El otoño, la mujer y el amor

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 24-11-1957; De vuelta del Eo (1960)

Estamos metidos en las envolturas del otoño. Esto es lo que se siente…

La naturaleza se marchita se muere. Una vez más todo cae. Esta es, por lo que se ve, una estación de angustia. Más aún, de agonía.

Pero solo agoniza lo que vive pegado al suelo. Lo que está en las alturas, sin embargo, muestra, si cabe, un mayor esplendor una mayor viveza. Hay muchas nubes, más densas, más variadamente coloreadas. El sol, de oro límpido, más que nunca se recrea en el juego del te veo y no te veo. Parece que se va… y vuelve.

Los árboles, los pobrecillos, se quedan con sus ramas a la intemperie. Sus hojas, ya amarillas, se separan de ellos y se deslizan una a una, planeando, hacia la tierra. Y luego los vientos las juntan y las mueven en oleajes de municipalidad. Y se siente o se ve, después, al barrendero que lleva su carretillo cargado de espumas amarillas.

Hace frío y no hace frío. Las lluvias vuelven. Por las noches en la cama y en el antesueño, sentimos el goteo de los tejados. El otoño nos trae también, contados días, unos vendavales de furia que hacen silbar a los hilos de los tendidos y adoptar posturas de cortesía a los árboles.

En este desmoronamiento de la Naturaleza hay algo que permanece intacto. Más todavía, adquiere una nueva fuerza. Y llega a la plenitud de su ser. Es la mujer.

La mujer en el otoño vale más que nunca. Es cuando, por todo, está más hermosa. Y cuando, por cierto, está más cerca de sí misma.

En la primavera y en el verano, la mujer se sale de su centro, se exterioriza, y procura vivir más para los demás que para sí. Se entrega al medio que la rodea, a la sociedad.

La tierra, pujante, en la primavera da a luz plantas y flores. La mujer entre tanto color, tanta competencia, se despersonaliza y desvanece. Nos pasa más desapercibida. Y en el verano con sus desenvolturas de playa, por la mañana, y en sus exhibiciones de elegancia en el anochecido, anda muy cerca de ser un fuego de artificio.

Lo mujer, en la primavera y en el verano, canta y ríe. Pero no interesa.

Pero en el otoño ¡ah, en otoño!

Entonces la mujer se aísla, se desarticula de la sociedad y vive con las velas recogidas. Y piensa, medita. En esos instantes hace balance de lo acaecido en las estaciones que se fueron.

Y si no está triste está melancólica, que le anda cerca. En su interior se juntan memorias y deseos, como dijo un poeta. Está pues, llena de vida.

A lo más, en el otoño, la mujer sonríe. Y este es el gesto que, en ella, no debiera ser nunca rebasable. En la sonrisa la mujer lo dice todo. Dice, no hay duda, lo inefable.

Su color ha salido de las sienas tostadas del verano y no ha llegado todavía a las palideces implacables del invierno. Se ve, en color, en un punto medio de equilibrio, de transición.

La mujer, huido el verano, sin abandonarse, ya no piensa tanto en el adorno y en el tocado. Va, por la calle, como diría Dante.

benignamente d’umiltá vestuta

Y entonces se la ve más natural, más próxima a la Divinidad, más cerca de Dios.

En esta estación es cuando más sufre y padece. Y, por ello, es cuando la mujer es más adorable. Inspira compasión, inspira ternura. Inspira, digamos lo de una vez, amor.

El amor de otoño es el mejor. El más perfilado, el más hondo. Cuando la naturaleza muere el amor crece más vigoroso y más lozano. Se cría en la cuna de la melancolía.

Quien no ha amado en el otoño no sabe lo que es cosa buena, no sabe lo que es amor.

Uno, que lo ha vivido y no ha perdido la memoria, lo recuerda. Y es que uno, en el deslizarse de la vida, se dedica a la profesión de filósofo ambulante.

Con una gabardina al hombro y una boina en la cabeza, por todo equipo, arrimado al quicio de una puerta observa y ve que el amor es inmutable, no cambia.

La mujer, como todo lo bueno, para estar mejor, tiene que estar en punto de plenitud. En el otoño lo está.

No, por favor, no me deis mujeres en la primavera ni en el verano. ¡No las aceptaría! Dádmelas, si alguien quiere hacerme el regalito, en el otoño…

Un veraneante singular. Álvaro Delgado

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 27-10-1957

Álvaro Delgado lleva ya tres veranos viniendo a Asturias. Precisando más, a Navia.

Este hombre es, pues, un veraneante. Pero no un veraneante como los demás, del montón. Es un veraneante singular.

El veraneante, normalmente, es un ser que viene de alguna capital del interior. Se supone que viene cansado y está dispuesto en todo momento a darse buena vida. El veraneante no hace nada. Es posible que su descanso sea muy merecido. Aceptado.

Pero Álvaro Delgado vive en Madrid. Y allí, en su estudio de la calle de Antonio Toledano, pinta largo y tendido. Y en cuanto llega a Navia, siempre en el mes de junio, vuelve a pintar. O mejor sigue pintando.

Delgado en cuanto llega a Asturias tira de la manta. Y al tirar de la manta descubre lo que estaba tapado. ¿Y qué es lo que estaba tapado? Pues, sencillamente, la belleza de nuestros tierra.

El artista, el artista que lo es de verdad, es un descubridor. Nos enseña a ver lo que a la generalidad de la gente le pasa desapercibido. Cuando él planta su caballete el algún paraje no se debe dudar: allí hay belleza. Y él con sus pinceles, la fija, en un dos por tres, en un lienzo o en una tabla. Y después lleva su obra a Madrid, a Castilla. Y entonces es cuando quedan pasmados los que ven sus paisajes de maravilla. ¿Y eso es Asturias? – preguntan. ¡Claro que es Asturias! – dice Álvaro ¡Y qué remedio!

