Publicado en: La Semana Vitivinícola. 14-3-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)
Por ALEJANDRO SELA
Perito Agrícola. Juez
comarcal de Castropol
El tema del paisaje me es muy grato. He vivido en él y en torno a él
durante toda mi vida. Y esto lo digo desde la altura de una edad en cierto
estado de madurez. El paisaje, el campo y la soledad han sido el ambiente de mi
vida. Preferentemente.
El amor al paisaje es, aproximadamente, el amor a la libertad…
El hombre se ha afanado siempre en buscar la libertad en la vida
social. Pero a mí me ha parecido que eso es algo así como buscar una aguja en
un pajar.
El ser humano, en general, se ha lamentado en todo tiempo del estado de
soledad. Y, por el contrario, ha dedicado sus mejores cantos a la libertad.
Siempre he creído que la libertad plena sólo es posible lograrla en la
soledad.
La soledad no tuvo cantores. Bueno, sólo conozco uno, Nietzsche. Él dijo:
“El valor de los hombres debe medirse por la cantidad de soledad que pueden
soportar”. Si esta resistencia es una cualidad, yo la tengo.
La libertad se consigue, además, con libros. Lo dijo Vicente Espinel.
Desde niño tuve la intuición, dadas las debilidades de mi carácter, de
que no podría ser nunca un conductor de pueblos. Ni faro piloto de ninguna
empresa social sonada. Ahora puedo decirlo con seguridad, acerté.
Maeterlink dijo: “El sol del silencio madura los frutos del alma”.
Sánchez de Muniain opina que “el paisaje estimula toda la vida del
espíritu”.
“El sentimiento hacia la naturaleza – anota Azorín – es cosa del siglo
XIX. Ha nacido con el romanticismo poco a poco… Ha surgido el yo frente al
mundo; el hombre se ha sentido dueño de sí, consciente de sí, frente a la
naturaleza. Por primera vez, el romanticismo trae al arte esa naturaleza, en sí
misma, no como accesorio…” Es, pues, ahora, el paisaje, un valor substantivo.
En los últimos tiempos, todos lo vemos, hay una fuerte inclinación de
irse las familias al campo y al paisaje. Esto se manifiesta en las vacaciones y
en los fines de semana. Pero ello es, en el presente, más que un valor positivo
un valor negativo. Se va al campo para escapar al horror de la ciudad, para
evitar su insalubridad y sus ruidos. Con el tiempo este valor negativo se hará
positivo, de seguro. Se verá que es un verdadero encanto la soledad sonora, la
música callada, como dijo el poeta.
Yo he experimentado, según las épocas, las sensaciones de toda clase de
paisajes posibles en España. De mar, de río, de montaña, de valle, de llanura,
de bosque… Y en ellos he hecho mis deportes, casi siempre solo y sin reloj.
He sido cazador y pescador. Estos deportes son honestamente interesados,
pero se practican necesariamente en el paisaje. El cazador y el pescador vuelven
a su casa, a su hogar, normalmente, el cazador con el trofeo colgado de su
cinturón y el pescador con su cestillo de mano.
En los últimos años mis preferencias vocacionales se inclinaron
decididamente por un tipo de paisaje que, por no vivir nunca en él, realmente
no conocía. Me refiero al paisaje con viñas.
Yo he descubierto, para mí, un paisaje que me satisface plenamente. En
él me muevo con la mayor desenvoltura. Desde hace algún tiempo he estado en las
principales zonas vitícolas y vinícolas españolas. Y he hecho mis íntimas
valoraciones para entender. Ortega y Gasset ha dicho: “La comparación es el
instrumento ineludible de la comprensión”.
En mis viajes me he dado cuenta de una cosa quizá lamentable. El
agricultor español no “ve” nunca su propio paisaje. Le quiere entrañablemente
como hijo, pero de ahí no sale. El error es disculpable. Ve la tierra como
instrumento de su profesión, dominado por una idea fundamentalmente económica.
En casi todas las regiones se creen que tienen lo mejor de España y así
se lo dicen a la gente. Pero uno, por su parte, se forma sus propios juicios.
Se puede afirmar que todos los paisajes de viñedos españoles son estupendos,
realmente encantadores. Pero no mejores. Creo que cada uno tiene su particular
seducción. Y que se deriva no sólo de los viñedos en sí, sino de los varios
elementos secundarios que los conforman.
