Cáceres y sus vinos

Turismo y Vida

Publicado en: Turismo y Vida. Diciembre-1971

por ALEJANDRO SELA

En los primeros días de octubre último experimenté especiales emociones. Estuve pasando unos días por la provincia de Cáceres. Solamente. ¿Les parece poco?

Vamos por partes. Yo fui a esta provincia para ver “lo que se pesca” en asunto de vinos. Pero los resortes de la emoción se me soltaron ya en el camino, en Ávila, por Mombeltrán, con su castillo, y en Arenas de San Pedro, con su vegetación variada y sus pinos.

Después, al llegar a la provincia cacereña leo, en alguna parte, sobre tabla: Pantano de Rosarito. Y, encima, una flecha. Sorpresa. Doy mi palabra de honor de que éste es el primer pantano español que conozco con nombre de señora… El destino me tenía reservado a mí este descubrimiento.

Y seguidamente, entro en la Vera, Vera de Cáceres. Y la emoción se me desata… Aquí la belleza va del brazo de la utilidad como si tal cosa. Las tierras, onduladas, parecen volantes de la falda de “bailaora” gitana. Y son, efectivamente, pero volantes de una falda de la sierra de Gredos.

Y de vinos, ¿qué? Probé vinos en Plasencia, Trujillo, Zorita, Logrosán, Alcántara, Montehermoso, Moraleja, Miajadas… Y por este último lugar, me despisté para llegar a Medellín (Badajoz) y adquirir un vino especialmente jugoso y que lleva la etiqueta de Castillo de Medellín.

Y en Montánchez -otra vez en Cáceres -, especialmente, compré una caja de botellas en la bodega Galán. Y lo siento. Siento… no haber comprado más.

¿Qué emociones o sensaciones se experimentan después de tomar esos vinos? Hablo por mí. Me entraron unas ganas terribles de ser conquistador ¿Conquistador de qué? No me es posible ser sincero. Ustedes comprenderán… Soy marido. El que quiera sacar punta a mis ideas que las afile por cuenta propia.

En Cáceres todo es de primera mano, virgen. El sol, el color, el paisaje… Las encinas, las higueras, los olivos, los viñedos…

Es curioso. Dos de los más importante reyes españoles fueron a morir a Cáceres. Carlos V, en Yuste. Y Fernando el Católico, en Madrigalejo.

En Cáceres se puede dar satisfacción al cuerpo y al espíritu. Al cuerpo con truchas del Jerte, perdices a la moda de Alcántara y jamonín de Montánchez. Por ejemplo.

Y al espíritu… Téngase en cuenta que hay tres catedrales: Dos en Plasencia y una en Coria. Y dos obispos.

Y Guadalupe. ¡Guadalupe! Desde hace años yo me siento vinculado a la Virgen de este lugar como pecador nato. La primera vez que fui de romero iba pobre de gracias y rico de pecados. Recé algo, no mucho. Y salí como nuevo. Rico de gracias y pobre de pecados.

Pero, pobre de mí, las gracias se me acabaron pronto y los pecados aumentaron desmesuradamente. Y claro, tuve que volver a Guadalupe…

Perdón. Estoy terminando esta croniquilla y no dije nada de las mujeres cacereñas. Me arrepiento. Son especialmente guapas y seductoras. Pero cuando se ponen sus trajes típicos, las pobrecillas, por su peso, tienen que soportar algo así como “una tienda de tejidos”.

Se nota ahora, sin embargo, una cierta influencia de ideales ingleses ¿Ingleses? ¿En Cáceres? Sí, se nota el influjo aligerante de los ideales de Mary Quant. ¿Cómo?

¡Si están a la vista!

Los vinos de Jumilla

Turismo y Vida

Publicado en: Turismo y Vida. Noviembre-1971

por ALEJANDRO SELA

A mediados de abril de 1948 alguien que me merecía confianza de susurro al oído:

-En Jumilla hay un vino muy bueno.

– ¿Dónde está Jumilla?

– En Murcia.

Pocos días después, en viaje, mi mujer y yo hacíamos noche en Villena. Aquí vimos un castillo y el monumento a un gaitero. (Yo, desde niño, y sin propósito de ofender a nadie, al que se dedica a la música de un modo o de otro, le llamo gaitero. Y a mí los que me conocen, por que toco mucho la bocina del coche, me llaman el gaitero de las carreteras. Bien. Al gaitero de Villena le llaman Chapí).

En Monóvar quise ver la casa de un señor a quien admiro, Azorín. Pero estaba cerrada.

El día 26 de tal mes y año entramos, en la mañana, en Jumilla. Y me compré dos docenas de botellas de vino de Asensio Carcelén, de Bleda y de Savín. Por razones que no hacen al caso no intenté ver ninguna bodega. Pero en Jumilla dormimos. Al probar los vinos quedé asombrado.

El pasado día 9 de octubre de este año, 1971, dormí, solo, en Valdepeñas, en el Motel El Hidalgo. En este Motel me di cuenta de que había una camarera impresionante. ¿Miss Europa? ¿Lady Universo?

Al día siguiente, antes de llegar a Alcaraz (Albacete), a las ocho de la mañana, tuve que detenerme varias veces. Las perdices, como aves de corral, andaban picoteando por la carretera. No quise hacerles daño.

¿Conocen ustedes, lectoras mías – siempre pienso que a mí no me leen los caballeros -, el paisaje tremendo e impresionante, de vegetación, que hay desde Alcaraz a Elche de la Sierra? ¿No, de verdad? Háganme caso, véanlo. Por esas tierras, más de sesenta kilómetros de carretera, lo que se ve no es humano. Es divino.

En Jumilla visito la bodega Carcelén. Don Juan, el jefe, me guía y me habla de los vinos del pueblo. Un Jumilla de la Cooperativa San Isidro sacó, en 1970, medalla de oro en Moscú. Y en Budapest, un Carcelén, Pura Sangre, no hace mucho, sacó otra medalla de oro. De las medallas de plata y cobre perdí la cuenta…

Así que los vinos de Jumilla, como las mujeres guapas, son de campeonato.

En Jumilla, que están en todo, hacen vinos de señora y de caballero.

En otras regiones vinícolas que tengo visto hacen los vinos como los hacia “su papá” y “su abuelito”. Pero en Jumilla no se duermen en los laureles. Con una veneración inmaculada a sus antecesores, procuran estar al día. Ir siempre a más.

Yo dije, hace poco, en alguna parte, y por razones vinícolas: Si yo fuera musulmán haría en Jumilla mi Meca.

Esto está que arde. ¿Por qué? Veo como cosa inmediata mi conversión

Señora o señorita, si cuando vayan ustedes a Jumilla ven en la plaza de la Constitución un moro descalzo, con los zapatos al lado, arrodillado y haciendo lo que hay que hacer frente al sol, por favor, no le pidan el carnet de identidad.

Ese moro soy yo.

¡Seguro!

La vendimia está ahí, todavía en muchos puntos del país. Ha venido con la puntualidad propia de una señorita con palabra de caballero.

Y con ella la inquietud, el trabajo y la alegría. Es decir, la emoción. Y no la felicidad.

La felicidad, creo yo, es una ilusión frívola. Algo así como un ideal de cupletista. Las gentes del campo español sin excepción, somos realistas. Y no soñamos nunca con quimeras.

