los pocos días los labradores de la vecindad, a altas horas de la noche, se sintieron sobrecogidos al oír la voz triste, doliente, de un hombre que cantaba penas, cosa inaudita en tan sosegados lugares. Era D. Antonio Cuervo que iba a la Barcia, donde está el cementerio, a cantar anegada el alma de tortura, a los restos fríos del cuerpo donde antes anidaba su amor. 

He aquí su cantar: 

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti! 

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril. 

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí donde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme 
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido.
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte:
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti! 

Y así días y días, o mejor noches y noches, durante muchos meses, vagó por los montes de las proximidades pisando tojos, gancelas y folgueiras, y entre estas malezas se dormiría extenuado, con sólo la luz débil pero vibradora de las estrellas. En alguna ocasión se subía a la tapia del cementerio y, encaramado en ella, frente a la tumba, prometía a su inolvidable Searila fidelidad eterna… 

Es muy creíble que cumpliera esa palabra dada. Se cuenta que años más tarde vivía en Vegadeo y desempeñaba el cargo de Fiscal de los Tribunales de Justicia de Ribadeo. El viaje de uno a otro pueblo lo hacía, en lancha por la ría del Eo – cinco millas -, pero recubierto por un toldo, escondido, totalmente ajeno a los, para otro, deliciosos parajes de la ría. Su vida era su dolor, sus recuerdos. Y no más. 

En un artículo publicado en el semanario “Las Riberas del Eo”, de Ribadeo, el 5 de octubre de 1951, califiqué de romántica esta historia de amor. Hoy, mejor pensado, creo que no hubo tal romanticismo. Romanticismo en el sentido de ser entonces moda amar así. Eso no. En esa época, por otra parte tan romántico, no era costumbre que los viudos lloraran de ese modo la muerte de sus mujeres. Este amor no tuvo antecedentes ni consiguientes. Honradamente hoy creo que D. Antonio Cuervo no fue un comediante. Fue, sencillamente, un hombre. Y su mujer, D. Rosa, no sólo una mujer hermosa, sino algo que dentro del matrimonio vale más, buena, buenísima. Tanto, que supo merecer de su marido una pasión de amor irrefrenable, grandiosa. 

Esto en cuanto al fondo. Pero ni por la forma pueden calificarse de románticos los versos de la Searila. Véase: 

 ¡Cuantas veces oculto en mi refugio
escapando a la gente y a mi mismo
baño con llanto el césped y mi pecho 
con mis suspiros agitando el aire!
¡Cuantas veces a solas e inseguro,
anduve por oscuras soledades
buscando con la mente la Alegría
que me robó la muerte despiadada!

¡Oh valle que han llenado mis suspiros!
¡Oh río que mi llanto ha desbordado! 

¿Es acaso esto de algún poeta del siglo XIX? No; ¡qué va! Es de Petrarca, que vivió en el siglo XIV. Este hombre también lloraba por su amada muerta. 

¿Y estos?

  Tengo una parte aquí de tus cabellos
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan. 

Estos son de Garcilaso, poeta que murió el 14 de octubre 1536. 

Lo peor que puede creerse de D. Antonio Cuervo es que fue un imitador de Petrarca y de Garcilaso. Y entonces, por razón de la época, no puede decirse que fuera un romántico. 

Insisto. El amor de D. Antonio fue un amor sin par ni paralelo. Otros amores que perviven en la memoria del mundo y vencen al olvido, son diferentes, por incompletos. Dante cantó con grandes dotes de poeta y de intelectual a Beatriz, la señora de Guardi, de la cual obtuvo de soltera, al pasar, un saludo quizá inocente. Petrarca, cultísimo, también cantó en sonetos y madrigales sublimes a Laura, la esposa de un señor. Macías, trovador gallego, amó y lloró a “alguien” que no fue suyo. Cadalso adoró a la actriz María Ignacia con pasión arrebatadora, que tampoco era su esposa. Herrera lloró a la condesa de Gelves, casada. 

Garcilaso rimó con dolor de amor a Dª Isabel de Freyre, casada con el señor de Toro, alias “el Gordo”. 

Quevedo amó durante veintidós años a Lisi y le hizo unos sonetos maravillosos. Pero el cojo inmortal tuvo que casarse con una señora mayor de cincuenta años, con hijos, la viuda de Cetina…Y no le hizo sonetos. 

