La raposa

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 30-5-1959; De vuelta del Eo (1960)

(Cuento de tradición oral)

Una vez era una raposa que vivía en el monte. Y en él tenía también a su familia. La componían, con ella, el raposón y tres raposines.

Vivían en una ladera de ese monte, en una cueva que estaba disimulada a la entrada por una espesura de tojos y helechos. En las inmediaciones había un prado pequeño y, en la orilla de éste, un roble corpulento. En los días de fiesta el raposón, la raposa y los raposines jugaban a la sombra del roble, en el prado.

Un día, al amanecer, la raposa despertó al raposón y a los raposines, y les dijo:

– Tengo mucha hambre y según imagino, vosotros también la tendréis. Voy al pueblo o buscar gallinas y pollitos para comer hoy.

– Muy bien – dijeron todos a coro.

Salió la raposa al camino y se dirigió al pueblo. Iba muy contenta. Tanto que se sabe que iba cantando. Lará, lará, lará… Al llegar el pueblo vio una casa buena, de labrador rico, y con una huerta grande. Y se dijo: “En esta casa debe haber buenas gallinas y pollitos bien gordos. Voy a llamar a la puerta”.

– ¡Pun, pun!

– ¿Quién llama? – dijo una voz fuerte, de hombre, desde dentro.

– Soy yo, la raposa.

– ¿Y qué milagro, señora raposa? ¿Qué quería? – contestó el señor, abriendo la puerta.

–  Mire usted buen hombre, tengo mucha hambre, mucha. A ver si hay manera de que me dé unas gallinas y algún pollito de los que tiene por la huerta.

– Con mucho gusto. Pero hoy no va o poder ser. Están sueltos y no los puedo coger, tal y cual, tumba y tamba. Vuelva mañana señora raposa, por favor. Y se los tendré todos metidos en un saco ¿Qué tal?

– ¡Oh, muy bien! Mañana mismo ¿eh? Hasta mañana señor.

Y se fue al monte triste pero al mismo tiempo ilusionada. Como tenía hambre iba comiendo moras de las zarzas de los caminos. Al llegar a la cueva contó a los suyos, que eran el raposón y los raposines, lo que había pasado. Todos se resignaron con la esperanza del mañana venturoso. Y como era ya tarde, enseguida de durmieron.

Vino el nuevo día. La raposa como el día anterior, se despertó bostezando. Y con más hambre que nunca.

– Bueno – les dijo a los miembros de su familia – . Ahora me voy a buscar lo prometido. Hoy comeremos todos, hasta hartarnos, gallinas y pollitos. Seremos felices.

La raposa se fue. El raposón y sus hijos como iban a comer comida de fiesta se fueron a jugar al prado. Los rayos del sol penetraban por entre las ramas del roble y el lugar, con aquella luz brillante, era ameno, de maravilla.

La raposa bajaba por el camino hacia el pueblo con los ojos que le brillaban de alegría. Y con el rabo, espantaba las moscas que querían acercársele. ¡Ah! ¡Es nada comer gallinas y pollitos!

Muy bien. Llegó a la casa del labrador rico. Se acercó a la puerta. Y llamó.

– ¡Pum, pum!

– ¿Quién llama? – dijo la misma voz del día anterior.

– Oh, no me conoce. Soy la raposa que vengo a buscar lo que me ofreció usted ayer.

 – ¡Oh, qué alegría! – dijo el hombre. Tengo las gallinas y los pollitos metidos en un saco. Voy a buscarlo.

Vino pronto. Y entregó a la raposa un gran saco con algo que se movía dentro

La raposa cogió el saco y lo olfateó. Y dijo:

– Huéleme a can, pero pollos serán…

– Nada, señora raposa. No sea usted desconfiada. Ahí va lo mejor y más florido de mi gallinero ¡Quiquiriqui!

– Y la raposa se reía de gusto. Y con el saco al hombro se fue. E iba haciendo con la lengua, relamiéndose: Melerau melerau. Melerau melerau…

Pero tenía tanta hambre, tanta hambre, que en el medio del monte quiso comer si quiera una gallina para reponer fuerzas. Y no se le ocurrió otra cosa que abrir el saco.

¡Qué susto, Dios mío! Que ojos de espanto se le pusieron a la raposa al ver aquello. Porque amigos míos, en el saco no iban gallinas y pollitos. No iban, no. Iban media docena de perros fieros, melenudos y con unos dientes como colmillos de jabalí. Al ver la raposa, saltaron del saco afuera como tigres.

Guá, guá, guá. Guá, guá, guá. Guá, guá…

Y la raposa dio un salto y escapó corriendo, corriendo, monte arriba. Los perros la siguieron de cerca. Alguno llegó a morderle el rabo.

