Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)
A mí me gusta
el vino…
Como
consecuencia de esta afición, en mis períodos de vacaciones, suelo irme a
recorrer pueblos o regiones vitivinícolas de España.
El último
viaje de este tipo lo hice este año – 1969 -, en abril.
El día 12,
sábado, salí de Navia, solo, a las seis de la mañana. Comí en Burgos. Y dormí
en Santo Domingo de la Calzada. Al día siguiente, 13, al amanecer me fui a
Valvanera, donde está la Virgen Patrona de la Vendimia, de la Rioja.
Allí oí misa.
Llovía. Y saludé a algunos monjes benedictinos, negros, casinistas. Y le
pregunté a uno:
– ¿Toman
ustedes vino?
– Y qué
remedio – me respondió.
Al bajar de
Valvanera, y a la subida, veo, por las vegas del Najerilla, un verdadero
enjambre de chopos. Paso por Nájera. Más tarde, hacia las diez, desayuno por
segunda vez en Logroño. Después, en Calahorra, examino la catedral. Sigo:
Alfaro, Tudela y Zaragoza. Aquí hago una visita de urgencia al Pilar. El sol,
claro, aragonés, lo baña todo. Pero he de ir a comer a Cariñena y me voy. Pocos
kilómetros antes de llegar a esta villa empiezo a asombrarme. El campo de
Cariñena es extraordinario, de maravilla. Poco más o menos. Cariñena, pueblo,
es una isla rodeada de cepas por todas partes. Es domingo y está casi todo
cerrado. Como, muy bien, y consigo un ramillete de botellas de vino de
distintas clases. Un tesoro.
En la
estación de servicio le doy al coche lo que pide con una luz roja, de aviso.
Prosigo en mi ruta. Algún tiempo después vislumbro en la lejanía un pueblo.
¡Hombre! Es Fuendetodos. Aquí nació Goya. Saco la foto de reglamento y hago
media hora de tertulia con un aragonés de solera. Se llama Roque Gascón y, por
lo que me dijo, ya es abuelo. Es un pastor puro que tiene su rebaño de ovejas y
su perro. Desde la paridera hasta el pueblo tarda en llegar “una horica”.
Hay que
andar. No tardo en llegar a otro pueblo, Belchite. La torre de la iglesia tiene
muchos agujeros. Parece hecha de encaje. Me doy cuenta. El encaje ese es un
recuerdo vivo de la guerra, en la que yo he sido también, pero en otro sitio,
actor.
Híjar primero
y, luego, Alcañiz. Un poco antes de llegar a esta villa, a la izquierda, veo
algo que me llama la atención. ¡Qué cosas! Es un monumento al tambor. Más allá
de Alcañiz, la carretera, el paisaje, se hacen muy amenos. Viñedos y olivares
dominan la situación. Las cuestas y las curvas multiplican los ángulos de
visión del “caminante”.
Serían las
siete de la tarde cuando me detengo unos minutos en Gandesa y leo, al parar, en
un edificio que está en frente, lo siguiente: Cooperativa vinícola… Es
casualidad. En Mora de Ebro paso por un puente sobre el ídem. Y, entre luces,
llego a Falset, centro vinícola del Priorato. Aquí, en un hotel honesto y
limpio, duermo. Poco antes de salir el sol ya estoy en la calle. Doy un paseo
por la plaza y las calles principales y, a pesar de la hora, me oriento
bastante bien y pienso que debo ir a Gratallops y Vilella Baja, con vinos
notables. Pertenecen al antiguo priorato de Scala Dei. La carretera para ir a
esos pueblos es buena, pero muy estrecha y curvilínea. Llego a Gratallops, en
un alto, e inicio una bajada para llegar a Vilella. En un viñedo, al borde de
la carretera, un hombre con una mula hace labor de arada. Hago un alto, durante
una hora, y hablamos de cepas y viñedos. Muy amable. Me oriento sobre lo que
debo hacer en Vilella para visitar la cooperativa y conseguir vino. Todo me
sale bien. En el pueblo encuentro a don Federico Mestre, secretario de la
entidad vinícola. Durante casi dos horas hablamos largo y tendido de lo que
procedía. Llevo como recuerdo una garrafa de cuatro litros y varias botellas de
tinto. Y una, por concesión especial, de vino rancio. ¿Ambrosía? Vuelvo a
Falset y me dicen que en aquellos contornos hay vinos estupendos. Cada pueblo
tiene los suyos. Flix, Ribarroja, Marsá… Por la muestra que llevo no lo dudo.