La historia del arte, si se mira bien, tiene bastante contenido ampelográfico. Aunque ahora, hay que reconocerlo, está pasando un bache. Los pintores abstractos no pintan uvas ni racimos, ni siquiera artistas de cabaret. Y pintores de género ya no quedan. El género, como forma pictórica, no está de moda. Los pintores actuales no quieren saber nada con lo que se hace en el campo, con la agricultura profesional, con la escena del campo. Si queremos ver faenas laborales tenemos que volver la vista a Sorolla, Cecilio Pla y otros. En la actualidad sólo conozco uno, sencillamente bueno, extremeño, que pinta muchos viñedos en invierno. Es decir, sin uvas. Se trata de Ortega Muñoz.

Los músicos, sobre todo los líricos, fueron buenos “cultivadores” del campo. Recuérdese La alegría de la huerta, La rosa del azafrán, La pícara molinera, La del manojo de rosas… Y más. Pero tuvieron, así y todo, un lamentable olvido. No se escribió, hasta ahora, que yo sepa, una zarzuela que se titulara Las vendimiadoras. Sería un éxito. Esta zarzuela, que yo me imagino, tendría mujeres hermosas cantando el aria del otoño. Llevarían en brazos sarmientos con sus frutos. Y no tardaría en aparecer el coro de mozos, por que les gusta el verde, replicando al estilo de Marcos Redondo. La vendimia no se concibe sin el sombrero de paja. Este es, supongo yo, para todos los que vendimian, su “carnet de identidad”. Lo llevan las mozas, los mozos… En algún lugar de España, lo he visto, se lo ponen los monjes trapenses cuando vendimian…

Las uvas y el arte

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 23/30-10-1971

por ALEJANDRO SELA

La vendimia está ahí, todavía en muchos puntos del país. Ha venido con la puntualidad propia de una señorita con palabra de caballero.

Y con ella la inquietud, el trabajo y la alegría. Es decir, la emoción. Y no la felicidad.

La felicidad, creo yo, es una ilusión frívola. Algo así como un ideal de cupletista. Las gentes del campo español sin excepción, somos realistas. Y no soñamos nunca con quimeras.

La historia del arte, si se mira bien, tiene bastante contenido ampelográfico. Aunque ahora, hay que reconocerlo, está pasando un bache. Los pintores abstractos no pintan uvas ni racimos, ni siquiera artistas de cabaret. Y pintores de género ya no quedan. El género, como forma pictórica, no está de moda. Los pintores actuales no quieren saber nada con lo que se hace en el campo, con la agricultura profesional, con la escena del campo. Si queremos ver faenas laborales tenemos que volver la vista a Sorolla, Cecilio Pla y otros. En la actualidad sólo conozco uno, sencillamente bueno, extremeño, que pinta muchos viñedos en invierno. Es decir, sin uvas. Se trata de Ortega Muñoz.

Los músicos, sobre todo los líricos, fueron buenos “cultivadores” del campo. Recuérdese La alegría de la huerta, La rosa del azafrán, La pícara molinera, La del manojo de rosas… Y más. Pero tuvieron, así y todo, un lamentable olvido. No se escribió, hasta ahora, que yo sepa, una zarzuela que se titulara Las vendimiadoras. Sería un éxito. Esta zarzuela, que yo me imagino, tendría mujeres hermosas cantando el aria del otoño. Llevarían en brazos sarmientos con sus frutos. Y no tardaría en aparecer el coro de mozos, por que les gusta el verde, replicando al estilo de Marcos Redondo.

La vendimia no se concibe sin el sombrero de paja. Este es, supongo yo, para todos los que vendimian, su “carnet de identidad”. Lo llevan las mozas, los mozos… En algún lugar de España, lo he visto, se lo ponen los monjes trapenses cuando vendimian…

Soy tan así…

Turismo y Vida

Publicado en: Turismo y Vida. Octubre-1971

por ALEJANDRO SELA

El autor de esta nueva sección es abogado, juez y perito agrícola. Además, viajero incesante de nuestras tierras y catador especializado y prudente de los frutos de Baco. Su sección será amena y orientadora. Por una vez, la venia la tiene el magistrado.

Yo, en materia de turismo, soy un self made man, como diría un norteamericano. Es decir, que me hice a mí mismo.

He aprendido a comprender y conocer Asturias, mi región, yéndome alguna vez a pasar unos días por Andalucita… Ortega y Gasset, para ver catedrales, según los casos, se separaba de ellas lo más posible. Se ve con los ojos. Y se mira con el pensamiento.

Como conejillo, viajero. Haga usted tertulia con la gente que se en encuentre por los caminos. Hable con pastores, camareras y mozos de cuerda. Y verá que hay una universidad, no encarecida debidamente, esparcida por todo el suelo español. Y no olvide que el oro siempre aparece con su ganga.

Con la venia de las señoras, maridos, compañeros, visitad, aunque no sea mucho, algún cabaret. Y os daréis cuenta de cómo está el patio… Pero, por favor, evitad el pecado. Haciéndolo así, la virtud viene sola, sin esfuerzo Conviene, con fines culturales, alternar con las mujeres más hermosas que encontréis por los pueblos. Al cabo de algún tiempo, al final de una tournée, os daréis cuenta de que quedó en nuestra casa una mujer impresionante. Cuando se es caballero, no hay cuidado…

Los maridos, cuando vemos mujeres de “aúpa”, tenemos un derecho inalienable. El derecho a suspirar. El suspiro es, a la larga y a la corta, emoción. Y esta tiene, sin duda, su cotización en la bolsa de la vida.

. . . . . .

He tenido y tengo le costumbre de estudiar en los cafés. Al estilo de la antigua bohemia. Y mis convecinos cuando me ven me dicen:

– Vives como un rajá.

Y no es cierto. Ahora, al iniciar mi colaboración turístico-vinícola en esta honrosa tribuna, sí creo que voy a vivir como un rajá. Pero con todas las ventajas y sin ninguno de sus inconvenientes.

Es principal ventaja, la comunión espiritual, a distancia, con miles de mujeres, mis posibles lectoras estupendísimas. Y si no son estupendas, serán muy guapas. Todo vale. Esto, como ilusión, es reconfortante.

. . . . . .

No olvido lo que me trae aquí, el vino. Voy a contar un cuento relativo a él.

Una vez, hallándome en una región española tomando unos vasos alguien me dijo:

– Estos vinos son especiales para tomar con mariscos.

– ¿Eso es verdad o es slogan? – dije.

– Las dos cosas.

– Pues yo sé un slogan que puede ser más eficaz.

– ¿Cuál?

– Los vinos de la región X tomados al lado de doña Claudia Cardinale son muy ricos.

Jumilla

La Semana Vitivinícola

Publicado por: La semana Vitivinícola. 18/25-9-1971

por ALEJANDRO SELA

Al norte de la provincia de Murcia, enmarcada por varias sierras, hay una zona vitivinícola, amplia, luminosa, cargada de historia y espiritualidad. Su denominación y capitalidad, Jumilla.

Jumilla y sus vinos no estuvieron, dentro del ámbito nacional, a la altura de sus reales merecimientos. Pero ahora y en el futuro hay que contar, en primera línea, con ellos.

En Jumilla, partiendo de una materia prima excelente – cielo y suelo – se trabaja y se estudia hondamente para dar un máximo rendimiento y la mejor calidad. Su fuerza arranca ya de antiguo, de los abuelos, de los tatarabuelos… Allí hay varias soleras de sangre.

Hace pocas semanas estuve en Jumilla. Por segunda vez. Y me entero… definitivamente.

Moscú, Budapest, Yalta. En estos lugares, en concursos competitivos, con medallas de oro, reconocieron las altas calidades de estos vinos. El “100 x 100”, el “Pura Sangre”, el de la cooperativa, el “Bullanguero”…

Desde el extranjero nos “avisan” de lo que tenemos en España. En su tiempo, los románticos alemanes nos avisaron de que teníamos un Calderón de la Barca.