Álvaro Delgado y yo, durante el verano, nos vemos a menudo. A él le gusta mucho hablar de la mujer. Y a mí, del amor. Como no es posible hablar de la mujer sin referirse al amor. Y como, por otra parte, no es posible hablar del amor sin referirse a la mujer, dicho se está que nuestros ideales se entrecruzan y se rozan como si fueran floretes de dos aguerridos esgrimidores.

Ahora que se va, concluido el verano, quiero hacerle unas preguntas de interés para nuestros convecinos. Es domingo. Con unos amigos estamos en la terraza de un bar, al borde de la ría de Navia. Sobre nuestras cabezas hay el emparrado de unas enredaderas. Hay en torno nuestro mujeres, muchas mujeres guapas. Pero tienen novio… En las mesas que nos rodean se habla de amor en concreto. Nosotros, como si fuéramos filósofos, tenemos que hablar del amor en abstracto. Cuando uno se tiene que dedicar a hacer filosofía… ¡Malo! Los que nos rodean viven de ilusiones. Pero los de nuestra mesa… ¡De recuerdos!

¡Hay que resignarse!

Empiezo el interrogatorio. Dime, concretamente, ¿qué pueblos o qué rincones has pintado este verano?

– Te lo diré, empezando en Luarca y acabando en el Eo. En Luarca pinté primero un paisaje bastante grande tomándolo desde la capilla de San Antonio. En él aparece la Atalaya, el cementerio y una fábrica de conservas. Este cuadro lo hice por encargo. Hoy lo tiene en su poder don Pedro Miñor, una personalidad asturiana bien conocida en Luarca. Un tema con ligeras variantes lo repetí en dos oleos más pequeños. En uno aparece el Club Náutico. Los llevo a Madrid. Pinté un óleo del muelle de la ensenada donde se ven muchas barcas amarradas. Hice otro óleo más de La Atalaya vista desde Los Cantiles. Por cierto que cuando lo estaba realizando apareció por allí, de casualidad, una fuerte personalidad luarquesa. Me refiero a Villa Pastur. Este hombre, hablándome de muchas cosas, me hizo muy amena la tarde. Hice, además, un “gouache” con la ermita de San Timoteo para una portada del “Eco de Luarca”. En fin… En el último mes de mayo estuve en Luarca con el pintor Ricardo Macarrón y con el crítico de arte del diario “Ya”, Ramón D. Faraldo. Me animaron a que pintara cosas de Luarca.

– Muy bien. De Puerto de Vega ¿qué?

– Es un  pueblo muy bonito. Pero este año no pude hacer nada. Los dos veranos anteriores le hice varios óleos y algunas acuarelas. Otro año insistiré.

– ¿Y de Navia?

– Este es el año que más pinté a Navia. En el Espín, en el puerto y en algunos otros puntos encontré temas muy gratos para llevar a los lienzos. Ten en cuenta además que hice retratos y dibujos a mujeres de lo más distinguido de Navia.

Álvaro prosigue. En Ortiguera pinté un óleo. En Viavélez tres o cuatro de rincones encantadores de marinas con aguas sombreadas. De Tapia hice también varios óleos. La luz de Tapia tiene indecibles misterios. Cambia de una forma que no te puedes dar idea. Tapia es una mina, una mina a cielo abierto.

– Hablemos un poco del Eo.

– No faltaba más. En Castropol hice un óleo. No tuve tiempo para más. Bien sabes tú que esa es una de mis predilecciones. Pero hice muchas fotografías de sus lugares. Y tú, que me acompañaste, lo sabes también. Tengo en proyecto para otro verano de esa ría un sinfín  de cosas, he de tratarla como merece. Contigo la he paseado de parte a parte. Conozco Vilavedelle, Grandallana, Seares, Presa y en fin, ese maravilloso escenario de los amores de doña Rosa Pérez Castropol y don Antonio Cuervo. Y más arriba también conozco: Vegadeo, Taramundi, Añides, Penzol, Meredo, Sestelo, Presno. Y en conclusión un mundo nuevo y siempre sorprendente para mí por la cantidad de belleza que encierra.

Pienso, un poco vanidosillo quizá, que se va haciendo justicia a nuestra tierra. A Álvaro Delgado le creo. Si él viene voluntariamente a veranear por aquí por algo será ¡Algo tendrá el agua cuando la bendicen!

– ¿Qué piensas hacer con lo pintado?

– Exponerlo en Madrid y en Barcelona. En Madrid, en la sala Biosca se abrirá una exposición de mi obra el día uno del próximo febrero. Y en Barcelona en el siguiente mes de Marzo.

Se acabaron las preguntas y las respuestas. Como les dije hablé con Álvaro en la terraza de un bar. El lugar se despuebla. Es la hora de comer. Nos levantamos. Álvaro Delgado, ahora que te vas, ¡buen viaje!

Alejandro Sela

Los Campamentos. De Andés baja el amor.

De vuelta del Eo, Eco de Luarca, Programas y folletos

Publicado en: Eco de Luarca. 29-9-1957; De vuelta del Eo (1960); Revista del Descenso 2003.
Leído por: La Voz de Occidente-Radio Luarca el 21-9-1957.

En un barrio de Andés, El Aspra, hay una casa, una casona más bien, que yo, realmente, no sé de quién es. Desde hace años, durante los veranos, la ocupan unos mozos que vienen de todos los puntos de España y que, en ella, se concentran en un albergue de comunidad estudiosa.

En torno a esa casa hay verdes de prados y de pinares. Y pasan por allí, haciendo conmoverse a los árboles, aires frescos del mar Cantábrico. Dentro de la casona, los tales mozos, pasan el día dedicados a las labores intelectuales. Pero al cabo de la jornada, al atardecer, tienen dos horas, dos horitas, de descanso y libertad. En ese tiempo bajan a la villa, a Navia. Y entonces hacen lo que suele hacer la gente joven: decir lo que se siente…

El amor viene de Andés…

Hacia las ocho de la tarde bajan en riada lo que las gentes de Navia llamamos campamentos.