Decía la raposa toda agitada:

 Arriba piernas
arriba zancas
que en este mundo
no hay más que trampas

Navia, mayo 1959

La ría del Eo. Acorde de amarillos

De vuelta del Eo, El Progreso de Asturias, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 9-5-1959; De vuelta del Eo (1960); El Progreso de Asturias. 26-1-1961

 “El Progreso de Asturias” 26-1-1961. Presentación del libro “De vuelta del Eo”.-

Nuestro estimado amigo Alejandro Sela, magnífico escritor, publicó recientemente otro libro suyo con el título que antecede. A él hicimos referencia en números pasados. Hoy nos complacemos en ofrecer aquí una de las bellas narraciones que forman parte de dicho libro. «La Ría del Eo. Acorde de Amarillos», en la que se puede apreciar la belleza del estilo en describir esa hermosa parte de Asturias, que tiene admirable cantor en el entusiasta Juez de Navia, doctor Sela. He aquí este primer capítulo del libro, del cual prometemos, de vez en cuando, publicar otras de sus bellas páginas:

La ría del Eo es algo así como una mujer guapa. Quiero decir que, poco más o menos, a veces, sin proponérselo, es coqueta. O, lo que es casi igual, que ese instinto lo lleva en la masa de la sangre.

Pero tiene momentos o días en que se muestra con gran sencillez y naturalidad. Aparece tal como es, sin afectación.

Ocurre esto en el mes de febrero y en los comienzos de marzo, en la ante-primavera. Entonces está radiante de hermosura. Y se pone ingenuamente en sus verdaderos esplendores.

Hay en ella, por esos días, una luz y un brillo no usados en otro tiempo. Vista desde una altura dominante, las tierras que alcanza nuestra mirada están hechas de finísimos remiendos de cultivos y de pradería.

Y al azar, por un lado y por otro, alternando, se ven bosques de pinos y los caseríos de los pueblos.

Los trigos, donde los hay, apuntan breves y afilados como agujas y nos dejan ver todavía las líneas paralelas de los caballones.

Los prados empiezan a esmaltarse de esas florecillas blancas y amarillas que son las margaritas. Se notan, muy tenuemente, unas manchitas rosadas en los huertos. Poca cosa. Es la flor del pesegueiro.

Pero el color que domina en la ría es, sin duda, el amarillo. Este color lo tienen los nabales. Todos están en flor. Y ocupan un buen espacio en las tierras de labradío. En los montes también dominan, flotando en los verdes, los amarillos de la flor de los tojales. Hay riberas, las más, donde el corte de los montes, deja al desnudo el amarillo intenso de las tierras de barro.

Los tesones, en el bajamar, son del mismo color.

Las plantas y los brotes de los árboles todos prometen verdes jugosos. Pero es promesa sólo. Al nacer vienen teñidos con un amarillo tierno, delicado.

Las folgueiras secas de los montes son ocres tirando a la amarillez. Y de las tierras desnudas que esperan siembra, se puede decir lo mismo.

El sol luce. Y sus rayos, con polvo de oro, se posan como cendal sobre lo que se ve. Lo matizan todo.

Hay, pues, en la ría, durante unas semanas, un sostenido que tiene la pureza de lo dorado. Con un contrapunto líquido. Lengua de plata.

La ría del Eo, metida en la primavera y en el verano, tiene hermosura pero no tiene individualidad. Tiene el encanto y la belleza de todas las rías. Belleza de serie.

En estas estaciones se ve más solicitada. Es cuando se sabe más vista y mirada. Y ahí está lo malo. Porque en esas ocasiones abusa de la «pose». De los que yo presumo coqueteo… Se la ve más ida.

Pero ahora, al empezar marzo, es más complaciente, más seducible por el requiebro. A mí, al menos, se me «da» con más facilidad.

La distancia que hay entre los dos es más corta. La comunión más íntima. Nos hablamos en voz baja. Y a veces basta, para entendernos, el más leve susurro. Y cuando no, en silencio, como dijo el poeta.

que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada

Es ahora cuando la ría tiene una dulzura inagotable. Uno sale del invierno quebrantado y molido de tanto viento y de tanta humedad. Y tiene el deseo o anhelo de caricia y suavidad. Da halago hondo, calador. Y que llega al centro inasible de nuestro ser. Al alma.

Y que se traduce en sueño, o realidad, de amor…

La angula en la ría de Navia

Caza y Pesca, De vuelta del Eo

Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1959; De vuelta del Eo (1960)

Hay en las aguas del mar un pescadito alargado, fino, que, por su sabor, es especialmente mimado por las personas que gustan de darse buena vida. Este cariño está inspirado, ya se entiende, en el deseo de comérselo. Es decir, de masticarlo y paladearlo.

Pero no se pesca en su propia salsa, el mar. Se pesca en las rías. En los sitios donde el agua salada se mezcla y funde con la dulce que traen los ríos. En Asturias se da.

En la ría de Navia se pesca. Todos los años hay campaña angulera. Y esto desde tiempo inmemorial. Pero, se dice que cada vez hay menos. Hace treinta o cuarenta años, se cogía angula a espuertas. Antes, corrientemente, no tenía valor, no estaba de moda.

