Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)
Yo nací un 14
de febrero, día de San Valentín, Patrono de los enamorados. Esto, sin duda,
tuvo consecuencias en mi vida privada. Pero no se pueden decir. Esa fecha
pertenece al signo zodiacal de Acuario. Pero, ¡qué cosas!, prefiero el vino al
agua.
Bueno, a lo que iba. El día 24 de octubre de 1969, siguiendo mi peregrinar por tierras españolas para conocer vinos, inicié un nuevo viaje saliendo de Navia a las cinco y media de la mañana. Amanecí en Oviedo. Pasé por Pajares. Y, serían las diez y media de la mañana, me encontraba en Valdevimbre (León).
Al llegar a
este pueblo pregunté a un vecino:
– ¿Hay vino
aquí?
– Sí, señor.
En todo el pueblo lo hay.
– ¿Y quién lo
vende?
– Siga,
atraviese el pueblo. Y, al final, a la izquierda hay una bodega de Don Melquíades
Álvarez. Este señor le venderá lo que quiera.
– ¿Don Melquíades Álvarez?
. . . . . .
Atravieso el
pueblo, hermoso, coloradote, con casas de adobe y tal.
En el lugar
indicado me encuentro un hombre joven – de unos treinta y cinco años -, fuerte
y robusto.
– ¿Es usted
Don Melquíades Álvarez?
– Servidor.
– ¿Está usted
seguro?
–
Naturalmente. Mi abuelo también se llamaba así.
– ¿?
– Necesito
comprar vino, ¿usted me lo vende?
– Claro.
– Encantado.
Me hace pasar
a la bodega. Un lugar de maravilla. Esta bodega está bajo tierra, en una loma
horadada, en semioscuridad. Parece un lugar atiborrado de misterio. Hay varias
dependencias, con muros de tierra, y, en cada una, envases mayores y menores,
de madera, los cuales tienen su alma en su almario. Hay, además, en un túnel
alargado, una prensa de viga, enorme, en funciones. Es de madera de negrillo.
Hacia un extremo tiene pendiente, con un sostén de rosca, una piedra
troncocónica que pesa más de dos toneladas. Me dice el señor Álvarez que
primero tritura la uva con una máquina que me exhibe y saca con ella en
principio, el setenta por ciento del mosto. La prensada, con la viga, saca el
treinta por ciento restante. Y dura ésta dos horas o poco más.
El señor
Álvarez me da a probar, en un vaso, el único tipo de vino que elabora. Un
clarete de transparencia inmaculada, fresco y jugoso. Bien. Me llevo una caja,
doce botellas.
Vuelvo a la
carretera general y prosigo mi camino. Debo, según mis cálculos, comer en
Arévalo, el pueblo de los asados. Voy bajo los efectos de la emoción de haber
visto una bodega leonesa, típica, de pura artesanía. Paro en Rueda. Y en una
casa de vinos compro varias botellas de distintas clases. Hago como las abejas,
recojo el néctar y me voy volando.
En un
restaurante de Arévalo, creo que La Pinilla, me sirven lechazo asado.
El sol
alumbra bien, directo, sin nubes ni algodones de esos. Bordeo Ávila y tomo la
carretera de Toledo. Subo una cuesta y paso un pequeño puerto. E inicio una
bajada con muchas curvas que lleva a un embalse con aguas verdosas y apacibles,
que se llama Burguillo. A partir de ese momento ya empiezo a ver viñedos.
Hay, más
abajo, un letrero que dice aproximadamente, con una flecha: “A los toros de
Guisando”. Pero, como ya los conozco, sigo. Con estos toros tuvo algo que ver
Isabel la Católica. Pero no recuerdo qué.
A las cinco
de la tarde, o algo así, me encuentro en San Martín de Valdeiglesias. Ganas
tenía. Y allí hay una cooperativa vinícola, que no sirve vino embotellado.
Compro lo que me parece. Este era uno de los vinos que tomaba La Celestina.