Espronceda cantó con “dolor profundo” a Teresa con la cual, en vida, se portó regularmente. 

Bécquer, para muchas de sus rimas, se inspiró en el amor a Julia Espín, casada con un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. 

Tampoco admite comparación el bien reciente de Ana Cecilia, la amada inmóvil. Este fue un amor turbio. 

El que tiene un cierto parecido es el de Rodríguez de Padrón. Allá por el siglo XV, en Galicia, este hombre vagó errante por los montes y lloró desesperadamente mal de amores. Pero lloraba, no a su mujer, sino a una esquiva e ingrata, como hay tantas. 

Y otros amores, producto del genio de algunos escritores, aunque humanísimos, tales como los de Julieta y Dulcinea, no pueden parangonarse al real y tangible de la Searila. 

A todos los poetas antedichos, como tales poetas, los pongo yo en los cuernos de la luna, pero en cuanto a hombres frente al problema del amor creo que fueron poquita cosa al lado de D. Antonio Cuervo. Este señor fue un triunfador, aunque los laureles de este triunfo le costaran tan caros. 

Lo que singulariza este amor es su plenitud. Fue un amor perfecto hasta sus últimas consecuencias. Un amor más allá del sacramento del matrimonio. A los otros amadores inmortales les faltó la prueba de la unión legal para saber hasta donde podían llegar en tanto como prometían… 

D. Antonio llegó al paroxismo del dolor en cuestión de amores, llegó a la linde de la resistencia humana, sin duda. Más allá solo está… la muerte, Infierno o Cielo, lo que Dios quiso. Querría cielo… pienso yo. 

Rosa y Antonio fundieron su amor, en el crisol del matrimonio. Y de él salió agrandado, sublimado. Alquitarado y purificado por el dolor fue, además, bello como la Searila misma, como una rosa. 

Amor completo, con flor y fruto. Aunque después el huracán del infortunio lo arrasara todo. Sí. También Claudia María Rosa murió. Un año después de su madre. 

Un amor así no puede, no debe quedar escondido en ese rincón brumoso de las Asturias. Hay que sacarlo a la luz del mundo. Y ponerlo como paradigma de amor limpio, honesto y cabal. 

Por eso yo creo, rectificando, que este amor no es romántico ni lírico ni cosas de esas. La gesta de la Searila, para mí, es la epopeya del amor español. Mientras no haya alguien que demuestre que hubo en España un amor más grande. 

ALEJANDRO SELA 

Vilavedelle, 1 de Julio 1955. 

El Asilo de Santa Rita y San Francisco de Navia

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 26-6-1955

NAVIA INAUGURARÁ EN FECHA PRÓXIMA EL ASILO DE SANTA RITA Y SAN FRANCISCO

(LO FUNDÓ DOÑA RITA VILARET SARDÓ. EL EDIFICIO TIENE CAPACIDAD PARA VEINTE ASILADOS)

Navia, desde ahora, cuenta con una admirable institución caritativa. Se trata del asilo de Santa Rita y San Francisco, fundado por doña Rita Vilaret Sardó.

El edificio que cobija está institución, construido expresamente, se halla situado en el Barrio de San Francisco de esta villa.

Concluidas últimamente las obras y próxima la puesta en funcionamiento de esta fundación, al Patronato que la rige, se cree en el deber de dar a conocer su existencia. El edificio tiene una capacidad inicial para da alojamiento gratuito a veinte asilados, que sean vecinos del concejo de Navia y siendo posible, también del de Boal

El Patronato está animado de la mejor voluntad para que esta institución cumpla sus fines de la forma más holgada que sea posible, satisfaciendo así los deseos de la generosa donante y en servicio de los posibles necesitados.

Por ello este patronato interesa la colaboración de todos los nativos y amantes de la villa de Navia, ausentes o presentes para el mejor éxito de la obra. Es nuestro deseo respetar el capital fundacional para que sea en todo caso, fuente de renta. Y solicitar para la completa instalación de mobiliario y utillaje, la asistencia económica de todos aquellos que puedan ver con simpatía esta obra. Y en especial, para la mayor suntuosidad y decoro de la capilla que forma parte del Asilo, ornamentos sagrados de todas clases.

Aquellos en quienes encuentre eco este llamamiento, pueden dirigirse al Patronato, el cual tiene abierta a estos fines, una cuenta en el Banco Asturiano de Navia.

