El erizo y la liebre

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 11-7-1959

(Cuento de tradición oral)

Una liebre y un erizo se encontraron. Éste hacía tiempo que estaba picado por la fama de corredora que aquella tenía en toda la vecindad. Pero en un arranque de audacia le dijo:

– Liebre, te apuesto cinco duros a que corro más que tú. Vamos una carrera.

La liebre abrió los ojos desorbitadamente, al principio: Pero después se reía encorvando sus bigotes, esos bigotes finos y largos que tienen todas las liebres, y dejaba ver sus dientes blancos como espuma de leche. Le contestó:

– No hay inconveniente. Acepto la carrera ¿Cuándo la celebramos?

– Mañana, si te parece.

– Bien.

Se fueron cada uno a su casa. El erizo habló con su esposa, la eriza, de esta manera:

– Óyeme querida mía, hoy hice una apuesta con una liebre a que corro más que ella.

– ¿Estás loco?

– No, hermosa mía. Fíjate. Tú me ayudarás. Nos vamos al monte. Donde comienza la carrera me pongo yo, y donde termina te pones tú. Yo hago que salgo corriendo al empezar, pero me quedo escondido entre unas matas. Tú, en el lugar de la llegada, también estás entre unas matas. Cuando la liebre llegue corriendo, tú te levantas y dices: “Ya estoy aquí”. ¿Entiendes?

– Sí, sí. Muy bien.

Al día siguiente la eriza se fue al lugar señalado. Se escondió entre las matas. Poco después llegaron su marido y la liebre al sitio donde empezaba la carrera. Se saludaron muy cortésmente, cual corresponde a gente de finura.

– ¿Empezamos?

– Empezamos. A la una, a las dos, a las tres…

El erizo se escondió. La liebre se lanzó a toda velocidad. Pero un poco antes de llegar, la eriza salió de su escondite, y dijo:

– ¡Ya estoy aquí!

La liebre se quedó con dos palmos de narices. Le parecía imposible. Y dijo:

– Otra vez. Vamos a repetir en sentido contrario.

– Me parece bien – añadió la eriza.

A la una, a las dos y… a las tres.

La eriza se escondió. La liebre salió como un rayo. Un poco antes de llegar el erizo salió de las matas, y voceó:

– ¡Ya estoy aquí!

Y añadió:

– Dame los cinco duros.

– Toma. Pero ¿me concedes la revancha?

– Ya lo creo.

A la una, a las dos y a las tres…

Pero cuando la liebre llegó al otro lado cayó muerta, reventada.

Entonces se reunieron el erizo y la eriza y se marcharon del brazo.

Y fueron felices.

Y comieron perdices.

Y a mí no me dieron.

La hormiguita y el ratón

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. Julio-1959

(Cuento de tradición oral)

La Hormiguita era muy buena y hacendosa. Un día barriendo su casita se encontró una moneda de oro. Y se dijo: Si compro avellanas, todo son cáscaras; si nueces, cáscaras. Si compro manzanas, todo son pellejos; si peras, lo mismo. Resolvió, al fin, comprarse cintas de colores para ponerse guapa.

Yo con ellas, se puso en la puerta de su casa, muy contenta.

Y pasó un ratón. Dijo:

– Hormiguita, que guapa estás ¿Te quieres casar conmigo?

– Sí, quiero.

Y se casaron.

De vuelta de la boda ella se puso a trabajar. Puso en el fuego lo olla para hacer el caldo. Y metió en ella el tocino.

– Bueno, le dijo a su marido, ahora voy al mercado pero, cuidado, que no se te ocurra ir a la olla a comer el tocino. ¿Me entiendes ratoncito mío?

La hormiguita se marchó. Pero el ratón no pudo resistir la tentación. Y se fue a la olla. Y, como era de suponer, cayó dentro. Y, desde ella, gritaba…

Pasó un pajarito. Lo oyó. Y como no podía salvarlo cortó el pico. Se fue volando y encontró unas palomas. Dijeron éstas:

– Que has tenido pajarín que cortaste tu piquín.

– Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, y yo como pajarín corté el piquín.

– Pues nosotros como palomitas cortaremos nuestras alitas.

Y se fueron al palomar. Éste dijo:

– Que ha pasado palomitas, que cortasteis vuestras alitas.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martinez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín y nosotras como palomitas, cortamos nuestras alitas.

– Pues yo como palomar, me echaré a rodar.

Y se fue rodando. Llegó a las fuentes. Y estas dijeron:

– Que ocurrió palomar que te echaste a rodar.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín, las palomitas cortaron sus alitas y yo como palomar, me eché a rodar.