Esta mujer me inspira una gran simpatía, su recuerdo, se entiende. No sólo por
sus valores morales sino, también, por haber sido injustamente tratada. Ella
puso en relación a Calixto y Melibea. Pero no les dijo lo que tenían que hacer.
– ¿Qué
efectos produce el beber vino de San Martín? Yo creo que desde el momento que
se saborea produce en uno cierta inclinación a hacerse casamentero…
Almorox y
Escalona están cerca. Por aquí anduvieron Lazarillo de Tormes y su amo, el
ciego. De esta zona eran los vinos y las uvas que les dieron algunos disgustos.
Avanzo. Desde
cierta altura veo el castillo de Maqueda. ¿En este castillo hubo, en sus
floridos tiempos, algún lío conyugal? Yo no sé nada. Y, si lo supiera, a lo
mejor no lo diría…
Paso por
Toledo al anochecer y me meto por la carretera de Aranjuez. Va esta carretera
siguiendo la ruta del Tajo. O al revés. Veo Mocejón y, algo más allá, en una
altura, Añover de Tajo. Y, al fin, Aranjuez. Aquí, según la historia,
ocurrieron cosas raras. Carlos IV, Godoy, María Luisa… En fin, el que quiera
saber que vaya a Salamanca. Si alguien pretende aprender algo conmigo “va dado”…
Creía, según
mis cálculos, que iba a dormir en Aranjuez. Pero no me encontraba cansado y
decidí seguir. Y, además, la noche la iluminaba una luna espléndida y redonda
como el disco Aranjuez, mon amour.
Como iba solo, creo que al pasar por Tembleque me puse a cantar Suspiros de España.
Duermo en
Manzanares. Al día siguiente, muy de noche, estoy sentado al volante del
“carro”, como diría un sudamericano. Ahora tengo la luna baja y de frente. Al
pasar por Despeñaperros la veo y no la veo debido a las curvas y a los montes.
En algún momento me asusta. Creo que viene en sentido contrario un coche con un
solo faro encendido. Con la aparición de la claridad del día voy pasando por
Las Navas de Tolosa, Bailén y, ya por último, Alcolea. Como se ve, la historia
de España me persigue. ¿O la persigo yo a ella? Pero como sospecho que no voy a
tener que examinarme de preu o de cou, no tomo esa historia con mucho interés.
Al pasar por
Córdoba no paro ni un minuto. Claro que la conozco y la admiro de atrás. ¿Y los
Califas? ¿Y los Emires? Todo esto, de momento, para mí nada. Pero recito mentalmente
lo gongorino.
¡Oh excelso muro, oh torres coronadas!
¡de honor, de majestad, de gallardía!
Llego a Écija,
la sartén de Andalucía. Y creo que allí no tengo nada que hacer.
Y andando
andando veo, en la lejanía, una torre. Es la Giralda. ¡La Giralda! Me imagino
que tiene faldas de faralaes y que cuando llegue a su pie va a bailar, para mí,
pues: ¡unas sevillanas! Serían las diez y media de la mañana.
Lo primero
que hago, como siempre, es irme a la calle de Las Sierpes, médula de la ciudad,
con sus tertulias de caballeros y sin tráfico rodado. Una mujer se me acerca y
me ofrece lotería.
– Niño,
¿quieres un decimito?
Esto de que
me llamen niño me halaga en principio, cuando ya no necesito peine. Pero, a la
larga, frente a las andaluzas hermosas, para todos los efectos, a uno le
gustaría ser un poco adulto.
Hago una
visita a la catedral. Con prisa. Y, al salir, compro postales y, sentado en la
terraza de un bar, las escribo a quien sea. Es la hora de comer, y como.
Vuelvo al
“carro”. Paso por Sanlúcar la Mayor sin decir ni pío. Pero me detengo en
Villalba de Alcor. Y venga vino. En La Palma del Condado vuelvo a pararme y
sigo haciendo mis compras de vinos variados. Por este pueblo, lentamente, a
pie, curioseo lo que puedo. Hay sol en la tarde.