El órgano de representación del Asilo está formado por las siguientes personas: Presidente: don Ramón Rodríguez (Párroco); Vocales: Don José Fernández Rodríguez (Alcalde de Navia), don Alejandro Sela (Juez Comarcal), don Jesús Fernández Jardón (industrial), don Carlos Ocampo (Médico).

Pescador de caña

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 17-4-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Hay que decir algo en loa del pescador de truchas con caña. O de otros peces, para el caso es igual. Este deportista tiene mala prensa. Casi está mejor decir que no tiene prensa ninguna. Los periodistas no lo buscan para hacerle interviús, ni le piden su fotografía para ponerla en un periódico con un pie que lo jalee algo. Nada

El que se hace pescador de caña ya sabe lo que le espera. No será el amo, ni el jefe de nadie, ni pretenderá resolver un problema económico en vista de la creciente carestía de la vida. Al revés, el pescador de caña paga el pescado más caro que cualquier otro hombre que no lo sea, si se atiene al debe y el haber de su libro mayor. Es deportista que no mide el tiempo de su actuación con cronómetro, ni tiene enemigo de figura humana con quien luchar. Es el hombre humilde que blandiendo una caña en la mano, busca el aislamiento y la soledad para reñir, según se cree, las más fantásticas batallas, los más fieros combates. Es, en una palabra, si así se me entiende, el trapense de la deportividad.

El pescador de caña “trabaja” solo. A sus espaldas no está el espectador poniendo pegas a su actuación. Ni, si lo hace bien, aplaudiéndole. Es él, después, fuera del río, quien tiene que contar lo que hizo, si encuentra alguien que le escuche. Los menos le creen, los más lo oyen con cara sonriente.  

El combate de hombre a pez, con caña, es noble. El pescador echa su cebo en el río poniendo a prueba la inteligencia y el instinto de la trucha para que pique, si quiere ¡Cuántas veces no quiere! Frente a quien así lucha, está su contrario, el furtivo, alimaña cobarde, que se vale de redes, de cloruros o de nasas.

El pescador, en el río, es un hombre sencillo y bueno. Embebido en su afán, olvida lo que son sus obligaciones cotidianas, que corrientemente, tanto pesan. Deberes para con la sociedad, para con la familia… todo queda a un lado.

Está muy difundida entre el vulgo, la idea de que el pescador de caña es un farolero que aprovecha todas las oportunidades para darse pisto. No es cierto. El pescador, como el poeta, no miente. Refiere sus actos o sus hechos recamados de los más vivos colores, partiendo de datos ciertos. Exalta lo que ve o lo que hizo, pero no lo desfigura. Es quizá el único deportista que experimenta viva complacencia en exagerar un poco sus derrotas. ¿A qué pescador no se le ha escapado con el aparejo un pez gordo? ¿Y eso cuántas veces? Se oye a diario…

El pescador, ser humano, con muchos siglos de civilización a sus espaldas, racional, a veces muy leído, con frecuencia es vencido y burlado en un combate que él mismo busca, con un bicho –  pez – casi insignificante, manco, sin piernas y de sangre fría. ¡Oh manes de la naturaleza!

Pues bien, esto no lo calla el pescador. Lo dice sin rubor. Y con un gesto de humildad y nobleza que lo honran. ¡Ah no, por favor, el pescador de caña, cuando pierde, no es de los deportistas que apelan a la ingenuidad de meterle la culpa al árbitro! ¡Qué va!

El pescador, metido en harina, en el río, no sabe nada de lo que ocurre en el mundo. Es siempre sabrosa y limpia de toda bajeza la charla con él en las veredas de los cauces. Nunca trae la conversación resobada de los cafés y casinos. No nos dice nada de las reuniones de los tres grandes, ni de la selección española de fútbol… ni siquiera de arrendamientos. Ni de otras mil calamidades que Dios manda a la tierra para probar, cada día, nuestra fe de cristianos. El compañero que encontramos, nos alienta en nuestras vacilaciones, nos dice cómo él cree que se pesca más y mejor, y nos habla de los avances de la técnica que nos trajo el hilo de nylon para facilitar nuestros éxitos.

