Castilla y su vino

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 6-2-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)

por ALEJANDRO SELA

YO no sé si a los demás les ocurre lo que me pasa a mí. Cuando llevo varios meses en el pueblo donde por gusto vivo, se produce en mi cuerpo y en mi espíritu una especie de intoxicación. Y me doy cuenta de que, en definitiva, debo salir de casa e irme por el mundo a respirar aires nuevos. Con unos cuantos días de ausencia recobro todos los equilibrios perdidos.

A mediados de diciembre último me encontraba en ese estado. Y decidí, después de cumplir ciertos trámites oficiales y familiares, dar una vuelta por Castilla. Y en Castilla hacer lo que me gusta: probar vinos.

El día 20 del mes citado, habiendo estado en Madrid poco tiempo, a las ocho de la mañana me encontraba en Segovia. Y resolví empezar allí el periplo vinícola. Salí solo y, después de pasar por Sepúlveda, a las once de la mañana me encontraba en Aranda de Duero. Aquí hay vino a espuertas.

Es domingo. Pero antes de nada creo que me conviene ver la Ventosilla, una finca por todos conceptos modelo y que hacía muchos años que no veía. Paso por Villalba de Duero y en ella, en la finca, me recibe su director don Alfonso Velasco y Fernández Nespral. Este señor me explica cosas de la industria agrícola que yo ignoraba y me colma de amabilidades.

Por ser domingo creo – y acierto – que los establecimientos comerciales del vino en Aranda están cerrados. No obstante, visito algunos bares y tabernas y me es posible comprar algunas botellas “de lo caro”. Y que a mí me parece baratísimo…

Al día siguiente ya es otra cosa. Todo está abierto y veo lo que me conviene. Consecuencia: que me llevo en el coche algo así como 40 botellas de vino de Aranda. De distintas casas.

A las diez de la mañana de tal día 21 ya estaba en La Horta, otro pueblecillo de la provincia de Burgos, con un vino “chipén”. Como ya estuve más veces allí y conozco al encargado de la cooperativa, paso unos minutos de charla y me despido levando 12 litros de clarete en dos pequeñas garrafas.

La mañana es soleada. Pero hay hielo en los sembrados. Bueno. Voy a mi aire. Y veo sobre un alcor un pueblo con casas muy apretadas. Es Roa. En este pueblo, lo oí hace años en alguna parte, murió el cardenal Cisneros. Pero también tiene cooperativa de vinos. Y meto en mi vehículo una caja de “mercancía”.

Hacia las once ya estoy en la Cooperativa del Duero, en Peñafiel. En esta casa ya estuve otras veces y tengo allí buenos amigos. Compro lo que procede de vinos corrientes y algunas botellas de “finolis” Protos. Pienso hay que vivir. El técnico de esta bodega ejemplar es don Teófilo Reyes. Como la juventud de ahora, el señor Reyes “sabe lo que quiere y sabe a donde va”. Y me invita a comer con ellos. Pero cortésmente no acepto. Tengo prisa.

Serían las doce cuando atravieso la ciudad de Valladolid. Paro en una calle para comprarme unos tirantes y tomar café. Solamente.

A la una menos cuarto estaba en un pueblo de mucha solera vitivinícola: Cigales. Aquí hay un clarete de “bandera”. No hace falta que diga que en estos lares hice varias operaciones de compraventa. Pero siendo yo el comprador.

Prosigo. Voy en la derrota de mi tierra, Asturias. Pero en Dueñas (Palencia) vuelvo a detenerme y a hacer de hormiguita previsora. En esta tierra hay un clarete magnífico.

En resumen, que los vinos de Castilla – y conozco de antemano otros muchos pueblos – saben a gloria. Claro que la gloria no la conozco de nada. Pero, ya me entienden, es un modo de hablar y de encarecer calidades.

Yo soy un hombre casado. Esto, en sí, no tiene nada de particular. ¡Hay tantos maridos!

Pero voy a lo mío. Decía el doctor Marañón que, entre marido y mujer, para conservar el amor debía haber, con frecuencia, una corriente de aire. Es decir una cierta separación.

Esto lo sabemos todos los casados no de un modo científico, pero si de un modo práctico. Por eso hay tantos maridos aficionados al fútbol y a los toros. Ellos se van a esos espectáculos y al final, a la salida, se reúnen con sus amigotes a comer mariscos y a beber lo suyo. Y, con frecuencia, a cenar. Y entre tanto sus respectivas esposas están en casa viendo la tele y haciendo labor de ganchillo.

Pero ocurre que a mí no me gustan ni el fútbol ni los toros. Y para lograr esa corriente de aire a que alude Marañón, he tenido que ingeniármelas para ser un marido cabal. Y de ahí viene el que yo sea aficionado a viajar solo y a probar vinos de las distintas regiones españolas.

Consciente de mis ignorancias y limitaciones yo no suelo dar consejos a nadie. Pero ahora, haciendo una excepción, me meto a ser asesor de señoras. Pero pidiendo las excusas que procedan.

Señora – en el supuesto de que me lea alguna señora -, si nota que en la hora de la comida su marido lee el periódico con anuncios y todo, o si hablando se pode pesado repitiendo siempre las mismas cosas, o si por cualquier circunstancia se mete en su hogar la monotonía y el aburrimiento, ponga a su esposo de patitas en la calle… Revitalice su amor.

Muy sencillo. Procure usted, señora, con sus ahorros hacer una “hucha” especial. Y una vez que vea en ella una cantidad de dinero considerable póngala en manos de su marido. Y oblíguelo a irse solo a pasar unos días por el Priorato. O por Cariñena. O a Jerez de la Frontera. O a La Mancha. O por las riberas del Duero. O por el Alto Ampurdán. O por donde sea.

Los maridos, después de una tournée de este tipo vuelven a su casa como malvas, mejorados en tercio y quinto. Yo lo sé. ¡Palabra!

Una vuelta por España

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

A mí me gusta el vino…

Como consecuencia de esta afición, en mis períodos de vacaciones, suelo irme a recorrer pueblos o regiones vitivinícolas de España.

El último viaje de este tipo lo hice este año – 1969 -, en abril.

El día 12, sábado, salí de Navia, solo, a las seis de la mañana. Comí en Burgos. Y dormí en Santo Domingo de la Calzada. Al día siguiente, 13, al amanecer me fui a Valvanera, donde está la Virgen Patrona de la Vendimia, de la Rioja.

Allí oí misa. Llovía. Y saludé a algunos monjes benedictinos, negros, casinistas. Y le pregunté a uno:

– ¿Toman ustedes vino?

– Y qué remedio – me respondió.

Al bajar de Valvanera, y a la subida, veo, por las vegas del Najerilla, un verdadero enjambre de chopos. Paso por Nájera. Más tarde, hacia las diez, desayuno por segunda vez en Logroño. Después, en Calahorra, examino la catedral. Sigo: Alfaro, Tudela y Zaragoza. Aquí hago una visita de urgencia al Pilar. El sol, claro, aragonés, lo baña todo. Pero he de ir a comer a Cariñena y me voy. Pocos kilómetros antes de llegar a esta villa empiezo a asombrarme. El campo de Cariñena es extraordinario, de maravilla. Poco más o menos. Cariñena, pueblo, es una isla rodeada de cepas por todas partes. Es domingo y está casi todo cerrado. Como, muy bien, y consigo un ramillete de botellas de vino de distintas clases. Un tesoro.

En la estación de servicio le doy al coche lo que pide con una luz roja, de aviso. Prosigo en mi ruta. Algún tiempo después vislumbro en la lejanía un pueblo. ¡Hombre! Es Fuendetodos. Aquí nació Goya. Saco la foto de reglamento y hago media hora de tertulia con un aragonés de solera. Se llama Roque Gascón y, por lo que me dijo, ya es abuelo. Es un pastor puro que tiene su rebaño de ovejas y su perro. Desde la paridera hasta el pueblo tarda en llegar “una horica”.

Hay que andar. No tardo en llegar a otro pueblo, Belchite. La torre de la iglesia tiene muchos agujeros. Parece hecha de encaje. Me doy cuenta. El encaje ese es un recuerdo vivo de la guerra, en la que yo he sido también, pero en otro sitio, actor.

Híjar primero y, luego, Alcañiz. Un poco antes de llegar a esta villa, a la izquierda, veo algo que me llama la atención. ¡Qué cosas! Es un monumento al tambor. Más allá de Alcañiz, la carretera, el paisaje, se hacen muy amenos. Viñedos y olivares dominan la situación. Las cuestas y las curvas multiplican los ángulos de visión del “caminante”.

