SIN TÍTULO (Colores)

Inédito

Publicado en: Inédito

Lo negro, lo blanco, lo azul y lo dorado. Negro la peña sombreada. Blancas las olas. Azul el mar y doradas las arenas de la playa.

Una mujer, con pañoleta veraniega, se la ve envuelta en esa luz de colores.

¿Hará labor de punto con agujas de acero? Hará… En las tibiezas del verano preparará el abrigo para los días crudos del invierno

Reza una sirena…

SIN TÍTULO (Las brumas del mar)

Inédito

Publicado en: Inédito

Hay ocasiones en que las brumas del mar se acercan tanto a la costa que, desde la carretera de la playa, al lado de estos pinos, sólo se ve, del Cantábrico, un poquito de agua. Tan poca que a uno se le ocurre la idea genial de llevársela a casa en un botijo…

A mí me avergüenza, es lo cierto, como vecino, que el veraneante que nos honra, no disponga limpiamente, de las vastedades oceánicas. Pero es así. Hay que achicarse…

Pero no siempre suceden las cosas de este modo. Hay días, de sol, tan puros, tan limpios, que el mirar hacia el horizonte infinito es una delicia ¡Oh cuánto se ve! Se ve lo que no se puede decir, lo inefable… Y con los colores más tenues, más diluidos… ¡Qué delicadeza en todo!

Se ven, entre tanto bueno, unas manchitas oscuras balanceándose en los oleajes. Son las barcas de Ortiguera que están al calamar. Parecen moscas en el azul de los mapas de nuestros hogares…

En esos momentos, si se repara, nunca falta una columna de humo en la lejanía. Es el signo que delata la presencia del navío que va en la derrota de las Antillas, pongamos por caso. Pero el barco no ve ¡qué ha de ver! La curvatura de la tierra lo impide. Lectora aducida y lector respetable – siempre me gustaron las precisiones – recuerda esto:

La tierra es redonda. Como una naranja: achatada por los polos y ensanchada por el ecuador…

SIN TÍTULO (La lancha varada)

Inédito

Publicado en: Inédito

En la playa de Navia hubo, unos días, una lancha varada… Era vasca, de Bermeo. Tenía ojillos vivarachos, pero su nariz era alargada, como si fuera de un vasco de pura cepa. Que no otra cosa parece su tajamar… Y así se quedó, escorada, en el arenal. Hasta que vinieron las mareas de plenilunio…

La lancha vasca fue, durante el verano, una novedad para la gente playera. Se la tomó como un bicho raro que había que ver… Como ese cetáceo descomunal que viene, de los mares del norte, a morir, por lo que sea, a las playas del Cantábrico…

Se la ve inclinada, abatida y resignada ante la adversidad. Como esas fieras que van enjauladas en los circos y en los parques de recreo. No está en su elemento.

¡Ah, pero se recobrará! Cuando vuelva a flotar,- y ya ha vuelto – se mostrará orgullosa con la proa levantada como aquel que anda por la calle sin deber nada a nadie. Y echará por su chimenea un humo oscuro, negro, que se diluirá como azúcar en los aires. Y dejará por donde pase, una estela de espuma que se desvanecerá con la inmensidad del mar.

El vino y el mar

Bajamar 70, Vino, amor y literatura

Publicado en: Bajamar 70, Tapia. 1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

Para los artistas, dibujantes y pintores, la historia del vino parece clara. La hoja de parra, o de cepa, fue el primer “abrigo de señora”. O, si se prefiere, la primera “minifalda”. En el paraíso terrenal y lugares colindantes la hoja de vid fue la primera ¡y la última! moda.

Después, en la edad de las cavernas, por el frío, vino el vestirse con pieles de animal salvaje. Y, por último, con tejidos de Sabadell, Tarrasa y Barcelona. Aproximadamente.

Así, pues, en la época de nuestros primeros padres, ya existía el viñedo. Y por supuesto, su consecuencia, el vino. No hay más remedio que creerlo.

Noé llevó a su arca, además de animales, un sarmiento de vid. Después, en seco, lo plantó. E hizo la vendimia y el vino. Y, con éste, cogió el primer “enfile” de que nos habla la historia, los Libros Sagrados. El vino y sus efectos, la borrachera, tienen, pues, una brillante ejecutoria.

Noé fue el primer vitivinicultor y el primer patrón de barco de nombre conocido. Y el primer borracho.

¡Qué coincidencia!

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El vino es un líquido. Pero el mar también lo es. Este le ayuda a “vivir” a aquél. El agua salada, o sus vapores, dan sequedad a todo. En especial a las gargantas que respiran, como se respira en el mar, a los cuatro vientos.

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En todos los puertos hay “estaciones de servicio”, tabernas, en abundancia. Y el marino tiene siempre prisa en llegar a esos puertos para quitar la sed y “repostar”.

El marino usa, además, el insecticida del vino para matar el “gusanillo”. Y lo logra. Y esto lo hace en medio de un encantador “paisaje”. Son elementos de este “paisaje” el bocoy, la pipa, el barril, la damajuana, el pellejo, el jarro y el vaso… Y le da ambiente ese olorcillo de taberna que nos penetra con sólo abrir la puerta. ¿Qué allí no hay higiene? A la higiene de las tabernas… que le den morcilla. ¡Digo yo!