Se llega a ser un buen pescador de caña, no solo por cabeza, sino por pies. El pescador se hace año tras año, temporada sobre temporada, recorriendo ríos, viendo, sacando, de cada fracaso, una experiencia. Adquiriendo ciencia y conocimientos que en lo esencial no son comunicables. Un pescador veterano pesca con ”meruca” y no quiere saber nada de otros procedimientos; otros se valen de “mosca” y no quieren saber más nada. Otros, los más modernistas, quieren el señuelo brillante de la cucharilla, y por ahí se las den todas.

Pero no solo es ciencia, sino también, a la par, arte. Ha de saber defender el aparejo y el anzuelo cuando éste se agarra en el fondo del río a un palo o a una piedra. O cuando, después de un tirón de prueba, se enzarza en los ramajes de un árbol contiguo. Y todo ha de realizarlo con habilidad e ingenio, a pulso. Y lo antes posible para ganar tiempo.

El pescador tiene que ser tenaz y esclavo. Ha de estar en el río la mayor cantidad del tiempo. Los peces no tienen horario fijo, de comidas. No se sabe a ciencia cierta cuándo quieren comer. Sólo con paciencia se coge esa hora del apetito que, en verdad es la del triunfo.

Y toda esa labor se realiza en parajes que merecen ser soñados. Enfrascado en su labor, de vez en cuando, el pescador alza la cabeza, y ve: Allí un grupo de vetustos robles alternados con castaños que se escalonan en una ladera. A otro lado, un prado de regadío salpicado de fresnos y mimbreras en los lindes. A sus espaldas, en lo alto, resguardado del norte, un colmenar hecho con troncos horadados de castaño viejo. Suena, con frecuencia, el cencerro de una yegua con cría que se nota en el breñal. Se oye, no, se sabe hacia dónde, el sonido metálico de una guadaña que alguien afila…

Y arriba, en lo alto, el dios de la luz, el Sol, en algún momento velado por el cendal de esas nubes que pasan, envuelven al pescador entre sombras y claridades…

Transportes de amor

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 13-3-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

El amor aproxima a las gentes. Más concretamente, al hombre y a la mujer. El galán ha de acercarse con relativa frecuencia a su amada para verla. Y, si se tercia, para recitarle un poema…

Es curioso observar, a través del tiempo, los medios de transporte de los cuales se vale el hombre para dedicarse a los afanes del amor. En esto, como en todo, se va notando demasiado la influencia del maquinismo. Por ello, el amor pierde en intensidad y, subsiguientemente, en categoría. Las máquinas dan frialdad a las relaciones humanas. Y estas relaciones pierden contenido emocional. Y la vida sin emoción, realmente, no interesa gran cosa.

La emoción del amor es la emoción por excelencia. Es la que cala más hondo en el ser humano. Es la que lleva a la inapetencia, al insomnio y a la angustia. Cuando el amor es, por supuesto, auténtico. Y es tal, nadie lo ignora, cuando los amantes se dicen, porque les sale del corazón, frases como estas: “Sin ti no podré vivir”, “Quisiera no quererte tanto”. Y más.

Yo creo que los artífices del amor de verdad, son la ausencia y la aparatosidad. La ausencia, es cierto, dosificada. Las visitas convenientemente espaciadas. En la ausencia el amante recurre a la margarita para desvanecer ciertas dudas que le atenazan el alma. En los tiempos que corren apenas se usa esta flor de la familia de las compuestas. Ni apenas se percibe su falta. El teléfono y los vehículos de motor le dieron la puntilla.

Se llega a tener un conocimiento hondo de las cosas, más que viéndolas, pensando en ellas. En la meditación está el secreto del conocer. Y en los menesteres del amor, la necesidad de la reflexión sube de punto. Hoy, cortejando a diario, no queda tiempo. Los novios llegan al matrimonio sin darse cuenta. Han hablado mucho y no se enteraron de nada. Y se encuentran en la otra orilla sin saber cómo han llegado. Que es lo grave…

Y hay más, todavía. La ausencia, cuando soplan buenos vientos, da lugar, en la dulce soledad, al sueño o mejor, al ensueño. O sí se prefiere, a la ilusión. En este estado, los quehaceres cotidianos son más suaves, las estrellas emiten los destellos más fúlgidos, el aire trae ciertas fragancias, las flores son más bellas…