Bajando, a la
derecha, dejo Moguer, donde se dice que nació un premio Nóbel. No se nota. Muy
cerca está Palos. Y, más adelante, el monasterio franciscano de La Rábida. Un
monje me recibe y está dispuesto a darme razón de todo. Lo hace. Y nos acompaña
otro visitante, un joven de Andújar. El monje es simpático y cordial. Hombre de
humor, además… Vemos los frescos de Vázquez Díaz y nos dice que, hace días, un
periodista los ha calumniado diciendo que los frescos están mal conservados.
– Fíjese,
fíjese.
– Pues yo los
veo sanos y frescos – le contesto.
– Claro.
Subimos y
bajamos escaleras, visitamos salas y demás. Todo con recuerdos colombinos.
– En esta
silla estuvo sentado Colón y en esta otra Juan Pérez.
– ¿Juan
Pérez? Sí. He aquí un Juan Pérez que pasó a la historia… ¡Juan Pérez!
Veo, en una
pared, un retrato de señora. Tiene la cabeza recubierta, como un guante, con un
paño blanco. Y sólo con la faz a la vista. Y le digo al monje:
– Vea usted,
padre, el retrato de la abuela de Isabel la Católica.
– ¡Qué va! Esa
no es la abuela, es la nieta.
El visitante
de Andújar se ríe con sorna. Como es sábado se va a celebrar misa. Le pregunto
al padre quién es el celebrante. Y me contesta en francés:
– Moi.
A las seis de
la tarde se celebra la misa. El compañero de Andújar y yo la oímos como
pecadores corrientes… Pero acude más público. Inmediatamente salimos y el
joven de Andújar, que vive en Huelva, se va conmigo. En Huelva voy a dormir.
Atravesamos un puente, nuevo, que une La Rábida con la capital. Desde tal puente
y hacia la izquierda hay un monumento, grande, que yo había visto en los sellos
de Correos. Es de Colón. Me siento vinícola y me emociono. Si me fuera posible
ascendería por la estatua y le daría a Colón un buen estirón de orejas. ¿Qué
por qué? Gracias a Colón hemos tenido y tenemos la filoxera, el oídium y el mildium.
Nada menos. Todas estas calamidades vinieron de América.
Mi cordial
acompañante, como yo no conozco nada, me señala un hotel donde puedo dormir a
gusto. Es el Luz Huelva. Y nos despedimos, deseándonos venturas.
Al día
siguiente madrugo. No ha amanecido todavía. Al salir pienso que voy perdido y
paro ante un guardia civil que está en una acera con una cartera en la mano.
– ¿Voy bien
hacia Sevilla?
– Sí, señor.
Siga todo recto.
Le invito, por
si acaso.
– ¿Quiere
usted venir?
– Sólo voy
hasta San Juan del Puerto. Quince kilómetros. Estoy esperando el autobús.
– No importa,
venga.
Y viene.
Cuando ya, solo, paso por Niebla amanece. Veo la silueta del pueblo. El día
parece que va a ser transparente y limpio, con sol sin estorbos. Y lo fue.
Vuelvo en realidad por la carretera del día anterior, pero al revés. Cruzo
Manzanilla sin detenerme. A las ocho entro en Sevilla. Debo parar poco. Es
domingo y hay partido de fútbol y pienso, razonablemente, que habrá mucho jaleo
de tráfico. Juegan el Barcelona y el Sevilla. Sí, pero me pierdo por las
estrechas calles sevillanas. Y doy vueltas por los barrios de Santa Cruz y la
Macarena. Las direcciones prohibidas no me permiten buscar una línea recta ¡Un
lío!
En alguna
parte paro. Y desayuno. Pero quiero salir a laca carretera de Osuna. Y… otra
vez el lío. Un hombre joven, en una moto, está parado junto a un semáforo.
– Por favor,
señor, ¿dónde está la salida a la carretera de Osuna?
– ¿No lo
sabe? Sígame con el coche. Y poco a poco, cruzando calles, el motorista me
lleva al camino deseado. Conmovido le doy las gracias a este motorista
sevillano, estupendo y caritativo.