Los campamentos no son unos currutacos, ni unos pisaverdes. No pueden serlo. Sus vestiduras son tan simples, tan sencillas y tan iguales que no hay manera de que se distingan unos de otros. Un jersey azul, un pantalón blanco y unas botas de lona lo cubren todo.

De Andés viene el amor…

Cuando el sol se va ocultando, algodonosas nubes celan al rey de la luz. Hay en las tardes, a esas horas, una apacibilidad y un sosiego que sólo se ven turbados, en algún momento, por el piar de pájaros que van y vienen.

De los campamentos no hay nada que decir… de malo. A través de los años se ha comprobado que en las lides de amor huyen limpiamente de la trampa burda y ordinariota. Es el suyo un galanteo refinado, de buena ley. Hay elegancia en las formas, y en las intenciones. Lo mejor.

Las mujeres de Navia, las nuevas, saben todo esto de memoria. Y la acogida que dan a los campamentos, cada año, es cordial, efusiva.

Cordialidad de amor…

Flota en el aire de Navia, en el estío, un calorcillo de alegría que se vaporiza y desvanece como el humo de un pitillo de tabaco rubio. Hay, se intuye, un fluir de emociones que salen de ilusionados corazones primerizos.

Yo creo que Cupido hace “camping” en un prado de las cercanías de Navia. Y prepara los elementos y hace lo posible para que no falten esas emociones.

Ya se han ido este año los campamentos. Pero antes de salir, cada año y cada turno, en las primeras horas de la madrugada, recorren las calles de la villa con cantos de ronda. La luna brilla o no brilla. Depende. Pero en todo caso hay rasgueo de guitarra en el relente de la noche.

Y allí, ante cualquier casa donde vive una mujer guapa, hacen estación.

– Es a mí. A mí me cantan – piensan y dicen ellas en ese primer sueño que se quiebra con músicas de amor que vuela…

El amor en ese momento viene de Andés, es cierto. Pero anuncia que se va… con la música a otra parte.

¡Tristeza de adiós! ¡Tristeza de amor!

Pero un buen día retorna ¡Siempre vuelve el amor!

Navia, al concluir el verano, se queda un poco desolada y triste. Pero queda en algunas bocas un paladeo de regusto como si fuera de un bombón que se acaba.

El otoño, sin embargo, viene enseguida. Y trae sus amarillos, sus ocres y sus azules limpios y puros. Obra como un bálsamo que cura y suaviza las heridas donde las haya. Las hace restañar.

El otoño es la estación que, por lo menos, a todos distrae y entretiene. Vienen de Villaoril las castañas ensartadas en hilos como cuentas de rosario. Y los maizales se desnudan y se ríen, y nos enseñan sus bigotes y sus dientes de oro…

Pero las lluvias, primero, y los fríos, después, nos obligan a recogernos en nuestros hogares. Y se ve que en los amaneceres salen, por las chimeneas de las casas, humos negruzcos y espesos, pero tranquilos.

En ese recogimiento íntimo evocamos los buenos momentos del pasado. En el alma de muchas mujercitas quedan todavía huellas de un verano que se fue. Y piensan: – ¿Qué pasó? ¿Qué era aquello, Dios mío?

Lo diré, pero no con palabras mías. Con palabras de un poeta, de Bécquer:

 Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman;
el cielo se deshace en rayos de oro;
la tierra se estremece alborozada;
oigo flotando en ondas de armonía
rumor de besos y batir de alas
mis párpados se cierran ¿Que sucede ?
¡Es el amor, que pasa!

Se nos viene a ver

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 30-6-1957

Los tiempos cambian, evolucionan. Ya no vivimos – me refiero a la zona occidental asturiana – en un rincón de España. Vivimos en España, sencillamente.

El automóvil, el teléfono, la radio, el cine… nos han incorporado en todo a la unidad de España que, cada día, es más apretada.

Estas tierras vivieron siempre en una situación casi ignorada para el mundo. Nadie venía por aquí a dar una vuelta y, si a alguien se le ocurría, era por pura necesidad.

No hace falta ser muy viejo para recordar, como símbolo de los tiempos, el carromato de Santaclara, del que tiraban doce o quince mulas…

Siempre estuvimos a mucha distancia de las capitales. Cien Km a Lugo, por un lado. Y, por otro, a la misma distancia, de Oviedo. La distancia, hoy por supuesto, es la misma, pero la rapidez de los vehículos nos da la sensación de ser menos. Las carreteras antes eran malas y los medios de transporte escasos y deficientes.

Por consecuencia de este aislamiento nuestros hoteles y nuestras fondas vivían en constante penuria. No había solución.

Hoy ya no. Luarca, Navia, La Caridad, Tapia, Castropol, Vegadeo, Ribadeo – incluyo a Ribadeo en esta zona, aun siendo Galicia, por su colindancia – tienen alojamientos, cada uno según su categoría, muy dignos de recibir a la gente.

Hay restaurantes, cafés, donde el transeúnte, el turista, puede reponer sus fuerzas como en cualquier parte. Hay un verdadero progreso en el aseo de los establecimientos.

Esto se eleva sensiblemente. Cada día se va a más y mejor. En Ribadeo se está construyendo un parador de Turismo del Estado, al borde de la ría del Eo, cara a Asturias. En Tapia también se va a poner la primera piedra de otro. Este, debido a la iniciativa y al esfuerzo de decididos tapiegos.

El ornato y embellecimiento de los pueblos ha ganado mucho. En pavimentos, en jardinería, en luz…

Hoy las carreteras están bien. La general, sobre todo. Hay medios de transporte rápidos y frecuentes.

Todos los pueblos en el verano se llenan. Gentes de Madrid y de otras capitales españolas vienen aquí. Y en los últimos años, también vienen franceses que conviven con nosotros en franca cordialidad. Y de otros países.

