La raposa

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 30-5-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

Una vez era una raposa que vivía en el monte. Y en él tenía también a su familia. La componían, con ella, el raposón y tres raposines.

Vivían en una ladera de ese monte, en una cueva que estaba disimulada a la entrada por una espesura de tojos y helechos. En las inmediaciones había un prado pequeño y, en la orilla de éste, un roble corpulento. En los días de fiesta el raposón, la raposa y los raposines jugaban a la sombra del roble, en el prado.

Un día, al amanecer, la raposa despertó al raposón y a los raposines, y les dijo:

– Tengo mucha hambre y según imagino, vosotros también la tendréis. Voy al pueblo o buscar gallinas y pollitos para comer hoy.

– Muy bien – dijeron todos a coro.

Salió la raposa al camino y se dirigió al pueblo. Iba muy contenta. Tanto que se sabe que iba cantando. Lará, lará, lará… Al llegar el pueblo vio una casa buena, de labrador rico, y con una huerta grande. Y se dijo: “En esta casa debe haber buenas gallinas y pollitos bien gordos. Voy a llamar a la puerta”.

– ¡Pun, pun!

– ¿Quién llama? – dijo una voz fuerte, de hombre, desde dentro.

– Soy yo, la raposa.

– ¿Y qué milagro, señora raposa? ¿Qué quería? – contestó el señor, abriendo la puerta.

–  Mire usted buen hombre, tengo mucha hambre, mucha. A ver si hay manera de que me dé unas gallinas y algún pollito de los que tiene por la huerta.

– Con mucho gusto. Pero hoy no va o poder ser. Están sueltos y no los puedo coger, tal y cual, tumba y tamba. Vuelva mañana señora raposa, por favor. Y se los tendré todos metidos en un saco ¿Qué tal?

– ¡Oh, muy bien! Mañana mismo ¿eh? Hasta mañana señor.

Y se fue al monte triste pero al mismo tiempo ilusionada. Como tenía hambre iba comiendo moras de las zarzas de los caminos. Al llegar a la cueva contó a los suyos, que eran el raposón y los raposines, lo que había pasado. Todos se resignaron con la esperanza del mañana venturoso. Y como era ya tarde, enseguida de durmieron.

Vino el nuevo día. La raposa como el día anterior, se despertó bostezando. Y con más hambre que nunca.

– Bueno – les dijo a los miembros de su familia – . Ahora me voy a buscar lo prometido. Hoy comeremos todos, hasta hartarnos, gallinas y pollitos. Seremos felices.

La raposa se fue. El raposón y sus hijos como iban a comer comida de fiesta se fueron a jugar al prado. Los rayos del sol penetraban por entre las ramas del roble y el lugar, con aquella luz brillante, era ameno, de maravilla.

La raposa bajaba por el camino hacia el pueblo con los ojos que le brillaban de alegría. Y con el rabo, espantaba las moscas que querían acercársele. ¡Ah! ¡Es nada comer gallinas y pollitos!

Muy bien. Llegó a la casa del labrador rico. Se acercó a la puerta. Y llamó.

– ¡Pum, pum!

– ¿Quién llama? – dijo la misma voz del día anterior.

– Oh, no me conoce. Soy la raposa que vengo a buscar lo que me ofreció usted ayer.

 – ¡Oh, qué alegría! – dijo el hombre. Tengo las gallinas y los pollitos metidos en un saco. Voy a buscarlo.

Vino pronto. Y entregó a la raposa un gran saco con algo que se movía dentro

La raposa cogió el saco y lo olfateó. Y dijo:

– Huéleme a can, pero pollos serán…

– Nada, señora raposa. No sea usted desconfiada. Ahí va lo mejor y más florido de mi gallinero ¡Quiquiriqui!

– Y la raposa se reía de gusto. Y con el saco al hombro se fue. E iba haciendo con la lengua, relamiéndose: Melerau melerau. Melerau melerau…

Pero tenía tanta hambre, tanta hambre, que en el medio del monte quiso comer si quiera una gallina para reponer fuerzas. Y no se le ocurrió otra cosa que abrir el saco.

¡Qué susto, Dios mío! Que ojos de espanto se le pusieron a la raposa al ver aquello. Porque amigos míos, en el saco no iban gallinas y pollitos. No iban, no. Iban media docena de perros fieros, melenudos y con unos dientes como colmillos de jabalí. Al ver la raposa, saltaron del saco afuera como tigres.