El coche pide
gasolina. Me detengo en una estación de servicio. Un joven me llena el depósito.
Y le pregunto:
– ¿Va usted
al partido?
– Sí, señor.
A las tres salgo de servicio.
– Aplaudirá
usted con entusiasmo al Sevilla para animarlo. Se dice que el público sevillano
es el jugador número doce.
– No creo, me
parece que no voy a tener tiempo. Tengo que dedicarlo todo a silbar al
Barcelona.
– ¿…?
La mañana es
estupenda. Subo una cuestecilla y entro en El Arahal. Y en Osuna paro. Es un
gran pueblo, muy rico artísticamente, situado en la falda de una montaña. Tomo
café y doy un paseo por algunas calles. Sigo. Sin tardar mucho atravieso una
villa con muchos letreros. Mantecados.
Polvorones. Y así.
Es Estepa. A
las once, o antes, me encuentro en Puente Genil. Es el pueblo del dulce de
membrillo. En una confitería compro la muestra. Doy una vuelta. En el parque
veo un busto en mármol con su pedestal. Representa a un señor con unos bigotes
enormes. ¿Quién es? ¿Quién fue? No se sabe. La inscripción está borrada, no se
puede leer. Pero tampoco siento la necesidad de preguntar. Para mi será
siempre, en el recuerdo: “El caballero de bigote”.
Recorro
veinte kilómetros más y estoy en Lucena. Y en mi ambiente. Veo y reveo por un
lado y por otro viñedos con colores otoñales. Y olivares con su verde suave. Me
creo que soy hombre de campo y no de urbe. Y es que encontrarse uno en su
propia salsa emociona. Me hospedo, en Lucena, en el hostal Baltanás. Bien. Y
como es la hora de comer, pues… como. Tomo, previamente, de aperitivo, dos
copas de Doncel, de Víbora y, con la comida, media botella de lo mismo. Como
tiene unos dieciocho grados acabo medio “enfilado”. No tengo que conducir y
puedo irme a la cama a dormir con la “mona”, como diría Quevedo. Me despierto a
las seis. Me encuentro bien y consulto los mapas de carretera para distraerme
un poco. Veo que Cabra está cerca, a ocho kilómetros, y creo que debo ir allí
para ver si hay alguna estatua de Valera. Acierto. La hay. En su parque está el
busto del escritor, en piedra, con la cabellera casi ye-ye. Azorín, en uno de
sus libros, dice que Don Juan era muy mujeriego. Allá él, en el pecado llevó la
penitencia.
Retorno a
Lucena y paseo por el pueblo. Me acuesto. Y ya, en la cama, ceno a mi modo.
No se ve nada
cuando me levanto. Y con los faros encendidos me voy a Montilla. Antes paro y
examino algo Aguilar de la Frontera. Ya, en Montilla, en el parque, noto que
hay una estatua. Es del Gran Capitán, hijo distinguido del pueblo. Y en una
iglesia está enterrado el beato Juan de Ávila. “Varón integérrimo”, dice su
lápida.
Son las nueve de la mañana. Y en la bodega Alvear suenan los chirridos de las puertas que se abren. Es la hora de comenzar el trabajo. En la oficina digo lo que quiero y un alto empleado se pone a mi disposición para acompañarme por las dependencias. He aquí una bodega “último grito” en la preparación depurada del vino. Todo está limpio, impecable. Y cada cosa en su sitio. Los obreros van y vienen en su labor con tal orden y diligencia como si estuvieran en una colmena. Al final se me obsequia en una sala con copeo. Casi tengo que ponerme de rodillas para suplicar que no me den tantas pruebas. No olvido que tengo que conducir. A la salida, ya en la calle, hay una tienda de la casa que vende garrafería y botellería. Compro una caja de botellas y algo más. Son vinos de distintos tipos, incluyendo el dulce de Pedro Ximénez.