Vivimos en una zona donde, si se trabaja, se vive. Quiero decir que la tierra da: Hay para dar y para tener. Las maderas y los ganados han dado un gran empuje a la economía.

El pino, el vacuno…

El agricultor va modernizándose. La segadora mecánica, los maíces híbridos… Es de lamentar que el ferrocarril El Ferrol del Caudillo – Gijón siga durmiéndose en sus laureles. Lo que fue ilusión de nuestros abuelos hace cerca de cien años no va a ser realidad cuando nuestros nietos sean hombres. Está hecho lo de más costo: los puentes, los terraplenes y los desmontes. Y las tierras que fueron expropiadas están dando tojos, helechos y zarzas…

De re artística

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 16-6-1957; De vuelta del Eo (1960)

Hay que ir a Oviedo.

Los que vivimos en los pueblos vamos a la capital de vez en cuando. Siempre tiene uno allí asuntos pendientes.

El último viaje mío no fue de esos, sin embargo. Fui por que tenía el compromiso – moral, se entiende – con un admirado amigo. Con Álvaro Delgado. El compromiso de estar presente en la apertura de la exposición de sus pinturas.

El camino que lleva a Oviedo desde Navia, a mí me gusta. Y, a pesar de haberlo visto tantas veces, nunca me cansa.

Salí de Navia con el alba, un día de primavera, brillante, diáfano. Al salir el sol, sus rayos, como si fueran espadas acariciantes, atravesaban, por sus ventanillas, el coche de línea.

Villapedre, Otur, Luarca… El camino desde Canero hasta Castañedo merece punto y aparte.

Este trozo de la ruta es algo, para mí, encantador. El Esva, que anda parejo con la carretera, es, como espectáculo, una delicia. Y, en sus orillas, prados, muchos prados, rebosantes de hierbas jugosas y de un verde especial.

Más allá, a los cuatro vientos, en la altura, La Espina, y, seguidamente, hacia abajo, Salas. Después otro río parece que juega con la carretera al matarile. Se acerca y se aleja, Un sin fin de chopos, en las márgenes jalonan su caudal. La esbeltez del chopo con su tallo fino, alargado, como si fuera una mujercita de película.

Ya estamos en Cornellana. Un bocadillo, con bisté caliente y pan corruscante, contenta nuestro paladar y nuestro estómago, que hacen valer sus fueros. En tanto lo engullimos nos entretenemos viendo salmones de cuerpo presente sobre las mesas del bar.

Seguimos. La cuesta de Cabruñana obliga a nuestro chofer a poner el coche en primera. Bajamos a Grado. Todo es naturaleza pujante por allí. Sobre la baca del coche ponen unos cestos repletos de fresas. Bien.

Arrancamos, arranca el coche. Y, pasado Peñaflor, a la derecha del camino, se ven muchos castaños viejos. Todavía.

Al poco rato vemos Trubia. Ya es pasada esa villa. Y, después de una cuesta con algunas curvas, empezamos a ver el Naranco, centinela vigilante que ampara y protege a la Vetusta de Clarín.

El día 20 de mayo de 1.957 fue un día de sol en Oviedo, Un gran día. En las espesuras del parque de San Francisco con sus ramajes entrecruzados hay concierto de pajarería…

Hacia las once de la mañana, en las salas de la Caja de Ahorros, Álvaro Delgado y Ricardo Macarrón, auxiliados por el docto personal de la casa, con cinceles y martillos, meten mano a unos cajones imponentes. Yo creí que iban a sacar allí máquinas de salto de agua. Pero no era eso. Eran cuadros embalados. Al salir de allí, donde venían emparedados, en contacto con el oxígeno y la luz, las figuras representadas respiraban a pleno pulmón, se esponjaban y desperezaban en la más briosa de las alegrías, en la más feliz de las libertades.

Ya decía yo que allí vería algo de fuerza. Pero resultó ser de fuerza… artística.

Poco después los cuadros fueron colgados en las paredes. Con arte. Este aquí. Aquel, mayor, al oro lado. En armonía de conjunto, vaya.

A las siete de la tarde del mismo día sigue el sol en sus esplendores. Hay bullicio de gentes que van y vienen por la plaza de la Escandalera. Suena en los altavoces la melodía de un tango. Una voz de hombre, finamente, nos dice que su mujer le salió… “rana”.

Al oír esto yo, discretamente, por lo bajito, le digo al afligido cantor: no me es posible hacer nada para remediar tu tristura. Si pudiera volver a tu mujer a la prístina naturaleza, lo haría. Pero no puedo.

Y seguí.

Instantes después la exposición de Álvaro se abre al público. Gentes refinadas, intelectuales de Oviedo, miran y remiran. Todo se vuelca en admiraciones, en complacencias ¡Ah!. La mano derecha del pintor no descansa. Las enhorabuenas no la dejan. Está roja, colorada, de tantas apreturas.

Seguidamente Ramón D. Faraldo, en el coqueto local de conferencias, pone los puntos sobre las íes de la pintura que se exhibe. Una voz recia, clara, de caballero, va hilvanando ideas en una pieza que es, por sí sola, una maravilla. La conferencia fue una obra de arte per se. Velázquez, Goya, Giorgione, Picasso… Álvaro Delgado. Y así.

Cuando salimos a la calle había ya luz de estrellas. Duermen los pajaritos del parque. Al menos no se les oye.

El altavoz, sin embargo, sigue en sus trece. Pero el dolorido tanguista no dice ni pío. Estará ya resignado. En su lugar la voz fuerte, viril, de un asturiano canta

Tengo de subir al árbol

tengo de coger la flor

y dársela a mi morena

que la ponga en el balcón

El hombre desciende del mono. Es lo que se dice. El asturiano es la prueba más clara de nuestra ascendencia simia.

¡Qué afán de querer subirse a los árboles a coger flores!