¡Vaya vino! Hago la comida del mediodía y me pongo en ruta. Paso por Reus, por
el centro, y veo en bronce y en broncínea cabalgadura al general Prim, el amigo
o así de Amadeo de Saboya.
En Tarragona,
frente al mar, paro. Y en la terraza de un café, tomó algo. Los aires del
Mediterráneo me orean y acarician. ¡Vaya! Hacía seis años que no estaba en
Tarragona. Adelante. Encuentro en la carretera el arco de Bará, Vendrell y, en
Villafranca del Panadés, hago parada y fonda. No hace todavía dos años que
estuve aquí y ya conozco sus vinos. Por eso vuelvo. Ando de un lado para otro
por el pueblo, que está muy bien, y voy al Museo del Vino. Pero por ser lunes,
está cerrado. Bueno. Escribo, en una cafetería, las postales “de llegada”.
Duermo. Pero
antes de amanecer, estoy en pie. Salgo al campo y, en el coche, doy vueltas y
más vueltas por las carreteras cercanas para ver viñedos. Todo está cuidado,
esmeradamente cuidado. Amaneceres así, entre cepas, he tenido pocos. Y antes de
las ocho me encuentro en San Sadurní de Noya. Aquí me topo con una gratísima
sorpresa: un roble. Pero un roble más que adulto, viejo. Para perennizar su
recuerdo le saco algunas fotos. Está este roble, y a ella pertenece, junto a la
Casa Codorniu. Visito las cavas de esta importante industria vinícola conducido
por un guía experto. Muy bien.
A las diez ya
estoy de nuevo en Villafranca, frente al Museo del Vino. Por ahora, según me
dicen, único en España. Y me emocionó “lo suyo”. Es inevitable. Allí hay
envases antiguos, prensa de viga, dioramas, pinturas y etcétera, etcétera.
Termino en la sala de degustación, donde todo visitante tiene su premio. Cuando
se pertenece a una “religión” se debe buscar el estado de perfección. Yo, con
estas visitas, lo intento.
Son las doce
de la mañana y me veo en la calle. Hago unas compras, pago la cuenta del hotel
y tomo rumbo… al Cairo. Digo, a Sitges. En esta villa veraniega, lo primero
que hago es comprar unas botellas de malvasía. Temo que después se me olvide.
Paso a la
playa y, en el paseo, en una terraza, al lado de una estatua del Greco, hay un
grupo de mujeres que dicen con frecuencia: “Yes beriguel”. A pesar de todo tienen
una apariencia estupenda, y conmigo no va nada. Pero debiera ir…
Más adelante,
tumbadas en la arena, hay más mujeres, jóvenes, en bikini, y nada provocativas.
¿Por qué me habían de provocar?
Se me ocurre
una idea. En vista de que me encuentro confortado espiritualmente, con apetito,
y el sol reluciendo sobre el lugar, pienso y resuelto hacerme una comida de
homenaje por mis reales o supuestos merecimientos. Es posible que todo sea imaginación,
es posible… En el restaurante Bahía se consumó y se consumió el homenaje. A
la hora del aperitivo el “maitre” de la casa me dijo:
– ¿Le parece
bien al señor que para el menú elegido le sirva un rosado del Panadés?
– Sí, claro.
Hice unos
minutos de reposo y salgo con dirección a Castellón, donde pienso hacer noche.