Guá, guá, guá. Guá, guá, guá. Guá, guá…

Y la raposa dio un salto y escapó corriendo, corriendo, monte arriba. Los perros la siguieron de cerca. Alguno llegó a morderle el rabo.

Decía la raposa toda agitada:

 Arriba piernas
arriba zancas
que en este mundo
no hay más que trampas

Navia, mayo 1959

Apicultura

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 23-5-1959 y 2

Ya me ocurrió varias veces. Pero hace tiempo. Y en el estío, en la fuerza del calor.

Se me ha preguntado.

-¿Vio usted, por casualidad, pasar por aquí un enjambre?

Y yo lo había visto pasar o no.

Ocurre que los enjambres, en ocasiones, se escapan volando de la colmena. Por dos razones. Por reproducción. O por incomodidad.

En este último caso el escape es  total. El enjambre con todas sus unidades se va a la ventura. A otro colmenar. O a fijar su residencia en la copo de un árbol.

 Cuando es por reproducción, el fenómeno se explica así: La abeja reina ha tenido una hija privilegiada, que podemos llamar princesa. Y que quiere ser, a su vez reina. Y como en la colmena hay mucho personal, en torno a ella se agrupan una parte de obreras y zánganos y se van… Con todo el equipo.

Cuando el enjambre se posa en un árbol, como su vuelo no es lejano, el dueño va a por él. Lo recoge. De este modo. Pone la colmena muy cercana al enjambre. Y lo tapa todo con una sábana blanca. Después manipula humos, quemando paja, para que las abejas no se salgan de la cobertura. Y espera una, dos horas… y ya está.

El enjambre recogido en la colmena, se lleva a donde sea.

Según nos dicen los libros, la familia de un enjambre se compone: De una abeja reina, que es grande, patriarcal y hermosa. De un número indefinido de abejas obreras. Y también de un crecido número de abejas zánganos.

Los zánganos, en su existencia, no hacen nada. Comen y se dan buena vida. De ellos, uno, sin que se sepa cual, quizá el más valiente, tiene un elevado destino. Conquistar a la reina. Y lo hará en vuelo. A la luz del sol. Después se dice muere. Su triunfo lo paga caro.

Las obreras son las abejas que vemos en la calle, es decir, en nuestros huertos y en nuestros jardines. En la primavera y en el verano nos topamos con ellas por cualquier lado. Y, a fuerza de verlas a diario no les damos importancia. Pero ellas a nosotros tampoco nos la dan. Van a lo suyo. Recoger néctar, ese jugo azucarado que tienen casi todas las flores. Y con el que después, en la comunidad  de la colmena, harán su miel.

La obrera es la cenicienta de todo el enjambre. Hija de reina no será madre de nadie. Los zánganos ni las miran, pican muy alto. Todos sueñan con prodigar su atención y sus ternuras a la reina.

¡Pobre obrera! Para ella no hay amor. Nada. Ni por equivocación

Es hija de reina y de zángano. Por su madre pertenece a una noble estirpe. Sin embargo, por la de su padre no debe darse importancia ninguna…

De sol a sol, la obrera, en los días buenos, se va por el mundo. Y, como dije, la encontramos en todas partes. Va, en su labor callada, de flor en flor…

En esta tierra asturiana nuestra, había antes muchas más abejas que hay ahora. Poco a poco los colmenares se ven menguados. No hay interés en las gentes.

En la costa, en las proximidades del mar, la abeja tiene poco que hacer, vive mal. Pero no sucede así en las montañas y en los valles que hay entre ellas.

Aún hoy se ven colmenares por los montes, resguardados del norte, cara al sol en su poniente y en su mediodía. Esos colmenares están formados por colmenas que en muchos sitios se llaman “trovos” que es un trozo de árbol horadado.

En algunos puntos el colmenar está en una ladera protegida por una pared circular. Entonces se llaman “cortines”.

Hay una creencia tradicional. No se ha perdido, A los “cortines” se les llama con frecuencia “cortines de rey”. Se dice que fueron constituidos esos colmenares por el rey mismo, o por su mandato, para acreditar su dominio sobre el suelo nacional, o si se quiere su soberanía.