También voy a
la casa Cobos. Me atienden muy bien y compro otra caja. Y me regalan un folleto
del jefe y director de la misma que se titula El vino de la verdad.
Me voy de
Montilla. Vuelvo a pasar por Aguilar y, sin saber cómo, me veo metido en
Moriles. Moriles es un pueblecillo que está muy bien y blanco como el
sobrepelliz de un cura. En una casa grande hay un letrero que dice Bodegas Cruz
Conde. Pero no entro. En torno a Moriles el paisaje es, para mí, sobrecogedor.
Todo. Los viñedos son de oro. Y los olivares verde plata. Sencillamente.
Vuelvo a
Lucena. Visito la casa Víbora y hago mi compra de muestras. Me fijo
especialmente en un vino “Ana María”. ¡Vaya señora! Aquí me atendió con
amabilidad un hijo del jefe. Es un joven de unos treinta años. Me dice que hace
poco se casó y, en su viaje, estuvo en Asturias y pasó por la ría del Eo.
Son las doce
y media. Y quiero ir a comer a Baena. Me detengo otra vez en Cabra y recuerdo
que aquí estuvo, casi dos años, Cervantes. Tendría a la sazón doce y trece
años. Un tío suyo ejercía un cargo y con él vivió.
A la salida
de Cabra un joven me hace auto-stop. Se justifica. Quiere ir hasta Doña Mencía,
donde ejerce la profesión de panadero. Había venido al médico a Cabra y se
levantó, como todos los días, a las dos de la mañana. Quiere dormir por la
tarde. Doña Mencía es una villa blanca, hermosísima
Del monte
en la ladera
. . . . . .
Doña Mencía
me da la impresión de que se dedica a “sus labores” vestida de novia…
Estoy en
Baena. Entro subiendo una larga calle. En la plaza hay un guardia municipal
tocando el silbato para ordenar el tráfico. No sé por qué me parece un árbitro
que pita las faltas de los choferes.
Como. En el
restaurante me sirve una mujercita joven y guapa. No le dije lo que me hubiera
gustado decirle… Me callé por razones de “estado”. Del mío.
Prosigo mi
viaje. El paisaje y las tierras son ondulados. Olivos, olivos, olivos. Y más
olivos. En las tablillas que ponen los camineros a la entrada de los pueblos
leo, sucesivamente, Alcaudete, Martos, Torredonjimeno, Torredelcampo… En los
pagos de olivos y en los viñedos hay, aquí y allá, casitas blancas, quizá para
guardar aperos o controlar la vigilancia. ¿O es que en esas casitas viven
ermitaños con sus gallinitas y todo? Si es así, me haré ermitaño andaluz.
Bueno, estoy
en Jaén. Lo primero que veo es, allá arriba, el castillo de Santa Catalina.
¿Habrá en él, todavía, una jovencita noble, hermosísima, torturada y llorosa
que espera a su doncel que se fue a la guerra, al servicio de su rey, para
conquistar tierras de moros? ¿La hay, de veras? Pues yo le digo: No seas tonta.
Tienes una ilusión honda, noble, bella… ¿Qué más quieres? ¿Qué te crees tú
que es un marido?
Aparco, como
sea. Y doy una vuelta por el pueblo, empinado y aceitunero. Y tomo café. Y
compro fruta.
Ahora, al
anochecer, me encuentro en Valdepeñas, en la plaza, frente a las casas
consistoriales. ¿Qué compro? ¿Qué voy a comprar? Vino. Que es, por su sabor, de
postín.
En el
Albergue de Turismo de Manzanares, ya de noche, me quedo a dormir. Veo que por
los pasillos y en la cafetería todo el mundo, señoras y señores, habla francés.
– ¿Qué
ocurre? – le pregunto a la señorita del bar.
– Son franceses.
Vienen a cazar a la Mancha.
Me acuesto
pensando que, al día siguiente, debo amanecer en Daimiel. Y, efectivamente, amanezco.
Todo está cerrado, naturalmente. Ando de un lado para otro. Hago tiempo. Pero a
las nueve y cuarto entro en la cooperativa vinícola. Es enorme. Y moderna.