En los últimos años, coincidiendo con la escasez precisamente, su importancia ha crecido enormemente.

El espectáculo de su pesca tiene color y sabor. Porque la angula no se pesca de día. No se puede o, mejor, no se ve. Y de noche, no siempre. Con la luz de la luna tampoco hay manera. Ni aún en las noches de cielo estrellado.

Queda, pues, limitada su pesca a las noches invernales. Cuando el cielo está encapotado por los temporales y hace un frío que pela. Es necesario también que la marea esté alta, subiendo.

Cuando uno se retira a casa hacia las once o las doce de la noche buscando el abrigo y el calor del hogar, es frecuente encontrar a algún hombre que lleva un cedazo mangado en un palo. Es el angulero.

Pero lleva, además, una lata vacía, que puede ser de pimentón o de aceite, y un farolillo.

Va el angulero con el peor traje que tiene. Y el peor traje siempre está remendado o deshilachado, casi harapiento.

Me ha sido posible ver, en alguna ocasión, a altas horas de la noche, la pesca de la angula en la ría. En sus bordes, por ambas márgenes, se ve a los pescadores con la luz del farolillo que cada uno tiene. Y dobladas las luces, porque se proyectan en el espejo de las aguas.

Hay un indudable encanto al ver docenas y docenas de luces mortecinas en tenebrosidad de una noche siempre cerrada y, como dije, por el frío, cruel.

El angulero, visto de cerca, en faena, parece un minero. Como éste tiene su lámpara, que es el farolillo. Y si no tiene en su torno las negruras de las capas carboníferas, tiene el túnel de la noche, mientras la noche dura.

El angulero, valiéndose del mango, pasa el cedazo por las aguas de la orilla a una regular profundidad. La angula, si la hay, anda en bandadas. Se saca el cedazo después de la pasada y el pececillo queda en seco sobre las mallas, retorciéndose. Y luego se vacía el cedazo en la lata como si fuera una palada de cualquier cosa.

Al despuntar el alba, con la más leve claridad del día, la angula desaparece, se va Dios sabe dónde. Ella sólo quiere y permite la luz del farolillo.

Hay en la angula, por ello, una cierta humildad, un cierto recalo. Nada de exhibicionismo. No quiere saber nada con el sol ni con la luna, ni con las estrellas.

Su cuerpecito, al salir del agua, brilla y emite destellos al chocar con él la luz débil y acariciadora del farolillo.

La angula, corrientemente, lo sabe cualquiera, se cuece o asa en una cazuelita de bordes bajos. En la cazuela misma llega a la mesa con el aceite hirviendo y las pequeñas manchas del pimentón sazonador.

La angula se pesca con un frío que pela. Y se come con un calor que abrasa.

¡No se anda con términos medios!

Amanecer gitano

De vuelta del Eo

Publicado en: De vuelta del Eo (1960) ; Las Riberas del Eo? (sin localizar)

Cuando se viaja en el amanecer, al despuntar el alba, se experimentan goces de calidad. Uno deja, con nostalgia, la cama caliente y acariciadora en la noche que concluye. Pero tiene la compensación de que ha de ser espectador del nacimiento de un nuevo día. Que es, siempre, algo notable. Yo veo este nacimiento con frecuencia.

Al salir el sol la naturaleza toda se expande y se pone en pie. Lo vivo se despierta del letargo nocturno y se despereza. El sol con su calor y con su luz excita la vida de cada ser que resbala, sucediéndose, hacia la muerte.

En un viaje, a esas horas, se ve la mar. Por arriba y por abajo. En el cielo y en la tierra. En estos días invernales siempre me llamó la atención un humo de hoguera que se percibe sobre las copas de los árboles. Y ya desde la lejanía.

Más o menos próximo a la carretera, en las anchuras de un camino real o en un abertal, hay un campamento de gitanos.

Allí están esos seres aventureros que hacen “camping” a base de carromato y de jamelgo.

Los gitanos no son unos turistas. Estos hacen vida de campo ocasional y veraniega. La gitanería duerme a cielo abierto lo mismo en las noches tibias del verano que en las frías e inclementes del invierno.

A uno, al acercarse y ver el campamento, se le arruga el alma. Se ve que allí han pasado la noche y, en el seno de la intemperie han dormido. ¿Qué cosas?

Pero el gitano viejo ha madrugado y ha encendido una hoguera. Si se quiere, el hogar sin chimenea. Y, entretanto, los demás duermen. Duerme el churumbel, duerme la gitana de pupilas negrísimas que algún día nos echará la buenaventura con aire y donaire de faralaes. Dentro del carromato, unos. Otros debajo, entre las ruedas. Cae un breve toldo hacia un lado.