Serían las siete de la tarde cuando me detengo unos minutos en Gandesa y leo, al parar, en un edificio que está en frente, lo siguiente: Cooperativa vinícola… Es casualidad. En Mora de Ebro paso por un puente sobre el ídem. Y, entre luces, llego a Falset, centro vinícola del Priorato. Aquí, en un hotel honesto y limpio, duermo. Poco antes de salir el sol ya estoy en la calle. Doy un paseo por la plaza y las calles principales y, a pesar de la hora, me oriento bastante bien y pienso que debo ir a Gratallops y Vilella Baja, con vinos notables. Pertenecen al antiguo priorato de Scala Dei. La carretera para ir a esos pueblos es buena, pero muy estrecha y curvilínea. Llego a Gratallops, en un alto, e inicio una bajada para llegar a Vilella. En un viñedo, al borde de la carretera, un hombre con una mula hace labor de arada. Hago un alto, durante una hora, y hablamos de cepas y viñedos. Muy amable. Me oriento sobre lo que debo hacer en Vilella para visitar la cooperativa y conseguir vino. Todo me sale bien. En el pueblo encuentro a don Federico Mestre, secretario de la entidad vinícola. Durante casi dos horas hablamos largo y tendido de lo que procedía. Llevo como recuerdo una garrafa de cuatro litros y varias botellas de tinto. Y una, por concesión especial, de vino rancio. ¿Ambrosía? Vuelvo a Falset y me dicen que en aquellos contornos hay vinos estupendos. Cada pueblo tiene los suyos. Flix, Ribarroja, Marsá… Por la muestra que llevo no lo dudo. ¡Vaya vino! Hago la comida del mediodía y me pongo en ruta. Paso por Reus, por el centro, y veo en bronce y en broncínea cabalgadura al general Prim, el amigo o así de Amadeo de Saboya.

En Tarragona, frente al mar, paro. Y en la terraza de un café, tomó algo. Los aires del Mediterráneo me orean y acarician. ¡Vaya! Hacía seis años que no estaba en Tarragona. Adelante. Encuentro en la carretera el arco de Bará, Vendrell y, en Villafranca del Panadés, hago parada y fonda. No hace todavía dos años que estuve aquí y ya conozco sus vinos. Por eso vuelvo. Ando de un lado para otro por el pueblo, que está muy bien, y voy al Museo del Vino. Pero por ser lunes, está cerrado. Bueno. Escribo, en una cafetería, las postales “de llegada”.

Duermo. Pero antes de amanecer, estoy en pie. Salgo al campo y, en el coche, doy vueltas y más vueltas por las carreteras cercanas para ver viñedos. Todo está cuidado, esmeradamente cuidado. Amaneceres así, entre cepas, he tenido pocos. Y antes de las ocho me encuentro en San Sadurní de Noya. Aquí me topo con una gratísima sorpresa: un roble. Pero un roble más que adulto, viejo. Para perennizar su recuerdo le saco algunas fotos. Está este roble, y a ella pertenece, junto a la Casa Codorniu. Visito las cavas de esta importante industria vinícola conducido por un guía experto. Muy bien.

A las diez ya estoy de nuevo en Villafranca, frente al Museo del Vino. Por ahora, según me dicen, único en España. Y me emocionó “lo suyo”. Es inevitable. Allí hay envases antiguos, prensa de viga, dioramas, pinturas y etcétera, etcétera. Termino en la sala de degustación, donde todo visitante tiene su premio. Cuando se pertenece a una “religión” se debe buscar el estado de perfección. Yo, con estas visitas, lo intento.

Son las doce de la mañana y me veo en la calle. Hago unas compras, pago la cuenta del hotel y tomo rumbo… al Cairo. Digo, a Sitges. En esta villa veraniega, lo primero que hago es comprar unas botellas de malvasía. Temo que después se me olvide.

Paso a la playa y, en el paseo, en una terraza, al lado de una estatua del Greco, hay un grupo de mujeres que dicen con frecuencia: “Yes beriguel”. A pesar de todo tienen una apariencia estupenda, y conmigo no va nada. Pero debiera ir…

Más adelante, tumbadas en la arena, hay más mujeres, jóvenes, en bikini, y nada provocativas. ¿Por qué me habían de provocar?

Se me ocurre una idea. En vista de que me encuentro confortado espiritualmente, con apetito, y el sol reluciendo sobre el lugar, pienso y resuelto hacerme una comida de homenaje por mis reales o supuestos merecimientos. Es posible que todo sea imaginación, es posible… En el restaurante Bahía se consumó y se consumió el homenaje. A la hora del aperitivo el “maitre” de la casa me dijo:

– ¿Le parece bien al señor que para el menú elegido le sirva un rosado del Panadés?

– Sí, claro.

Hice unos minutos de reposo y salgo con dirección a Castellón, donde pienso hacer noche. Veo, en el camino. Villanueva y Geltrú, Vendrell, Tarragona… De Tarragona, provincia, llevo el recuerdo de sus cultivos: viñedos, avellanos, olivos. Entro en la provincia de Castellón por Vinaroz y Benicarló (entre paréntesis, del vino de Benicarló hace grandes elogios Gil Blas de Santillana, mi paisano). Hago un alto en Benicasim para proveerme de licor carmelitano. Antes de la puesta del sol aparco en Castellón. Busco hotel y, a su hora, me acuesto. Al día siguiente, cuando un reloj de torre daba las seis, yo estaba limpiando el parabrisas del coche, que era un cementerio de mosquitos.

A las siete estaba en el centro de Burriana. La iglesia la vi cerrada. Fui al puerto. Y no vi ningún barco velero. Vuelvo a la carretera general y, con el sol de espaldas, voy hacia Valencia.

Los naranjos están en flor. Los aromas del azahar me embriagan y llevan a mi corazón los sentimientos amorosos más puros y limpios. Atravieso Sagunto con la velocidad que marca el Código.

Son las nueve y llego a Valencia. ¿Qué hacer? Irme a Liria. Allí también hay buen vino. Es verdad. Busco la cooperativa. Y no tardo en encontrarla. En ella me atiende un caballero competente y complaciente, cuyo nombre no recuerdo. Es el secretario de la entidad. Tengo la sospecha de que aquel hombre es un artista y le pregunto:

– ¿Qué instrumento toca usted?

– Soy timbalero. Aquí hay dos bandas de música, con más de cien ejecutantes cada una.

Durante hora y pico me habla de vinos de la zona, de su elaboración y de todo. Llevo ocho botellas en una caja de cartón. Cuando llegue a Asturias haré los debidos análisis… de boca.

Estoy de vuelta en Valencia hacia las doce y compro más vino de Turís y Cheste. Visito la Patrona de la ciudad y la catedral. Me detengo en la puerta de ésta, donde el Tribunal de Aguas se reúne todos los jueves para oír a las partes interesadas y dictar sus laudos.

Y, por último, voy a la redacción de «La Semana Vitivinícola». Me recibe el subdirector, don Víctor Fuentes, quien me atiende y me obsequia con una botella de vino español de excelente calidad. Charlamos algo así como una hora. ¿De qué? Es fácil imaginárselo.

A la una y media de la tarde me encuentro en la playa de Valencia, en la casa de la Pepica. La paella es inevitable. La como con lentitud y con unos sorbos de vino para quitar, si viniera, el hipo.

Ya estoy en Requena. Todo o casi todo está cerrado. Pero una mujer que atiende una frutería vende también vino de la tierra. Le compro varios litros. Algo es algo. Me voy de Requena y, sin parar, paso por Utiel. Lo siento. Pero quiero ir a dormir al parador de Alarcón, castillo del marqués de Villena. Bajo y subo el puerto de Contreras, que es un tobogán, y llego a Motilla de Palancar. Veinte kilómetros más allá, desviándose a la izquierda, está el castillo. Duermo como un Pepe, tranquilo. Yo sé que la guerra de la Reconquista terminó “hace años” en Granada. Y además, en el “hall” están de centinela unos guerreros con coraza y lanza. Por si acaso…

Cuando despierto, serían las cinco y media, me surge la idea de ir a Cuenca. Y voy, por segunda vez. Pero no había, antes, el Museo de Pintura Abstracta. Hay que verlo. Aunque no sea más que para darse pisto.

Con el sol apuntando, de frente, salgo de Alarcón. Dejo la carretera general en La Almarcha y cruzo Olivares del Júcar, San Lorenzo de la Parrilla y Villar de Olalla. El paisaje es sobrio, pero me gusta mucho. Yo, como Unamuno, digo: no hay paisaje feo. Llego a Cuenca muy temprano y me meto en una cafetería y tomo café con churros y hago tiempo. He de esperar a que abran las tiendas. Ya abiertas, compro en una librería una guía de la provincia con muy buenas fotografías y San Juan de la Cruz de Ruiz Salvador. Hay que ilustrarse por dentro y por fuera.

Para aprovechar el tiempo y hacer preguntas al chofer tomo un taxi. Me da resultado el experimento. Sabe más que un doctor y me dice las cosas como Dios manda. Lo entiendo.

El Museo de pintura abstracta es un laberinto en sentido vertical, con tramos de escalera y recodos llenos de encanto. Está en las casas colgadas. ¿Si me gustó? Sí, mucho. Pero no olvido a las mujeres que vi en Sitges, no abstractas, concretas.

Cuando llego a la plaza de Tarancón es la una. Aquí también hay vino. Y me llevo la muestra. Al poco rato llego a Arganda. Esta villa también me suena a vino. En un parador de carretera me dan de comer y de beber. ¿A lo grande? Yo creo que sí. Del vino de Arganda tomo nota. Hay que volver a esta tierra, pero más despacio.

A las cinco de la tarde estoy metido en el “bollo” circulatorio de Madrid. Voy a alojarme en un hotel de la Cuesta de San Vicente. Es jueves. Para el próximo sábado tengo una cita, en Madrid, con una mujer.

El viernes y el sábado los paso en Madrid dedicado al vino. ¿Cómo? Visito supermercados y tiendas de vinos. Es preciso adquirir y probar vinos de distintas regiones, de diferentes marcas y de distintos tipos. Del vino, como de filosofía, nunca se sabe bastante.