La ría del Eo. Acorde de amarillos

De vuelta del Eo, El Progreso de Asturias, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 9-5-1959; De vuelta del Eo (1960); El Progreso de Asturias. 26-1-1961

 “El Progreso de Asturias” 26-1-1961. Presentación del libro “De vuelta del Eo”.-

Nuestro estimado amigo Alejandro Sela, magnífico escritor, publicó recientemente otro libro suyo con el título que antecede. A él hicimos referencia en números pasados. Hoy nos complacemos en ofrecer aquí una de las bellas narraciones que forman parte de dicho libro. «La Ría del Eo. Acorde de Amarillos», en la que se puede apreciar la belleza del estilo en describir esa hermosa parte de Asturias, que tiene admirable cantor en el entusiasta Juez de Navia, doctor Sela. He aquí este primer capítulo del libro, del cual prometemos, de vez en cuando, publicar otras de sus bellas páginas:

La ría del Eo es algo así como una mujer guapa. Quiero decir que, poco más o menos, a veces, sin proponérselo, es coqueta. O, lo que es casi igual, que ese instinto lo lleva en la masa de la sangre.

Pero tiene momentos o días en que se muestra con gran sencillez y naturalidad. Aparece tal como es, sin afectación.

Ocurre esto en el mes de febrero y en los comienzos de marzo, en la ante-primavera. Entonces está radiante de hermosura. Y se pone ingenuamente en sus verdaderos esplendores.

Hay en ella, por esos días, una luz y un brillo no usados en otro tiempo. Vista desde una altura dominante, las tierras que alcanza nuestra mirada están hechas de finísimos remiendos de cultivos y de pradería.

Y al azar, por un lado y por otro, alternando, se ven bosques de pinos y los caseríos de los pueblos.

Los trigos, donde los hay, apuntan breves y afilados como agujas y nos dejan ver todavía las líneas paralelas de los caballones.

Los prados empiezan a esmaltarse de esas florecillas blancas y amarillas que son las margaritas. Se notan, muy tenuemente, unas manchitas rosadas en los huertos. Poca cosa. Es la flor del pesegueiro.

Pero el color que domina en la ría es, sin duda, el amarillo. Este color lo tienen los nabales. Todos están en flor. Y ocupan un buen espacio en las tierras de labradío. En los montes también dominan, flotando en los verdes, los amarillos de la flor de los tojales. Hay riberas, las más, donde el corte de los montes, deja al desnudo el amarillo intenso de las tierras de barro.

Los tesones, en el bajamar, son del mismo color.

Las plantas y los brotes de los árboles todos prometen verdes jugosos. Pero es promesa sólo. Al nacer vienen teñidos con un amarillo tierno, delicado.

Las folgueiras secas de los montes son ocres tirando a la amarillez. Y de las tierras desnudas que esperan siembra, se puede decir lo mismo.

El sol luce. Y sus rayos, con polvo de oro, se posan como cendal sobre lo que se ve. Lo matizan todo.

Hay, pues, en la ría, durante unas semanas, un sostenido que tiene la pureza de lo dorado. Con un contrapunto líquido. Lengua de plata.

La ría del Eo, metida en la primavera y en el verano, tiene hermosura pero no tiene individualidad. Tiene el encanto y la belleza de todas las rías. Belleza de serie.

En estas estaciones se ve más solicitada. Es cuando se sabe más vista y mirada. Y ahí está lo malo. Porque en esas ocasiones abusa de la «pose». De los que yo presumo coqueteo… Se la ve más ida.

Pero ahora, al empezar marzo, es más complaciente, más seducible por el requiebro. A mí, al menos, se me «da» con más facilidad.

La distancia que hay entre los dos es más corta. La comunión más íntima. Nos hablamos en voz baja. Y a veces basta, para entendernos, el más leve susurro. Y cuando no, en silencio, como dijo el poeta.

que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada

Es ahora cuando la ría tiene una dulzura inagotable. Uno sale del invierno quebrantado y molido de tanto viento y de tanta humedad. Y tiene el deseo o anhelo de caricia y suavidad. Da halago hondo, calador. Y que llega al centro inasible de nuestro ser. Al alma.