– Pues nosotros como fuentes secaremos nuestras corrientes.

Y las secaron.

Vinieron las hijas del rey con sus cantaros de plata a buscar agua. Al ver que las fuentes no la echaban, dijeron:

– Que os pasó, fuentes que secasteis vuestras corrientes.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín, las palomitas cortaron sus alitas, el palomar se echó a rodar, y nosotras como fuentes secamos nuestras corrientes.

– Pues nosotras como hijas del rey cambiaremos nuestros mantos blancos por mantos negros.

Se fueron. Su padre, el rey, al verlas así, dijo:

– Que os pasó, hijas mías, que así venís.

– Que Ratón Pellado cayó en la olla y Hormiguita Martínez suspira y llora, el pajarín cortó el piquín, las palomitas cortaron sus alitas, el palomar se echó a rodar, las fuentes secaron sus corrientes y nosotras como hijas vuestras, cambiamos los mantos blancos por mantos negros.

– Pues yo como rey quitaré los calzones y echaré a correr.

Y así lo hizo…

Navia, julio 1959.

La raposa

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 30-5-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

Una vez era una raposa que vivía en el monte. Y en él tenía también a su familia. La componían, con ella, el raposón y tres raposines.

Vivían en una ladera de ese monte, en una cueva que estaba disimulada a la entrada por una espesura de tojos y helechos. En las inmediaciones había un prado pequeño y, en la orilla de éste, un roble corpulento. En los días de fiesta el raposón, la raposa y los raposines jugaban a la sombra del roble, en el prado.

Un día, al amanecer, la raposa despertó al raposón y a los raposines, y les dijo:

– Tengo mucha hambre y según imagino, vosotros también la tendréis. Voy al pueblo o buscar gallinas y pollitos para comer hoy.

– Muy bien – dijeron todos a coro.

Salió la raposa al camino y se dirigió al pueblo. Iba muy contenta. Tanto que se sabe que iba cantando. Lará, lará, lará… Al llegar el pueblo vio una casa buena, de labrador rico, y con una huerta grande. Y se dijo: “En esta casa debe haber buenas gallinas y pollitos bien gordos. Voy a llamar a la puerta”.

– ¡Pun, pun!

– ¿Quién llama? – dijo una voz fuerte, de hombre, desde dentro.

– Soy yo, la raposa.

– ¿Y qué milagro, señora raposa? ¿Qué quería? – contestó el señor, abriendo la puerta.

–  Mire usted buen hombre, tengo mucha hambre, mucha. A ver si hay manera de que me dé unas gallinas y algún pollito de los que tiene por la huerta.

– Con mucho gusto. Pero hoy no va o poder ser. Están sueltos y no los puedo coger, tal y cual, tumba y tamba. Vuelva mañana señora raposa, por favor. Y se los tendré todos metidos en un saco ¿Qué tal?

– ¡Oh, muy bien! Mañana mismo ¿eh? Hasta mañana señor.

Y se fue al monte triste pero al mismo tiempo ilusionada. Como tenía hambre iba comiendo moras de las zarzas de los caminos. Al llegar a la cueva contó a los suyos, que eran el raposón y los raposines, lo que había pasado. Todos se resignaron con la esperanza del mañana venturoso. Y como era ya tarde, enseguida de durmieron.

Vino el nuevo día. La raposa como el día anterior, se despertó bostezando. Y con más hambre que nunca.

– Bueno – les dijo a los miembros de su familia – . Ahora me voy a buscar lo prometido. Hoy comeremos todos, hasta hartarnos, gallinas y pollitos. Seremos felices.

La raposa se fue. El raposón y sus hijos como iban a comer comida de fiesta se fueron a jugar al prado. Los rayos del sol penetraban por entre las ramas del roble y el lugar, con aquella luz brillante, era ameno, de maravilla.

La raposa bajaba por el camino hacia el pueblo con los ojos que le brillaban de alegría. Y con el rabo, espantaba las moscas que querían acercársele. ¡Ah! ¡Es nada comer gallinas y pollitos!

Muy bien. Llegó a la casa del labrador rico. Se acercó a la puerta. Y llamó.

– ¡Pum, pum!

– ¿Quién llama? – dijo la misma voz del día anterior.

– Oh, no me conoce. Soy la raposa que vengo a buscar lo que me ofreció usted ayer.

 – ¡Oh, qué alegría! – dijo el hombre. Tengo las gallinas y los pollitos metidos en un saco. Voy a buscarlo.