El viernes por la tarde veo la cartelera del cine Callao. Proyectan una película, “La Celestina”. Entro con el exclusivo objeto de ver lo que dice del vino. Aunque en la casa de Celestina se ven como decoración algunas pequeñas tinajas de barro, lo cierto es que no oí ni una sola vez la palabra vino. Se escamoteó el tema. Se ve, a pesar de lo que dijo Azorín, que perdura el concepto celetinesco tan lamentable de autores anteriores.

El sábado por la tarde me encuentro con la mujer que espero. Es mi esposa. Ella vino de Asturias en coche de línea para proseguir conmigo la ruta del vino.

El domingo, día 20 de abril, a las ocho de la mañana, después de oír misa en una iglesia de la plaza de España, salimos, mi mujer y yo, de Madrid hacia Andalucía, para probar y adquirir vinos de esa tierra. A las nueve de la mañana estamos en Aranjuez. Ella toma un cortado y yo una taza de café con mantequilla. Los viajes me abren el apetito.

Pasamos, poco después, por Ocaña. Más tarde por Quintanar de la Orden, Mota del Cuervo… A babor y estribor de la carretera un mar de cepas, La Mancha. En La Roda compro algo de vino. En Albacete ni nos detenemos. Aquí estuvimos hace un año, precisamente en abril. Habíamos ido a Villena, Monóvar, Yecla y Jumilla. El vino de este último lugar es algo que tal. Si yo fuera musulmán haría en Jumilla mi Meca.

En Hellín, sí, nos detenemos, y me llevo vino del país. En la mañana atravesamos Cieza, Mula y Lorca. A la hora de comer estamos en el parador de Puerto Lumbreras. Hicimos un reposo prudencial al término de la comida y decidimos entrar en Andalucía por Almería. Y por Vera, Huercal-Overa y Sorbas. Llegamos a la capital de la provincia al caer la tarde. Cuando me levanto, al día siguiente, encuentro en el vestíbulo del hotel un señor con el que me puse a hablar. De vinos sabía un rato largo.

Salimos de Almería. A las ocho llegamos a un pueblo que tiene fama por sus vinos. Subimos, para ello, separándonos de la carretera de la costa, una cuesta de catorce kilómetros, mal camino, con muchas curvas y polvo. Era Félix. La gente nos rodea y se extraña. No comprenden que un asturiano llegue a Félix a buscar vino. Pero el vino del pueblo, el día 21 de abril, ya se acabó. Nadie me pudo facilitar ni una gota. Recibí la contrariedad con humor. Si subimos una cuesta dura, ahora hemos de bajarla. No hay otra solución. Cuando nos encontramos otra vez en la carretera de la costa vemos parrales. De Ohanes, sin duda.

En vista del fracaso de encontrar vino en Almería, nos vamos inmediatamente a la provincia de Granada. Aquí, sí, en Albuñol, encontramos lo que buscamos. Tienen un vino color ámbar que sabe muy bien. No hay vino embotellado. Todo se vende a granel. Lleno una garrafa de cuatro litros y dos más en botellas. El pueblo está en la ladera de un monte y además de viñedos tienen almendros. Por abajo tenían en ese momento el cauce del río, pero seco. Por debajo del puente ya no va “naide».

Siguiendo nuestro camino pasamos por Motril, donde hay mucha caña de azúcar, y por Almuñécar y Salobreña. Y no mucho más allá, ya en Málaga, las cuevas de Nerja. Las que, por cierto, vemos. A cuatro kilómetros la villa, Nerja. Su Parador de turismo es, sin duda, uno de los mejor situados de España. Es grande y está muy bien surtido de inglesas, suecas y alemanas. Yo creo que esas señorazas son de plantilla. El Parador tiene piscina, un prado o parque para tomar el sol tumbado, y más abajo, playa. A ésta, por el desnivel, se baja en ascensor.

Ya estamos en Málaga. Y sin esperar, hago acopio de vinos. Tengo el encargo de mis hijas de que les lleve lo mejor de Málaga. Pero creo que a mí también me va a gustar “olerlo”.

Nos alojamos en un hotel que está bien. Al amanecer, y solo, doy unas vueltas por el puerto, visito la catedral, que ya conocía, y callejeo de un lado para otro. Más tarde, cuando el comercio abre, me compro un sombrero. Es para quitarlo, cuando proceda, a ciertos vinos españoles.

No eran todavía las once cuando levamos anclas. Al cuarto de hora estamos en Torremolinos. Tomamos un café y yo, por mi parte, exploro varios supermercados. Aquí encontré un tipo de Valdepeñas que no conocía. Y muy bueno. A las doce y media ya estamos sentados en la terraza de una cafetería de Marbella. Me llego a la playa y veo lo que hay.

Comemos y nos dejamos ir. A diez kilómetros de distancia está San Pedro de Alcántara. En este sitio hay un empalme de carretera que nos va a llevar a Ronda. Se trata de una cuesta de 52 kilómetros, sin pueblos, pura serranía, y más de quinientas curvas. Una breva. Ronda es el pueblo de Marcos de Obregón y del Niño de la Palma. Y en Ronda saboreó España, Rilke.

Desde Ronda hasta Arcos de la Frontera, pasando por Villamartín y Bornos, el paisaje nos recuerda lo asturiano. Hay muchos prados verdes con sus vacas. Y, se supone, habrá mucha leche.

Arcos llama la atención a cualquiera. Uno se sube a la parte alta y desde allí se ve la… biblia. Los montes son de olivos y el Guadalete tiene su puente de hierro.

Al cabo de treinta kilómetros entramos en un pueblo vitivinícola, una zona nombradísima, Jerez de la Frontera. A pesar de ser la segunda vez que veo Jerez, no dejo de emocionarme un poco. Vinos, caballos, toros. Sabor, gracia, color. Jerez es Jerez.

El día 23, en la mañana, visitamos la Casa del Vino. Nos recibe y obsequia un miembro de la misma, don Alberto López Ruiz, abogado, y jerezano de pura cepa. Copeo y más copeo, en la sacristía. Y además me regala varias publicaciones vinícolas que no tenía y que, naturalmente, agradezco. Salimos a la calle y nos vamos a la Casa González Byass. Don Manuel Franco, alto empleado de la empresa, nos enseña las bodegas y nos explica el cómo de la elaboración de los vinos de Jerez y sus distintos tipos. Otra vez más copeo. Y, para rematar, nos da con elegancia inaudita un regalo de la Casa. Esa mañana terminé con la vista muy mejorada: veía el doble…

Por la tarde visitamos Puerto de Santa María. Y vimos allá, en la lejanía, Cádiz. Pero no visitamos bodega ninguna. Después del copeo de la mañana, no estaba el horno para bollos.

El día 24 salimos temprano hacia Sevilla. Y cogimos el camino por Utrera y Alcalá de Guadaira. A las ocho de la mañana llegamos al parque de María Luisa, en la ciudad hispalense. Yo saqué una foto a mi mujer con las palomas y ella me la sacó a mí ante la estatua de Bécquer. Esto, supongo, será de cajón para todo visitante de Sevilla. En la calle de las Sierpes, en una librería, encuentro un libro que deseaba tener: “Diccionario del vino de Jerez”, de Pemartín.

Subimos a la Giralda y, desde su altura, vimos Sevilla como una paloma blanca. Claro, hacía sol. Y hacemos nuestra comida en el Bodegón Torre del Oro.

Serían las tres y media de la tarde cuando nos vamos hacia una meta señalada, una meta de vino, por supuesto. Almendralejo. No tardamos ni dos horas en llegar. En torno a Almendralejo hay viñedos en profusión, olivares y encinas. Recorremos la villa y nos proveemos de blanco y tinto. Lo suficiente para hacer, en Asturias, el debido “estudio”.

En Mérida encuentro un vino de Medellín sorprendente, de bueno. Nos cobijamos en el Parador de Turismo. Y, al día siguiente, al despuntar el alba, hay una tormenta fenomenal. Truenos, relámpagos, agua. Puede decirse que Mérida nos despide con las salvas de ordenanza que se deben a un vinícola. Después de tanto vino que hemos olido, ahora agua…

También salimos de aquí con otra meta señalada: Toro. Hay que moverse. Cáceres, Plasencia, Béjar, Salamanca y Alaejos. Y recuerdo lo que dice la Pícara Justina: “A la gala de lo de Rivadavia, Cocua y Alaejos, que sustenta niños y viejos”.

Según nuestra llegada vemos Toro en un alto, sobre el Duero. En su Colegiata se encuentra el cuadro anónimo La Virgen de la Mosca. Y en Toro, creo recordar, murió el Conde-Duque de Olivares, el “amiguito” de Quevedo.

Y en Toro compré doce botellas de tinto. Y las añadí al convoy, bien nutrido, que llevo en el coche.

En León, al día siguiente, tomo también las correspondientes muestras de sus vinos. Villafranca del Bierzo, Cacabelos, Valencia de Don Juan…

El día 26 llegamos a Asturias, a Navia. Quince días de viaje y cuatro mil quinientos kilómetros de carretera.

– ¿Qué he ido a buscar en esta “tournée” turístico-vinícola? Yo creo que salí a buscar algunas partículas del espíritu del vino español. Dicho, por cierto, en el mejor de los sentidos. Ampliando en algún aspecto los conocimientos recogidos en viajes anteriores y por otras regiones.

Lo cierto. Hemos pasado quince días de permanente emoción. Gentes amables, paisajes deliciosos, mujeres hermosas… Y viñedos y vino. Alma de España, en suma.