Se ve, no lejos, suelto, queriendo comer en una sebe, al caballo tirador. Hay un perro atado al radio de una rueda. Se ven algunas ollas y cacerolas negras como boca de lobo. Algún haz de mimbres está tirado por el suelo. Hay un cesto comenzado a tejer.

Toda la ropa que se les ve tiene flecos de harapo. Todo está sucio y negro por mor del polvo de los caminos. Aquello, en su conjunto, parece el más hondo aguafuerte de la vida.

Los gitanos han dormido al raso, al sereno. Sólo iluminados – y es mucho – con luz del cielo, que es luz de Dios, luz de estrellas, luz de luna.

En este amanecer el paisaje con todos sus verdores está enharinado por la helada. Todo está cano. En las pocitas que hay en las huellas de las pisaduras está él cristal de los carámbanos. El suelo se nota duro, también helado. Sólo se ve entre tanta blancura la enorme fuerza poética de la flor del tojo. Que es de una amarillez bruñida, de oro puro.

Cuando el sol sale con sus rayos casi horizontales aquello empieza a demudarse de color. El hielo, poco a poco, se deshace en agua. Y en haz de las hojas de yerba hay tal cual arco iris. Que, claro, centellea.

Las sombras de los árboles son sumamente alargadas. Parece que no se acaban. Hay grandes contrastes de luz y oscuridades.

Desde el coche de línea se ve el despertar gitano. Y su presencia se delata con anticipación, como dije, por el humo da la hoguera. A menudo hay que ver esto en visión fugaz, a través de un bosque de pinos. Estos están con sus troncos verticales, color siena tostada, y limpios. Y se suceden unos a otros como si huyeran por efecto de la ilusión que da la velocidad.  Se ve aquello con imágenes impresionistas, sucesivas, de cine.

Ya se ha levantado la familia gitana. El caballo huesudo y de pelo largo se encaja entre las varas del carromato. Suena el trallazo de arranque.

¡Ahí vienen los gitanos!

ALEJANDRO SELA

Navia

De vuelta del Eo, Programas y folletos
Folleto turístico, publicado en Navia. 1958. Autores: Ramón D. Faraldo y Alejandro Sela

Publicado en: Folleto turístico Navia. Agosto-1958; De vuelta del Eo (1960); Revista del Descenso 2013. Centenario de Alejandro Sela.

Cuando se viene del cielo a estas tierras de Asturias, si se es ángel, lo más próximo a él, para tomar un descanso, es el pico de Panondres. Desde allí, sobre la roca pelada y viva, se puede recrear la vista si la atmósfera está despejada y limpia. Se domina todo el concejo de Navia.

A los pies de uno se verá, en una hondonada, Anleo, con su castillo almenado. A la derecha, Puerto de Vega, pueblo de pesca, Villapedre, Villaoril, Cabanella… A la izquierda, Armental, la cinta gris, de espejo, de la ría de Navia, el casco urbano de la villa del mismo nombre, La Colorada, Andés…

Dentro de estos hitos hay, por cualquier lado que se mire, salteadas, casas blancas o parduzcas que forman pequeños lugares, sembrados y prados con sus verdes de terciopelo. Y en masas de boscaje, también por medio, pinos…

Al fondo, en la lejanía, la mole undosa, movediza del mar. Que unas veces es azul, otras verde, otras, plateado. Según… Y en la desembocadura de la ría, al lado de la playa, una línea de espuma blanca. Infaliblemente…

Si se es ángel se tienen alas. Claro. Así que, en un corto vuelo se pone uno en el campanil de la Iglesia de Navia. Cogido a la cruz del remate, por ejemplo, desde allí se precisa bien lo que le rodea a uno.

Dos puentes – el del tren y el de la carretera – unen a Navia con El Espín, en el concejo de Coaña, y se ve, además, Mohías con su vasto eucaliptal.

Aparecen tendidos, planos, como la palma de la mano, en las márgenes de la ría, ocres juncales con sus tallos hirsutos. Y prados en marisma, en Olga y el Pardo.

Por otro lado, al mediodía, se ve el hostal de los pobres, la casa de Ordenanza.

Se percibe la nota vibrante de una sierra que dentellea una rolla. Y si se pone atención, se oye también un mirlo con pico de oro que canta en la copa de un árbol…

El ángel ha de irse. Se siente el batir de alas. Allá va… hacia las alturas de donde vino. Poco a poco su figura a se pierde entre las nubes.

Pasarán los años…

Y un buen día, añorándolo, dirá a sus amigos, otros ángeles:

Érase una vez un pueblecito de la costa asturiana…

ALEJANDRO SELA

Campoamor solo

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 30-3-1958, pág 3; De vuelta del Eo (1960)

Ramón de Campoamor es un poeta español, asturiano, de Navia. Esto naturalmente, lo sabemos todos.

Aquí está, en Navia, en efigie, estatuado en bronce. Hace más de doce años que lo veo casi a diario. Ni me dice ni le digo.