Veo, en el camino. Villanueva y Geltrú, Vendrell, Tarragona… De Tarragona,
provincia, llevo el recuerdo de sus cultivos: viñedos, avellanos, olivos. Entro
en la provincia de Castellón por Vinaroz y Benicarló (entre paréntesis, del
vino de Benicarló hace grandes elogios Gil Blas de Santillana, mi paisano).
Hago un alto en Benicasim para proveerme de licor carmelitano. Antes de la
puesta del sol aparco en Castellón. Busco hotel y, a su hora, me acuesto. Al
día siguiente, cuando un reloj de torre daba las seis, yo estaba limpiando el
parabrisas del coche, que era un cementerio de mosquitos.
A las siete
estaba en el centro de Burriana. La iglesia la vi cerrada. Fui al puerto. Y no
vi ningún barco velero. Vuelvo a la carretera general y, con el sol de
espaldas, voy hacia Valencia.
Los naranjos
están en flor. Los aromas del azahar me embriagan y llevan a mi corazón los
sentimientos amorosos más puros y limpios. Atravieso Sagunto con la velocidad
que marca el Código.
Son las nueve
y llego a Valencia. ¿Qué hacer? Irme a Liria. Allí también hay buen vino. Es
verdad. Busco la cooperativa. Y no tardo en encontrarla. En ella me atiende un
caballero competente y complaciente, cuyo nombre no recuerdo. Es el secretario
de la entidad. Tengo la sospecha de que aquel hombre es un artista y le
pregunto:
– ¿Qué
instrumento toca usted?
– Soy
timbalero. Aquí hay dos bandas de música, con más de cien ejecutantes cada una.
Durante hora
y pico me habla de vinos de la zona, de su elaboración y de todo. Llevo ocho
botellas en una caja de cartón. Cuando llegue a Asturias haré los debidos
análisis… de boca.
Estoy de
vuelta en Valencia hacia las doce y compro más vino de Turís y Cheste. Visito
la Patrona de la ciudad y la catedral. Me detengo en la puerta de ésta, donde el
Tribunal de Aguas se reúne todos los jueves para oír a las partes interesadas y
dictar sus laudos.
Y, por
último, voy a la redacción de «La Semana Vitivinícola». Me recibe el
subdirector, don Víctor Fuentes, quien me atiende y me obsequia con una botella
de vino español de excelente calidad. Charlamos algo así como una hora. ¿De
qué? Es fácil imaginárselo.
A la una y
media de la tarde me encuentro en la playa de Valencia, en la casa de la
Pepica. La paella es inevitable. La como con lentitud y con unos sorbos de vino
para quitar, si viniera, el hipo.
Ya estoy en
Requena. Todo o casi todo está cerrado. Pero una mujer que atiende una frutería
vende también vino de la tierra. Le compro varios litros. Algo es algo. Me voy
de Requena y, sin parar, paso por Utiel. Lo siento. Pero quiero ir a dormir al
parador de Alarcón, castillo del marqués de Villena. Bajo y subo el puerto de
Contreras, que es un tobogán, y llego a Motilla de Palancar. Veinte kilómetros
más allá, desviándose a la izquierda, está el castillo. Duermo como un Pepe,
tranquilo. Yo sé que la guerra de la Reconquista terminó “hace años” en
Granada. Y además, en el “hall” están de centinela unos guerreros con coraza y
lanza. Por si acaso…
Cuando
despierto, serían las cinco y media, me surge la idea de ir a Cuenca. Y voy,
por segunda vez. Pero no había, antes, el Museo de Pintura Abstracta. Hay que
verlo. Aunque no sea más que para darse pisto.