La aparatosidad resulta de la falta de simplificación en las formas y en los medios. Ya el caballero no usa polainas, ni la mujer corsé de ballenas. Cuanta más sencillez, menos intensidad, es decir, menos emoción. Hoy todo es simple y fácil. Y no sólo por parte de los actores, sino también de las comparsas. Los padres, por ejemplo, dan cada día más facilidades… Hagamos historia. Durante muchos años, más que años, siglos, el caballo era indispensable para el transporte de todo. En el amor, como es lógico, desempeñaba un gran papel. El hombre, en general, poco confiado en sí mismo, siempre buscó aliado a Cupido para sus aventuras. Y esas alianzas consistían en adornarse con un gran atuendo personal, cuyos elementos podían ser un sombrero de ala mosqueteril, un traje a la última, unos bigotes ad hoc. Y, sobre todo, un buen caballo. La compañía de un corcel arrogante, facilitaba el éxito de la empresa amorosa. Téngase en cuenta que, en los trances de enamoramiento, el hombre es el ser más petulante de la tierra. Siempre se cree que el mundo gira en torno suyo. La coquetería de la mujer al lado de la petulancia del hombre es muy poca cosa. La coquetería es, normalmente, algo delicado tierno, fino, que agrada a todos y no molesta a nadie. La petulancia varonil, ni mucho menos, no agrada de un modo tan general. Deslumbra, a veces, a las mujeres, pero no es necesariamente, la llave que abre todas las puertas.

El hombre ha tenido siempre una tendencia instintiva a amar fuera de su pueblo. Y en este caso ha necesitado un medio de transporte eficiente. Su ideal era el caballo y, logrado, ya, sin más, era un caballero… palabra que por sí sola, tiene muy grata resonancias para cualquier hombre, aún hoy día. Cualquiera que haya leído algo de historia no podrá olvidar esta estampa caballeresca. Ella, en una ventana o balcón bordeados de enredaderas, y él, sobre un caballo paciente que piafaba, hablándole. A la luz del sol, sí, muchas veces. Pero también a la luz de la luna cuando cuadraba.

El ideal romántico, que duró tanto, ayudó mucho a mantener tensa la cuerda del amor. Por su aparatosidad y la gran cantidad de tortura que llevó a él, como ingredientes fundamentales. El dolor, no ya como fuente del conocimiento, sino como sello que acredita una verdadera verdad. Dolor deleitable, si se quiere, pero eso, dolor.

Don Quijote eligió el camino de la peripecia y del sufrimiento para merecer a su dama. Y, modernamente, un poeta dijo:

 Oh, saber amar es saber sufrir.

Y el mismo en otra ocasión:

 Quien que es, no es romántico. 

Esto ya no tiene sentido actualizándolo. No hay posibilidad de ver romanticismo alguno en un hombre que cabalga una bicicleta con motor.

Al introducirse los medios mecánicos en el transporte, la tracción a sangre pierde terreno. El caballo se cae por la borda y deja paso a la bicicleta, a la moto y al automóvil.

Con el siglo vino la bicicleta a relevar al caballo, en tan honroso menester como es el de llevar al hombre al pueblo de su amada. Por su baratura, todavía subsiste, pero como medio popular, no ideal. Hoy, cualquier rapaz que se estime en algo, suspira por una motocicleta. Y, si sospecha que sus padres tienen dinero, quiere un coche.

El amador de otrora olía a naturaleza, a flores del campo. Ahora sin remedio, huele a carburante, sea gasolina o aceite pesado.

La llegada, a caballo, a casa de la amada, así como la despedida, estaban sazonadas de la más limpia y pura emoción. Ella, intranquila e impaciente, se paseaba por sus estancias y, nerviosa, alzaba los visillos de la ventana oteando el camino por donde venía la buena nueva. Y él, por su parte, espoleaba el caballo que echaba sangre por la barriga y espuma por la boca. A la salida, la misma emoción pero de signo contrario. El pañuelo con sus pliegues albos era la bandera del adiós triste pero esperanzado.

A esto hemos llegado. Despedirse de una mujer, a golpe de acelerador: To — co – to — co – tocotocol… Rrrrrrrrrrr…

Da pena.

Avellanas de Navelgas

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Octubre-1954; NORTE. 16-9-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Vencido el verano, es cosa de rememorar un poco el pasado en cuanto a los hábitos y costumbres de las gentes en aquél, para conocimiento de las generaciones que están brotando.