Sin embargo, yo lo miro siempre al pasar por su lado. Por lo menos de refilón. Y, la verdad, Campoamor me da pena. Lo veo tan aislado, tan solo…

Está sentado a cierta altura y tiene en la mano izquierda un libro abierto. Pero no lee. El brazo está hacia abajo, caído. Me da la sensación de que este hombre está cansado, aburrido, casi hastiado.

He aquí lo que un día fue gloria nacional. Ahora, en la soledad, da la impresión de no serlo. La candela de su gloria, por lo menos de momento, está apagada.

Nadie viene a ver a Campoamor, Si alguien lo mira no es como poeta, sino como estatua. La gente, lo noto yo, mira la obra de un escultor. Y de ahí no pasa. Obra que es, por cierto regularcilla.

Hay ocasiones en que algún forastero saca una foto a un familiar o a un amigo delante del monumento. Entonces el papel de Campoamor se reduce a ser… telón de fondo. O certificado de estancia. Poca cosa.

No, no se ve a nadie a su lado con calor de admiración ¡Qué va! Nunca vi persona alguna, hombre o mujer, niño o niña, que le lleve un puñadito de yerbas rematadas en flores. Que es el único regalo emotivo y tierno que se le puede hacer a un poeta.

¡Pobre Don Ramón!

Yo no soy nadie. Y, si soy alguien, necesariamente he de ser de lo más humilde. Pues bien, a mí, desde tan poca cosa, Campoamor me inspira compasión ¡A qué se llega!

En el verano, todos los años, en época de fiesta, le ponen delante un quiosco de tablas y barrotillo, provisional. Y, desde él, una orquesta toca a los vivos para que bailen. Desde sus instrumentos fluyen ritmos de tango, de fox o de rumba… Como las abejas de la colmena salen de allí, en revoloteo,  corcheas, fusas y semifusas y salpican lo que hay en torno. Y él, Campoamor, desde su asiento, con ojos de cansado lector, o de lo que sea, ve y oye todo.

Es muy posible que esté todavía rimando filosofías. A lo mejor es su sino, quizá siga creyendo que las mujercitas tienen para él, el pecho de cristal…

Escribo en un día de invierno muy crudo, lluvioso y helado. Campoamor está solo y brilla… como el charol. Está mojado. Y el libro abierto gotea…

Leo al respaldo del monumento, en letras esculpidas en bronce:

Por iniciativa de asturianos que residen en ambos continentes se levanta este monumento en Navia, su pueblo natal, al más profundo poeta del siglo XIX.

Y un poco antes:

La Patria nunca olvida a quien la enaltece.

Patria, Poeta…

Y decir que alguien, escribió algún día

... pero es más espantoso todavía
la soledad de dos en compañía.

Bramido de mar y desolación de playas

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 12-1-1958, pag. 3; De vuelta del Eo (1960)

Hoy he ido a la playa. Está sola y triste. No se ve a nadie.

Yo tenía en la mente, más que nada, un concepto veraniego de la playa. Uno recordaba el escenario maravilloso donde campea la libertad y el colorido, donde ondea la vistosidad y la alegría. Faltan las mujeres con formas de Venus de Botticelli, faltan los niños que chapotean en las pozas o juegan con su balón de colores… Falta, en la playa, el bullicio; falta la vida.

A la entrada del invierno la playa está triste y sola.

Las nieblas borran la línea del horizonte y se ve, por con secuencia, un espacio más limitado y no se ven velas blancas inclinadas por el soplo de los vientos.

No hay huellas en la arena, no hay suelo arrugado. Hay una planicie bruñida, alisada por el peinado que en su ir y, venir, hacen las aguas. Las olas al llegar a la orilla, hacen subir las espumas por la ligera pendiente del arenal. Y luego se vuelven con la resaca o se sumen en el suelo movedizo y filtrador. Hay, en cualquier parte, una cáscara de almeja, viuda de otra a la que no volverá juntarse jamás. Hay algas tiradas por un lado y por otro.

El mar está hecho una fiera, ruge. Algunas olas que no se espumean en los bajos cercanos de arena llegan enterizos a los peñascos. Y, en ellos, se parten el alma.

¡Paff!

Y se deshacen en una humareda salitrosa y caladora.

El mar tiene colores poco estables. El cielo no se ve. Está celado por nubes de trapo, más o menos oscuras, que se suceden ágilmente por el empuje de los aires. Las aguas tan pronto se las ve verdosas como plateadas. O azules, o plomizas.

No se siente voz humana.

Es cierto que allá lejos, sobre una roca, se ve un hombre con una vara larga y fina en la mano. Es un pescador. Pero esto al mar no le dice nada.

Hay, sin embargo, un olor a bígaro que enamora.

El mar brama, está embravecido. ¿Cómo no ha de estarlo? No siente risas de niños que juegan, no ve mujeres hermosas.