Vino pronto. Y entregó a la raposa un gran saco con algo que se movía dentro

La raposa cogió el saco y lo olfateó. Y dijo:

– Huéleme a can, pero pollos serán…

– Nada, señora raposa. No sea usted desconfiada. Ahí va lo mejor y más florido de mi gallinero ¡Quiquiriqui!

– Y la raposa se reía de gusto. Y con el saco al hombro se fue. E iba haciendo con la lengua, relamiéndose: Melerau melerau. Melerau melerau…

Pero tenía tanta hambre, tanta hambre, que en el medio del monte quiso comer si quiera una gallina para reponer fuerzas. Y no se le ocurrió otra cosa que abrir el saco.

¡Qué susto, Dios mío! Que ojos de espanto se le pusieron a la raposa al ver aquello. Porque amigos míos, en el saco no iban gallinas y pollitos. No iban, no. Iban media docena de perros fieros, melenudos y con unos dientes como colmillos de jabalí. Al ver la raposa, saltaron del saco afuera como tigres.

Guá, guá, guá. Guá, guá, guá. Guá, guá…

Y la raposa dio un salto y escapó corriendo, corriendo, monte arriba. Los perros la siguieron de cerca. Alguno llegó a morderle el rabo.

Decía la raposa toda agitada:

 Arriba piernas
arriba zancas
que en este mundo
no hay más que trampas

Navia, mayo 1959

Fuego a bordo (cuento)

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. 6-11-1955; Hacia la ría del Eo (1957); Presentado al I Concurso de Cuentos del “Eco de Luarca”

Amelia me quería…

No me cabe duda ninguna. Pero es preciso explicar cómo he llegado a tener conocimiento de esta verdad. El hombre debe ser sincero en todo, no sólo en las cuestiones de negocios, sino también en los asuntos sentimentales cuando, sin habérselo preguntado, se decide a hablar…

En una ocasión… Era por mayo, en la primavera, cuando los líquidos sustanciosos de la tierra dan vigor y empuje a las plantas y cuando los corazones al salir de las frialdades invernales, laten con más brío, excitados por el sol radiante y unos verdes nuevos y resplandecientes.

Yo me encontraba en el café de costumbre, al fondo, sentado a una mesa que correspondía al turno de mi amigo Manolo el camarero. En otra mesa próxima a la puerta, con su padre, había una mujer joven que a mí, a pesar de la distancia, me pareció, por guapa, interesante. Hacía ya un largo rato que yo había llegado allí y ojeaba una novela recién comprada, nueva, con olor a tinta todavía. Mi atención al ver una mujer hermosa, se desentendió de la susodicha novela. Miraba a la joven reiteradamente, pero con la discreción posible para que su padre no se percatara. La cosa no era realmente difícil si se sabe que los padres con hija, no presentan demasiada atención a los jóvenes que leen novelas en las mesas de los cafés. Ella, por supuesto, pudo darse cuenta de mis frecuentes miradas, sin que me sea posible precisar ahora hasta qué grado me correspondía. Lo cierto es que las mujeres tienen especiales condiciones para la receptividad de ese fluido que es síntoma inequívoco de una verdadera vocación de amor.

Es difícil explicar cómo, en un momento, se siente uno atraído y excitado en las fibras más íntimas de su corazón, por la presencia de una mujer a la que, probablemente, no se había visto nunca. El fenómeno se da. En la vida ocurre casi a diario.

Al levantarse la joven y su padre para irse, yo sentí miedo de perder aquel hallazgo dorado que había encontrado inesperadamente cuando trataba de enterarme de una trama novelesca, producto de la fantasía de un señor. Pero la verdad es que entonces comenzó la auténtica novela de mi vida. Ya se verá más adelante el por qué.

Como iba diciendo… Sentí un gran temor de perder aquel lirio del campo… Movido por no sé qué misteriosas fuerzas me levanté y seguí sus pasos. Doblé las esquinas de varias calles en ese seguimiento como el más diligente de los detectives. Y, al fin los vi entrar en una casa. Allí vivían. Soborné al portero y supe el nombre de aquella muchacha a quien yo, sin más, amaba. Se llamaba y se llama Generosa.

Acerca de la ilicitud o inmoralidad del soborno a los porteros para saber el nombre y otras circunstancias de ciertas mujeres que interesan por golpe de vista en la calle, habría mucho que hablar. Pero yo, por ahora, quiero evitar esas habladurías. Bien conocida es la astucia de Basilio para birlarle a Camacho la hermosa Quinteria. A propósito del caso Don Quijote dijo que en la guerra y en el amor todas las tretas son lícitas. A Don Quijote me atengo, pues.