Otra vuelta por España

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

Yo nací un 14 de febrero, día de San Valentín, Patrono de los enamorados. Esto, sin duda, tuvo consecuencias en mi vida privada. Pero no se pueden decir. Esa fecha pertenece al signo zodiacal de Acuario. Pero, ¡qué cosas!, prefiero el vino al agua.

Bueno, a lo que iba. El día 24 de octubre de 1969, siguiendo mi peregrinar por tierras españolas para conocer vinos, inicié un nuevo viaje saliendo de Navia a las cinco y media de la mañana. Amanecí en Oviedo. Pasé por Pajares. Y, serían las diez y media de la mañana, me encontraba en Valdevimbre (León).

Al llegar a este pueblo pregunté a un vecino:

– ¿Hay vino aquí?

– Sí, señor. En todo el pueblo lo hay.

– ¿Y quién lo vende?

– Siga, atraviese el pueblo. Y, al final, a la izquierda hay una bodega de Don Melquíades Álvarez. Este señor le venderá lo que quiera.

– ¿Don Melquíades Álvarez?

. . . . . .

Atravieso el pueblo, hermoso, coloradote, con casas de adobe y tal.

En el lugar indicado me encuentro un hombre joven – de unos treinta y cinco años -, fuerte y robusto.

– ¿Es usted Don Melquíades Álvarez?

– Servidor.

– ¿Está usted seguro?

– Naturalmente. Mi abuelo también se llamaba así.

– ¿?

– Necesito comprar vino, ¿usted me lo vende?

– Claro.

– Encantado.

Me hace pasar a la bodega. Un lugar de maravilla. Esta bodega está bajo tierra, en una loma horadada, en semioscuridad. Parece un lugar atiborrado de misterio. Hay varias dependencias, con muros de tierra, y, en cada una, envases mayores y menores, de madera, los cuales tienen su alma en su almario. Hay, además, en un túnel alargado, una prensa de viga, enorme, en funciones. Es de madera de negrillo. Hacia un extremo tiene pendiente, con un sostén de rosca, una piedra troncocónica que pesa más de dos toneladas. Me dice el señor Álvarez que primero tritura la uva con una máquina que me exhibe y saca con ella en principio, el setenta por ciento del mosto. La prensada, con la viga, saca el treinta por ciento restante. Y dura ésta dos horas o poco más.

El señor Álvarez me da a probar, en un vaso, el único tipo de vino que elabora. Un clarete de transparencia inmaculada, fresco y jugoso. Bien. Me llevo una caja, doce botellas.

Vuelvo a la carretera general y prosigo mi camino. Debo, según mis cálculos, comer en Arévalo, el pueblo de los asados. Voy bajo los efectos de la emoción de haber visto una bodega leonesa, típica, de pura artesanía. Paro en Rueda. Y en una casa de vinos compro varias botellas de distintas clases. Hago como las abejas, recojo el néctar y me voy volando.

En un restaurante de Arévalo, creo que La Pinilla, me sirven lechazo asado.

El sol alumbra bien, directo, sin nubes ni algodones de esos. Bordeo Ávila y tomo la carretera de Toledo. Subo una cuesta y paso un pequeño puerto. E inicio una bajada con muchas curvas que lleva a un embalse con aguas verdosas y apacibles, que se llama Burguillo. A partir de ese momento ya empiezo a ver viñedos.

Hay, más abajo, un letrero que dice aproximadamente, con una flecha: “A los toros de Guisando”. Pero, como ya los conozco, sigo. Con estos toros tuvo algo que ver Isabel la Católica. Pero no recuerdo qué.

A las cinco de la tarde, o algo así, me encuentro en San Martín de Valdeiglesias. Ganas tenía. Y allí hay una cooperativa vinícola, que no sirve vino embotellado. Compro lo que me parece. Este era uno de los vinos que tomaba La Celestina. Esta mujer me inspira una gran simpatía, su recuerdo, se entiende. No sólo por sus valores morales sino, también, por haber sido injustamente tratada. Ella puso en relación a Calixto y Melibea. Pero no les dijo lo que tenían que hacer.

– ¿Qué efectos produce el beber vino de San Martín? Yo creo que desde el momento que se saborea produce en uno cierta inclinación a hacerse casamentero…

Almorox y Escalona están cerca. Por aquí anduvieron Lazarillo de Tormes y su amo, el ciego. De esta zona eran los vinos y las uvas que les dieron algunos disgustos.

Avanzo. Desde cierta altura veo el castillo de Maqueda. ¿En este castillo hubo, en sus floridos tiempos, algún lío conyugal? Yo no sé nada. Y, si lo supiera, a lo mejor no lo diría…

Paso por Toledo al anochecer y me meto por la carretera de Aranjuez. Va esta carretera siguiendo la ruta del Tajo. O al revés. Veo Mocejón y, algo más allá, en una altura, Añover de Tajo. Y, al fin, Aranjuez. Aquí, según la historia, ocurrieron cosas raras. Carlos IV, Godoy, María Luisa… En fin, el que quiera saber que vaya a Salamanca. Si alguien pretende aprender algo conmigo “va dado”…

Creía, según mis cálculos, que iba a dormir en Aranjuez. Pero no me encontraba cansado y decidí seguir. Y, además, la noche la iluminaba una luna espléndida y redonda como el disco Aranjuez, mon amour. Como iba solo, creo que al pasar por Tembleque me puse a cantar Suspiros de España.

Duermo en Manzanares. Al día siguiente, muy de noche, estoy sentado al volante del “carro”, como diría un sudamericano. Ahora tengo la luna baja y de frente. Al pasar por Despeñaperros la veo y no la veo debido a las curvas y a los montes. En algún momento me asusta. Creo que viene en sentido contrario un coche con un solo faro encendido. Con la aparición de la claridad del día voy pasando por Las Navas de Tolosa, Bailén y, ya por último, Alcolea. Como se ve, la historia de España me persigue. ¿O la persigo yo a ella? Pero como sospecho que no voy a tener que examinarme de preu o de cou, no tomo esa historia con mucho interés.

Al pasar por Córdoba no paro ni un minuto. Claro que la conozco y la admiro de atrás. ¿Y los Califas? ¿Y los Emires? Todo esto, de momento, para mí nada. Pero recito mentalmente lo gongorino.

¡Oh excelso muro, oh torres coronadas!
¡de honor, de majestad, de gallardía!

Llego a Écija, la sartén de Andalucía. Y creo que allí no tengo nada que hacer.

Y andando andando veo, en la lejanía, una torre. Es la Giralda. ¡La Giralda! Me imagino que tiene faldas de faralaes y que cuando llegue a su pie va a bailar, para mí, pues: ¡unas sevillanas! Serían las diez y media de la mañana.

Lo primero que hago, como siempre, es irme a la calle de Las Sierpes, médula de la ciudad, con sus tertulias de caballeros y sin tráfico rodado. Una mujer se me acerca y me ofrece lotería.

– Niño, ¿quieres un decimito?

Esto de que me llamen niño me halaga en principio, cuando ya no necesito peine. Pero, a la larga, frente a las andaluzas hermosas, para todos los efectos, a uno le gustaría ser un poco adulto.

Hago una visita a la catedral. Con prisa. Y, al salir, compro postales y, sentado en la terraza de un bar, las escribo a quien sea. Es la hora de comer, y como.

Vuelvo al “carro”. Paso por Sanlúcar la Mayor sin decir ni pío. Pero me detengo en Villalba de Alcor. Y venga vino. En La Palma del Condado vuelvo a pararme y sigo haciendo mis compras de vinos variados. Por este pueblo, lentamente, a pie, curioseo lo que puedo. Hay sol en la tarde.

Bajando, a la derecha, dejo Moguer, donde se dice que nació un premio Nóbel. No se nota. Muy cerca está Palos. Y, más adelante, el monasterio franciscano de La Rábida. Un monje me recibe y está dispuesto a darme razón de todo. Lo hace. Y nos acompaña otro visitante, un joven de Andújar. El monje es simpático y cordial. Hombre de humor, además… Vemos los frescos de Vázquez Díaz y nos dice que, hace días, un periodista los ha calumniado diciendo que los frescos están mal conservados.

– Fíjese, fíjese.

– Pues yo los veo sanos y frescos – le contesto.

– Claro.

Subimos y bajamos escaleras, visitamos salas y demás. Todo con recuerdos colombinos.

– En esta silla estuvo sentado Colón y en esta otra Juan Pérez.

– ¿Juan Pérez? Sí. He aquí un Juan Pérez que pasó a la historia… ¡Juan Pérez!

Veo, en una pared, un retrato de señora. Tiene la cabeza recubierta, como un guante, con un paño blanco. Y sólo con la faz a la vista. Y le digo al monje:

– Vea usted, padre, el retrato de la abuela de Isabel la Católica.

– ¡Qué va! Esa no es la abuela, es la nieta.

El visitante de Andújar se ríe con sorna. Como es sábado se va a celebrar misa. Le pregunto al padre quién es el celebrante. Y me contesta en francés:

– Moi.

A las seis de la tarde se celebra la misa. El compañero de Andújar y yo la oímos como pecadores corrientes… Pero acude más público. Inmediatamente salimos y el joven de Andújar, que vive en Huelva, se va conmigo. En Huelva voy a dormir. Atravesamos un puente, nuevo, que une La Rábida con la capital. Desde tal puente y hacia la izquierda hay un monumento, grande, que yo había visto en los sellos de Correos. Es de Colón. Me siento vinícola y me emociono. Si me fuera posible ascendería por la estatua y le daría a Colón un buen estirón de orejas. ¿Qué por qué? Gracias a Colón hemos tenido y tenemos la filoxera, el oídium y el mildium. Nada menos. Todas estas calamidades vinieron de América.