Estos vinos, además, ya hace tiempo, son solicitados por Alemania, Holanda, Suiza, Bélgica… Los solicitan países que hilan delgado en materias gustativas.

La cepa “Monastrell” es la madre del cordero.

. . . . . .

La vendimia se hace escalonadamente durante sesenta días. El clima da esta holgura. (Llueve unos 300 litros por metro cuadrado y año). Pero el Consejo Regulador marca el comienzo de esta vendimia.

Y aportan uva a la capitalidad otros municipios colindantes: Montealegre, Fuente Álamo, Tobarra, Hellín, Ontur, Albatana…

Un ejemplo entre muchos: La casa Carcelén. En ella se elabora a base de antiguas soleras. Su director actual – jefe de una cooperativa familiar – es un eslabón en una cadena histórico-genealógica.

En esta casa he visto una clarificadora mecánica que funciona con polvo de diatomeas. ¿Sabed ustedes lo que es esto? ¿Si? Pues yo no.

Contornean la zona jumillana, como dije, varias sierras. La de las Cabras, la Larga, la del Carche, la del Buey. Y más.

En lo espiritual el monasterio franciscano de Santa Ana lo preside todo. Y en él un Cristo de Salzillo.

Un castillo, en la altura, domina el pueblo. Y hay restos arqueológicos por aquí y por allá. Capiteles, cerámicas, armas. Y en estos restos, dibujos y grabados de racimos de uvas. Lo que nos indica claramente su ejecutoria de nobleza vitivinícola.

Pero esto no es todo. Hay lugares jumillanos con pinos. Y olivos y cereales. Y frutales: albaricoque y melocotón.

Vale la pena darse una vuelta por Jumilla. Es un trozo de España que tiene “ángel”.

El padre Feijoo y el vino

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 3-7-1971

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrónomo

El Padre Jerónimo Feijoo vivió ochenta y ocho años. Nació en Casdemiro (Orense) en 1676. Fue monje de la Orden de San Benito y, durante muchos años, catedrático de Teología de la Universidad de Oviedo.

El Padre Feijoo era fundamentalmente un hombre estudioso. Y después de estudiar, escribía de muchas cosas. Y, entre ellas, del vino.

Vamos a reproducir una de sus “Cartas Eruditas”. En ella resuelve una consulta que le fue formulada por alguien sobre la corrupción de los vinos.

Como se verá, da primero una explicación filosófica sobre el problema y, después, otra científica.

Creo que esto tiene interés, por lo menos, para la historia de la enología española.

Carta XX

Remedio preservador de los ribos fácilmente corruptibles

1º.- Muy señor mío: Las respuestas que doy con más gusto son las que pueden producir alguna utilidad sólida a los que me escriben; mucho más si el beneficio es capaz de extenderse a otros muchos. Y tal es el caso en que ahora me hallo respecto de V.md.

2º.- Pídeme V.md. algún remedio, si le alcanzo, para preservar la corrupción de los Vinos, que produce esse País (Valdeorras) cuya sustancia es de tan corta duración que nunca alcanza la de la cosecha de un año a las vendimias del año inmediata, perdiéndose enteramente a la entrada del Otoño. Duda V.md. si esto procede del influxo de el clima, que aunque oportuno para la producción, puede ser ofensivo para la conservación, u de la calidad intrínseca del Vino. Y resueltamente digo, que no es lo primero, porque lo mismo sucede al Vino de esse País, trasladado a este, aunque la traslación se haga en el Invierno, o Primavera. No sólo lo he oído muchas veces, mas yo mismo lo experimenté, que nunca se conserva esse Vino, sino hasta el mes de Septiembre; siendo assi, que otros muchos Vinos, que se conducen de varias partes, Provincias y Reinos, se conservan felizmente, exceptuando una u otra desgracia casual. Ya la verdad, pocos Países habrá en nuestra Península más conmodos, que este, para la conservación de los Vinos; porque a excepción de las Montañas altas, muy raro se hallará, en que sea tan benigno el calor del Estío. Assi es cierto, señor mío, que solo el Vino de Valdeorras se pierde en Oviedo, y se pierde al mismo tiempo, que en el País a donde nace.

3º.- Resta, pues, que esto sólo dependa de la calidad intrínseca del Vino. ¿Pero que qualidad será esta? ¿Qué nombre le daremos? Ciertamente no es alguna de aquellas que se manifiestan al examen del sentido, pues ninguna de estas se reconoce en él, en que no convenga con otros Vinos, que no están sujetos a esta desgracia. Pero sea lo que fuere de qualidades en el sentido Aristotélico; es mucho más racional atribuir este efecto a los Elementos de que consta el Vino, dosis y textura de ellos. Ciertamente en todas las obras de el Arte, su mucha o poca duración pende únicamente de los materiales de que se compone, o de su proporcionada quantidad, y de su coherencia o respectiva colocación. ¿Porque no hemos de discurrir en las obras de la Naturaleza lo mismo, siendo esto mucho más inteligible? Clamen lo que quisieren los que se llaman Philósofos Aristotélicos contra los Modernos, porque atribuyen todos los efectos sensibles, que se observan en las cosas inanimadas, al mecanismo de la materia. No se le puede negar a este modo de philosofar una gran ventaja sobre el suyo, y es, que señala por causa una cosa, que sin duda existe, pues en toda sustancia material hay evidentemente tal, o tal textura, composición, y mecanismo, quando al contrario son muchos los que niegan la existencia a las Qualidades Aristotélicas.

4.º.- Posible es, que el buen Philósofo, viendo hacer analysis de esse Vino, u otro semejante, por un hábil Chimista, llegase a conocer específicamente el principio de que proviene su breve duración. Pero ciertamente no lo es el que V.md. sospecha; esto es, que esté muy cargado de partes sulphureas. Bien lexos de esso, jugo yo, que no por la copia, sino por la inopia de ellas es tan perecedero. Lo primero, porque ninguna seña da el Vino di esse País, ni al olfato, ni al gusto de ser muy sulphureo, antes de lo contrario. Lo segundo porque apenas se hallará Vino en el mundo, que mejor, y mas tiempo se conserve, que el de la Isla de Tenerife, el cual no puede dudarse de que abunde rucho de partes sulfhureas, constando por experiencias irrefragables que el Territorio de aquella Isla tiene en sus entrañas infinito azufre, lo que demuestran los muchos terremotos, que ha padecido, y gran número de Volcanes, que se abrieron en consecuencia de ellos. No dudo, que también se conserven, quanto se quiera, los preciosos Vinos de Nápoles, que nacen al pie de aquella portentosa minera de Azufre; que esto es, el Vesuvio.

5º.- Lo tercero, porque la precaución de que se usa en Francia, para preservar de la corrupción de los Vinos muy sujetos a ella, es sahumar los toneles con candelillas de azufre. Esto he leído, no en uno solo, sino en tres libros Franceses. Y ve aquí V.md. el remedio, que yo puedo darle para conservar su Vino, sin que quede, ni en mi cabeza, ni en mi librería otra receta para esse fin. Ignoro las dosis de que se debe usar respectivamente a la capacidad del Tonel. Pero essa podrá llegar a conocerse por experiencia, tentando diferentes dosis en distintos Toneles. Lo que juzgo es, que el que las dosis sea algo crecida, no tendrá otro inconveniente, que el participar algún olor de azufre al licor.