Álvaro Delgado, en Oviedo

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 12-5-1957

Oviedo, entre los atractivos de la Quincena Comercial próxima, tiene una exposición de pinturas que va a ser sonada. No puede ser de otra manera. Lo decimos con conocimiento de causa. El artista exponente es Álvaro Delgado.

Delgado es nuestro amigo. Y al decir nuestro, nos referimos a la zona occidental asturiana y a los que en ella vivimos. Dos veranos largos, los dos últimos, los pasó trabajando en Navia. Y desde allí salía a diario, por nuestros pueblecitos costeros con el caballete a la espalda y cabalgando en una moto, pinta que te pintarás…

No se nos olvidan las acuarelas que hizo en 1955 y que expuso en la Biblioteca de Navia. La gente, al verlas, al principio, quedaba un poco turbada. Lo que se veía era nuevo para nosotros. Aquello parecían garabatos hechos con pincelada vertiginosa… ris con ras. Y efectivamente, eran garabatos… cargados de arcanos inefables. El arte rebosaba en sus  cartulinas y desconcertaba. Pero solo al principio. Después poco a poco, uno iba comprendiéndolo… ¡Ya!

En el verano último pintó muchos paisajes al óleo, de pequeño tamaño, verdaderos relicarios de belleza. En ellos iba Asturias retratada sin trampa ni cartón. Las aguas oscuras de algunas de nuestras ensenadas aparecían allí, como un espejo. Y las rocas sombrías de los acantilados acicaladas por los oleajes del Cantábrico. Y las lanchitas blancas que se balancean muellemente en el ir y el venir de las mareas con el testuz sujeto por un cabo a un muerto.

Bueno. Pues este Delgado estará con su obra en Oviedo en los próximos días. No va a haber más remedio que ir a verlo. Bien entendido que lo que ahora expone es obra enteramente nueva, de estudio, lo que hizo en Madrid durante el invierno. Según nuestros informes la exposición será a base de figuras y bodegones. Lo menos conocido por nosotros. Y lo que da la medida de un artista que lucha denodadamente por llegar a las cumbres de la hermosura a base de pincel…

Álvaro es un pintor que estudia mucho. Y esto le permite ser maestro. Pero no un maestro cargado de petulancias y pedagogías. No. Así no.

El pinta sus cuadros y nos los enseña como diciendo: Ahí va eso…

¡Sin retórica!

Álvaro Delgado y yo, en Luarca

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 14-10-1956; Hacia la ría del Eo (1957)

Yo no soy contrario a la idea del turismo, de ver pueblos. Me parece bien. Y, sin embargo, a veces nos gastamos los dineros en ver lo extraño y no conocemos lo propio. Esto es más frecuente de lo que parece.

Yo, que he vivido siempre relativamente cerca de Luarca, no la conocía. O por lo menos tenía de ella una idea parcial, equivocada. Ahora comprendo que Luarca está muy bien.

Hace días que la he visto viajero con Álvaro Delgado. Los dos estábamos especialmente invitados por Pablo Gutiérrez. Uno y otro me fueron, poco a poco, desvelando las bellezas de Luarca. Álvaro, con agudeza de artista. Y Pablo, con amor de hijo.

Delgado, joven y notable pintor ya, ha cogido en dos veranos, especial cariño a la zona asturiana que comienza en Luarca y va hasta Galicia. Y se mueve con enorme curiosidad pintando aquí y allá.

En este nuestro viaje no iba con la idea de pintar. Pero llevaba su máquina fotográfica, instrumento que domina. Y con él se muestra tan artista como de costumbre… Ya conocía Luarca en buena parte. De ella, el año pasado, pintó acuarelas. Y este, óleos.

Pinta, sobre todo, pueblos marinos. El mar le encanta. Peñas, barcas, puertos, aguas, cielo… Todo eso que forma la rugosa línea divisoria entre océano y continente. O, si se prefiere, la línea de combate entre lo sólido y lo líquido…

Vimos Luarca en una mañana deliciosa de comienzos de otoño. El sol más amarillo que de ordinario rociaba las cosas de mar y tierra, las cuales, a su vez, estaban bañadas por finísimos azules. El día era claro con nubes blancas, pero con el barómetro bajo. Había que ver aquello con el temor de que el turbón lo malograse. Con mirada acuciante…

El aspecto de Luarca en un día así, desde el Faro, tiene difícil paragón. El mar batía las rocas de la costa un poco así como de jugueteo…

 ¡Y el camposanto! Yo no sé cómo explicarlo. Lo que en otros pueblos impone cierto pavor, en Luarca no. Al contrario. Instantáneamente uno piensa que en sitios así la muerte puede tener un destello de ilusión…

Desde las alturas, o mejor dicho, subiendo a ellas, por la Carril, o así, se ven las pizarras renegridas de las casas del muelle. Y, sobre ellas, el musgo y el culantrillo. Las plantas de humedad, de sombra…

Luarca fue en principio un pueblo marinero. Basta verlo. Y lo sigue siendo. Claro que ahora se desenvuelven, además, otras importantes actividades que son necesarias para la vida. La afición al mar pasa de padres a hijos por razones, para mí, poco claras. La vida del mar es dura, es angustiosa, es, con frecuencia trágica. Pero ningún pueblo pesquero, a pesar de todo, deja de serlo…

Sobre el suelo de los muelles, secando, se veían redes extendidas. Con sus plomos, sus corchos y su color de corteza de pino. Y la brillantez de alguna escama de pescado que se quedó allí pegada… Y olor a pez, a alga, a marisco. Todo fundido.