Y que se traduce en sueño, o realidad, de amor…

Una asturiana de calidad

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 20-12-1958

Doña Jimena, la esposa de Rodrigo Díaz de Vivar, al Cid Campeador, era una mujer asturiana. Y de estirpe regia. Su padre era el conde de Oviedo. Se llamaba Diego. Y la madre Cristina.

El Cid hizo a su prometida donación de arras: “Por decoro de su hermosura y por el virginal connubio”.  

Parece que la boda se celebró en León. Pero inmediatamente el Cid recibió orden de su rey Alfonso VI para desempeñar delicadas misiones en Oviedo. Una de ellas fue la de hacer de juez en algún caso. Se mostró ducho en su función judicial – dice Menéndez Pidal -.

Doña Jimena y don Rodrigo pasaron pues, la luna de miel en Oviedo. O mejor, en Asturias.

Doña Jimena fue una asturiana ejemplar, una gran mujer. Adoraba a su Cid. En el Cantar Primero del Poema de su nombre dice ella:

  • Escúchame oh Cid de la hermosa barba.
  • Doña Jimena, mi excelente mujer, os quiero tanto como a mi alma.

Llegaron, en el matrimonio, al supremo bien del amor: Querer y ser queridos.

¡Sabida delicia!

Ella seguía a su marido en sus empresas guerreras, pero en la torturante retaguardia, en la permanente inquietud de la incertidumbre, callada, humilde y con el vigilante cuidado de sus hijos. Esposa y madre. Muy limpiamente.

Don Rodrigo iba en pos del moro con todos los riesgos, para servir a su rey, para ganar una Patria. Pero en el fondo de su ser vibraba el recuerdo de su amor, su Jimena.

Siempre, o casi siempre hay en el guerrero triunfante, una causa primera, estimuladora, decisiva.

¡Razón de amor!

Asturias ha tenido un hombre. Don Pelayo. Él con una cruz en la mano y un puñado de asturianos esforzados inició la gran tarea. Y siglos después, una mujer, Doña Jimena, que desde un plano oscuro hizo posibles las gestas heroicas de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, en buena hora nacido.

Uno y otra, Don Pelayo y Doña Jimena, movidos por el soplo de la Divina Providencia, la Virgen Santa María.

Desde las alturas bajó Esta al monte Auseva, a Covadonga. Traía para los asturianos, para los españoles todos, en su mano derecha un símbolo de belleza y amor. Traía en su mano… ¡Una rosa!

La Searila

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-10-1951; La Searila (1955)

A Pedro G. Arias

Por los pueblos del occidente asturiano corre y se cuenta, desde hace más de un siglo, una historia romántica que quizá valga la pena recoger para conocimiento de los amigos del Eo, en especial para aquellos – nativos – siempre presentes en espíritu, aunque ausentes en cuerpo.

En la Casoa, al borde de la ría del Eo, feligresía de Seares, hubo y hay una casa hidalga que perteneció al marquesado de Santa Cruz. Se conserva en bastante mal estado con un escudo al frente y una capilla al lado. Hoy pertenece al opulento hacendado castropolense Dr. D. Manuel Pérez Prieto, quien la tiene arrendada a un colono. Como tantas mansiones de la antigua nobleza en la actualidad está convertida en casa de labranza. En esta casa, en 1810 nació doña Rosa Pérez Castropol, quien, 26 años más tarde, al fallecer había de ser causa de escenas conmovedoras y doloridas por parte de su enamorado esposo D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero.

Criada doña Rosa en un hogar señorial, educada al estilo propio de tal condición, su niñez y adolescencia fueron una promesa constante de la bellísima mujer que, con el tiempo habría de ser. A su hora, cuando la naturaleza dio las pinceladas definitivas a tan distinguida dama, por los contornos creció la fama de su belleza y virtudes que le hizo ser muy codiciada por los galanes de su clase que pudieran considerarse candidatos a llevársela al altar. Entre todos, lo logró el ya citado don Antonio, abogado y político, natural de Vegadeo, también de hidalga familia.

Cuéntase que D. Antonio conoció a doña Rosa una mañana de otoño. Él, sobre brioso caballo, iba de caza por los montes de Agelán y Presa, contiguos a la Casoa. Y ella, en aquellos momentos, se hallaba lavando los pies en una fuente que existe al lado de la casa. Don Antonio se apeó del caballo y hablaría lo que fuera del caso a aquella mujer que aseaba la pureza de su cuerpo con la pureza de aquellas aguas madrugadoras. Y allí, en aquel lugar, sobre un suelo cubierto por hojas secas de castaño y roble y entre el rumor de una generosa fuente, comenzarían para ambos las gratas congojas de un noviazgo.