6º.- Como V.md. logre el beneficio propuesto, discurro, que poco, o nada se le dará por saber philosoficamente, en que consiste, que este se logre por medio de azufre. Sin embargo, por que a mi me cuesta poco el escribirlo y a V md. menos el leerlo, le diré, que el azufre consta de dos sustancias diversas. Una es la oleosa, y inflamable, otra es un ácido fuerte. En esto convienen todos los Chimistas. No la primera pues, sino la segunda, es la que preserva de corrupción al Vino, introduciéndose por los poros del Tonel, como especifica el Expertisimo Chimista Monsieur Homberg, de la Real Academia de Ciencias (Historia de la Academia de el año 1705) y antes había probado lo mismo Mons. Mariotte, de la misma Academia, con una experiencia curiosa. Echó tres gotas de aceyte de tártaro en medio vaso de un bello Vino clarete. Al momento mudo este de color, se puso turbado, tirando a amarillo, como el Vino corrompido. Vertió después en él dos, o tres gotas del espíritu ácido de azufre. Sin dilación recobró el Vino su diafanidad v hermoso color.

7º.- Se me olvidó arriba otra noticia, que sirve tambien a comprobar la utilidad de el sahumerio de azufre en los Toneles; y es, que siendo yo oyente de Philosofia en el Colegio de San Benito de Lérez, distante un quarto de legua de la Villa de Pontevedra, extrahian los Ingleses mucho Vino de Galicia, que embarcaban en aquel puerto para conducirle a Inglaterra; y oí entonces, como cosa notoria, que observaban constante mente la práctica de sahumar con azufre todos los Toneles en que lo conducian; lo que no veo pudiese producir otra utilidad que la de asegurar su conservación.

Dios quiera que esta receta sea más útil a V.md. para conservar su Vino, que lo serán por lo común las de los médicos para conservar su salud: lo que yo deseo a V.md. muy feliz, & c.

A. S.

Los vinos gallegos

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 29-5-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

EN los primeros días de junio del pasado año de 1970, me pareció conveniente ir a la Feria del Campo, en Madrid. En ella había mucho que “ver”. Me refiero a vinos. Pero, a la vuelta, me detuve en Medina del Campo, Rueda, Pozáldez, Matapozuelos y La Seca (Valladolid) y en La Bañeza (León). Cuando se prueban los vinos de estos lugares se puede ir por otros pueblos de España con la cabeza muy alta. Resisten con el máximo decoro cualquier comparación.

Cuando salía de La Bañeza resuelvo irme a Galicia para respirar sus aires, beber sus vinos y ver sus mujeres. Y lo logro.

Entro en Galicia por El Barco de Valdeorras. Y me detengo especialmente en La Rúa Petin. Y empiezo a asombrarme. La cooperativa vinícola de La Rúa es fenomenal. Por todo. Y el personal encargado de ella me recibe con los brazos abiertos a la cordialidad. Y me da a probar su blanco y su tinto. Como llego a la hora del aperitivo entono el estómago. Entro, pues, en Galicia con buen pie.

Desde allí salgo disparado hacia Verín. En esta ruta subo y bajo muchas cuestas con las curvas correspondientes. Y paso por dos pueblos, Viana del Bollo y La Gudiña, que vale la pena ver.

Cuando llego a Verín, después de las tres de la tarde, llevo el apetito desbocado. Y como de lo mejor que tiene Galicia o caldiño, cabrito asado y todo salpicado con un tinto de Monterrey. Salgo de allí, hacia Orense, “bien puesto”. Pero llueve. Cuando se viaja por Galicia y llueve hay que acordarse de Rosalía de Castro.

“Chove miudiño,
miudiño chove
……………………”

Me las arreglo para pasar por Rivadavia y hacer “provisión de vinos”. Más tarde, no mucho, entro por La Cañiza para meterme en otra zona de vinos, El Condado. Y me detengo en Arbo, Sela y Salvatierra. Por allí anda o Miño que nos separa de Portugal. Y más tarde aparezco por Puenteareas, Porriño y Bayona. En este último lugar, ya de noche, duermo. Y muy bien. Duermo en un castillo almenado que hay n’a veiriña d’o mar.

Al amanecer salgo de Bayona. Y el sol, en aquellos momentos, también sale. Y me ilumina con caricias y radiante a través de los pueblos que voy viendo. Y que son Vigo, Redondela, Pontevedra, Combarro, Sanjenjo… Cuando llego a Cambados alguien me dice que está allí el general De Gaulle. Pero no le busco ni me busca… Es difícil que dos hombres orgullosos, cada uno a su estilo, lleguen a encontrarse. Les sucede algo parecido a lo que se dice de las líneas paralelas… En Cambados sólo tuve tiempo para ir a misa – era domingo – a la iglesia parroquial y comprar unas botellas de Albariño. Este vino, con razón, es famoso. El Albariño es una especie de oro embotellado en verde.

Serían las once de la mañana cuando ya me encuentro en Villagarcía y compruebo que es verdad lo que dice la canción “que es puerto de mar”.

Y, a las doce y media, tropiezo en Santiago con mi viejo amigo, el Apóstol. Santiago es, se puede decir, soportador de abrazos. Y, además, allí busco o santo d’os croques, le doy unas cabezadas para adquirir una inteligencia que noto que me falta hace años…

Hacia las dos de la tarde, en Lugo, como “lacón con grelos”.

Los vinos gallegos en general, siendo buenos, para mi gusto son un poco ácidos. La música del país es deliciosa, las mujeres son melosas y el paisaje es de égloga. Sólo hay un negocio posible. Casarse con una gallega y quedarse a vivir allí. Pero conviene saber, según tengo entendido, que para conquistar una gallega no hace falta usar las frases corrientes como “cielo mío”, “vida mía”. Basta manejar con habilidad una sola palabra. ¡Encantiño!

Vinos y color

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 22-5-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

El color es, antes que otra cosa, una fuerza psicológica, espiritual. Sin pensarlo demasiado vamos a las cosas, hacia las cosas, por su color. Este nos detiene o deja en suspenso… Es frecuente que nuestra alma quede prendida en los colores. Del mismo modo que la lana de las ovejas queda prendida, por el roce, en las zarzas de los caminos.

El color, claro, está en las formas. Forma discreta y color seductor, a veces nos engullen. Color y forma nos embrujan. Pero el embrujo es seducción del arte.

Pero el color se descompone, o suele descomponerse, en tonos y matices. Verde esmeralda, verde veronés, verde vejiga… De lo que no tiene color se puede decir que “no se ve”, o, si se ve, no interesa. La mirada o, si acaso, la vista se desentienden del objeto.

Los colores, por otra parte, pueden combinarse. Y entonces se logra a lo mejor un conjunto armónico. Y si es armónico es musical. Y siendo musical es artístico

El arte, cuando lo es de verdad, nos “lleva de calle”.

Pío Baroja decía que una mesa bien puesta es el producto de una civilización y de una cultura. Blancos manteles, una vajilla refinada, cubiertos de plata, límpida cristalería, un local confortable y luz suavizada dan, con el color del vino o vinos, una idea de totalidad. Nada falta.

. . . . . .

En sentido próximo o remoto, todo lo que se relaciona con el vino tiene color. El viñedo, como es natural, tiene sus primaveras y sus otoños. El suelo o tierra, donde el viñedo se asienta, puede ser ocre, pardo, siena, rojizo… Y sus tonos pueden variar según sea verano o invierno.

La cepa, en todas partes, “tira” a un color chocolate. Las hojas, en su ciclo vital, son de coloraciones cambiantes: verde amarillo, verde claro, verde intenso… Y en el otoño van desde un verde agotado de verano, pasando por una escala de ocres y amarillos, hasta, según los casos, llegar, como ocurre en la garnacha tintorera, a un color vino rojo.