Al paisaje de los viñedos cordobeses le ayudan decididamente los
olivos, las ondulaciones del terreno, la blancura de las casas, el sol…
Lucena, Montilla, Aguilar, Moriles… Sentado en la cuneta de una carretera, al
borde de un olivar, pude darme cuenta de los tallos contorsionados de ese árbol
bíblico. Y que los andaluces, de esas contorsiones, han sacado sus propios
bailes, llenos, algunos, de un misterio agitanado. Del mismo modo, los griegos,
de los troncos de sus propios árboles, sacaron la columna…
En Jerez, a sus viñedos, hay que saborear su sainete asociándolos a la
belleza del caballo cartujano, del toro y del cante. Y a sus pintadas ferias.
Todo, maravilla de maravillas.
En el mes de abril último pude disfrutar del paisaje de Liria,
enhebrando con el viñedo las sensaciones de la música, los aromas del azahar y
tal cual olivo que se veía. Sí, bajo la capa de un sol de oro.
En un amanecer de primavera, en San Sadurní de Noya, con luces en
estado de transición, con el sol casi apuntando, uno se da idea de lo que se
puede lograr asociando la obra de Dios con la mano del hombre. Pisar estos
paisajes, pulcros, limpios, parece una herejía…
Valdepeñas, Manzanares, Daimiel… La Mancha. Aquí se disfruta de la
comodidad de la llanura, de los amplios horizontes, de las visiones ilimitadas.
Uno, en este paisaje, se siente hombre valiente, justo, desfacedor de entuertos
y amparador de viudas…
Peñafiel y Vega Sicilia, en las márgenes del Duero, nos dan la carga
espiritual del viñedo asociado al chopo. Este, por su delgadez, apunta hacia el
cielo. Y nos hace volar con la imaginación.
Vilella Baja – Priorato – nos hace pensar en el monasterio de Scala
Dei, con su enjambre, en otro tiempo, de religiosos rezadores. Y a San Benito,
el santo que en su Regla permite a sus monjes que tomen en cada comida una
hemina de vino.
Villena, Monóvar y Yecla, con sus sierras grises. Y Jumilla, con su
monasterio de Santa Ana, de franciscanos, con un viacrucis entre pinos. Y donde
se puede saborear con un vino de altura un maravilloso silencio.
En Santander he descubierto, inesperadamente, un pequeño majuelo,
delante de la iglesia de Santa María de Lebeña, monumento nacional, con un
fondo de postes y picachos. Y todo ello envuelto en el algodón de unas nieblas.
Sí, señoras y señores, no acabaríamos nunca. Ved, además, viñedos-paisaje
en Cariñena, Gandesa, Utiel, Málaga, el Condado de Niebla, León, Reguera, Alto
Ampurdán, Alella, Toro, Almendralejo, Barco de Valdeorras, Sitges, Denia,
Granada, Rueda, Cebreros, Arganda, La Roda, Félix, Puente Genil, Yepes…
La visión del paisaje en principio exige estudio, atención y
pensamiento. Marangoni dijo que sería necesario escribir un libro titulado Para ver la naturaleza. Don Gregorio
Marañón escribió: “Cosa extraña: para ver el paisaje es necesario vivir dentro
de uno mismo. En realidad solo vemos en su plenitud la naturaleza que nos rodea
cuando somos capaces de percibirla mirándola allá en el hondo del yo como
reflejada en el agua profunda y tranquila de un Pozo”.
El viñedo, paisaje, es para mí tremendamente seductor. Y, por esto,
siempre adquiero, después de verlo, unas botellitas de vino de la zona y las
traigo a mi tierra. Más adelante, pasado el tiempo, en la intimidad con gentes
de mi afecto, me resulta muy grato abrir una botella y tomar dos vasos o dos
copas, según la clase. Y rememorar en el acto aquellos lugares donde el vino se
produjo. Y hablar de ellos y contar las cosas que el recuerdo me sugiere. El
vino así sabe muchísimo mejor. Es conveniente poner imaginación en los actos
íntimamente solemnes – abrir una botella de vino es un acto solemne – y hacer
poesía casera cuando hay una causa eficiente.
Es claro, yo salgo por España a cargar las baterías. ¿Cuáles baterías?
Las del cuerpo… y las del alma.
En los sitios de los buenos viñedos hay también mujeres estupendas, por
su simpatía y su belleza. Y los recuerdos de haberlas visto también tienen su
emoción.
El hombre soltero o viudo siempre ve en la mujer no comprometida una
ligera esperanza… Y el hombre casado ve, en todo caso, la ruta del cercado
ajeno. Y esto atrae lo suyo…
Los hombres casados, especialmente, pueden evocar en la soledad las
mujeres hermosas que se encuentran por los caminos. Y ejercitar ese honesto derecho
que todo marido puede ejercitar:
¡El derecho a suspirar!