Con el sol
apuntando, de frente, salgo de Alarcón. Dejo la carretera general en La
Almarcha y cruzo Olivares del Júcar, San Lorenzo de la Parrilla y Villar de
Olalla. El paisaje es sobrio, pero me gusta mucho. Yo, como Unamuno, digo: no
hay paisaje feo. Llego a Cuenca muy temprano y me meto en una cafetería y tomo
café con churros y hago tiempo. He de esperar a que abran las tiendas. Ya
abiertas, compro en una librería una guía de la provincia con muy buenas
fotografías y San Juan de la Cruz de
Ruiz Salvador. Hay que ilustrarse por dentro y por fuera.
Para
aprovechar el tiempo y hacer preguntas al chofer tomo un taxi. Me da resultado
el experimento. Sabe más que un doctor y me dice las cosas como Dios manda. Lo
entiendo.
El Museo de
pintura abstracta es un laberinto en sentido vertical, con tramos de escalera y
recodos llenos de encanto. Está en las casas colgadas. ¿Si me gustó? Sí, mucho.
Pero no olvido a las mujeres que vi en Sitges, no abstractas, concretas.
Cuando llego
a la plaza de Tarancón es la una. Aquí también hay vino. Y me llevo la muestra.
Al poco rato llego a Arganda. Esta villa también me suena a vino. En un parador
de carretera me dan de comer y de beber. ¿A lo grande? Yo creo que sí. Del vino
de Arganda tomo nota. Hay que volver a esta tierra, pero más despacio.
A las cinco de
la tarde estoy metido en el “bollo” circulatorio de Madrid. Voy a alojarme en
un hotel de la Cuesta de San Vicente. Es jueves. Para el próximo sábado tengo
una cita, en Madrid, con una mujer.
El viernes y
el sábado los paso en Madrid dedicado al vino. ¿Cómo? Visito supermercados y tiendas
de vinos. Es preciso adquirir y probar vinos de distintas regiones, de
diferentes marcas y de distintos tipos. Del vino, como de filosofía, nunca se
sabe bastante.
El viernes
por la tarde veo la cartelera del cine Callao. Proyectan una película, “La Celestina”. Entro con el exclusivo objeto
de ver lo que dice del vino. Aunque en la casa de Celestina se ven como
decoración algunas pequeñas tinajas de barro, lo cierto es que no oí ni una
sola vez la palabra vino. Se escamoteó el tema. Se ve, a pesar de lo que dijo
Azorín, que perdura el concepto celetinesco tan lamentable de autores
anteriores.
El sábado por
la tarde me encuentro con la mujer que espero. Es mi esposa. Ella vino de
Asturias en coche de línea para proseguir conmigo la ruta del vino.
El domingo,
día 20 de abril, a las ocho de la mañana, después de oír misa en una iglesia de
la plaza de España, salimos, mi mujer y yo, de Madrid hacia Andalucía, para
probar y adquirir vinos de esa tierra. A las nueve de la mañana estamos en
Aranjuez. Ella toma un cortado y yo una taza de café con mantequilla. Los
viajes me abren el apetito.
Pasamos, poco
después, por Ocaña. Más tarde por Quintanar de la Orden, Mota del Cuervo… A
babor y estribor de la carretera un mar de cepas, La Mancha. En La Roda compro
algo de vino. En Albacete ni nos detenemos. Aquí estuvimos hace un año,
precisamente en abril. Habíamos ido a Villena, Monóvar, Yecla y Jumilla. El
vino de este último lugar es algo que tal. Si yo fuera musulmán haría en
Jumilla mi Meca.
En Hellín,
sí, nos detenemos, y me llevo vino del país. En la mañana atravesamos Cieza,
Mula y Lorca. A la hora de comer estamos en el parador de Puerto Lumbreras.
Hicimos un reposo prudencial al término de la comida y decidimos entrar en
Andalucía por Almería. Y por Vera, Huercal-Overa y Sorbas. Llegamos a la
capital de la provincia al caer la tarde. Cuando me levanto, al día siguiente,
encuentro en el vestíbulo del hotel un señor con el que me puse a hablar. De
vinos sabía un rato largo.