La vendimia también tiene su “color”. Y las uvas. Y las vendimiadoras…

Sí, todo lo que se relaciona con el vino tiene color. Y el vino mismo.

En éste hay que partir de los tipos conocidos: tinto, blanco, clarete.

El tinto se nos ofrece: tinto puro, de mucha capa, ojo de gallo o aloque, morado, cobrizo…

El blanco no es nunca tal. Es amarillo, pajizo, ámbar, caramelo, pálido…

Y el clarete. O rosado. Y que se logra mezclando, al pisarlas, uvas de distinto color.

. . . . . .

La mesa está servida. Y es entonces cuando el vino, con su color, se perfila para ser lo que debe ser. El vino es el violín del concierto.

No me es posible hablar como técnico de nada. Y sí como un simple ser humano que se detiene a menudo aquí y allá… para curiosear. Y todo, naturalmente, sin perjuicio de tercero.

Yo “trabajo” solo. No me es posible darme cuenta exacta de lo que como o de lo que bebo en un banquete oficial o de homenaje a alguien. La atención se me va hacia lo no importante. El barullo, las más de las veces, me emborracha. Y el vino no.

Cuando en un restaurante como y bebo en soledad, tengo el juicio libre. Nada ni nadie me coacciona. Elijo el menú y el vino. Me adapto a un ritmo de velocidad que me “va”.

Y gradúo la satisfacción de mis necesidades según el apetito y la sed que tuviere. Domino la situación.

La mesa, con lo que sostiene, me está “hablando”. Y además veo la plata de un pez, el oro de un asado y el carmín de un vino. Y si a todo esto el cocinero le dio el sainete que viene al caso, uno va por la vida en esos momentos sobre ruedas.

Las formas y, sobre todo, los colores contribuyen no poco a darme una plenitud esencialmente humana.

Algo de esto le ocurría a Quevedo. He aquí una pista para pensar que era así:

“Si en vidrio bebes, por ver
los vinos blancos y rojos,
para que el color los ojos
beban antes de beber”.

Castilla y su vino

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 6-2-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

YO no sé si a los demás les ocurre lo que me pasa a mí. Cuando llevo varios meses en el pueblo donde por gusto vivo, se produce en mi cuerpo y en mi espíritu una especie de intoxicación. Y me doy cuenta de que, en definitiva, debo salir de casa e irme por el mundo a respirar aires nuevos. Con unos cuantos días de ausencia recobro todos los equilibrios perdidos.

A mediados de diciembre último me encontraba en ese estado. Y decidí, después de cumplir ciertos trámites oficiales y familiares, dar una vuelta por Castilla. Y en Castilla hacer lo que me gusta: probar vinos.

El día 20 del mes citado, habiendo estado en Madrid poco tiempo, a las ocho de la mañana me encontraba en Segovia. Y resolví empezar allí el periplo vinícola. Salí solo y, después de pasar por Sepúlveda, a las once de la mañana me encontraba en Aranda de Duero. Aquí hay vino a espuertas.

Es domingo. Pero antes de nada creo que me conviene ver la Ventosilla, una finca por todos conceptos modelo y que hacía muchos años que no veía. Paso por Villalba de Duero y en ella, en la finca, me recibe su director don Alfonso Velasco y Fernández Nespral. Este señor me explica cosas de la industria agrícola que yo ignoraba y me colma de amabilidades.

Por ser domingo creo – y acierto – que los establecimientos comerciales del vino en Aranda están cerrados. No obstante, visito algunos bares y tabernas y me es posible comprar algunas botellas “de lo caro”. Y que a mí me parece baratísimo…

Al día siguiente ya es otra cosa. Todo está abierto y veo lo que me conviene. Consecuencia: que me llevo en el coche algo así como 40 botellas de vino de Aranda. De distintas casas.

A las diez de la mañana de tal día 21 ya estaba en La Horta, otro pueblecillo de la provincia de Burgos, con un vino “chipén”. Como ya estuve más veces allí y conozco al encargado de la cooperativa, paso unos minutos de charla y me despido levando 12 litros de clarete en dos pequeñas garrafas.

La mañana es soleada. Pero hay hielo en los sembrados. Bueno. Voy a mi aire. Y veo sobre un alcor un pueblo con casas muy apretadas. Es Roa. En este pueblo, lo oí hace años en alguna parte, murió el cardenal Cisneros. Pero también tiene cooperativa de vinos. Y meto en mi vehículo una caja de “mercancía”.

Hacia las once ya estoy en la Cooperativa del Duero, en Peñafiel. En esta casa ya estuve otras veces y tengo allí buenos amigos. Compro lo que procede de vinos corrientes y algunas botellas de “finolis” Protos. Pienso hay que vivir. El técnico de esta bodega ejemplar es don Teófilo Reyes. Como la juventud de ahora, el señor Reyes “sabe lo que quiere y sabe a donde va”. Y me invita a comer con ellos. Pero cortésmente no acepto. Tengo prisa.

Serían las doce cuando atravieso la ciudad de Valladolid. Paro en una calle para comprarme unos tirantes y tomar café. Solamente.

A la una menos cuarto estaba en un pueblo de mucha solera vitivinícola: Cigales. Aquí hay un clarete de “bandera”. No hace falta que diga que en estos lares hice varias operaciones de compraventa. Pero siendo yo el comprador.

Prosigo. Voy en la derrota de mi tierra, Asturias. Pero en Dueñas (Palencia) vuelvo a detenerme y a hacer de hormiguita previsora. En esta tierra hay un clarete magnífico.

En resumen, que los vinos de Castilla – y conozco de antemano otros muchos pueblos – saben a gloria. Claro que la gloria no la conozco de nada. Pero, ya me entienden, es un modo de hablar y de encarecer calidades.

Yo soy un hombre casado. Esto, en sí, no tiene nada de particular. ¡Hay tantos maridos!

Pero voy a lo mío. Decía el doctor Marañón que, entre marido y mujer, para conservar el amor debía haber, con frecuencia, una corriente de aire. Es decir una cierta separación.

Esto lo sabemos todos los casados no de un modo científico, pero si de un modo práctico. Por eso hay tantos maridos aficionados al fútbol y a los toros. Ellos se van a esos espectáculos y al final, a la salida, se reúnen con sus amigotes a comer mariscos y a beber lo suyo. Y, con frecuencia, a cenar. Y entre tanto sus respectivas esposas están en casa viendo la tele y haciendo labor de ganchillo.

Pero ocurre que a mí no me gustan ni el fútbol ni los toros. Y para lograr esa corriente de aire a que alude Marañón, he tenido que ingeniármelas para ser un marido cabal. Y de ahí viene el que yo sea aficionado a viajar solo y a probar vinos de las distintas regiones españolas.

Consciente de mis ignorancias y limitaciones yo no suelo dar consejos a nadie. Pero ahora, haciendo una excepción, me meto a ser asesor de señoras. Pero pidiendo las excusas que procedan.

Señora – en el supuesto de que me lea alguna señora -, si nota que en la hora de la comida su marido lee el periódico con anuncios y todo, o si hablando se pode pesado repitiendo siempre las mismas cosas, o si por cualquier circunstancia se mete en su hogar la monotonía y el aburrimiento, ponga a su esposo de patitas en la calle… Revitalice su amor.

Muy sencillo. Procure usted, señora, con sus ahorros hacer una “hucha” especial. Y una vez que vea en ella una cantidad de dinero considerable póngala en manos de su marido. Y oblíguelo a irse solo a pasar unos días por el Priorato. O por Cariñena. O a Jerez de la Frontera. O a La Mancha. O por las riberas del Duero. O por el Alto Ampurdán. O por donde sea.