Delgado me hace ver la playa sombreada por la enorme altura del acantilado. Y, en su pequeñez, el encanto y la intimidad del parque de la villa. Y la Atalaya vista desde el muelle como algo que parece que está a medio camino del cielo…

El río, torcido, parte a Luarca por gala en dos. Sus aguas, como las de la mayoría de los ríos asturianos, son claras, brillantes. Y sus corrientes nerviosas, apresuradas, llevan tras si nuestra mirada embobada por colores tan gratos. Y que resultan de la mezcla del plateado de las aguas con las sienas de los pedruscos. Cuando las aguas escasean, como ahora, sobre alguna de sus piedras hay esa gaviota confianzuda que va… a lo suyo.

En resumen, Luarca me parece un pueblo con solera… Y con un gran predominio de líneas curvas. En las carreteras, en algunas calles, en los muelles, en el río… Uno piensa en los pueblos nuevos con calles tiradas a cordel… tan sosos.

Y con fuertes contrastes. Luz en las alturas y en los muelles…, y sombras espesas en algunas calles. Vida de marineros… y vida de los que no lo son. Calles horizontales… y calles empinadas, algunas con escaleras. Palmeras del trópico… en clima brumoso. Villa baja, al nivel del mar… y villa alta.

  De contrastes. ¡Y qué remedio! 
La villa blanca...
¡Bañada por el río Negro!

Hay algunos pueblos que, por razones turísticas, tienen la teoría de las mujeres hermosas. Luarca no. Luarca tiene la teoría… y la práctica. Al lado de la regla, el ejemplo. Como dijo Balmes.

Yo he oído decir, en muchas ocasiones, que hombre soltero que va a Luarca a vivir, palma. Es decir, que se casa. ¡Bueno! Es lo mejor que puede pasar. La belleza de las mujeres de Luarca tiene la virtud de despertar el sentimiento del amor. Qué bien.

El papel del hombre en este caso no es un mal papel. Se muestra más perfecto en su ser. Más cabal. Da la medida de su género. Fue Quevedo quien dijo: “Quien no ama con todos sus cinco sentidos una mujer hermosa, no estima a la naturaleza su mayor cuidado y su mayor obra. Dichoso es el que halla tal ocasión, y sabio el que la goza…”

Gente buena. Braulio Ibáñez

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 15-4-1956; Hacia la ría del Eo (1957)

Braulio Ibáñez vende calendarios. O, lo que es igual, almanaques. O, si se prefiere, “reportorios”. Todo viene a lo mismo. En el occidente de Asturias lo conocemos todos. Recorre los pueblos, uno a uno, especialmente los días de mercado, pregonando su mercancía.

El calendario Zaragozano
¡Y el gallego!

Braulio, que poco pasa de los cincuenta, es amigo mío. Nos conocimos, hace bastantes años, en la baca de la camioneta de Sánchez, el hidalgo del volante de por acá. Dentro no se cabía. Era un sábado, día de mercado en Vegadeo. Llovía y hacía un frío cruel. Quizá fuera por el mes de enero. Él iba arropado y protegido por una zamarra con las solapas levantadas. Y yo con el amparo bien menguado de una gabardina. Y así, al “calor” de un transitorio infortunio que nos unía, comenzamos a hablar de cosas de la vida…

Y, desde entonces, en la temporada invernal, nos vemos todos los años.

Hoy nos encontramos en el café Oriental, de Navia. Vino a saludarme al rincón donde yo dedico algún tiempo de las mañanas a la lectura… Le invito a tomar un “cortado”. Y se sienta.

– ¿Cómo marcha el negocio, amigo Braulio?

– ¡Bah! Regular. Hay mucha competencia. En algunas tiendas también se vende esto. En mi negocio de vendedor ambulante hay que moverse mucho para “ir tirando”.

– Dígame ¿qué artículos expende con su comercio?

– Mire. Dos calendarios: el zaragozano y el gallego. Y también dos clases de tacos: el de cantares y el del Corazón de Jesús. Nada más.

– ¿Quiénes son preferentemente sus clientes?

– Los labradores, la gente del campo. Los calendarios no solamente dicen con claridad el tiempo que va a venir, sino que traen con toda exactitud las fases de la luna. Y esto tiene mucho valor para los cultivos. Ya sabe usted que hacer las siembras en el menguante o en el creciente tiene su importancia. Y la corta de maderas lo mismo. Y la matanza del cerdo para que se sale. Y otro tanto hay que decir de ciertas operaciones en animales domésticos…

– ¿Y cree en eso que está diciendo?

Braulio se sonríe. Como si fuera un personaje de novela. Con sonrisa sardónica – Vea y lea – me dice.

Leo. “Creciente, en GÉMINIS, a las 5:13 h de la tarde. Habrá días tranquilos de escasos nublados, pero ambiente húmedo, con rocíos y alguna niebla, y otros anubarrados y de lluvia, temporal bonancible por algunos días propicio para los campos. «Bien – le digo – en vista de esto daré las órdenes en mi casa para que vayan plantando el cebollín… ¡Por si acaso!»

Braulio vuelve a reírse… Le ofrezco un cigarrillo de los míos, de los que la Tabacalera vende con el nombre de Ideales. Son rubios ¡por el lado de fuera! Pero no fuma. Braulio no tiene vicios pequeños.

– ¿Cuantos pueblos recorre en el ejercicio de su comercio?

– Bastantes. Luarca, Navia, Trevías, Vegadeo, Puente Nuevo y algunos más. Donde hay mercado no fallo. Y antes de que se reúna la gente para éste, suelo recorrer las calles de las villas voceando el artículo por si surge algún comprador.

– ¿Cuándo comienza la temporada de venta?

– El día trece de Diciembre, en la feria de santa Lucía, de Anleo.

– ¿Y cuándo termina?

– Suelo rematar la temporada en el mes de marzo, en uno de los mercados de Trevías.

– ¿Y dónde tiene su casa, donde vive?

– En Barres. Allí tengo mujer e hijos, dedicados a trabajos de labranza.