Vuelvo al hilo del asunto. A partir de ese día Amelia, una vecina a quien yo no trataba, comenzó a rondarme, a su modo, mirándome con cierto descaro. A través de una amiga común, supe que mis ojos eran soñadores, que mi tipo era un ideal y más cosas por el estilo. Digo esto, no sin cierto rubor, pero es lo que oí. No soy yo de los que aprovechan las oportunidades para tirarse faroles. Eso, nunca.

Amelia apeló a todos los procedimientos para hacerse visible en los lugares en que yo pudiera encontrarme. Y con una insistencia para mi, agobiante. Es terrible verse asediado por una mujer que a uno no le da más ¡Es terrible!

Yo, entretanto, me movía con diligencia para acercarme a Generosa. Y una vez a su lado, declarele un amor tierno, desinteresado y tal vez eterno. Así lo creía yo. Pero ella, por razones un tanto enigmáticas que las mujeres acaso comprenden, tardó varios meses en dejarme entrever fundadas esperanzas. Como hacen todas, posiblemente.

Así, pues, al correr del tiempo llegué a hablar con Generosa. Llegué a tener oportunidades de hablarle a solas, al oído, cosa que con tanto anhelo deseaba. Llegó a ser mi novia. Llegamos a más que eso todavía ¡No habíamos de llegar! Bien sencillo, hoy somos marido y mujer. Tenemos un niño y una niña, ya creciditos. Una pareja, el ideal de todo matrimonio, por lo general. Y sobre todo de aquellos matrimonios que no quieren gastarse mucho dinero en colegios.

Cuando me casé, después de un noviazgo de años, Amelia debió perder algunas ilusiones en lo que a mi persona respecta. Esto no lo sé seguro. Es una deducción lógica fundada en presunciones ¡Cualquiera penetra en el corazón de una mujer para saber la verdad de lo que siente!

Ahora viene lo grande. El día que, en el café, yo vi por primera vez a Generosa, Amelia se hallaba también en el local y en una mesa contigua. Por lo visto, esta mujer recogió las miradas que yo prodigaba a aquella como cosa propia y prendió en su corazón una llama que yo no tenía intención de inflamar en aquel blanco, ni por asomo. Francamente, no pude darme cuenta de nada. Generosa me deslumbró en forma tal que sólo ella, como mujer, me era visible.

Ahora se la verdad, porque me dio cuenta de ella alguien a quien Amelia tuvo por confidente. Por eso me explico bastante bien el por qué ésta, en alguna ocasión, llegó a decir de mí que era un ingrato. Bien injustamente, por cierto.

¡Hay qué ver! ¡Cómo nace el amor! De la manera más extraña, ilógica e inesperada. La razón no cuenta; el cálculo menos. Uno se encuentra invadido, sin aviso previo, por el morbo de ese feroz unas veces, y delicioso, otras, misterio.

Hoy Amelia también está casada. Y con un “americano” con coche nada menos. Vive en un país tropical. Pero viene a pasar temporadas aquí.

Nunca la olvidaré.

¡A Generosa!

Por IGNACIO

Desde la otra orilla. El Varexador (cuento)

Las Riberas del Eo, Tío Pepe

Publicado en: Las Riberas del Eo 5-10-1948; EL TÍO PEPE (2000)

Largas, ben largas eran as varexas del Penelo, pero – sépase – non todas iguales. Unhas pra varexar desde baxo: as largas; outras pra varexar desde riba, subido al castañeiro: as non tan largas. Aquélas de pino, as máis das veces; éstas, ben de pagao, ben d’avellano, ben de biduro.

Todos os anos el Penelo varexaba. A xornal. Pra este, pral outro. Iba pra quen lo chamase y tuvera – xa se sabe – castañeiros. Tíase meyor que nadie entrepernado nunha cana sin agarrarse ¡Ei ta a ciencia! Se s’agarrase nun podería varexar porque pra eiste labor fain falta as maus para maniobrar coa varexa y tirar os pinelos d’arizos, si estos tán en pinelo, ou para feiryes arrestelar ás castañas cuando éstas nun arrestelan pola súa voluntá.