El marinero, en su sitio, o juega al tute o se coge la acordeón y canta

Chalanero, chalanero
qué llevas en la chalana.
Llevo rosas y claveles
y el corazón de una dama...

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En el vino se disuelven las amarguras de una soledad excesiva. Al marino, en viaje, le falta la mujer y los hijos. O la novia. Y si hace frío, además, el vino es su “aire acondicionado”.

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El vino ha sido siempre un premio a la culminación de un esfuerzo. Por eso un patrón de regatas decía a sus pupilos para animarlos:

– ¡Hala! ¡Hala! Que hay pelexo en tierra.

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El vino más marinero es el vino de bota. Tiene un ligero sabor a pez…

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El vino es como el juego de las siete y media. Si uno se pasa, se pierde.

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La vida, para que sea algo que tal, hay que calafatearla con vino.

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Cuando se bebe demasiado el hombre es un “cuero de vino”.

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Al último vaso que se toma en la taberna se le llama “la espuela”. Conviene, de vez en cuando, ser caballo. La vida es una carrera de obstáculos.

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A veces, a los marineros, por los efectos del vino se les ve un poco escorados.

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No siempre, pero en algún caso, los marineros entran en las tabernas de “arribada forzosa”.

Tienen la culpa “las malas compañías”.

¡Y que, a mí, no me parecen tan malas!

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Cuando se echa un barco al agua, se rompe en su casco una botella de champán. Que es vino.

¿No será esto un “aviso a los navegantes”?

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Botadura viene de bota…

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Los borrachos van por la calle de babor a estribor.

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Un barco, en alta mar, al garete, ha bebido “lo suyo”.

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El marino, en el barco, está en “bajamar”. Y sin embargo, en el puerto y en la taberna, en la “pleamar”.

¡Sin remedio!

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Al fuelle de la gaita le gustaría ser bota de vino…

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Hay marineros que, cuando se tercia, se “atracan” de vino.

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El marino quiere llegar a puerto para sacarse… la espina.

Cuando el marino empina el codo, si es de noche, ve las estrellas. ¡Hay que orientarse!

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Si un marinero entra en una taberna debe atar todos los cabos. Y salir con la cabeza levantada. Tal como corresponde a su dignidad.

No debe dejar ningún cabo suelto…

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Los marineros siempre están contentos cuando van al Barlovento.

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En los barcos hay una vela que se llama trinquete. Y un palo que recibe el mismo nombre.

Por eso los marineros, los pobrecillos, para “cumplir con su deber” tienen que trincar…

ALEJANDRO SELA

Bramido de mar y desolación de playas

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 12-1-1958, pag. 3; De vuelta del Eo (1960)

Hoy he ido a la playa. Está sola y triste. No se ve a nadie.

Yo tenía en la mente, más que nada, un concepto veraniego de la playa. Uno recordaba el escenario maravilloso donde campea la libertad y el colorido, donde ondea la vistosidad y la alegría. Faltan las mujeres con formas de Venus de Botticelli, faltan los niños que chapotean en las pozas o juegan con su balón de colores… Falta, en la playa, el bullicio; falta la vida.

A la entrada del invierno la playa está triste y sola.

Las nieblas borran la línea del horizonte y se ve, por con secuencia, un espacio más limitado y no se ven velas blancas inclinadas por el soplo de los vientos.

No hay huellas en la arena, no hay suelo arrugado. Hay una planicie bruñida, alisada por el peinado que en su ir y, venir, hacen las aguas. Las olas al llegar a la orilla, hacen subir las espumas por la ligera pendiente del arenal. Y luego se vuelven con la resaca o se sumen en el suelo movedizo y filtrador. Hay, en cualquier parte, una cáscara de almeja, viuda de otra a la que no volverá juntarse jamás. Hay algas tiradas por un lado y por otro.

El mar está hecho una fiera, ruge. Algunas olas que no se espumean en los bajos cercanos de arena llegan enterizos a los peñascos. Y, en ellos, se parten el alma.

¡Paff!

Y se deshacen en una humareda salitrosa y caladora.

El mar tiene colores poco estables. El cielo no se ve. Está celado por nubes de trapo, más o menos oscuras, que se suceden ágilmente por el empuje de los aires. Las aguas tan pronto se las ve verdosas como plateadas. O azules, o plomizas.

No se siente voz humana.

Es cierto que allá lejos, sobre una roca, se ve un hombre con una vara larga y fina en la mano. Es un pescador. Pero esto al mar no le dice nada.

Hay, sin embargo, un olor a bígaro que enamora.

El mar brama, está embravecido. ¿Cómo no ha de estarlo? No siente risas de niños que juegan, no ve mujeres hermosas.

El mar se aburre soberanamente y, claro, se desespera. Se ve desatendido, desconsiderado. Se pone al verse así, lleno de ira. Y maldice de su suerte. A mí no me extraña nada. Yo, en su caso, haría lo mismo.

No puede ver niños, no pue de ver mujeres guapas. No puede ver, realmente, lo único que vale la pena ver en el mundo.

Recordad. Hay días, en el verano, que el mar parece una seda. Está claro y riente. El por qué de estar así tiene su “miga”: Se siente feliz y contento. Se siente de verdad halagado. Se nota contemplado y acariciado.

¡Así, cualquiera! Pero no. Hoy el mar clama y ruge. La playa está triste y, además, húmeda y aterida de frío. Digamos, parodiando al poeta,

¡Dios mío, qué solas
se quedan las playas!