Los maridos, después de una tournée de este tipo vuelven a su casa como malvas, mejorados en tercio y quinto. Yo lo sé. ¡Palabra!

Una vuelta por España

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

A mí me gusta el vino…

Como consecuencia de esta afición, en mis períodos de vacaciones, suelo irme a recorrer pueblos o regiones vitivinícolas de España.

El último viaje de este tipo lo hice este año – 1969 -, en abril.

El día 12, sábado, salí de Navia, solo, a las seis de la mañana. Comí en Burgos. Y dormí en Santo Domingo de la Calzada. Al día siguiente, 13, al amanecer me fui a Valvanera, donde está la Virgen Patrona de la Vendimia, de la Rioja.

Allí oí misa. Llovía. Y saludé a algunos monjes benedictinos, negros, casinistas. Y le pregunté a uno:

– ¿Toman ustedes vino?

– Y qué remedio – me respondió.

Al bajar de Valvanera, y a la subida, veo, por las vegas del Najerilla, un verdadero enjambre de chopos. Paso por Nájera. Más tarde, hacia las diez, desayuno por segunda vez en Logroño. Después, en Calahorra, examino la catedral. Sigo: Alfaro, Tudela y Zaragoza. Aquí hago una visita de urgencia al Pilar. El sol, claro, aragonés, lo baña todo. Pero he de ir a comer a Cariñena y me voy. Pocos kilómetros antes de llegar a esta villa empiezo a asombrarme. El campo de Cariñena es extraordinario, de maravilla. Poco más o menos. Cariñena, pueblo, es una isla rodeada de cepas por todas partes. Es domingo y está casi todo cerrado. Como, muy bien, y consigo un ramillete de botellas de vino de distintas clases. Un tesoro.

En la estación de servicio le doy al coche lo que pide con una luz roja, de aviso. Prosigo en mi ruta. Algún tiempo después vislumbro en la lejanía un pueblo. ¡Hombre! Es Fuendetodos. Aquí nació Goya. Saco la foto de reglamento y hago media hora de tertulia con un aragonés de solera. Se llama Roque Gascón y, por lo que me dijo, ya es abuelo. Es un pastor puro que tiene su rebaño de ovejas y su perro. Desde la paridera hasta el pueblo tarda en llegar “una horica”.

Hay que andar. No tardo en llegar a otro pueblo, Belchite. La torre de la iglesia tiene muchos agujeros. Parece hecha de encaje. Me doy cuenta. El encaje ese es un recuerdo vivo de la guerra, en la que yo he sido también, pero en otro sitio, actor.

Híjar primero y, luego, Alcañiz. Un poco antes de llegar a esta villa, a la izquierda, veo algo que me llama la atención. ¡Qué cosas! Es un monumento al tambor. Más allá de Alcañiz, la carretera, el paisaje, se hacen muy amenos. Viñedos y olivares dominan la situación. Las cuestas y las curvas multiplican los ángulos de visión del “caminante”.

Serían las siete de la tarde cuando me detengo unos minutos en Gandesa y leo, al parar, en un edificio que está en frente, lo siguiente: Cooperativa vinícola… Es casualidad. En Mora de Ebro paso por un puente sobre el ídem. Y, entre luces, llego a Falset, centro vinícola del Priorato. Aquí, en un hotel honesto y limpio, duermo. Poco antes de salir el sol ya estoy en la calle. Doy un paseo por la plaza y las calles principales y, a pesar de la hora, me oriento bastante bien y pienso que debo ir a Gratallops y Vilella Baja, con vinos notables. Pertenecen al antiguo priorato de Scala Dei. La carretera para ir a esos pueblos es buena, pero muy estrecha y curvilínea. Llego a Gratallops, en un alto, e inicio una bajada para llegar a Vilella. En un viñedo, al borde de la carretera, un hombre con una mula hace labor de arada. Hago un alto, durante una hora, y hablamos de cepas y viñedos. Muy amable. Me oriento sobre lo que debo hacer en Vilella para visitar la cooperativa y conseguir vino. Todo me sale bien. En el pueblo encuentro a don Federico Mestre, secretario de la entidad vinícola. Durante casi dos horas hablamos largo y tendido de lo que procedía. Llevo como recuerdo una garrafa de cuatro litros y varias botellas de tinto. Y una, por concesión especial, de vino rancio. ¿Ambrosía? Vuelvo a Falset y me dicen que en aquellos contornos hay vinos estupendos. Cada pueblo tiene los suyos. Flix, Ribarroja, Marsá… Por la muestra que llevo no lo dudo. ¡Vaya vino! Hago la comida del mediodía y me pongo en ruta. Paso por Reus, por el centro, y veo en bronce y en broncínea cabalgadura al general Prim, el amigo o así de Amadeo de Saboya.

En Tarragona, frente al mar, paro. Y en la terraza de un café, tomó algo. Los aires del Mediterráneo me orean y acarician. ¡Vaya! Hacía seis años que no estaba en Tarragona. Adelante. Encuentro en la carretera el arco de Bará, Vendrell y, en Villafranca del Panadés, hago parada y fonda. No hace todavía dos años que estuve aquí y ya conozco sus vinos. Por eso vuelvo. Ando de un lado para otro por el pueblo, que está muy bien, y voy al Museo del Vino. Pero por ser lunes, está cerrado. Bueno. Escribo, en una cafetería, las postales “de llegada”.

Duermo. Pero antes de amanecer, estoy en pie. Salgo al campo y, en el coche, doy vueltas y más vueltas por las carreteras cercanas para ver viñedos. Todo está cuidado, esmeradamente cuidado. Amaneceres así, entre cepas, he tenido pocos. Y antes de las ocho me encuentro en San Sadurní de Noya. Aquí me topo con una gratísima sorpresa: un roble. Pero un roble más que adulto, viejo. Para perennizar su recuerdo le saco algunas fotos. Está este roble, y a ella pertenece, junto a la Casa Codorniu. Visito las cavas de esta importante industria vinícola conducido por un guía experto. Muy bien.

A las diez ya estoy de nuevo en Villafranca, frente al Museo del Vino. Por ahora, según me dicen, único en España. Y me emocionó “lo suyo”. Es inevitable. Allí hay envases antiguos, prensa de viga, dioramas, pinturas y etcétera, etcétera. Termino en la sala de degustación, donde todo visitante tiene su premio. Cuando se pertenece a una “religión” se debe buscar el estado de perfección. Yo, con estas visitas, lo intento.

Son las doce de la mañana y me veo en la calle. Hago unas compras, pago la cuenta del hotel y tomo rumbo… al Cairo. Digo, a Sitges. En esta villa veraniega, lo primero que hago es comprar unas botellas de malvasía. Temo que después se me olvide.

Paso a la playa y, en el paseo, en una terraza, al lado de una estatua del Greco, hay un grupo de mujeres que dicen con frecuencia: “Yes beriguel”. A pesar de todo tienen una apariencia estupenda, y conmigo no va nada. Pero debiera ir…

Más adelante, tumbadas en la arena, hay más mujeres, jóvenes, en bikini, y nada provocativas. ¿Por qué me habían de provocar?

Se me ocurre una idea. En vista de que me encuentro confortado espiritualmente, con apetito, y el sol reluciendo sobre el lugar, pienso y resuelto hacerme una comida de homenaje por mis reales o supuestos merecimientos. Es posible que todo sea imaginación, es posible… En el restaurante Bahía se consumó y se consumió el homenaje. A la hora del aperitivo el “maitre” de la casa me dijo:

– ¿Le parece bien al señor que para el menú elegido le sirva un rosado del Panadés?