Mi cordial acompañante, como yo no conozco nada, me señala un hotel donde puedo dormir a gusto. Es el Luz Huelva. Y nos despedimos, deseándonos venturas.

Al día siguiente madrugo. No ha amanecido todavía. Al salir pienso que voy perdido y paro ante un guardia civil que está en una acera con una cartera en la mano.

– ¿Voy bien hacia Sevilla?

– Sí, señor. Siga todo recto.

Le invito, por si acaso.

– ¿Quiere usted venir?

– Sólo voy hasta San Juan del Puerto. Quince kilómetros. Estoy esperando el autobús.

– No importa, venga.

Y viene. Cuando ya, solo, paso por Niebla amanece. Veo la silueta del pueblo. El día parece que va a ser transparente y limpio, con sol sin estorbos. Y lo fue. Vuelvo en realidad por la carretera del día anterior, pero al revés. Cruzo Manzanilla sin detenerme. A las ocho entro en Sevilla. Debo parar poco. Es domingo y hay partido de fútbol y pienso, razonablemente, que habrá mucho jaleo de tráfico. Juegan el Barcelona y el Sevilla. Sí, pero me pierdo por las estrechas calles sevillanas. Y doy vueltas por los barrios de Santa Cruz y la Macarena. Las direcciones prohibidas no me permiten buscar una línea recta ¡Un lío!

En alguna parte paro. Y desayuno. Pero quiero salir a laca carretera de Osuna. Y… otra vez el lío. Un hombre joven, en una moto, está parado junto a un semáforo.

– Por favor, señor, ¿dónde está la salida a la carretera de Osuna?

– ¿No lo sabe? Sígame con el coche. Y poco a poco, cruzando calles, el motorista me lleva al camino deseado. Conmovido le doy las gracias a este motorista sevillano, estupendo y caritativo.

El coche pide gasolina. Me detengo en una estación de servicio. Un joven me llena el depósito. Y le pregunto:

– ¿Va usted al partido?

– Sí, señor. A las tres salgo de servicio.

– Aplaudirá usted con entusiasmo al Sevilla para animarlo. Se dice que el público sevillano es el jugador número doce.

– No creo, me parece que no voy a tener tiempo. Tengo que dedicarlo todo a silbar al Barcelona.

– ¿…?

La mañana es estupenda. Subo una cuestecilla y entro en El Arahal. Y en Osuna paro. Es un gran pueblo, muy rico artísticamente, situado en la falda de una montaña. Tomo café y doy un paseo por algunas calles. Sigo. Sin tardar mucho atravieso una villa con muchos letreros. Mantecados. Polvorones. Y así.

Es Estepa. A las once, o antes, me encuentro en Puente Genil. Es el pueblo del dulce de membrillo. En una confitería compro la muestra. Doy una vuelta. En el parque veo un busto en mármol con su pedestal. Representa a un señor con unos bigotes enormes. ¿Quién es? ¿Quién fue? No se sabe. La inscripción está borrada, no se puede leer. Pero tampoco siento la necesidad de preguntar. Para mi será siempre, en el recuerdo: “El caballero de bigote”.

Recorro veinte kilómetros más y estoy en Lucena. Y en mi ambiente. Veo y reveo por un lado y por otro viñedos con colores otoñales. Y olivares con su verde suave. Me creo que soy hombre de campo y no de urbe. Y es que encontrarse uno en su propia salsa emociona. Me hospedo, en Lucena, en el hostal Baltanás. Bien. Y como es la hora de comer, pues… como. Tomo, previamente, de aperitivo, dos copas de Doncel, de Víbora y, con la comida, media botella de lo mismo. Como tiene unos dieciocho grados acabo medio “enfilado”. No tengo que conducir y puedo irme a la cama a dormir con la “mona”, como diría Quevedo. Me despierto a las seis. Me encuentro bien y consulto los mapas de carretera para distraerme un poco. Veo que Cabra está cerca, a ocho kilómetros, y creo que debo ir allí para ver si hay alguna estatua de Valera. Acierto. La hay. En su parque está el busto del escritor, en piedra, con la cabellera casi ye-ye. Azorín, en uno de sus libros, dice que Don Juan era muy mujeriego. Allá él, en el pecado llevó la penitencia.

Retorno a Lucena y paseo por el pueblo. Me acuesto. Y ya, en la cama, ceno a mi modo.

No se ve nada cuando me levanto. Y con los faros encendidos me voy a Montilla. Antes paro y examino algo Aguilar de la Frontera. Ya, en Montilla, en el parque, noto que hay una estatua. Es del Gran Capitán, hijo distinguido del pueblo. Y en una iglesia está enterrado el beato Juan de Ávila. “Varón integérrimo”, dice su lápida.

Son las nueve de la mañana. Y en la bodega Alvear suenan los chirridos de las puertas que se abren. Es la hora de comenzar el trabajo. En la oficina digo lo que quiero y un alto empleado se pone a mi disposición para acompañarme por las dependencias. He aquí una bodega “último grito” en la preparación depurada del vino. Todo está limpio, impecable. Y cada cosa en su sitio. Los obreros van y vienen en su labor con tal orden y diligencia como si estuvieran en una colmena. Al final se me obsequia en una sala con copeo. Casi tengo que ponerme de rodillas para suplicar que no me den tantas pruebas. No olvido que tengo que conducir. A la salida, ya en la calle, hay una tienda de la casa que vende garrafería y botellería. Compro una caja de botellas y algo más. Son vinos de distintos tipos, incluyendo el dulce de Pedro Ximénez.

También voy a la casa Cobos. Me atienden muy bien y compro otra caja. Y me regalan un folleto del jefe y director de la misma que se titula El vino de la verdad.

Me voy de Montilla. Vuelvo a pasar por Aguilar y, sin saber cómo, me veo metido en Moriles. Moriles es un pueblecillo que está muy bien y blanco como el sobrepelliz de un cura. En una casa grande hay un letrero que dice Bodegas Cruz Conde. Pero no entro. En torno a Moriles el paisaje es, para mí, sobrecogedor. Todo. Los viñedos son de oro. Y los olivares verde plata. Sencillamente.

Vuelvo a Lucena. Visito la casa Víbora y hago mi compra de muestras. Me fijo especialmente en un vino “Ana María”. ¡Vaya señora! Aquí me atendió con amabilidad un hijo del jefe. Es un joven de unos treinta años. Me dice que hace poco se casó y, en su viaje, estuvo en Asturias y pasó por la ría del Eo.

Son las doce y media. Y quiero ir a comer a Baena. Me detengo otra vez en Cabra y recuerdo que aquí estuvo, casi dos años, Cervantes. Tendría a la sazón doce y trece años. Un tío suyo ejercía un cargo y con él vivió.

A la salida de Cabra un joven me hace auto-stop. Se justifica. Quiere ir hasta Doña Mencía, donde ejerce la profesión de panadero. Había venido al médico a Cabra y se levantó, como todos los días, a las dos de la mañana. Quiere dormir por la tarde. Doña Mencía es una villa blanca, hermosísima

Del monte
en la ladera

. . . . . .

Doña Mencía me da la impresión de que se dedica a “sus labores” vestida de novia…

Estoy en Baena. Entro subiendo una larga calle. En la plaza hay un guardia municipal tocando el silbato para ordenar el tráfico. No sé por qué me parece un árbitro que pita las faltas de los choferes.

Como. En el restaurante me sirve una mujercita joven y guapa. No le dije lo que me hubiera gustado decirle… Me callé por razones de “estado”. Del mío.

Prosigo mi viaje. El paisaje y las tierras son ondulados. Olivos, olivos, olivos. Y más olivos. En las tablillas que ponen los camineros a la entrada de los pueblos leo, sucesivamente, Alcaudete, Martos, Torredonjimeno, Torredelcampo… En los pagos de olivos y en los viñedos hay, aquí y allá, casitas blancas, quizá para guardar aperos o controlar la vigilancia. ¿O es que en esas casitas viven ermitaños con sus gallinitas y todo? Si es así, me haré ermitaño andaluz.

Bueno, estoy en Jaén. Lo primero que veo es, allá arriba, el castillo de Santa Catalina. ¿Habrá en él, todavía, una jovencita noble, hermosísima, torturada y llorosa que espera a su doncel que se fue a la guerra, al servicio de su rey, para conquistar tierras de moros? ¿La hay, de veras? Pues yo le digo: No seas tonta. Tienes una ilusión honda, noble, bella… ¿Qué más quieres? ¿Qué te crees tú que es un marido?

Aparco, como sea. Y doy una vuelta por el pueblo, empinado y aceitunero. Y tomo café. Y compro fruta.

Ahora, al anochecer, me encuentro en Valdepeñas, en la plaza, frente a las casas consistoriales. ¿Qué compro? ¿Qué voy a comprar? Vino. Que es, por su sabor, de postín.

En el Albergue de Turismo de Manzanares, ya de noche, me quedo a dormir. Veo que por los pasillos y en la cafetería todo el mundo, señoras y señores, habla francés.

– ¿Qué ocurre? – le pregunto a la señorita del bar.

– Son franceses. Vienen a cazar a la Mancha.