EI Penelo – como todo el que trabaya – queixabase del sou oficio. (En verdá que non é el de varexador un  oficio. É muito menos. Trabáyase un mes mais o menos; parte d’outubre y parte de noviembre. Así, del Penelo pode decirse qu’era un labrador que sabía varexar. Nada mais). Como íbamos decindo, queixábase el Penelo del trabayo pola roupa que se rompe, por nun poder dar gusto a todos, pois todos queren varexar al mismo tempo, y porque a un tempo vein a madruras as catañas. Todos os anos decía, al acabar a campaña, que pra outro ano habería que buscar outro varexador porque él iba pra veyo – esto decíalo desde os veinte anos – Pero era sabido: al ano volvía varexar. Y si queríades velo rabiado nun había que decirye mais qu’esto:

– A Penelo, fulano – quen fose – seique ta salindo un gran varexador.

Y respondía:

– Sàcateme de delante, nun digas eso. Ése falando con perdón, non varexa ben un pesegueiro.

¡Oh vanidad d’homes y de muyeres, qu’é tanto como decir vanidá humana, como t’apegas tamén a os varexadores!

El Penelo engarabitaba muy ben os castañeiros. Poñía a pucha, cuspía as maus, ¡y hala!, coyía el camín del cielo, acercábase a éste pero sin salir del castañeiro. Y al subir deixaba ver as didas dos pes y os calcaños, porque os escarpíus xa nun lo cubrían todo. Eran sempre os escarpíus veyos porque a sua muyer tía bon cuidado de que pra varexar non levase os novos. Mátote, si levas os novos – ye decía a muyer condo al ameicer salía prá faena -. Nun é qu’el Penelo ye tuvese medo á muyer ¡quen pensa neso! Lo mismo había feir anque a muyer nun ye dixese nada. Pero ela decíayo sempre, sempre…

El Penelo despreciaba al varexador que levaba escaleira pra subir a os castañeiros ¡Eso non é d’homes! Y él subía, engarabitaba como deixamos dito. Para este home nun había imposibles condo se trataba de varexar un castañeiro por alto ou gordo que fose. El sou gusto eran os bos castañeiros. Os pequenos… ¡bah, que los varexen as muyeres!, vía a decir máis ou menos. El Penelo era así. Nun sirve darye voltas…

Desque subía al tronco, había qu’apurrirye as varexas. A qu’él pedía. A pequena, a grande, según a largura das canas. Y tomaba posición para varexar cana por cana; entrepernado nela, as mais das veces, outras d’a pé sin agarrarse a nada y entonces parecía un páxaro visto de lonxe, un páxaro mui grande, pero, al cabo, páxaro. Pero xa que se dice todo, nun debe esqueicernos decir que era muito máis decente que muitos “páxaros” porque nunca deixóu  cayer nada que servise pra cuitar. Xa deixamos dito, y se nun lo dixemos decímolo agora, qu’el Penelo era un home y nas canas, como fora d’elas, como tal se tía.

Nunca quixo, condo varexaba, ir xantar á casa. Había que levarye a xanta al Souto porque nel tempo de varexar xa son os días pequenos y – decía – nun é agora tempo de botar siesta. Sempre xantaba caldo, as máis das veces de rabas, que ye levaban nunha cazola, con un chouricín entre él y algo máis de compango, pouco, porque nese tempo case todas as lacenas tán de folga. Despóis, unha concada de leite entriyado con pan de meiz. Al acabar a xanta, como bon cristiano, sempre decía: Vaya xa polas ánimas y pol alma de quen los plantóu (os castañeiros).

Y acababa el pito que tía empezado tras da oreya.

El Penelo varexaba de tarde lo mismo que pola mañá col mismo afán y el mismo interés hasta xa ben nun se vía. Algo máis einda que de sol a sol.

Vía cenar á casa, y de sobremesa, sempre tía algo que contar: feitos y hazañas da súa vida nel pico, y ás veces por baxo, dos castañeiros, dándoyes úa gracia qu’eu nun podo poñer aquí, porque unha cousa é el ouguilo y outra el contalo.

Unha vez – era por San Lucas – taba nel castañeirón da Ronda y, einda ben nun subira, erguéuse un vendaval qu’arrióu todas as capelas qu’había nos eiros. Quixo baxarse, pero nun se ye amañaba. Nunha d’estas veu un remolín de vento, y ei che vai el meu Penelo pol aire como un palombo. Nun lo creeredes, pero cayéu de pé. Polo menos contábalo. iQue xa era algo!

Einda contaba máis cuentos pero nun podo poñelos porque ta Pedro Cego entrando pol fornelo. Boas noites.