– Sí, claro.

Hice unos minutos de reposo y salgo con dirección a Castellón, donde pienso hacer noche. Veo, en el camino. Villanueva y Geltrú, Vendrell, Tarragona… De Tarragona, provincia, llevo el recuerdo de sus cultivos: viñedos, avellanos, olivos. Entro en la provincia de Castellón por Vinaroz y Benicarló (entre paréntesis, del vino de Benicarló hace grandes elogios Gil Blas de Santillana, mi paisano). Hago un alto en Benicasim para proveerme de licor carmelitano. Antes de la puesta del sol aparco en Castellón. Busco hotel y, a su hora, me acuesto. Al día siguiente, cuando un reloj de torre daba las seis, yo estaba limpiando el parabrisas del coche, que era un cementerio de mosquitos.

A las siete estaba en el centro de Burriana. La iglesia la vi cerrada. Fui al puerto. Y no vi ningún barco velero. Vuelvo a la carretera general y, con el sol de espaldas, voy hacia Valencia.

Los naranjos están en flor. Los aromas del azahar me embriagan y llevan a mi corazón los sentimientos amorosos más puros y limpios. Atravieso Sagunto con la velocidad que marca el Código.

Son las nueve y llego a Valencia. ¿Qué hacer? Irme a Liria. Allí también hay buen vino. Es verdad. Busco la cooperativa. Y no tardo en encontrarla. En ella me atiende un caballero competente y complaciente, cuyo nombre no recuerdo. Es el secretario de la entidad. Tengo la sospecha de que aquel hombre es un artista y le pregunto:

– ¿Qué instrumento toca usted?

– Soy timbalero. Aquí hay dos bandas de música, con más de cien ejecutantes cada una.

Durante hora y pico me habla de vinos de la zona, de su elaboración y de todo. Llevo ocho botellas en una caja de cartón. Cuando llegue a Asturias haré los debidos análisis… de boca.

Estoy de vuelta en Valencia hacia las doce y compro más vino de Turís y Cheste. Visito la Patrona de la ciudad y la catedral. Me detengo en la puerta de ésta, donde el Tribunal de Aguas se reúne todos los jueves para oír a las partes interesadas y dictar sus laudos.

Y, por último, voy a la redacción de «La Semana Vitivinícola». Me recibe el subdirector, don Víctor Fuentes, quien me atiende y me obsequia con una botella de vino español de excelente calidad. Charlamos algo así como una hora. ¿De qué? Es fácil imaginárselo.

A la una y media de la tarde me encuentro en la playa de Valencia, en la casa de la Pepica. La paella es inevitable. La como con lentitud y con unos sorbos de vino para quitar, si viniera, el hipo.

Ya estoy en Requena. Todo o casi todo está cerrado. Pero una mujer que atiende una frutería vende también vino de la tierra. Le compro varios litros. Algo es algo. Me voy de Requena y, sin parar, paso por Utiel. Lo siento. Pero quiero ir a dormir al parador de Alarcón, castillo del marqués de Villena. Bajo y subo el puerto de Contreras, que es un tobogán, y llego a Motilla de Palancar. Veinte kilómetros más allá, desviándose a la izquierda, está el castillo. Duermo como un Pepe, tranquilo. Yo sé que la guerra de la Reconquista terminó “hace años” en Granada. Y además, en el “hall” están de centinela unos guerreros con coraza y lanza. Por si acaso…

Cuando despierto, serían las cinco y media, me surge la idea de ir a Cuenca. Y voy, por segunda vez. Pero no había, antes, el Museo de Pintura Abstracta. Hay que verlo. Aunque no sea más que para darse pisto.

Con el sol apuntando, de frente, salgo de Alarcón. Dejo la carretera general en La Almarcha y cruzo Olivares del Júcar, San Lorenzo de la Parrilla y Villar de Olalla. El paisaje es sobrio, pero me gusta mucho. Yo, como Unamuno, digo: no hay paisaje feo. Llego a Cuenca muy temprano y me meto en una cafetería y tomo café con churros y hago tiempo. He de esperar a que abran las tiendas. Ya abiertas, compro en una librería una guía de la provincia con muy buenas fotografías y San Juan de la Cruz de Ruiz Salvador. Hay que ilustrarse por dentro y por fuera.

Para aprovechar el tiempo y hacer preguntas al chofer tomo un taxi. Me da resultado el experimento. Sabe más que un doctor y me dice las cosas como Dios manda. Lo entiendo.

El Museo de pintura abstracta es un laberinto en sentido vertical, con tramos de escalera y recodos llenos de encanto. Está en las casas colgadas. ¿Si me gustó? Sí, mucho. Pero no olvido a las mujeres que vi en Sitges, no abstractas, concretas.

Cuando llego a la plaza de Tarancón es la una. Aquí también hay vino. Y me llevo la muestra. Al poco rato llego a Arganda. Esta villa también me suena a vino. En un parador de carretera me dan de comer y de beber. ¿A lo grande? Yo creo que sí. Del vino de Arganda tomo nota. Hay que volver a esta tierra, pero más despacio.

A las cinco de la tarde estoy metido en el “bollo” circulatorio de Madrid. Voy a alojarme en un hotel de la Cuesta de San Vicente. Es jueves. Para el próximo sábado tengo una cita, en Madrid, con una mujer.

El viernes y el sábado los paso en Madrid dedicado al vino. ¿Cómo? Visito supermercados y tiendas de vinos. Es preciso adquirir y probar vinos de distintas regiones, de diferentes marcas y de distintos tipos. Del vino, como de filosofía, nunca se sabe bastante.

El viernes por la tarde veo la cartelera del cine Callao. Proyectan una película, “La Celestina”. Entro con el exclusivo objeto de ver lo que dice del vino. Aunque en la casa de Celestina se ven como decoración algunas pequeñas tinajas de barro, lo cierto es que no oí ni una sola vez la palabra vino. Se escamoteó el tema. Se ve, a pesar de lo que dijo Azorín, que perdura el concepto celetinesco tan lamentable de autores anteriores.

El sábado por la tarde me encuentro con la mujer que espero. Es mi esposa. Ella vino de Asturias en coche de línea para proseguir conmigo la ruta del vino.

El domingo, día 20 de abril, a las ocho de la mañana, después de oír misa en una iglesia de la plaza de España, salimos, mi mujer y yo, de Madrid hacia Andalucía, para probar y adquirir vinos de esa tierra. A las nueve de la mañana estamos en Aranjuez. Ella toma un cortado y yo una taza de café con mantequilla. Los viajes me abren el apetito.

Pasamos, poco después, por Ocaña. Más tarde por Quintanar de la Orden, Mota del Cuervo… A babor y estribor de la carretera un mar de cepas, La Mancha. En La Roda compro algo de vino. En Albacete ni nos detenemos. Aquí estuvimos hace un año, precisamente en abril. Habíamos ido a Villena, Monóvar, Yecla y Jumilla. El vino de este último lugar es algo que tal. Si yo fuera musulmán haría en Jumilla mi Meca.

En Hellín, sí, nos detenemos, y me llevo vino del país. En la mañana atravesamos Cieza, Mula y Lorca. A la hora de comer estamos en el parador de Puerto Lumbreras. Hicimos un reposo prudencial al término de la comida y decidimos entrar en Andalucía por Almería. Y por Vera, Huercal-Overa y Sorbas. Llegamos a la capital de la provincia al caer la tarde. Cuando me levanto, al día siguiente, encuentro en el vestíbulo del hotel un señor con el que me puse a hablar. De vinos sabía un rato largo.