El mar se aburre soberanamente y, claro, se desespera. Se ve desatendido, desconsiderado. Se pone al verse así, lleno de ira. Y maldice de su suerte. A mí no me extraña nada. Yo, en su caso, haría lo mismo.

No puede ver niños, no pue de ver mujeres guapas. No puede ver, realmente, lo único que vale la pena ver en el mundo.

Recordad. Hay días, en el verano, que el mar parece una seda. Está claro y riente. El por qué de estar así tiene su “miga”: Se siente feliz y contento. Se siente de verdad halagado. Se nota contemplado y acariciado.

¡Así, cualquiera! Pero no. Hoy el mar clama y ruge. La playa está triste y, además, húmeda y aterida de frío. Digamos, parodiando al poeta,

¡Dios mío, qué solas
se quedan las playas!

Evocación marinera de la ría del Eo

De vuelta del Eo, Faro de Tapia

Publicado en: Faro de Tapia. 7-12-1957; Leído en Radio Luarca el 30-10-1957; De vuelta del Eo (1960)

La ría del Eo es, normalmente, plácida y tranquila.

En invierno, sin embargo, hay días crudos con vientos y chubascos que la azotan de lado a lado.

Los vendavales bajan de la montaña y producen fuertes oleajes que enturbian las aguas. Si coinciden con lluvias hay crecidas que arrastran lo que alcanzan a su paso: botes mal fondeados, troncos y ramas de árboles, animales muertos… Nunca, a pesar de todo, gracias a Dios, las riadas fueron de hecatombe…

Por otra parte, hay días de nordestes fuertes que vienen del mar y van hacia arriba. Como estos vientos se dan por rachas, con intermitencias, son, sin duda, más peligrosos para la navegación.

La ría del Eo, además, en el bajamar queda casi, al desnudo, descubierta. Y así, en algunas partes, exhibe lamas y lodos muy oscuros y, en otras, tesones de arenas amarillas que con la luz del sol parecen de oro…

En este estado, desde Castropol hacia arriba, queda un canalillo que permite la circulación de lanchas y botes muy malamente.

Por todas estas causas, y por otras, hay una técnica marinera de navegación. Hay que conocer las corrientes, hay que evitar las varadas. ¡Hay que saber!

Yo quiero hoy evocar, sencillamente, unos cuantos nombres de marineros que conocieron sus más recónditos secretos. A su lado nacieron, en ella vivieron, y, en sus riberas, murieron. Sus nombres sonaban mucho hace treinta años o poco más.

Todos ellos hicieron profesión sobre ella a base de remo o a base de vela. O, en algunas ocasiones, de botavara. Todavía sus nombres resuenan como un eco que no se desvanece.

A mí, especialmente, no se me olvidan. Cuando ellos eran hombres yo era un niño. Y entonces, para mí, a pesar de verlo, todo lo marinero tenía un algo de mito, de leyenda o de misterio envidiable.

A Puga, de Abres, lo recuerda, físicamente, de un modo vago. Pero oí hablar de él infinito. Los marineros de Abres eran casi todos pescadores en la ría. Bajaban con la marea en las tardes y pescaban casi siempre de noche, dando bogos con red en torno a los tesones.

Cientos y cientos de veces los vi pasar desde La Taraxe de Vilavedelle. Iban seis u ocho botes, algo separados, en línea, Sus remadores daban paladas apresuradas. Puga era uno de ellos, el de más nombre.

Los Revisos, de Vegadeo, eran tres hermanos. Los conocí. Eran fuertes y nobles. Tenían grandes lanchas que usaban para transportes. Arriaban arena de los tesones para la construcción, sal, maderas y, en fin, mercancías de todo género.

Primote era marinero de Castropol. Se dedicaba a la “barcaxe”, a pasar gente de Castropol a Ribadeo o a Figueras. Lo traté mucho. Era sencillo, servicial, sumamente atento.

De Figueras el marinero que más hondo recuerdo dejó en mi fue Lilao. Que bueno era Lilao. Este hombre llevaba gente, en su bote, desde Figueras a Castropol o a Ribadeo. Lilao usaba galochas, siempre lampas. Lilao era un hombre humilde, de lo más. Pero siempre reía, siempre…

En Ribadeo conocí un marinero, pescador típico, de poblada barba y que fumaba en pipa. Era el Altruán. Lo vi muchas veces coger su navío, era un bote de nada, y dejarse ir al son de la corriente hacia la boca de la barra, donde él pescaba. De lejos se veía como un punto negro flotando y meciéndose en las ondas que venían formadas de mar afuera. Siempre pescaba solo, como si fuera El Viejo de Hemingway.

Todos estos nombres que cito y otros más, por supuesto, se dieron en cuerpo y alma a la ría del Eo. Unas veces mojados, calados hasta los huesos, y otras, mal comidos, por la deshora.

Sus vidas se acompasaron al ritmo de las mareas. Y con ellas subían o bajaban en el bogar de su existencia.