Me acuesto pensando que, al día siguiente, debo amanecer en Daimiel. Y, efectivamente, amanezco. Todo está cerrado, naturalmente. Ando de un lado para otro. Hago tiempo. Pero a las nueve y cuarto entro en la cooperativa vinícola. Es enorme. Y moderna. Saludo al director, señor Salazar, quien, amable mente, llama a un experto para que me enseñe las bodegas y su contenido. Primero me lleva al pabellón de fermentaciones. Hay infinitas tinajas, enormes, de cemento, en hileras. El mosto “hierve”. Tengo cierto miedo.

– Oiga amigo, ¿el ácido carbónico que se está produciendo no puede hacernos “pupa”?

– No hay cuidado. El ácido carbónico pesa más que el aire. Y está cayendo al suelo. Pero de rato en rato, cada media hora, ponemos en movimiento los ventiladores para echarlo a la calle.

– ¡Ah, bueno!

Nos movemos de un lado para otro. Y me lleva al fin, para que vea las cámaras frigoríficas para conservar vinos. Todo está nuevo, en su punto. Y, al final, adquiero botellas Clavileño y clarete Don Quijote.

Salgo, al terminar, para Yepes – ya en Toledo -. Y antes paso por Puerto Lápice, Madridejos y Ocaña. En Yepes me recibe un joven enólogo de las bodegas Serrano. El vino típico del pueblo es blanco. Y realmente bueno. Mi nuevo amigo me regala unas botellas. Hacía ya seis años que yo estuviera pintando en Yepes.

La mañana es soleada, con una claridad meridiana. Cruzo Aranjuez con cierta prisa. Quiero detenerme en Colmenar de Oreja para adquirir su vino. Y me detengo frente a la plaza del pueblo. ¡Gran plaza! Es rústica, sobria, maravillosa. Puro jugo castellano. En una de las casas, sobre la puerta, leo Vinos Mesa. ¡Qué bien! Arrimados a la barra del despacho hay un guardia municipal y dos paisanos. Huele a pescado. Cada uno de ellos tiene su “merluza” más que respetable. Se tambalean, les brillan los ojos. Al saber que quiero vino para llevar a Asturias se emocionan:

– ¡Viva el vino de Colmenar! – dice uno.

– ¡Viva! – coreamos los demás.

El chico de la tienda me llena una garrafa y me pone en una botella otro litro más. Se trata de un vino blanco muy inclinado a la amarillez. Al pagar le pregunto al chico:

– ¿Tienes novia?

Se pone colorado y dice:

– No, señor.

Esos colores los estimo como prueba de que no dice la verdad. Y le doy una propina para que le compre a su amada unos caramelos.

– Gracias, señor.

Y se ríe de gozo.

Yo, como Celestina, siempre que puedo fomento el amor.

Dos de los contertulios me dan la mano muy efusivos. El guardia municipal, tal vez en representación del pueblo, me dio un abrazo.

¡Viva Colmenar de Oreja!

A cuatro kilómetros está Chinchón. Como lo conozco no me detengo. Otro pueblo me encuentro. Es Morata de Tajuña. E incorporo a mis equipajes más vino. Y, con el apetito de ordenanza, llego a Arganda. En una panadería, antes de comer, compro mis botellas de vino. ¿Blanco? ¿Tinto? De los dos. Salgo a la carretera Madrid-Valencia y, a tres kilómetros, en el restaurante Maspalomas, como.

Ni copa ni puro. Un pitillo, a secas, de Ducados. Y me voy como los ángeles. Como no quiero pasar por la villa y corte, enfilo la carretera de Alcalá de Henares. Paso por Loeches. No sé por qué me parece que aquí está enterrado el Conde-Duque de Olivares. Y esto trae a mi memoria a Felipe IV, a Doña Mariana con su guardainfante, a Velázquez.

En Alcalá, como hay Universidad, no paro. Considero que ya sé bastante para ir “tirando” por la vida.

Atravieso Daganzo, Cobeña, Torrelaguna… Subo una cuesta gorda y llego a Lozoyuela, donde empalmo con la carretera Madrid-Irún. Esta es buena, ancha y por ella voy viento en popa. Llego, cuando anochece, a Aranda de Duero. Doy, más tarde, una vuelta por el pueblo y, en una plaza, veo una estatua en mármol de un hombre con toga. ¿Abogado? ¿Fiscal? ¿Juez? Nada de eso. Un político, Arias de Miranda. ¡Ya me extrañaba a mí!

Por la noche, serían las nueve, en el Albergue donde estoy, hago que la chica del bar me llene el termo de café con leche. Lo hace. He de desayunarme muy temprano, como siempre. Le dije a la joven que me sirve si creía en el amor, y me dijo que sí. Y no me extendí en más consideraciones. No hay quien me quite de la cabeza que yo soy misionero de la cosa amorosa…

Como nunca se me pegan las sábanas me encuentro en la calle con el alba. Voy por la carretera de Aranda a Valladolid. Pero no pasaré de Vega-Sicilia, en el ayuntamiento de Valbuena de Duero. Vega-Sicilia es una finca hermosa. Tiene mucho arbolado en su torno. En ella se elaboran vinos tintos de cosecha propia. El bodeguero Don Matiniano Renedo me enseña lo que hay. He aquí una bodega de artesanía refinada. Claro que artesanía refinada es, sencillamente, arte. Salgo satisfecho. Y paso a Peñafiel. Visito una vez más la Cooperativa del Duero.

Ahora voy a la Horra. Demetrio, el bodeguero de la Cooperativa, me obsequia con un clarete muy bueno.

Ya estoy en Burgos. Visito la Catedral por enésima vez. Viéndola siempre abro la boca de admiración. Yo también soy, allí, un Papamoscas. Voy al paseo del Espolón y veo alguna burgalesa hermosa. Siento la emoción histórica de encontrarme en la capital de Castilla. Me acuerdo, y quién no, de San Fernando, del obispo Mauricio, del Cid, de Doña Jimena, mi paisana, de Doña Elvira, de Doña Sol…

Salgo de Burgos. Y enfilo la carretera de San Domingo de la Calzada, que es, al revés, camino de Santiago, y llego a la histórica ciudad. El Parador de Turismo es un antiguo monasterio y tiene un vestíbulo con la mar de cosas de valor artístico. Antes de irme a la cama me siento en una butaca de tal vestíbulo y doy rienda suelta a mi imaginación, me creo que soy un monje de la Edad Media, que desempeño un papel importante y que, a lo mejor, llego a beato… Y etcétera, etcétera.

Lo de siempre, tengo que madrugar. Pido la cuenta y resulta que el recepcionista es amable y abierto. Estuvimos media hora de palique. Y salgo con dirección a Puente la Reina, en Navarra. Me proveo de vino y vuelvo hasta Haro. Y subo al puerto de Herrera y qué sé yo…

Cuando falta poco para dar la una estoy pasando por la Brújula. Y me encuentro, de nuevo, en Burgos. Como, realmente bien, en la casa Ojeda y salgo pitando. Recuerdo, al atravesar Villasandino, que de aquí era el célebre monje de la trapa de Dueñas, el hermano Rafael. Y veo, además, Melgar de Fernamental, Carrión de los Condes y Sahagún. Aquí, en Sahagún, se me antoja comprar un pan castellano, que es muy rico, para llevar a mi familia. Voy a una panadería y noto que está cerrada. Una mujer vecina que me vio me dijo:

– Si va usted a ese portal – y me señala uno – y grita, señora Pepa, lo despachan.

Y voy.

– ¿Señora Pepa?

Y la señora Pepa baja y me despacha una “libreta” redonda como un LP.

En el camino que sigo encuentro pueblos: Gordaliza del Pino, Mansilla de las Mulas, donde vivió la Pícara Justina… Cuando el sol se ocultaba estoy bajando el puerto de Pajares.

Es decir, que llego a Asturias.

Hay vino en Asturias

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

Es posible que haya mucha gente por España que no sepa que en Asturias hay vino. Pues sí, lo hay. Se produce en tres zonas. En Pelorde y Pesoz, en la cuenca baja del Navia, en San Antolín de Ibias y sus contornos, y en Cangas de Narcea y pueblos de su Ayuntamiento.

Al objeto de tomar el pulso a esos pueblos por su producción vitivinícola, un día de septiembre último – 1970 – resolví hacer un viaje de conocimiento. Tomé, en Navia, la carretera de Grandas de Salime y, a unos cincuenta kilómetros, está Pelorde. Poco después, Pesoz. No me detengo mucho. Esta zona la conocía de antiguo. En Pelorde hace vino Pepe de Barcia. Y en Pesoz, Álvarez Linera.

Ahora viene lo bueno. Llego al puerto del Acebo, ya dentro de la provincia de Lugo, doblo a la izquierda y me meto por el municipio de Negueira de Muñiz. Hay nieblas y, además, llueve. Y la carretera, de algún modo hay que llamarla, es estrecha y pésima. Cruzo un puente sobre el río Navia y entro de nuevo en Asturias. Me detengo en Marentes y visito a un vinícola, José Antonio Fernández Arias. Me recibe encantado y me obsequia por todo lo alto.

Más tarde paro en San Antolín y en Cecos. Y “veo” sus viñedos y sus vinos. Y subo un puerto de 1.315 metros. El Couño. Y aquí me detengo a hacer meditaciones un poco filosóficas. Las montañas asturianas son más bien montañas rusas…

Bajo el puerto, por el otro lado, y me doy cuenta de que, a la derecha, hay un bosque fantástico. Es Muniellos.

Llego a Ventanueva, y respiro. Ahora la carretera parece una sala. Más abajo está Cangas de Narcea, donde me detengo a comer con vino del país. Y hago algunas visitas.