Salimos de
Almería. A las ocho llegamos a un pueblo que tiene fama por sus vinos. Subimos,
para ello, separándonos de la carretera de la costa, una cuesta de catorce
kilómetros, mal camino, con muchas curvas y polvo. Era Félix. La gente nos
rodea y se extraña. No comprenden que un asturiano llegue a Félix a buscar
vino. Pero el vino del pueblo, el día 21 de abril, ya se acabó. Nadie me pudo
facilitar ni una gota. Recibí la contrariedad con humor. Si subimos una cuesta
dura, ahora hemos de bajarla. No hay otra solución. Cuando nos encontramos otra
vez en la carretera de la costa vemos parrales. De Ohanes, sin duda.
En vista del
fracaso de encontrar vino en Almería, nos vamos inmediatamente a la provincia
de Granada. Aquí, sí, en Albuñol, encontramos lo que buscamos. Tienen un vino
color ámbar que sabe muy bien. No hay vino embotellado. Todo se vende a granel.
Lleno una garrafa de cuatro litros y dos más en botellas. El pueblo está en la
ladera de un monte y además de viñedos tienen almendros. Por abajo tenían en
ese momento el cauce del río, pero seco. Por debajo del puente ya no va
“naide».
Siguiendo
nuestro camino pasamos por Motril, donde hay mucha caña de azúcar, y por Almuñécar
y Salobreña. Y no mucho más allá, ya en Málaga, las cuevas de Nerja. Las que,
por cierto, vemos. A cuatro kilómetros la villa, Nerja. Su Parador de turismo
es, sin duda, uno de los mejor situados de España. Es grande y está muy bien
surtido de inglesas, suecas y alemanas. Yo creo que esas señorazas son de
plantilla. El Parador tiene piscina, un prado o parque para tomar el sol
tumbado, y más abajo, playa. A ésta, por el desnivel, se baja en ascensor.
Ya estamos en
Málaga. Y sin esperar, hago acopio de vinos. Tengo el encargo de mis hijas de
que les lleve lo mejor de Málaga. Pero creo que a mí también me va a gustar
“olerlo”.
Nos alojamos
en un hotel que está bien. Al amanecer, y solo, doy unas vueltas por el puerto,
visito la catedral, que ya conocía, y callejeo de un lado para otro. Más tarde,
cuando el comercio abre, me compro un sombrero. Es para quitarlo, cuando
proceda, a ciertos vinos españoles.
No eran
todavía las once cuando levamos anclas. Al cuarto de hora estamos en
Torremolinos. Tomamos un café y yo, por mi parte, exploro varios supermercados.
Aquí encontré un tipo de Valdepeñas que no conocía. Y muy bueno. A las doce y
media ya estamos sentados en la terraza de una cafetería de Marbella. Me llego
a la playa y veo lo que hay.
Comemos y nos
dejamos ir. A diez kilómetros de distancia está San Pedro de Alcántara. En este
sitio hay un empalme de carretera que nos va a llevar a Ronda. Se trata de una
cuesta de 52 kilómetros, sin pueblos, pura serranía, y más de quinientas
curvas. Una breva. Ronda es el pueblo de Marcos de Obregón y del Niño de la
Palma. Y en Ronda saboreó España, Rilke.
Desde Ronda
hasta Arcos de la Frontera, pasando por Villamartín y Bornos, el paisaje nos
recuerda lo asturiano. Hay muchos prados verdes con sus vacas. Y, se supone,
habrá mucha leche.
Arcos llama
la atención a cualquiera. Uno se sube a la parte alta y desde allí se ve la…
biblia. Los montes son de olivos y el Guadalete tiene su puente de hierro.
Al cabo de
treinta kilómetros entramos en un pueblo vitivinícola, una zona nombradísima, Jerez
de la Frontera. A pesar de ser la segunda vez que veo Jerez, no dejo de
emocionarme un poco. Vinos, caballos, toros. Sabor, gracia, color. Jerez es
Jerez.