Se celebró la boda en 1835 con el fasto que es presumible en gente de tal alcurnia y entonces, por supuesto, comenzó una luna de miel prometedora de las más duraderas venturas. Pero los hados no quisieron que esas venturas fueran efectivas D. Antonio, a la sazón Gobernador civil de La Coruña, tuvo que reintegrarse rápidamente al cumplimiento de sus deberes oficiales en la capital galaica, quedándose, en la Casoa, con su familia, doña Rosa. No se sabe, ciertamente, cuanto tiempo convivieron después de casados, pero, necesariamente, fue poco. Por el año 1836, doña Rosa dio a luz una niña, Claudia María Rosa. Y algún tiempo después, sin que se sepa de qué enfermedad, quedó viudo don Antonio. Con toda celeridad, fue avisado éste de la enfermedad de su esposa. Al enterarse, lleno de inquietudes, buscó cabalgadura para, a toda prisa, correr hasta el lecho dónde su mujer padecía. Se dice, aunque parezca inverosímil, que en la distancia que hay entre La Coruña y la Casoa – hay por carretera, unos 170 km – mató o asfixió, por relevos, tres caballos. Tal fue el deseo angustioso – quizá por presentir lo que ocurría – que D. Antonio tenía que llegar. Pero toda su diligencia fue poca, llegó tarde. El cadáver de Dña. Rosa ya había recibido cristiana sepultura en el campo-santo parroquial de Santa Cecilia de Seares el día 1 de noviembre de 1836.

El dolor de D. Antonio en aquellos momentos llegó a extremos verdaderamente tristes. Hizo desenterrar el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos y lloró, ante él, desconsoladamente. A partir de esta escena, durante varios meses vagó por los montes que circundan el cementerio llorando y cantando la Searila, que él compuso en esos atribulados instantes.

He aquí su cantar:

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril.

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí dónde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti!

Este es el cantar con el que en alta voz, D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero, lloró la muerte de su tan querida mujer. Los castaños, pinos y robles de los montes de Decer, Los Cubos, Agudela, Carballo y Agelán tal vez servirían de apoyo a D. Antonio en sus momentos de aflicción y, tal vez, asimismo, las gancelas que entre ellos se crían serían, varios meses, el único lecho donde descansaba de tanto penar.

De niños, hace años, cuando íbamos a la escuela de Seares, oíamos a las mozas de estos campos cantar la Searila. ¡La Searila! Canción que nació para expresar una desesperación y un dolor, fue más tarde, a través de los años cantada por mozas llenas de vida y de ilusiones.

Desde la otra orilla. El Varexador (cuento)

Las Riberas del Eo, Tío Pepe

Publicado en: Las Riberas del Eo 5-10-1948; EL TÍO PEPE (2000)

Largas, ben largas eran as varexas del Penelo, pero – sépase – non todas iguales. Unhas pra varexar desde baxo: as largas; outras pra varexar desde riba, subido al castañeiro: as non tan largas. Aquélas de pino, as máis das veces; éstas, ben de pagao, ben d’avellano, ben de biduro.

Todos os anos el Penelo varexaba. A xornal. Pra este, pral outro. Iba pra quen lo chamase y tuvera – xa se sabe – castañeiros. Tíase meyor que nadie entrepernado nunha cana sin agarrarse ¡Ei ta a ciencia! Se s’agarrase nun podería varexar porque pra eiste labor fain falta as maus para maniobrar coa varexa y tirar os pinelos d’arizos, si estos tán en pinelo, ou para feiryes arrestelar ás castañas cuando éstas nun arrestelan pola súa voluntá.