El Tío Pepe

Cada ocho días, doce horas de felicidad (cuento)

Caza y Pesca

Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1944

Iba solo, en «bici», siempre solo… Los domingos, su segunda «misa» oíala en los caminos de sirga del río Porcia, cuyas márgenes eran testigos de sus hazañas y heroicidades, de sus trascendentales luchas y forcejeos pescando truchas, su gran pasión. Subjetivamente, caña en mano, era enemigo de las truchas, con las cuales luchaba a brazo partido para vencerlas y conseguirlas. ¡Ah! pero objetivamente era su gran defensor y valedor. Su quijotismo era auténtico, y lo ponía a prueba cuando encontraba por las riberas de los ríos esos pescadores innobles y despreciables que apelan a procedimientos de pesca ilegales. «La caña es la única arma lícita de combate – decía -; lo otro es cobardía y traición». Más de una vez tuvo que defenderse como hombre, porque sus argumentos no convencían al pescador furtivo que hallaba a su paso.

Hablar de truchas con Villapena – tal era su nombre – era sacarlo del límite de la vulgaridad cotidiana y colocarlo en el coto de la conversación escogida y selecta. Si así se puede decir; Villapena, cuando hablaba de truchas estaba como pez en el agua. «Estando yo un día en el  puente de la Veguía, lancé el aparejo…» «En un pozo de Sueiro; nunca se me olvidará, un día luché hora y media…» Así comenzaba, y así, absorbía rápidamente la atención de quien le oyere, porque hablaba con pericia y amenidad.

Los sábados por la tarde, Villapena era un haz de nervios puesto en actividad. Subía y bajaba las escaleras de su casa, revolvía los cajones de la cómoda, donde alojaba sus útiles de pesca, con tal celeridad y estrépito que sólo serían disculpables a una persona en vísperas de boda. Antes de nada consultaba el frailuco barométrico, buscando el tiempo probable del día siguiente; en vista del resultado elegía el color de la tanza que había de utilizar; empataba, elegía anzuelos, acondicionaba el cebo y preparaba la caña. Todo, en fin, estaba en su punto a la hora de acostarse, incluso un «bocado» que su mujer le preparaba amorosamente para que comiera, a la hora oportuna, al borde del río, o la sombra de un castaño o de un aliso.

Acostábase y dormía con la cabeza más llena de ilusiones que niño en noche de Reyes. Soñaba y sentíase feliz en los sueños, porque en ellos siempre, siempre… había logrado sus mejores éxitos de pescador, a pesar de no ser pequeños los que lograba en la realidad.

Con diligencia ponía al acostarse, el despertador en la hora deseada para levantarse; pero siempre le fue innecesario, porque de costumbre se anticipaba en despertar a la hora señalada. Iba a la primera misa – la segunda ya hemos dicho dónde la oía – y tomaba su «burro», su «bici»… En ella acomodaba como podía, el cesto, la caña y el impermeable. Y ponía «proa» hacia el Porcia.

Pedaleaba optimista. Y siempre cortés, daba los buenos días a las lecheras y vendedores de piñas que venían hacia la villa a aquellas horas tan de mañana. En sus soliloquios durante el viaje, repetía eufórico: «¡Hoy seré feliz! ¡Hoy seré feliz!…»; «durante doce horas, por lo menos, no oiré hablar de partes oficiales, ni de cómo va el pleito del vecino, ni a mi mujer decirme, como todos los días a la hora de comer, que la vida está imposible, que ha subido el precio de las patatas y la carne, y que los zapatos del niño, a pesar de ser de suela de cartón, han costado ¡un tesoro! Nada de esto oiré. Definitivamente, al borde del río seré feliz ¡Feliz!»

Así huía Villapena, a todo correr, de la civilización, para refugiarse en la pesca, en el deporte de los antiguos pueblos nómadas e incivilizados.

Al llegar al valle por donde el río discurría, alojaba su «bici» en casa de un amigo, de cualquiera, pues todos los habitantes de las proximidades del río eran sus amigos, y con ellos echaba breves coloquios antes y después de lanzarse al río. Siempre preguntaba si en los últimos días había habido por allí pescadores, y siempre oía las contestaciones más contradictorias: Que no habían visto a nadie en los últimos días – decían unos -; otros, por el contrario, que el río estaba muy pescado, porque eran casi tantos los pescadores que venían por allí, como truchas había. Preguntaba casi mecánicamente, sin gran fe en las respuestas. Por hábito.

Pescaba en los sitios ya estudiados y conocidos de otras veces, escenarios de los éxitos de antaño, porque una de las bases del triunfo del pescador está en el conocimiento previo del río. Por eso temía ir de pesca a ríos desconocidos, y sin embargo, iba, aunque pocas veces, para ampliar posibilidades.