– Y a la que se dedicará usted al terminar la temporada comercial

– Pues no señor. Concluida esta temporada realizo trabajos a base de alambre. Hago bozales para el ganado, ratoneras, hueveras, etc., etc. Después dedico algún tiempo a obras de latonería y construyo moldes para empanadas y de repostería, farolillos de aceite y cosas de esas. Y en el verano me pongo una chaquetita blanca y con un carrito también blanco voy a vender helados por Tapia, Castropol, Vegadeo…

– ¡Caramba! Usted, en el fondo, es un pozo de ciencia. ¿Dónde aprendió tanta cosa?

– A hacer trabajos de latonería, en Madrid. Helados, en Valencia. Y lo del alambre, en Extremadura.

– Y además, por lo que se ve, ha viajado…

– Mucho. Nací en un pueblo de la provincia de Santander muy cerca de la linde con Asturias. A los ocho días ya me llevaron por el mundo ¡La vida…! Desde hace veintidós años, como le dije, vivo en Barres.

– ¡Estupendo!

Braulio Ibáñez guarda como un tesoro el patrimonio que es más preciado por la gente humilde: la honradez. Él sabe sortear los avatares de la vida como un caballero que va siempre por el buen camino…

En esta mañana de invierno se ha tomado a mi lado un café caliente. Y se fue, de nuevo, a la calle a hacer su pregón.

El calendario Zaragozano
¡Y el gallego!

No se sabe, ciertamente, la trascendencia e importancia que, en el orden cultural, tienen los calendarios o almanaques, en los hogares de estos pueblos. En ellos se lee, por viejos y nuevos. A veces a la luz de un leño llameante. Y se van enterando de esas gotitas de filosofía o máximas que dicen verdades como puños y que tan hondo calan en sensibilidades por gastar ¡Cuantos no habrán aprendido a requebrar a una mujer con cantares de Narciso Díaz Escobar! Y eso también es adquirir cultura…

Siempre se encuentra algo que le viene bien a uno. Yo ahora, arranco la hoja de un calendario de cantares y leo esto de Campoamor:

 Las niñas de las madres que amé tanto 
me besan ya como se besa a un santo

¡Gran verdad! Pero en el fondo es halagüeña. Lo que se pierde en hombría se gana en santidad. ¡Y no es poco!

La xata pinta

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 18-12-1955; Hacia la ría del Eo (1957)

Siempre que te veo, xata de la rifa, despiertas mi atención, me haces fijarme en ti. Y no dejo de emocionarme un poco. Porque no eres una xata más. Eres, cada año, la única. Por tus buenas partes, por tu belleza, te ves distinguida. Los hombres en algunas ocasiones, te engalanan con un collar de muchas campanillas al que van prendidas cintas de muchos colorines. Y te utilizan como señuelo para sacarse los cuartos unos a otros. ¡Cosas del mundo!

Los días de fiesta y los de mercado, con ese aspecto vistoso, te llevan a la villa y te pasean entre el bullicio de las gentes. Y los niños se acercan a ti con curiosidad. Parece como si quisieran estudiar la geografía en los mapas que forman las manchas de tus colores.

Un hombre va delante de ti. Te lleva y te guía con una cuerda. Y, por detrás, otro va tocando la gaita. En algún momento se te ve avergonzada y tristona. Tus negrísimos ojos reflejan melancolía. Es que, a lo mejor, te crees que el hombre que toca la gaita te la toca a ti. No te des por ofendida. No hay tal. El gaitero toca la gaita, porque le mandan, a los que compran boletos de la rifa. Y muchos lo merecen. ¡Claro que sí!

Eres, xata de la rifa, una realidad del campo. Pero para los que adquieren un numerito no pasas de ser una ilusión. Todos te desean y anhelan el ser dueños de tu belleza. ¡A ver!

Otras veces, se nota, vas ensimismada. Es cuando rememoras tu vida en familia al lado de tu madre y, saltarina y juguetona, buscabas la ubre sonrosada que te ofrecía por sus caños una leche pura y blanquísima. Y entonces era el dar cabezadas de impaciencia y el caerte, de gusto, la baba…

Ya eres mayor de edad. Pronto, después del sorteo, tomará un rumbo nuevo tu destino. Irás a un establo nuevo que todavía no conoces y vivirás en una aldea asturiana. Te esperan prados empinados, al abrigo de bravas montañas, y acotados por hileras de robles, castaños o mimbreras. O por paredes medio derruidas recubiertas por hiedras o zarzas con una cancela rústica a la entrada. Es igual.

A esos prados irás por caleyas, esmaltadas por gouños y con rodadas de carro. Y con polvo o con lodo, según el tiempo. Comerás yerbas frescas y lozanas y las flores que esas yerbas dan. ¡Y con qué contento!

Ya parece que veo por el prado, en torno tuyo, esos pajaritos de rabo largo que buscan para alimentarse los bichitos que con tu presencia salen espantados de sus cubiles. Después, anochecido, bajar al río de corrientes rugosas y transparentes para saciar la sed. Y ya de regreso, al calor del hogar, recostada en blanda cama, rumiar lo que traes en la panza con cara de hembra paciente y sufridora.

Pero llegará un día en que te sientas mal y sufras mucho. Y verás con ojos de espanto, a tu lado, tendida en el suelo, entre paja, la hermosura de una cría toda mojada que tu lamerás tiernamente para que se seque. Ella intentará levantarse, y, tambaleante, se arrodillará, pero al cabo dará con el hocico en el suelo. ¡Cómo te vas a reír de su inocente torpeza!

Pero de pronto cogerá fuerzas. Y de una embestida llegará a donde tiene que llegar. A la sonrosada fuente…

Fuego a bordo (cuento)

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 6-11-1955; Hacia la ría del Eo (1957); Presentado al I Concurso de Cuentos del “Eco de Luarca”

Amelia me quería…

No me cabe duda ninguna. Pero es preciso explicar cómo he llegado a tener conocimiento de esta verdad. El hombre debe ser sincero en todo, no sólo en las cuestiones de negocios, sino también en los asuntos sentimentales cuando, sin habérselo preguntado, se decide a hablar…

En una ocasión… Era por mayo, en la primavera, cuando los líquidos sustanciosos de la tierra dan vigor y empuje a las plantas y cuando los corazones al salir de las frialdades invernales, laten con más brío, excitados por el sol radiante y unos verdes nuevos y resplandecientes.