Saludo al director, señor Salazar, quien, amable mente, llama a un experto para
que me enseñe las bodegas y su contenido. Primero me lleva al pabellón de
fermentaciones. Hay infinitas tinajas, enormes, de cemento, en hileras. El
mosto “hierve”. Tengo cierto miedo.
– Oiga amigo,
¿el ácido carbónico que se está produciendo no puede hacernos “pupa”?
– No hay
cuidado. El ácido carbónico pesa más que el aire. Y está cayendo al suelo. Pero
de rato en rato, cada media hora, ponemos en movimiento los ventiladores para
echarlo a la calle.
– ¡Ah, bueno!
Nos movemos
de un lado para otro. Y me lleva al fin, para que vea las cámaras frigoríficas
para conservar vinos. Todo está nuevo, en su punto. Y, al final, adquiero
botellas Clavileño y clarete Don Quijote.
Salgo, al
terminar, para Yepes – ya en Toledo -. Y antes paso por Puerto Lápice,
Madridejos y Ocaña. En Yepes me recibe un joven enólogo de las bodegas Serrano.
El vino típico del pueblo es blanco. Y realmente bueno. Mi nuevo amigo me
regala unas botellas. Hacía ya seis años que yo estuviera pintando en Yepes.
La mañana es
soleada, con una claridad meridiana. Cruzo Aranjuez con cierta prisa. Quiero
detenerme en Colmenar de Oreja para adquirir su vino. Y me detengo frente a la
plaza del pueblo. ¡Gran plaza! Es rústica, sobria, maravillosa. Puro jugo
castellano. En una de las casas, sobre la puerta, leo Vinos Mesa. ¡Qué bien!
Arrimados a la barra del despacho hay un guardia municipal y dos paisanos.
Huele a pescado. Cada uno de ellos tiene su “merluza” más que respetable. Se
tambalean, les brillan los ojos. Al saber que quiero vino para llevar a
Asturias se emocionan:
– ¡Viva el
vino de Colmenar! – dice uno.
– ¡Viva! – coreamos
los demás.
El chico de
la tienda me llena una garrafa y me pone en una botella otro litro más. Se
trata de un vino blanco muy inclinado a la amarillez. Al pagar le pregunto al
chico:
– ¿Tienes
novia?
Se pone
colorado y dice:
– No, señor.
Esos colores
los estimo como prueba de que no dice la verdad. Y le doy una propina para que
le compre a su amada unos caramelos.
– Gracias,
señor.
Y se ríe de
gozo.
Yo, como
Celestina, siempre que puedo fomento el amor.
Dos de los
contertulios me dan la mano muy efusivos. El guardia municipal, tal vez en
representación del pueblo, me dio un abrazo.
¡Viva
Colmenar de Oreja!
A cuatro
kilómetros está Chinchón. Como lo conozco no me detengo. Otro pueblo me
encuentro. Es Morata de Tajuña. E incorporo a mis equipajes más vino. Y, con el
apetito de ordenanza, llego a Arganda. En una panadería, antes de comer, compro
mis botellas de vino. ¿Blanco? ¿Tinto? De los dos. Salgo a la carretera
Madrid-Valencia y, a tres kilómetros, en el restaurante Maspalomas, como.
Ni copa ni
puro. Un pitillo, a secas, de Ducados. Y me voy como los ángeles. Como no
quiero pasar por la villa y corte, enfilo la carretera de Alcalá de Henares.
Paso por Loeches. No sé por qué me parece que aquí está enterrado el
Conde-Duque de Olivares. Y esto trae a mi memoria a Felipe IV, a Doña Mariana
con su guardainfante, a Velázquez.
En Alcalá,
como hay Universidad, no paro. Considero que ya sé bastante para ir “tirando”
por la vida.