Los vinos asturianos tienen un denominador común. Son flojos. Pero hay tinto y blanco. Y no está comercializado. Cada productor lo hace para sí y, acaso, para algún amigo. Y de ahí no pasan. Pero noto en los cosecheros su afán de pervivir. Quieren mantener una tradición.

Se cultivan en Asturias algo así como ochocientas hectáreas de viñedo.

Ciertos vinos catalanes

Vino, amor y literatura

Publicado en: Vino, Amor y Literatura (1971)

En el mes de septiembre de 1967 se me ocurrió dar un paseo turístico por Cataluña. Al acabar de comer en Igualada tomamos – me acompañaban dos hijas – la carretera de Vich. Aquí hay bastante que ver y que comer. (Me refiero al salchichón). En Moyá nos detenemos. Y es que en esta villa, en cierta ocasión, el doctor Marañón pronunció una conferencia Sobre el árbol o algo parecido.

En Ripoll, en el Monasterio, hay un pórtico que compite con el de Santiago de Compostela.

En Olot, a donde llegamos por la tarde, estaban de fiesta. Era el 8 de septiembre. Y vimos la procesión y el desfile de unos caballitos saltarines que, naturalmente, no conocíamos. Y también vimos su museo de pintura.

En Bañolas, al día siguiente, cuando el sol salía, en torno al lago, todo era paz y belleza.

Entramos de “arribada” en Rosas. Y aquí decidimos “limpiar fondos” durante tres días.

Como el tiempo era estupendo y la playa ad-hoc, los tres nos bañamos en aguas de Rosas.

Pero otro día se me antojó dar un paseo por la zona vitivinícola del Alto Ampurdán. En Perelada encontré unos vinos, de mesa y espumoso, que no sé cómo encarecer. Bien. Si algún día se le ocurriera a Sofía Loren venir a España para conocerme – y me temo que no va a venir – yo la invitaría a comer una fabada asturiana con vinos de Perelada. Tengo la seguridad de que, después de conocerme a mí y probar el convite dicho, volvería a Italia haciéndose cruces…

Los pueblos de la Costa Brava estaban atiborrados de turismo internacional.

En Barcelona me emociono un poco. Recuerdo que, de chaval, estuve allí viendo la Exposición Internacional. Ya ha llovido. Alguien me dice si conozco los vinos de Alella. Tengo que confesar que no. Pasé muy cerca y no lo sabía. Pero remedio la cosa comprando unas botellas en una tienda. Debo ir a Alella en otro viaje. Vale la pena.

Estuvimos en Villafranca del Panadés, Valls, Santa Creus, Montblanch, Poblet… En todos estos lugares adquirí vinos para “estudiar” en mi laboratorio particular.

Nosotros, en Covadonga

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 20-9-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)

La villa de Navia o, mejor, un nutrido grupo de vecinos, con el Consejo Municipal al frente, se trasladó a Covadonga el día de la fiesta del santuario. El Consejo iba a hacer una ofrenda a la Virgen.

Salimos de Navia el día siete de Septiembre, a media tarde, en autobús. Convenía dormir en Oviedo.

Justo Álvarez, Álvaro Delgado y yo, dentro de la comunidad, formamos rancho aparte, si así se puede decir. Justo tenía provisión de fondos. Él era el encargado de pronunciar esa frase que tanto hay que repetir en los viajes ¿Qué se debe aquí?

La noche del siete al ocho fue de aúpa. Relámpagos y truenos perturbaron nuestro buen deseo de dormir tranquilos. No pudo ser. A las siete de la mañana del ocho, al amanecer, cuando cogimos el coche para reanudar nuestro viaje, llovía a cántaros. El cielo estaba encapotado, el día de verdad triste.

Nuestro ánimo estaba de capa caída. Esperábamos un día malo. En Pola de Siero llueve. En Nava llueve menos. En Infiesto nada. Cuando llegamos a Arriondas… hacía sol.

En esta villa nos apeamos. Eran las nueve de la mañana. Solicitamos en un bar sendos cafés y bocadillos. Estos llevan dentro unas ruedecillas de lomo que saben a gloria. Nuestro ánimo empieza a elevarse. Indudablemente hay un enlace entre el cuerpo y el espíritu. De la panza sale la danza…

En Cangas de Onís se afirma el buen día. Las nubes oscuras se han ido volando… El sol luce. Los viajeros de nuestro coche, entre los que van bastantes mujeres guapas, cantan y ríen.

En este lugar confluyen varias carreteras. Coches de diversas procedencias se ponen unos delante y otros detrás del nuestro. El camino está lleno de curvas. El viaje se hace ahora lentamente. Pero no tardamos en ver, en lo alto, las agujas de la basílica.

¡Covadonga!

Hay bulle bulle de gentes de diversa condición: aldeanos, seminaristas, guardias civiles, canónigos… Por el túnel que lleva a la cueva, entran los romeros, los devotos de la Santina. Las mujeres, como siempre, cubren sus cabezas con pañuelos de mano arrugados. Se les olvidó el velo…

Álvaro, Justo y yo queremos ver más, queremos subir a las cumbres donde están los lagos: el Enol y el Encina. Conseguimos un coche pequeño. Y a ellos vamos. Una carretera de doce Kilómetros, agreste, empinada, curva va curva viene, nos lleva allá. Pero hacemos parad: s a cada paso. Hay desde cualquier parte mucha visibilidad. El sol se ha consolidado. Respiramos con verdadera ilusión. Vemos el monte Auseva, debajo del cual está la Cueva. En frente suyo otro monte, el Ginés, muy alto. En su cima tiene una cruz de palo. Y, al fondo, en medio, sobre una loma, la basílica. Sus torres, dos, terminan en punta.

Pienso, un momento, en lo que a través del tiempo he leído. Aquí, en este escenario, tuvo lugar la gesta heroica, decisiva para España. El inicio de la Reconquista. Bullen en mi mente nombres y más nombres. Pelayo, Alkamán, Don Oppas…

Los autores árabes nos hablan de que Pelayo con treinta hombres y diez mujeres en los huecos de aquellas peñas, resistieron los persistentes embates de los honderos y saeteros de Alkamán. Y que esos hombres y esas mujeres se alimentaban de miel que las abejas fabricaban en las hendiduras de las rocas. ¿Historia? ¿Leyenda? El argumento es hermoso. Me quedo con él.

Cuando faltaban unos cuatro Kilómetros para llegar a los lagos, vemos una mujer sola, joven, que sube a pie por la carretera. Despierta nuestra atención. Álvaro, siempre oportuno en las cortesías, la invita con la mano subir a nuestro coche. Y ella acepta.

– ¿Va a los lagos? – Sí, claro. Es una mujercita bella. Y simpática. Y que sabe mucho.

– Aunque sea indiscreta la pregunta, por favor. ¿Quién es usted?

– He estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, de donde soy. Ejerzo el periodismo. Me llamo María Paz Salas.

– Gracias. Y Álvaro corresponde diciendo quienes somos.

– Nosotros tenemos ideas confusas acerca de los hechos históricos que ocurrieron por estos lugares. ¿Quiere usted hablarnos de esto?

– Con mucho gusto. Sánchez Albornoz opina esto… Américo Castro lo otro.

Y así, como quien no quiere la cosa, con gran sencillez, María Paz nos da la más inesperada y peripatética de las lecciones.

Avistamos el primero de los lagos, el Enol, y, desde el coche mismo, despacio, lo vamos viendo. Seguimos. Detrás de una montaña a no mucha distancia, está el otro lago, el Encina. En torno a éste hay un amplio campo en el cual pastan ovejas y vacas. Tiene ese campo verde, pequeños oasis, como si dijéramos de tojos y gancelas muy bajos, en flor. La de aquellos es amarilla. La de estos es color escarlata. Como el manto que le pusieron a Don Quijote en casa de los Duques.

El lago Encina es, por su belleza, un encanto. Sus aguas aparecen limpias y puras. Tal vez es agua de nieve. Y nieve se ve en una montaña imponente que está al otro lado. Es la Peña Santa.

En el lago flotan unos cuantos pájaros palmípedos. De vez en cuando se somormujan. Irán al fondo de las aguas a buscar el pan nuestro—de ellos—de cada día.

¡Qué bien se está por allí! María Paz se fija en las matas con florecillas. Justo, con sus prismáticos, mira y remira por todos lados. Y Álvaro saca fotos.

Las vacas, pequeñas, peludas, de raza casina, pastan las hierbinas que pueden coger del suelo. A veces con sus terneros se cansan, se acuestan. Ellas darán después poca leche. Pero rica, muy mantecosa.

No hay viento ninguno por aquellos parajes. Hay claridad y sosiego. Belleza y paz.

A un lado vemos una pequeña casa. En ella una mujer despacha durante el verano solamente comidas de urgencia, Picamos un poco de jamón y tomamos unos vasos de vino. Este vino es rojo, pero muy trasparente. De la Rioja.

E iniciamos el descenso. Nos llaman la atención grupos de árboles que hay entre las peñas que blanquean. Son hayas. No nos persiguen los osos, no vemos rebecos.

A la una de la tarde estamos en la explanada de la basílica. Sabemos que hubo una misa de pontifical en presencia de dos ministros del Gobierno y el Consejo Municipal de Navia.

A las dos en punto el Ayuntamiento de esta villa, invitó a una comida a las autoridades presentes y a los que fuimos buenos. Se celebró en el Hotel Pelayo. Muy bien.