Si la ría del Eo ha tenido héroes, esos son. Y no otros.

En las casas donde nacieron o vivieron no hay lápidas que los recuerden, no han sido todavía lapidados… Y, para su fortuna, no creo que lo sean nunca. Ni falta que hace.

Pero es preciso recordarlos. Sus vidas discurrieron libres de pasiones vanas y de ambiciones locas, justificándose en el temple de la dureza y de la honestidad.

Siempre como buenos, siempre como caballeros. Lo ideal.

Antes flotaban en sus lanchas sobre las ondas de la ría. Yo quiero que hoy floten sus nombres en las ondas de la radio que cruzan las nubes que tapan la misma ría del Eo.

¡Puga, Revisos, Primote, Lilao, Altruán…!

El otoño, la mujer y el amor

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 24-11-1957; De vuelta del Eo (1960)

Estamos metidos en las envolturas del otoño. Esto es lo que se siente…

La naturaleza se marchita se muere. Una vez más todo cae. Esta es, por lo que se ve, una estación de angustia. Más aún, de agonía.

Pero solo agoniza lo que vive pegado al suelo. Lo que está en las alturas, sin embargo, muestra, si cabe, un mayor esplendor una mayor viveza. Hay muchas nubes, más densas, más variadamente coloreadas. El sol, de oro límpido, más que nunca se recrea en el juego del te veo y no te veo. Parece que se va… y vuelve.

Los árboles, los pobrecillos, se quedan con sus ramas a la intemperie. Sus hojas, ya amarillas, se separan de ellos y se deslizan una a una, planeando, hacia la tierra. Y luego los vientos las juntan y las mueven en oleajes de municipalidad. Y se siente o se ve, después, al barrendero que lleva su carretillo cargado de espumas amarillas.

Hace frío y no hace frío. Las lluvias vuelven. Por las noches en la cama y en el antesueño, sentimos el goteo de los tejados. El otoño nos trae también, contados días, unos vendavales de furia que hacen silbar a los hilos de los tendidos y adoptar posturas de cortesía a los árboles.

En este desmoronamiento de la Naturaleza hay algo que permanece intacto. Más todavía, adquiere una nueva fuerza. Y llega a la plenitud de su ser. Es la mujer.

La mujer en el otoño vale más que nunca. Es cuando, por todo, está más hermosa. Y cuando, por cierto, está más cerca de sí misma.

En la primavera y en el verano, la mujer se sale de su centro, se exterioriza, y procura vivir más para los demás que para sí. Se entrega al medio que la rodea, a la sociedad.

La tierra, pujante, en la primavera da a luz plantas y flores. La mujer entre tanto color, tanta competencia, se despersonaliza y desvanece. Nos pasa más desapercibida. Y en el verano con sus desenvolturas de playa, por la mañana, y en sus exhibiciones de elegancia en el anochecido, anda muy cerca de ser un fuego de artificio.

Lo mujer, en la primavera y en el verano, canta y ríe. Pero no interesa.

Pero en el otoño ¡ah, en otoño!

Entonces la mujer se aísla, se desarticula de la sociedad y vive con las velas recogidas. Y piensa, medita. En esos instantes hace balance de lo acaecido en las estaciones que se fueron.

Y si no está triste está melancólica, que le anda cerca. En su interior se juntan memorias y deseos, como dijo un poeta. Está pues, llena de vida.

A lo más, en el otoño, la mujer sonríe. Y este es el gesto que, en ella, no debiera ser nunca rebasable. En la sonrisa la mujer lo dice todo. Dice, no hay duda, lo inefable.

Su color ha salido de las sienas tostadas del verano y no ha llegado todavía a las palideces implacables del invierno. Se ve, en color, en un punto medio de equilibrio, de transición.

La mujer, huido el verano, sin abandonarse, ya no piensa tanto en el adorno y en el tocado. Va, por la calle, como diría Dante.

benignamente d’umiltá vestuta

Y entonces se la ve más natural, más próxima a la Divinidad, más cerca de Dios.

En esta estación es cuando más sufre y padece. Y, por ello, es cuando la mujer es más adorable. Inspira compasión, inspira ternura. Inspira, digamos lo de una vez, amor.

El amor de otoño es el mejor. El más perfilado, el más hondo. Cuando la naturaleza muere el amor crece más vigoroso y más lozano. Se cría en la cuna de la melancolía.

Quien no ha amado en el otoño no sabe lo que es cosa buena, no sabe lo que es amor.

Uno, que lo ha vivido y no ha perdido la memoria, lo recuerda. Y es que uno, en el deslizarse de la vida, se dedica a la profesión de filósofo ambulante.

Con una gabardina al hombro y una boina en la cabeza, por todo equipo, arrimado al quicio de una puerta observa y ve que el amor es inmutable, no cambia.

La mujer, como todo lo bueno, para estar mejor, tiene que estar en punto de plenitud. En el otoño lo está.