El día 23, en
la mañana, visitamos la Casa del Vino. Nos recibe y obsequia un miembro de la
misma, don Alberto López Ruiz, abogado, y jerezano de pura cepa. Copeo y más
copeo, en la sacristía. Y además me regala varias publicaciones vinícolas que
no tenía y que, naturalmente, agradezco. Salimos a la calle y nos vamos a la
Casa González Byass. Don Manuel Franco, alto empleado de la empresa, nos enseña
las bodegas y nos explica el cómo de la elaboración de los vinos de Jerez y sus
distintos tipos. Otra vez más copeo. Y, para rematar, nos da con elegancia
inaudita un regalo de la Casa. Esa mañana terminé con la vista muy mejorada:
veía el doble…
Por la tarde
visitamos Puerto de Santa María. Y vimos allá, en la lejanía, Cádiz. Pero no
visitamos bodega ninguna. Después del copeo de la mañana, no estaba el horno
para bollos.
El día 24
salimos temprano hacia Sevilla. Y cogimos el camino por Utrera y Alcalá de
Guadaira. A las ocho de la mañana llegamos al parque de María Luisa, en la
ciudad hispalense. Yo saqué una foto a mi mujer con las palomas y ella me la
sacó a mí ante la estatua de Bécquer. Esto, supongo, será de cajón para todo
visitante de Sevilla. En la calle de las Sierpes, en una librería, encuentro un
libro que deseaba tener: “Diccionario del vino
de Jerez”, de Pemartín.
Subimos a la
Giralda y, desde su altura, vimos Sevilla como una paloma blanca. Claro, hacía
sol. Y hacemos nuestra comida en el Bodegón Torre del Oro.
Serían las
tres y media de la tarde cuando nos vamos hacia una meta señalada, una meta de
vino, por supuesto. Almendralejo. No tardamos ni dos horas en llegar. En torno
a Almendralejo hay viñedos en profusión, olivares y encinas. Recorremos la
villa y nos proveemos de blanco y tinto. Lo suficiente para hacer, en Asturias,
el debido “estudio”.
En Mérida
encuentro un vino de Medellín sorprendente, de bueno. Nos cobijamos en el Parador
de Turismo. Y, al día siguiente, al despuntar el alba, hay una tormenta
fenomenal. Truenos, relámpagos, agua. Puede decirse que Mérida nos despide con
las salvas de ordenanza que se deben a un vinícola. Después de tanto vino que
hemos olido, ahora agua…
También
salimos de aquí con otra meta señalada: Toro. Hay que moverse. Cáceres,
Plasencia, Béjar, Salamanca y Alaejos. Y recuerdo lo que dice la Pícara Justina: “A la gala de lo de
Rivadavia, Cocua y Alaejos, que sustenta niños y viejos”.
Según nuestra
llegada vemos Toro en un alto, sobre el Duero. En su Colegiata se encuentra el
cuadro anónimo La Virgen de la Mosca. Y en Toro, creo recordar, murió el
Conde-Duque de Olivares, el “amiguito” de Quevedo.
Y en Toro
compré doce botellas de tinto. Y las añadí al convoy, bien nutrido, que llevo
en el coche.
En León, al
día siguiente, tomo también las correspondientes muestras de sus vinos. Villafranca
del Bierzo, Cacabelos, Valencia de Don Juan…
El día 26
llegamos a Asturias, a Navia. Quince días de viaje y cuatro mil quinientos
kilómetros de carretera.
– ¿Qué he ido
a buscar en esta “tournée” turístico-vinícola? Yo creo que salí a buscar
algunas partículas del espíritu del vino español. Dicho, por cierto, en el
mejor de los sentidos. Ampliando en algún aspecto los conocimientos recogidos
en viajes anteriores y por otras regiones.
Lo cierto.
Hemos pasado quince días de permanente emoción. Gentes amables, paisajes
deliciosos, mujeres hermosas… Y viñedos y vino. Alma de España, en suma.