Me surge el asunto por haber comido este año, como otros, avellanas de Villaoril. La avellana ha sido siempre, para mí, un fruto grato, una golosina. La avellana fresca y bien torrada, se entiende.

Se trata de un fruto privilegiado de las tierras de Asturias. Se da muy bien en ciertas zonas. Y a través del tiempo, han surgido los artesanos que saben ponerla a punto para darle el sabor más delicado. Pocas cosas hay mejores durante el verano, para regodeo de nuestros paladares, que un puñado de buenas avellanas. Las que se venden en Oneta y Villaoril, entre otros lugares, no fallan. Vienen, según mis informes, de las tierras fecundas de Navelgas.

La avellana se ha prodigado siempre en las fiestas del occidente asturiano. A ellas iba y va como elemento indispensable. Hasta el punto de poderse decir: sin avellanas no hay fiesta. Y en ellas se da cita con los retoños del árbol que la produce, que también colaboran en las fiestas. Nos referimos a las varas de los cohetes.

El avellano es, sin duda, un árbol festejero.

Pero la avellana, a través del tiempo, se ve claro, pierde terreno y categoría. Antes llegaba a las fiestas en sacos y en cestas, en abundancia. Abundancia que, por sí sola, implicaba señorío. Ahora, en muchos sitios, se venden en bolsitas de papel, casi contadas una a una. Es la mezquindad que indica, para los que conocimos lo otro, todo lo contrario de aquel señorío.

Antes era muy de rigor regalar a las mozas las avellanas. Era el presente obligado que ningún rapaz que se estimase en algo dejaba de cumplir. Y la mujer, cuando tenía confianza, las consideraba como un derecho de fuero. Y las pedía.

Aunque a primera vista no lo parezca la avellana desempeña en el amor un papel muy trascendente. Llegarse a una mujer, conquistarla, a cuerpo limpio, por tipo, es algo menos frecuente de lo que se supone en las “peñas” de los cafés… Para el buen éxito, la mujer hay que halagarla, no solo con palabras, sino con hechos. Y uno de esos “hechos” es el regalo, el presente, que acredita el recuerdo cuando se está ausente, y el buen ánimo y la buena disposición, y a veces, el sacrificio… Gastarse los cuartos por una mujer supone algo.

La avellana como tal “hecho”, desempeña su papel a las mil maravillas. Al comerla, produce un ligero mareo muy favorable a las palabras de afecto y a las concesiones honestas. En ese estado la mujer más intransigente se pone muy propicia al “sí”, cuando se le hace un requerimiento movido por sentimientos elevados y definitivos. Téngase en cuenta que el amor, lo sabe cualquiera, cualquiera que haya pasado por ello, es un estado de mareo recíproco, de anonadamiento lleno de acongojadas emociones.

La avellana, por otra parte, es muy adecuada para la gente joven, de buena dentadura. Romper la cápsula de la avellana supone vigor dental, fuerza, juventud. Por eso las mamás de las mozas, casaderas a las que hay que suponer dientes flojos, prefieren el presente a base de bombones, caramelos o algo que se disuelva en la boca en el más suave y dulce de los esfuerzos. Por la parte que les pueda corresponder, claro es.

Es frecuente. Una buena parte de los bombones que se regalan a las mozas suelen comerlos las mamás y, se dan casos, los papás. Los bombones predisponen el ánimo de casi una familia. La conquista con ellos, se hace más fácil probablemente, pero lo que se gana en facilidad, se pierde en mérito ciertamente. Una madre puede ser un buen aliado; pero resta valor de autenticidad a la empresa.

El hombre se muestra más satisfecho cuando la conquista es obra personal suya. Cuando está convencido de que su ingenio y sus virtudes deciden la voluntad de una mujer reacia en sus principios. La avellana es arma lícita. La comprobación de este aserto flota en el ambiente. A las primeras de cambio se ven sus buenos resultados.

Muchas parejas de buena voluntad han ido a la vicaría por algo tan simple como comer avellanas. Pequeñas causas, a veces, producen grandes efectos.

Es cierto que por ahí puede haber algún marido que guarde a las avellanas cierto rencor… Pero esto no es más que la excepción que confirma la regla.

Más, decididamente, la avellana une. Siembra el amor por donde quiera que va. No en balde la almendra comestible, el contenido, tiene el valor de un símbolo. Tiene forma de corazón…