No, por favor, no me deis mujeres en la primavera ni en el verano. ¡No las aceptaría! Dádmelas, si alguien quiere hacerme el regalito, en el otoño…

Los Campamentos. De Andés baja el amor.

De vuelta del Eo, Eco de Luarca, Programas y folletos

Publicado en: Eco de Luarca. 29-9-1957; De vuelta del Eo (1960); Revista del Descenso 2003.
Leído por: La Voz de Occidente-Radio Luarca el 21-9-1957.

En un barrio de Andés, El Aspra, hay una casa, una casona más bien, que yo, realmente, no sé de quién es. Desde hace años, durante los veranos, la ocupan unos mozos que vienen de todos los puntos de España y que, en ella, se concentran en un albergue de comunidad estudiosa.

En torno a esa casa hay verdes de prados y de pinares. Y pasan por allí, haciendo conmoverse a los árboles, aires frescos del mar Cantábrico. Dentro de la casona, los tales mozos, pasan el día dedicados a las labores intelectuales. Pero al cabo de la jornada, al atardecer, tienen dos horas, dos horitas, de descanso y libertad. En ese tiempo bajan a la villa, a Navia. Y entonces hacen lo que suele hacer la gente joven: decir lo que se siente…

El amor viene de Andés…

Hacia las ocho de la tarde bajan en riada lo que las gentes de Navia llamamos campamentos.

Los campamentos no son unos currutacos, ni unos pisaverdes. No pueden serlo. Sus vestiduras son tan simples, tan sencillas y tan iguales que no hay manera de que se distingan unos de otros. Un jersey azul, un pantalón blanco y unas botas de lona lo cubren todo.

De Andés viene el amor…

Cuando el sol se va ocultando, algodonosas nubes celan al rey de la luz. Hay en las tardes, a esas horas, una apacibilidad y un sosiego que sólo se ven turbados, en algún momento, por el piar de pájaros que van y vienen.

De los campamentos no hay nada que decir… de malo. A través de los años se ha comprobado que en las lides de amor huyen limpiamente de la trampa burda y ordinariota. Es el suyo un galanteo refinado, de buena ley. Hay elegancia en las formas, y en las intenciones. Lo mejor.

Las mujeres de Navia, las nuevas, saben todo esto de memoria. Y la acogida que dan a los campamentos, cada año, es cordial, efusiva.

Cordialidad de amor…

Flota en el aire de Navia, en el estío, un calorcillo de alegría que se vaporiza y desvanece como el humo de un pitillo de tabaco rubio. Hay, se intuye, un fluir de emociones que salen de ilusionados corazones primerizos.

Yo creo que Cupido hace “camping” en un prado de las cercanías de Navia. Y prepara los elementos y hace lo posible para que no falten esas emociones.

Ya se han ido este año los campamentos. Pero antes de salir, cada año y cada turno, en las primeras horas de la madrugada, recorren las calles de la villa con cantos de ronda. La luna brilla o no brilla. Depende. Pero en todo caso hay rasgueo de guitarra en el relente de la noche.

Y allí, ante cualquier casa donde vive una mujer guapa, hacen estación.

– Es a mí. A mí me cantan – piensan y dicen ellas en ese primer sueño que se quiebra con músicas de amor que vuela…

El amor en ese momento viene de Andés, es cierto. Pero anuncia que se va… con la música a otra parte.

¡Tristeza de adiós! ¡Tristeza de amor!

Pero un buen día retorna ¡Siempre vuelve el amor!

Navia, al concluir el verano, se queda un poco desolada y triste. Pero queda en algunas bocas un paladeo de regusto como si fuera de un bombón que se acaba.

El otoño, sin embargo, viene enseguida. Y trae sus amarillos, sus ocres y sus azules limpios y puros. Obra como un bálsamo que cura y suaviza las heridas donde las haya. Las hace restañar.

El otoño es la estación que, por lo menos, a todos distrae y entretiene. Vienen de Villaoril las castañas ensartadas en hilos como cuentas de rosario. Y los maizales se desnudan y se ríen, y nos enseñan sus bigotes y sus dientes de oro…

Pero las lluvias, primero, y los fríos, después, nos obligan a recogernos en nuestros hogares. Y se ve que en los amaneceres salen, por las chimeneas de las casas, humos negruzcos y espesos, pero tranquilos.

En ese recogimiento íntimo evocamos los buenos momentos del pasado. En el alma de muchas mujercitas quedan todavía huellas de un verano que se fue. Y piensan: – ¿Qué pasó? ¿Qué era aquello, Dios mío?

Lo diré, pero no con palabras mías. Con palabras de un poeta, de Bécquer:

 Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman;
el cielo se deshace en rayos de oro;
la tierra se estremece alborozada;
oigo flotando en ondas de armonía
rumor de besos y batir de alas
mis párpados se cierran ¿Que sucede ?
¡Es el amor, que pasa!