Álvaro Delgado y yo, en Luarca

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 14-10-1956; Hacia la ría del Eo (1957)

Yo no soy contrario a la idea del turismo, de ver pueblos. Me parece bien. Y, sin embargo, a veces nos gastamos los dineros en ver lo extraño y no conocemos lo propio. Esto es más frecuente de lo que parece.

Yo, que he vivido siempre relativamente cerca de Luarca, no la conocía. O por lo menos tenía de ella una idea parcial, equivocada. Ahora comprendo que Luarca está muy bien.

Hace días que la he visto viajero con Álvaro Delgado. Los dos estábamos especialmente invitados por Pablo Gutiérrez. Uno y otro me fueron, poco a poco, desvelando las bellezas de Luarca. Álvaro, con agudeza de artista. Y Pablo, con amor de hijo.

Delgado, joven y notable pintor ya, ha cogido en dos veranos, especial cariño a la zona asturiana que comienza en Luarca y va hasta Galicia. Y se mueve con enorme curiosidad pintando aquí y allá.

En este nuestro viaje no iba con la idea de pintar. Pero llevaba su máquina fotográfica, instrumento que domina. Y con él se muestra tan artista como de costumbre… Ya conocía Luarca en buena parte. De ella, el año pasado, pintó acuarelas. Y este, óleos.

Pinta, sobre todo, pueblos marinos. El mar le encanta. Peñas, barcas, puertos, aguas, cielo… Todo eso que forma la rugosa línea divisoria entre océano y continente. O, si se prefiere, la línea de combate entre lo sólido y lo líquido…

Vimos Luarca en una mañana deliciosa de comienzos de otoño. El sol más amarillo que de ordinario rociaba las cosas de mar y tierra, las cuales, a su vez, estaban bañadas por finísimos azules. El día era claro con nubes blancas, pero con el barómetro bajo. Había que ver aquello con el temor de que el turbón lo malograse. Con mirada acuciante…

El aspecto de Luarca en un día así, desde el Faro, tiene difícil paragón. El mar batía las rocas de la costa un poco así como de jugueteo…

 ¡Y el camposanto! Yo no sé cómo explicarlo. Lo que en otros pueblos impone cierto pavor, en Luarca no. Al contrario. Instantáneamente uno piensa que en sitios así la muerte puede tener un destello de ilusión…

Desde las alturas, o mejor dicho, subiendo a ellas, por la Carril, o así, se ven las pizarras renegridas de las casas del muelle. Y, sobre ellas, el musgo y el culantrillo. Las plantas de humedad, de sombra…

Luarca fue en principio un pueblo marinero. Basta verlo. Y lo sigue siendo. Claro que ahora se desenvuelven, además, otras importantes actividades que son necesarias para la vida. La afición al mar pasa de padres a hijos por razones, para mí, poco claras. La vida del mar es dura, es angustiosa, es, con frecuencia trágica. Pero ningún pueblo pesquero, a pesar de todo, deja de serlo…

Sobre el suelo de los muelles, secando, se veían redes extendidas. Con sus plomos, sus corchos y su color de corteza de pino. Y la brillantez de alguna escama de pescado que se quedó allí pegada… Y olor a pez, a alga, a marisco. Todo fundido.

Delgado me hace ver la playa sombreada por la enorme altura del acantilado. Y, en su pequeñez, el encanto y la intimidad del parque de la villa. Y la Atalaya vista desde el muelle como algo que parece que está a medio camino del cielo…

El río, torcido, parte a Luarca por gala en dos. Sus aguas, como las de la mayoría de los ríos asturianos, son claras, brillantes. Y sus corrientes nerviosas, apresuradas, llevan tras si nuestra mirada embobada por colores tan gratos. Y que resultan de la mezcla del plateado de las aguas con las sienas de los pedruscos. Cuando las aguas escasean, como ahora, sobre alguna de sus piedras hay esa gaviota confianzuda que va… a lo suyo.

En resumen, Luarca me parece un pueblo con solera… Y con un gran predominio de líneas curvas. En las carreteras, en algunas calles, en los muelles, en el río… Uno piensa en los pueblos nuevos con calles tiradas a cordel… tan sosos.

Y con fuertes contrastes. Luz en las alturas y en los muelles…, y sombras espesas en algunas calles. Vida de marineros… y vida de los que no lo son. Calles horizontales… y calles empinadas, algunas con escaleras. Palmeras del trópico… en clima brumoso. Villa baja, al nivel del mar… y villa alta.

  De contrastes. ¡Y qué remedio! 
La villa blanca...
¡Bañada por el río Negro!

Hay algunos pueblos que, por razones turísticas, tienen la teoría de las mujeres hermosas. Luarca no. Luarca tiene la teoría… y la práctica. Al lado de la regla, el ejemplo. Como dijo Balmes.

Yo he oído decir, en muchas ocasiones, que hombre soltero que va a Luarca a vivir, palma. Es decir, que se casa. ¡Bueno! Es lo mejor que puede pasar. La belleza de las mujeres de Luarca tiene la virtud de despertar el sentimiento del amor. Qué bien.

El papel del hombre en este caso no es un mal papel. Se muestra más perfecto en su ser. Más cabal. Da la medida de su género. Fue Quevedo quien dijo: “Quien no ama con todos sus cinco sentidos una mujer hermosa, no estima a la naturaleza su mayor cuidado y su mayor obra. Dichoso es el que halla tal ocasión, y sabio el que la goza…”