Salimos de Almería. A las ocho llegamos a un pueblo que tiene fama por sus vinos. Subimos, para ello, separándonos de la carretera de la costa, una cuesta de catorce kilómetros, mal camino, con muchas curvas y polvo. Era Félix. La gente nos rodea y se extraña. No comprenden que un asturiano llegue a Félix a buscar vino. Pero el vino del pueblo, el día 21 de abril, ya se acabó. Nadie me pudo facilitar ni una gota. Recibí la contrariedad con humor. Si subimos una cuesta dura, ahora hemos de bajarla. No hay otra solución. Cuando nos encontramos otra vez en la carretera de la costa vemos parrales. De Ohanes, sin duda.

En vista del fracaso de encontrar vino en Almería, nos vamos inmediatamente a la provincia de Granada. Aquí, sí, en Albuñol, encontramos lo que buscamos. Tienen un vino color ámbar que sabe muy bien. No hay vino embotellado. Todo se vende a granel. Lleno una garrafa de cuatro litros y dos más en botellas. El pueblo está en la ladera de un monte y además de viñedos tienen almendros. Por abajo tenían en ese momento el cauce del río, pero seco. Por debajo del puente ya no va “naide».

Siguiendo nuestro camino pasamos por Motril, donde hay mucha caña de azúcar, y por Almuñécar y Salobreña. Y no mucho más allá, ya en Málaga, las cuevas de Nerja. Las que, por cierto, vemos. A cuatro kilómetros la villa, Nerja. Su Parador de turismo es, sin duda, uno de los mejor situados de España. Es grande y está muy bien surtido de inglesas, suecas y alemanas. Yo creo que esas señorazas son de plantilla. El Parador tiene piscina, un prado o parque para tomar el sol tumbado, y más abajo, playa. A ésta, por el desnivel, se baja en ascensor.

Ya estamos en Málaga. Y sin esperar, hago acopio de vinos. Tengo el encargo de mis hijas de que les lleve lo mejor de Málaga. Pero creo que a mí también me va a gustar “olerlo”.

Nos alojamos en un hotel que está bien. Al amanecer, y solo, doy unas vueltas por el puerto, visito la catedral, que ya conocía, y callejeo de un lado para otro. Más tarde, cuando el comercio abre, me compro un sombrero. Es para quitarlo, cuando proceda, a ciertos vinos españoles.

No eran todavía las once cuando levamos anclas. Al cuarto de hora estamos en Torremolinos. Tomamos un café y yo, por mi parte, exploro varios supermercados. Aquí encontré un tipo de Valdepeñas que no conocía. Y muy bueno. A las doce y media ya estamos sentados en la terraza de una cafetería de Marbella. Me llego a la playa y veo lo que hay.

Comemos y nos dejamos ir. A diez kilómetros de distancia está San Pedro de Alcántara. En este sitio hay un empalme de carretera que nos va a llevar a Ronda. Se trata de una cuesta de 52 kilómetros, sin pueblos, pura serranía, y más de quinientas curvas. Una breva. Ronda es el pueblo de Marcos de Obregón y del Niño de la Palma. Y en Ronda saboreó España, Rilke.

Desde Ronda hasta Arcos de la Frontera, pasando por Villamartín y Bornos, el paisaje nos recuerda lo asturiano. Hay muchos prados verdes con sus vacas. Y, se supone, habrá mucha leche.

Arcos llama la atención a cualquiera. Uno se sube a la parte alta y desde allí se ve la… biblia. Los montes son de olivos y el Guadalete tiene su puente de hierro.

Al cabo de treinta kilómetros entramos en un pueblo vitivinícola, una zona nombradísima, Jerez de la Frontera. A pesar de ser la segunda vez que veo Jerez, no dejo de emocionarme un poco. Vinos, caballos, toros. Sabor, gracia, color. Jerez es Jerez.

El día 23, en la mañana, visitamos la Casa del Vino. Nos recibe y obsequia un miembro de la misma, don Alberto López Ruiz, abogado, y jerezano de pura cepa. Copeo y más copeo, en la sacristía. Y además me regala varias publicaciones vinícolas que no tenía y que, naturalmente, agradezco. Salimos a la calle y nos vamos a la Casa González Byass. Don Manuel Franco, alto empleado de la empresa, nos enseña las bodegas y nos explica el cómo de la elaboración de los vinos de Jerez y sus distintos tipos. Otra vez más copeo. Y, para rematar, nos da con elegancia inaudita un regalo de la Casa. Esa mañana terminé con la vista muy mejorada: veía el doble…

Por la tarde visitamos Puerto de Santa María. Y vimos allá, en la lejanía, Cádiz. Pero no visitamos bodega ninguna. Después del copeo de la mañana, no estaba el horno para bollos.

El día 24 salimos temprano hacia Sevilla. Y cogimos el camino por Utrera y Alcalá de Guadaira. A las ocho de la mañana llegamos al parque de María Luisa, en la ciudad hispalense. Yo saqué una foto a mi mujer con las palomas y ella me la sacó a mí ante la estatua de Bécquer. Esto, supongo, será de cajón para todo visitante de Sevilla. En la calle de las Sierpes, en una librería, encuentro un libro que deseaba tener: “Diccionario del vino de Jerez”, de Pemartín.

Subimos a la Giralda y, desde su altura, vimos Sevilla como una paloma blanca. Claro, hacía sol. Y hacemos nuestra comida en el Bodegón Torre del Oro.

Serían las tres y media de la tarde cuando nos vamos hacia una meta señalada, una meta de vino, por supuesto. Almendralejo. No tardamos ni dos horas en llegar. En torno a Almendralejo hay viñedos en profusión, olivares y encinas. Recorremos la villa y nos proveemos de blanco y tinto. Lo suficiente para hacer, en Asturias, el debido “estudio”.

En Mérida encuentro un vino de Medellín sorprendente, de bueno. Nos cobijamos en el Parador de Turismo. Y, al día siguiente, al despuntar el alba, hay una tormenta fenomenal. Truenos, relámpagos, agua. Puede decirse que Mérida nos despide con las salvas de ordenanza que se deben a un vinícola. Después de tanto vino que hemos olido, ahora agua…

También salimos de aquí con otra meta señalada: Toro. Hay que moverse. Cáceres, Plasencia, Béjar, Salamanca y Alaejos. Y recuerdo lo que dice la Pícara Justina: “A la gala de lo de Rivadavia, Cocua y Alaejos, que sustenta niños y viejos”.

Según nuestra llegada vemos Toro en un alto, sobre el Duero. En su Colegiata se encuentra el cuadro anónimo La Virgen de la Mosca. Y en Toro, creo recordar, murió el Conde-Duque de Olivares, el “amiguito” de Quevedo.

Y en Toro compré doce botellas de tinto. Y las añadí al convoy, bien nutrido, que llevo en el coche.

En León, al día siguiente, tomo también las correspondientes muestras de sus vinos. Villafranca del Bierzo, Cacabelos, Valencia de Don Juan…

El día 26 llegamos a Asturias, a Navia. Quince días de viaje y cuatro mil quinientos kilómetros de carretera.

– ¿Qué he ido a buscar en esta “tournée” turístico-vinícola? Yo creo que salí a buscar algunas partículas del espíritu del vino español. Dicho, por cierto, en el mejor de los sentidos. Ampliando en algún aspecto los conocimientos recogidos en viajes anteriores y por otras regiones.

Lo cierto. Hemos pasado quince días de permanente emoción. Gentes amables, paisajes deliciosos, mujeres hermosas… Y viñedos y vino. Alma de España, en suma.