Atravieso
Daganzo, Cobeña, Torrelaguna… Subo una cuesta gorda y llego a Lozoyuela,
donde empalmo con la carretera Madrid-Irún. Esta es buena, ancha y por ella voy
viento en popa. Llego, cuando anochece, a Aranda de Duero. Doy, más tarde, una
vuelta por el pueblo y, en una plaza, veo una estatua en mármol de un hombre
con toga. ¿Abogado? ¿Fiscal? ¿Juez? Nada de eso. Un político, Arias de Miranda.
¡Ya me extrañaba a mí!
Por la noche,
serían las nueve, en el Albergue donde estoy, hago que la chica del bar me
llene el termo de café con leche. Lo hace. He de desayunarme muy temprano, como
siempre. Le dije a la joven que me sirve si creía en el amor, y me dijo que sí.
Y no me extendí en más consideraciones. No hay quien me quite de la cabeza que
yo soy misionero de la cosa amorosa…
Como nunca se
me pegan las sábanas me encuentro en la calle con el alba. Voy por la carretera
de Aranda a Valladolid. Pero no pasaré de Vega-Sicilia, en el ayuntamiento de
Valbuena de Duero. Vega-Sicilia es una finca hermosa. Tiene mucho arbolado en
su torno. En ella se elaboran vinos tintos de cosecha propia. El bodeguero Don
Matiniano Renedo me enseña lo que hay. He aquí una bodega de artesanía
refinada. Claro que artesanía refinada es, sencillamente, arte. Salgo
satisfecho. Y paso a Peñafiel. Visito una vez más la Cooperativa del Duero.
Ahora voy a
la Horra. Demetrio, el bodeguero de la Cooperativa, me obsequia con un clarete
muy bueno.
Ya estoy en
Burgos. Visito la Catedral por enésima vez. Viéndola siempre abro la boca de
admiración. Yo también soy, allí, un Papamoscas. Voy al paseo del Espolón y veo
alguna burgalesa hermosa. Siento la emoción histórica de encontrarme en la
capital de Castilla. Me acuerdo, y quién no, de San Fernando, del obispo
Mauricio, del Cid, de Doña Jimena, mi paisana, de Doña Elvira, de Doña Sol…
Salgo de
Burgos. Y enfilo la carretera de San Domingo de la Calzada, que es, al revés,
camino de Santiago, y llego a la histórica ciudad. El Parador de Turismo es un
antiguo monasterio y tiene un vestíbulo con la mar de cosas de valor artístico.
Antes de irme a la cama me siento en una butaca de tal vestíbulo y doy rienda
suelta a mi imaginación, me creo que soy un monje de la Edad Media, que
desempeño un papel importante y que, a lo mejor, llego a beato… Y etcétera,
etcétera.
Lo de
siempre, tengo que madrugar. Pido la cuenta y resulta que el recepcionista es
amable y abierto. Estuvimos media hora de palique. Y salgo con dirección a
Puente la Reina, en Navarra. Me proveo de vino y vuelvo hasta Haro. Y subo al
puerto de Herrera y qué sé yo…
Cuando falta
poco para dar la una estoy pasando por la Brújula. Y me encuentro, de nuevo, en
Burgos. Como, realmente bien, en la casa Ojeda y salgo pitando. Recuerdo, al
atravesar Villasandino, que de aquí era el célebre monje de la trapa de Dueñas,
el hermano Rafael. Y veo, además, Melgar de Fernamental, Carrión de los Condes
y Sahagún. Aquí, en Sahagún, se me antoja comprar un pan castellano, que es muy
rico, para llevar a mi familia. Voy a una panadería y noto que está cerrada.
Una mujer vecina que me vio me dijo:
– Si va usted
a ese portal – y me señala uno – y grita, señora Pepa, lo despachan.
Y voy.
– ¿Señora
Pepa?
Y la señora
Pepa baja y me despacha una “libreta” redonda como un LP.
En el camino
que sigo encuentro pueblos: Gordaliza del Pino, Mansilla de las Mulas, donde
vivió la Pícara Justina… Cuando el sol se ocultaba estoy bajando el puerto de
Pajares.
Es decir, que
llego a Asturias.