EI Penelo – como todo el que trabaya – queixabase del sou oficio. (En verdá que non é el de varexador un  oficio. É muito menos. Trabáyase un mes mais o menos; parte d’outubre y parte de noviembre. Así, del Penelo pode decirse qu’era un labrador que sabía varexar. Nada mais). Como íbamos decindo, queixábase el Penelo del trabayo pola roupa que se rompe, por nun poder dar gusto a todos, pois todos queren varexar al mismo tempo, y porque a un tempo vein a madruras as catañas. Todos os anos decía, al acabar a campaña, que pra outro ano habería que buscar outro varexador porque él iba pra veyo – esto decíalo desde os veinte anos – Pero era sabido: al ano volvía varexar. Y si queríades velo rabiado nun había que decirye mais qu’esto:

– A Penelo, fulano – quen fose – seique ta salindo un gran varexador.

Y respondía:

– Sàcateme de delante, nun digas eso. Ése falando con perdón, non varexa ben un pesegueiro.

¡Oh vanidad d’homes y de muyeres, qu’é tanto como decir vanidá humana, como t’apegas tamén a os varexadores!

El Penelo engarabitaba muy ben os castañeiros. Poñía a pucha, cuspía as maus, ¡y hala!, coyía el camín del cielo, acercábase a éste pero sin salir del castañeiro. Y al subir deixaba ver as didas dos pes y os calcaños, porque os escarpíus xa nun lo cubrían todo. Eran sempre os escarpíus veyos porque a sua muyer tía bon cuidado de que pra varexar non levase os novos. Mátote, si levas os novos – ye decía a muyer condo al ameicer salía prá faena -. Nun é qu’el Penelo ye tuvese medo á muyer ¡quen pensa neso! Lo mismo había feir anque a muyer nun ye dixese nada. Pero ela decíayo sempre, sempre…

El Penelo despreciaba al varexador que levaba escaleira pra subir a os castañeiros ¡Eso non é d’homes! Y él subía, engarabitaba como deixamos dito. Para este home nun había imposibles condo se trataba de varexar un castañeiro por alto ou gordo que fose. El sou gusto eran os bos castañeiros. Os pequenos… ¡bah, que los varexen as muyeres!, vía a decir máis ou menos. El Penelo era así. Nun sirve darye voltas…

Desque subía al tronco, había qu’apurrirye as varexas. A qu’él pedía. A pequena, a grande, según a largura das canas. Y tomaba posición para varexar cana por cana; entrepernado nela, as mais das veces, outras d’a pé sin agarrarse a nada y entonces parecía un páxaro visto de lonxe, un páxaro mui grande, pero, al cabo, páxaro. Pero xa que se dice todo, nun debe esqueicernos decir que era muito máis decente que muitos “páxaros” porque nunca deixóu  cayer nada que servise pra cuitar. Xa deixamos dito, y se nun lo dixemos decímolo agora, qu’el Penelo era un home y nas canas, como fora d’elas, como tal se tía.

Nunca quixo, condo varexaba, ir xantar á casa. Había que levarye a xanta al Souto porque nel tempo de varexar xa son os días pequenos y – decía – nun é agora tempo de botar siesta. Sempre xantaba caldo, as máis das veces de rabas, que ye levaban nunha cazola, con un chouricín entre él y algo máis de compango, pouco, porque nese tempo case todas as lacenas tán de folga. Despóis, unha concada de leite entriyado con pan de meiz. Al acabar a xanta, como bon cristiano, sempre decía: Vaya xa polas ánimas y pol alma de quen los plantóu (os castañeiros).

Y acababa el pito que tía empezado tras da oreya.

El Penelo varexaba de tarde lo mismo que pola mañá col mismo afán y el mismo interés hasta xa ben nun se vía. Algo máis einda que de sol a sol.

Vía cenar á casa, y de sobremesa, sempre tía algo que contar: feitos y hazañas da súa vida nel pico, y ás veces por baxo, dos castañeiros, dándoyes úa gracia qu’eu nun podo poñer aquí, porque unha cousa é el ouguilo y outra el contalo.

Unha vez – era por San Lucas – taba nel castañeirón da Ronda y, einda ben nun subira, erguéuse un vendaval qu’arrióu todas as capelas qu’había nos eiros. Quixo baxarse, pero nun se ye amañaba. Nunha d’estas veu un remolín de vento, y ei che vai el meu Penelo pol aire como un palombo. Nun lo creeredes, pero cayéu de pé. Polo menos contábalo. iQue xa era algo!

Einda contaba máis cuentos pero nun podo poñelos porque ta Pedro Cego entrando pol fornelo. Boas noites.

El Tío Pepe