Como cada maestrillo, Villapena tenía su librillo de pesca: ese librillo que algunos pescadores ocultan «finamente» a todo el que se aproxima, para ver cómo se pesca y qué se hace para que las truchas «suban» al cesto. Pero Villapena era noble y no ocultaba sus conocimientos a quien de buena fe aspiraba a obtener el honroso título – según él – de pescador de caña.

Iniciaba sus tareas eligiendo el lado del río que le parecía más conveniente, según la situación del sol, para evitar sombras en el agua; ocultándose con gran cuidado para no ser visto por las truchas, ya que sabía muy bien que trucha que ve figura humana, es durante algún tiempo – el suficiente para que la trucha olvide – rebelde al cebo más tentador. En fin, adoptaba las prescripciones teóricas de los libros y revistas de pesca, algunas veces levemente modificadas por la experiencia y los dictados de su librillo.

Pescaba con excesiva frecuencia palos negruzcos que descansaban en el lecho del río, lo que le irritaba bastante, y, a veces, cuando los palos eran pesados, se le quedaban con el aparejo, o por lo menos con el «cristal», lo que también le irritaba por no tener abundancia en los últimos tiempos de anzuelo tan preciado. Pero todos estos sinsabores se compensaban cuando sabía ciertamente que tenía en el anzuelo un ejemplar «curioso», que se movía veloz dentro del agua en una u otro dirección. Su emoción entonces llegaba al límite, que era algo así como una mezcla de alegría y de temor. Alegría, ante la esperanza de lograrlo, y temor, ante el riesgo de perderlo. Era ése, como de todo pescador, su cénit emotivo. Ponía a contribución entonces su inteligencia, su habilidad y su técnica; pero a veces no le valía, porque las truchas tienen también inteligencia, habilidad y técnica, y en no pequeñas dosis. Y en la lucha entablada, el triunfo era alternativo: unas veces vencía la trucha, desasiéndose del anzuelo y huyendo con velocidad de rayo, y otras, Villapena. Cuando éste perdía, ¡qué decepción!; pero cuando triunfaba, ¡qué satisfacción!

En las presas de los molinos y en las cascadas, lograba Villapena grandes éxitos por ser estos puntos, como no ignora el pescador más lego, lugares casi infalibles de trucha hambrienta. Sin embargo, en los pozos de aguas tranquilas y transparentes, Villapena pasaba de largo, no osaba «tirar» en ellos, aunque viese buenos ejemplares, por no ignorar tampoco que en los pozos se «patina» con lamentable frecuencia.

De tiempo en tiempo daba tregua a sus faenas, cuando encontraba por los prados ribereños algún segador guadañero. Sacaba tabaco y ambos fumaban, adobando el descanso con conversación trivial, aunque amena.

A la hora de comer – nunca hora fija – acomodábase a la sombra del árbol que hallase más a mano, a ser posible en las cercanías de una cristalina fuente, que tanto abundan en las proximidades de los ríos asturianos, y allí comía. ¡Ah!, pero antes de nada vaciaba el cesto en el verde césped y contaba más de una vez las truchas pescadas, y hacía cábalas y conjeturas acerca de sus posibilidades de pesca en la tarde. Al par que comía, maduraba planes y pensaba qué sitios serían los más adecuados para trabajarlos y completar el cesto. Y mientras fumaba el sabroso pitillo que seguía a la comida, repasaba su equipo para tener los repuestos siempre a punto y poder reparar las averías inherentes a la pesca en la mínima cantidad de tiempo.

Ya comido, otra vez al río, sin descanso. A repetir, mejor, a superar, la labor de la mañana; pues, como buen pescador, ansiaba siempre superarse en la perfección de su deporte, no preferido, único.

Y no abandonaba el río hasta que el sol comenzaba a ponerse, retornando a su casa, como suele decirse, «entre luces», más bien de noche que de día, cansado y maltrecho físicamente por la dinámica jornada, pero, no se llame a engaño quien lea, con el espíritu levantado, entusiasta y satisfecho, lleno de íntimo gozo. Y como trofeo, el cesto casi siempre lleno de «arco iris», de los más variados tamaños, que exhibía con mal disimulada modestia, más claro, con orgullo, a sus amigos y familiares al llegar a casa. Siempre le quedaba grabada en la memoria del día una escena, un lance de pesca sobresaliente, con el que edificaba «en sociedad» el más bello poema de agua dulce.