Yo me encontraba en el café de costumbre, al fondo, sentado a una mesa que correspondía al turno de mi amigo Manolo el camarero. En otra mesa próxima a la puerta, con su padre, había una mujer joven que a mí, a pesar de la distancia, me pareció, por guapa, interesante. Hacía ya un largo rato que yo había llegado allí y ojeaba una novela recién comprada, nueva, con olor a tinta todavía. Mi atención al ver una mujer hermosa, se desentendió de la susodicha novela. Miraba a la joven reiteradamente, pero con la discreción posible para que su padre no se percatara. La cosa no era realmente difícil si se sabe que los padres con hija, no presentan demasiada atención a los jóvenes que leen novelas en las mesas de los cafés. Ella, por supuesto, pudo darse cuenta de mis frecuentes miradas, sin que me sea posible precisar ahora hasta qué grado me correspondía. Lo cierto es que las mujeres tienen especiales condiciones para la receptividad de ese fluido que es síntoma inequívoco de una verdadera vocación de amor.

Es difícil explicar cómo, en un momento, se siente uno atraído y excitado en las fibras más íntimas de su corazón, por la presencia de una mujer a la que, probablemente, no se había visto nunca. El fenómeno se da. En la vida ocurre casi a diario.

Al levantarse la joven y su padre para irse, yo sentí miedo de perder aquel hallazgo dorado que había encontrado inesperadamente cuando trataba de enterarme de una trama novelesca, producto de la fantasía de un señor. Pero la verdad es que entonces comenzó la auténtica novela de mi vida. Ya se verá más adelante el por qué.

Como iba diciendo… Sentí un gran temor de perder aquel lirio del campo… Movido por no sé qué misteriosas fuerzas me levanté y seguí sus pasos. Doblé las esquinas de varias calles en ese seguimiento como el más diligente de los detectives. Y, al fin los vi entrar en una casa. Allí vivían. Soborné al portero y supe el nombre de aquella muchacha a quien yo, sin más, amaba. Se llamaba y se llama Generosa.

Acerca de la ilicitud o inmoralidad del soborno a los porteros para saber el nombre y otras circunstancias de ciertas mujeres que interesan por golpe de vista en la calle, habría mucho que hablar. Pero yo, por ahora, quiero evitar esas habladurías. Bien conocida es la astucia de Basilio para birlarle a Camacho la hermosa Quinteria. A propósito del caso Don Quijote dijo que en la guerra y en el amor todas las tretas son lícitas. A Don Quijote me atengo, pues.

Vuelvo al hilo del asunto. A partir de ese día Amelia, una vecina a quien yo no trataba, comenzó a rondarme, a su modo, mirándome con cierto descaro. A través de una amiga común, supe que mis ojos eran soñadores, que mi tipo era un ideal y más cosas por el estilo. Digo esto, no sin cierto rubor, pero es lo que oí. No soy yo de los que aprovechan las oportunidades para tirarse faroles. Eso, nunca.

Amelia apeló a todos los procedimientos para hacerse visible en los lugares en que yo pudiera encontrarme. Y con una insistencia para mi, agobiante. Es terrible verse asediado por una mujer que a uno no le da más ¡Es terrible!

Yo, entretanto, me movía con diligencia para acercarme a Generosa. Y una vez a su lado, declarele un amor tierno, desinteresado y tal vez eterno. Así lo creía yo. Pero ella, por razones un tanto enigmáticas que las mujeres acaso comprenden, tardó varios meses en dejarme entrever fundadas esperanzas. Como hacen todas, posiblemente.

Así, pues, al correr del tiempo llegué a hablar con Generosa. Llegué a tener oportunidades de hablarle a solas, al oído, cosa que con tanto anhelo deseaba. Llegó a ser mi novia. Llegamos a más que eso todavía ¡No habíamos de llegar! Bien sencillo, hoy somos marido y mujer. Tenemos un niño y una niña, ya creciditos. Una pareja, el ideal de todo matrimonio, por lo general. Y sobre todo de aquellos matrimonios que no quieren gastarse mucho dinero en colegios.

Cuando me casé, después de un noviazgo de años, Amelia debió perder algunas ilusiones en lo que a mi persona respecta. Esto no lo sé seguro. Es una deducción lógica fundada en presunciones ¡Cualquiera penetra en el corazón de una mujer para saber la verdad de lo que siente!

Ahora viene lo grande. El día que, en el café, yo vi por primera vez a Generosa, Amelia se hallaba también en el local y en una mesa contigua. Por lo visto, esta mujer recogió las miradas que yo prodigaba a aquella como cosa propia y prendió en su corazón una llama que yo no tenía intención de inflamar en aquel blanco, ni por asomo. Francamente, no pude darme cuenta de nada. Generosa me deslumbró en forma tal que sólo ella, como mujer, me era visible.

Ahora se la verdad, porque me dio cuenta de ella alguien a quien Amelia tuvo por confidente. Por eso me explico bastante bien el por qué ésta, en alguna ocasión, llegó a decir de mí que era un ingrato. Bien injustamente, por cierto.

¡Hay qué ver! ¡Cómo nace el amor! De la manera más extraña, ilógica e inesperada. La razón no cuenta; el cálculo menos. Uno se encuentra invadido, sin aviso previo, por el morbo de ese feroz unas veces, y delicioso, otras, misterio.

Hoy Amelia también está casada. Y con un “americano” con coche nada menos. Vive en un país tropical. Pero viene a pasar temporadas aquí.

Nunca la olvidaré.

¡A Generosa!

Por IGNACIO