A las tres y media de la tarde se inicia la vuelta. Volveremos por una carretera distinta a la de nuestra ida. Desde Cangas de Onís bajamos a Ribadesella. A nuestro lado, a la izquierda va con corrientes lentas, el río Sella. En sus entrañas tiene salmones y por su superficie reman, una vez al año, los piragüistas más famosos del mundo.

Pasamos, sin parar, per el largo puente de Ribadesella y entonces nuestro coche empieza una velocidad de retorno. Mayor, se entiende. ¿Qué se ve por estas tierras? Hemos de ver hasta Gijón prados, pomaradas con manzanas de pómulos sonrojados, maizales encandelados y muchos bosques de eucaliptus.

Pasamos por Colunga y no nos detenemos. A las seis de la tarde llegamos a Villaviciosa. Aquí, sí, nos apeamos y estiramos las piernas. En el parque, que está muy bien, hay unos árboles de corteza arrugada y muy altos. Son negrillos.

A las siete en punto tenemos Gijón a la vista. Automáticamente me acuerdo de Munuza. Una hora nos dan de asueto. Nos acercamos al muelle y vemos el palacio de Revillagigedo y la Rula. En la calle de Corrida, en la terraza de un bar, tomamos algo que nos va a servir de cena. Al final Justo entona la inevitable canción: ¿Que se debe aquí?

Salimos de Gijón ya de noche. Nuestros compañeros de coche, en el viaje, guardan silencio y… cabecean. Cuando llegamos a Navia los relojes habían dado ya las doce.

Rutas de Asturias

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-9-1959; De vuelta del Eo (1960)

En los primeros días del año último, un grupo de amigos tomamos el acuerdo de dar una vuelta por los pueblos del occidente asturiano. Queríamos pasar un día de esparcimiento y goce campero que rompiera la monotonía de nuestros quehaceres cotidianos.

Hicimos realidad nuestro deseo. Uno de los primeros días de Octubre, no recuerdo cual, amaneció con sol. Algunas nieblas se veían en lontananza, pero no parecían presagio de nada malo. No era de temer, y así resultó, que el tiempo cambiara.

Serían las nueve de la mañana cuando salimos de Navia, en coche. Los primeros Kilómetros los pasamos a velocidad. Nos eran muy conocidos los pueblos. Así pues, pasamos rápidamente por Cartavio, La Caridad, Valdepares, Tapia, Serantes, etc., etc.

Poco después de Barres, a la altura de la Linera, paramos: Y desde allí vimos el castillo de Donlebún a la derecha. Y, de frente, Castropol y Ribadeo que coqueteaban con las aguas azogadas y apacibles de la ría del Eo. A la izquierda se veían Salías y el Esquilo.

Seguimos. Pero haciendo el viaje más lento. Nos detenemos en Vilavedelle y vemos la hermosura de la ensenada que llega a Fabal.

Cuatro Kilómetros nos faltan para llegar a Vegadeo. Pero antes atravesamos Fondón, en Río de Seares.

Vegadeo. Tomamos un refrigerio. Y nos metemos por una ruta totalmente desconocida para todos. Vamos a ir a Taramundi. La carretera arranca de Vegadeo casi en llano hasta llegar a un lugar con molinos de agua, donde empieza una larga cuesta, varios Kilómetros, que llega hasta cerca de Ouria. Subiendo vemos a un lado Las Cruces y Ferreirameón. Al otro, Fuente de Louteiro y Cereigido. En las laderas de los montes y en las hondonadas por donde pasa el río Monjardín, hay una vegetación nutrida, que, por fuerza de la estación, empieza a amarillear. El paisaje, con el sol de la mañana, es delicioso. Las crestas de las montañas van desnudándose. Y una onda misteriosa me trae a la memoria estos versos de Góngora

 Raya, dorado sol, orna y colora
del alto monte la lozana cumbre

Antes de llegar a Ouria, cruzamos la Sela de Fabal. Pero en Ouria nos detenemos y sacamos una foto de la iglesia del pueblo. Sabemos que de esta y de su archivo, está haciendo lúcidos estudios un sacerdote de Vegadeo, D. José Rodríguez Fernández.

Después de Ouria, a poca distancia, nos encontramos con el Castro. El paisaje y los pueblos que ahora vamos viendo, toman un tinte distinto de lo visto antes de Vegadeo, lo que se llama, por la proximidad al mar, La Marina. Las casas que encontramos son más oscuras, algunas sin encalar, más rústicas, pero de una belleza incomparable. Aquello parece burilado al aguafuerte.

Atravesamos la Sela de la Entorcisa y pasamos, dejándolo a nuestra izquierda, un pueblo al descubierto, alegre, Bres. Poco después la carretera tiene un puente. Debajo se desliza el río Cabreira.

Seguimos la carretera con muchas curvas y vemos árboles sin cuanto, castaños, robles, nogales… Y encaramándose hacia las alturas, tojos, carqueixas y queirotas.

Llegamos a un lugar donde el horizonte se ensancha. Las montañas parece que se abren. Vemos hacia allá una iglesia de torre alta, con el caserío en torno, ¿Qué es aquello? Lo adivinamos. Taramundi. Alto el coche. Una foto.

Taramundi no es un pueblo grande pero tiene mucho carácter. Habíamos oído hablar tanto de Taramundi. Pero no nos defrauda, no. Vimos su iglesia y, un poco más arriba, un parque de robles. Solo robles. Una joya.

He aquí al famoso Taramundi, el pueblo que hace navajas y las manda a medio mundo. Le dedicamos una hora. Y con gran contento. Pero hay que irse. Vamos, siguiendo la carretera, hacia Galicia.

El paisaje es más espacioso, la carretera mejor, más cuidada. Pero la belleza sigue de dueña y señora. No se nos oculta. Atravesamos Vega de Zarza y, un rato después, Conforto. Conforto es una aldea rica. Se ve.

Cuando todavía no lo esperábamos, nos encontramos con una villa grande y de mucha importancia comercial. Es Puente Nuevo.

En este lugar estaban de fiesta. Nos apeamos y nos sentamos en la terraza de un bar. En frente, en un quiosco provisional, una banda de música toca pasodobles animados. Muy bien

Hemos de ir a comer a Ribadeo. Tenemos que marchar. Bajamos por una carretera de delicia. El río Eo nos acompaña a la derecha. Sus aguas son claras y, a veces, en las cascadas, blancas. Hay gran cantidad de árboles esparcidos o apretados. Los pinos y los eucaliptos son los amos. Pero en realidad, hay de todo. Pasamos por las cercanías de San Tirso sin detenernos. Y más abajo, Abres. Brisas con olor a mar penetran por las ventanillas del coche. Porto. Los llanos de Reme. Hacia la derecha, juncales. En la ría, se percibe la serenidad y opulencia de la pleamar.

Ribadeo. Una hora para comer. No más. Y con el pitillo en la boca, vamos al Faro. Desde Ribadeo al Faro hay una magnífica carretera que tendrá dos o tres Kilómetros. Desde ella, que está a buena altura, se ve como la ría del Eo le da la mano al Cantábrico. Y por otro lado, en tierra asturiana, Figueras, pueblo de recia tradición pesquera.

El mar, ese día y a tal hora, estaba tranquilo. Pero tenía las rugosidades necesarias para que no fuera espejo. Su color era azul plata. Y una bruma ligerísima lo unía con el cielo. No había raya de horizonte ¿Para qué?

Inmediatamente regresamos a Asturias. En Vegadeo preguntamos por D. José, el sacerdote escritor. Lo encontramos. Y conseguimos llevarlo con nosotros. Ahora vamos por la carretera de Piantón.

Y llegamos a Sestelo. Es preciso pararse y ver cómo anda aquello. Hoy está mejor que nunca. El embalse del salto, rodeado de mimbreras, con aguas limpias, tersas, parece algo así como de cuento de hadas.

Dejamos este sitio con pena. Pero es preciso seguir devorando hermosuras. Un ramal de carretera nos lleva por Añides y Penzol. Y nos encontramos, algo más arriba, que no podemos seguir. La carretera se acabó. Llegamos al campo del Couselo.

Er el Couselo, sin apenas darnos cuenta, estamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. Desde allí vemos las huertas de la Cabanada, y Brañatuille.

El sol nos deja, declina. Hay que bajar. En Montealegre doblamos y cogemos la carretera de Meredo. En este camino y subiendo hacia la izquierda D. José nos señala un monte, y dice que allí estuvo, hace siglos, el castillo del Suarón. El tiempo lo borra todo. No hay rastro de nada. En ese momento solo se veían en el histórico monte, un par de yeguas comiendo tojos y tocando la choca.

Meredo es un pueblo plácido, bien situado. Visitamos su iglesia. Al subir al coche vemos dos cazadores que bajan del monte. Nos saludan. Son Rivera y Antuña. De Vegadeo. Cada cual trae un ramillete de perdices muertas. Estamos entre luces. Y todavía tenemos que ir a Presno. El Sr. Cura de este pueblo con toda amabilidad nos enseña también su iglesia, que es, por todos conceptos, interesante.

Son las ocho y media. No se ve ya. Estamos rendidos, agotados. Y no por cansancio físico, muscular. Nuestro cansancio es cerebral. Hemos visto, de cerca o de lejos, infinitas cosas dignas de atención.

El viaje fue bien aprovechado. A las diez de la noche llegamos a Navia. Cenamos.

Y nos vamos a la cama.