Al calor y en la intimidad del hogar, cenaba con voraz apetito, cual niño que tomara aceite de hígado de bacalao. Y como un niño, se acostaba inmediatamente, y se dormía, rendido, sin prólogos.

Y los ángeles velaban su sueño.

Alejandro Sela

Vilavedelle, octubre 1943.

Cuento

El Aldeano, Tío Pepe

Publicado en: El Aldeano. 30-10-1931; EL TÍO PEPE (2000)

CUENTO

Poucas había que ye competisen en vestidos y en medias de seda, lo mismo que en cualquera outra cousa que fora de novedá y que chamase a atención. Cando veu a moda de cortar el pelo, ela foi a primeira que, nel sou pueblo, cortou a trenza, cousa que ye valiu a critica y’el dixome dixome d’as vecias y de case todas as suas amigas; pero bueno, esto nun tia importancia, muito mais sabendo que as que antes falaban mais pouco tempo tardaban en cortarlo. N’en verán sobre todo, taba sempre pendiente d’a modista, pois poucas festas habia en que nun houbese estrenau d’un crespon, cando menos. Esta era Josefa Méndez, mais conocida por el nombre de Pepia del Peneireiro.

Todo esto se explica sabendo que Pepia era fiya única del labrador mais fuerte del lugar. Manuel del Peneireiro y da muyer, Perpetua, muyer con a que casara porque ya encamiñara un parente que tia en Taramunde, pueblo nativo d’ela. Estos, mais dous criados que tian cuadra y criada, eran os que ocupaban a casa d’os Peneireiros, antes muy conocida en todos os contornos por a muita influenza polìtica que tia, y que siguiria tendo hoy, se nun cambiaran as circunstancias. El caserio era todo propio y’einda cobraban algunha renta, de fosros mais que nada.

Como a labranza era grande, ademais d’os dous criados que tian, nun faltaban muitas veces xornaleiros pra trabayos que, na casa d’un labrador, nunca faltan. Feir comida n’estas condiciois, era trabayo abondo pra unha sola persona; pero nun teñades medo que esta persona fora Pepia. Nada d’eso. Faguia, si, algunha cousa que se ye antoxaba y que aprendia n’os libros: franes, moñoelos y d’estas cousias asi; algún dia, cando habia muito apuro, tamen yes levaba a merenda al eiro; y el resto del tempo pasábalo vendo revistas de modas y cuidando os vestidos pra que nun y’os picara a poliya. Veinte y dous dius de aradura a cada mau y’unhos miles de rales n’el banco, permitian estos lujos y comodidades.

Con estos procedentes nun tia nada de particular que cuando se presentaba nunha festa chamara a atencion d’unhos y d’outros; y, xa ora, como eran muitos os rapaces que yes gustaba, viase muy favorecida por tanto devoto; con avellanas, refrescos y mil zarapayadas mais; pero pasábaye como con os vestidos, gustábaye variar.

Por fin houbo un que, por razois que non sei explicar y todo el mundo comprende, enreizou mais c’ous outros. Era dún pueblo de non muy lonxe, d’unha boa casa, que e tanto como decir, rico y de buena familia, y renuia todas as condiciois que fain falta pra decir, “igualan ben”.

Antes que elos, os pueblos d’un y d’outro encargáronse de dar a noticia da boda, pois d’estas cousas entéranse antes os vecius que os interesados; cheguose a falar d’a data d’ela, de que xa houbera regalos, y nun faltou quen se anoxase porque nun lo invitaran pra boda, cuando ven e que, si houbo algo, nun pasou da porta pra fora. Pero a xente e asi. Todo el que se case ten que pasar por estas ou sinon nun casarse.

Muy bon. Pasó el tempo, y con él nun pararon de abalarse as lenguas, as lenguas que fain. culto asi mismas. José Zarrado – que asi era el nombre del rapaz – seguía indo y vindo na sua besta, que comprara en Mondoñedo, fai tres anos pra San Lucas, que nun tia mais defeutos que el darse d’un pé.

El demo nun dorme. Cuando taba el pueblo calmado del bule bule que os amores de Pepia motivaran, chega d’Habana don Apapucio Méndez Carvajales, tio de Pepia, por parte del padre, quen, despois de pasar una temporada al lado d’os sous, emprende un viaje por algunas poblaciones de España. Pouco tempo despois, el cura d’a parroquia lee “primera y última”.

Algún tempo mais tarde lemos d’el periódico local: «Han salido para la Habana el rico propietario D. Apapucio Méndez Carvajales y su distinguida y bella esposa Doña Josefa Méndez. Lleven buen viaje».

EL TÍO PEPE