Señores, haya paz…

Eco de Luarca, Hacia la ría del Eo

Publicado en: Eco de Luarca. Agosto -1953; Hacia la ría del Eo (1957)

Vamos mal. Sí, vamos mal… Los que tenemos cierta cantidad de añitos, ahora, en el verano, en época de fiestas, en vez de ilusionarnos con lo que los pueblos nos prometen, nos refugiamos en nuestra propia mente, en el recuerdo, para evocar lo que hemos vivido. O, mejor, lo que hemos perdido.

Ya no suceden las cosas igual que en nuestros tiempos de combate.

El deporte, como espectáculo de fiesta, se ha incrustado en los pueblos del occidente asturiano. Y no, a nuestro juicio, para mejorar las costumbres.

A causa de ello los pueblos de este rincón asturiano se quieren mal. O, si se prefiere, dulcificando la expresión, no se quieren bien. Y, por consecuencia, en el mejor de los casos, se aíslan y prescinden unos de otros.

Pues no. Yo creo que debiera haber de pueblo a pueblo más cordialidad, más intimidad, más confianza.

Hay quien cree, mucha gente, que tener un buen equipo deportivo en un pueblo es un signo de civilización y de cultura. No sé. Por de pronto, yo no lo creo. Es chocante. Cuando surge una gresca por esos campos, siempre sale a defender tan altos valores el menos indicado. Y, a veces, con un lenguaje que no es nada edificante.

Claro es que, entre estos pueblos hubo ciertas rivalidades. Pero antes las causas eran distintas. Por lo menos más caballerescas. En el fondo de toda lucha entre pueblos siempre se encontraba, hurgando un poco, unos ojos soñadores, es decir, ojos de mujer. Por “ella” y sólo por “ella” venía el encono. Sí. Varios hombres se interesaban por una misma mujer, y cada uno de ellos tenía sus simpatías en la causa. Y siendo ellos de diferente pueblo, ya estaba el lío armado.

Pelear por una mujer es algo, a primera vista, muy romántico. Pero, al mismo tiempo, es lo clásico.

Don Quijote, a quien los entendidos nos dan por el prototipo de la raza, llevó muchos golpes para “quedar bien” ante una mujer con la que no había hablado nunca y que, tal vez, ni siquiera conocía.

A través de muchos textos de nuestra historia y de nuestra literatura se ve como el hombre, para demostrar ser tal ante el sexo opuesto, realizó algo próximo a locuras. Se comprende.

Cuando entran en juego unos ojos, algo que tal, o un rizo que cae sobre una frente con cierto donaire, no es de extrañar nada.

Lo malo y lo que es de extrañar es que las luchas del presente tengan su origen en el gesto poco prudente de un deportista, que en el mejor de los casos tienen las piernas bastante peludas.

Es triste. Se pierde el gusto. Antes se luchaba por algo que era muy caro a los sentimientos de los hombres, a lo más íntimo de su corazón. Ahora se lucha por poco o, quizás, por nada.

En mi tiempo, las ilusiones de un hombre, a los catorce años, se cifraban en tener novia y echar el humo por las narices. A hora, a la misma edad, se cifran en tener unas botas de futbol y una camiseta a rayas.

Yo creo que ante las generaciones futuras estamos dando a priori el espectáculo. ¿Qué dirán de nosotros? Es mejor no pensarlo.

La mujer, arrastrada por la fuerza de la corriente, sin darse cuenta, está viendo perderse la más hermosa de sus prerrogativas: la de que el hombre ya no lucha por ella. Hay que reconocer que no tiene la culpa. La sociedad, o más concretamente el hombre, casi ha divinizado el deporte y se salió de la vía. La gente moza busca ante todo, lo tiene a gran gloria, batir un “record”, conseguir una “plusmarca” o lograr “un campeonato”. Antes un rapaz dedicaba todos sus esfuerzos, todos, por conseguir un corazón… Ahora se esfuerza denodadamente por conseguir una copa no sabemos de qué metal construida. Da pena.

No, no queremos decir que el hombre haya perdido cualidades. Queremos decir que las tiene mal encauzadas. El hombre, en sustancia es el mismo de siempre.

Se suele hablar del progreso de los tiempos. Según. Los tiempos nos traen cosas buenas y malas. Por lo pronto hay una cosa cierta. Cada año van a nuestras fiestas, a nuestros espectáculos deportivos, mayor número de guardias civiles de servicio. Es sintomático.

Y, hay que decirlo: doloroso. Parece que la alegría y el esparcimiento del ser humano no debieran tener límites. Y, sin embargo, hay que ponérselos.

No quisiéramos que se viera en lo dicho una recomendación a la violencia. No, sería inmoral. Nosotros, en cuanto se nos conceda autoridad, recomendaríamos paz. Claro que en el caso de que las pasiones de la gente joven sean irrefrenables siempre preferiríamos que las guerras fuesen por las causas de antes. Sabemos cierto, de oídas, de buena tinta, que en todos los pueblos del occidente asturiano hay muchas mujeres por las cuales cualquier hombre, sin deshonor, puede recibir, no diré que un par de palos, pero sí un buen estirón de orejas.

Homenaje a «Chele»

Programas y folletos

Texto taquigráfico del discurso pronunciado por D. Alejandro Sela, en la cena – homenaje a D. Félix García “CHELE”, celebrada el día 13 de Abril de 1952, en el Hotel Mercedes de Navia.

Publicado en: Programa de Fiestas de San Roque, 1964

Bueno.

Voy a hablar. En realidad yo no he sido nunca partidario de las charlatanerías de banquete, nunca me han gustado, por parecerme que lo que en ellos se dice, a los postres, más que ideas puras y limpias, fruto de cabezas despejadas, son más bien ideas turbias y enclenques, producto de excitaciones alcohólicas.

Sin que esto suponga una excepción, allá va, allá voy. Si he de ser orador algún día, creo que ya va siendo hora de empezar. A ello me anima sobre todo la confianza de que me vais a juzgar, no por la brillantez de mi exposición, sino por lo que veáis de sincero en lo que diga.

Quiero, si no justificar este acto – cada cual es libre para enjuiciar – justificar el por qué he venido yo. Me interesa.

Esta cena o comida, entiendo yo, se celebra en honor de la buena voluntad, de la sencillez y de la humildad. Cualidades todas ellas reunidas y concordadas en una sola persona: Chele.

Ha sido, pues, la causa, tan honrosa, la que me ha movido a venir con verdadero placer y contento.

Y ha querido, además, el azar, la suerte, traerme a esta casa que ha sido mi hogar cerca de tres años, formando parte de una gran familia de la que es timonel el nunca bien ponderado Benjamín, también humilde, trabajador y caballero. ¡Ah!, se me olvidaba, y lector incorregible del “Coyote”.

Yo tengo a Chele, lo he tenido siempre, por una gran persona. Y vosotros al acudir aquí, sin duda lo tenéis en una opinión que no es más baja que la mía. Cuanto se haga y cuanto se diga en alabanza de este hombre, es justo. Nadie como él personifica hoy las esencias más puras de esta villa de Navia, uniendo por su edad, un pasado relativamente lejano con la actualidad que vivimos. Y siempre actuando, en beneficio de todos, con el mismo espíritu: jovial, alegre, voluntarioso y desinteresado.

Yo he venido hoy a cenar con Chele para disfrutar unas horas de placidez y tranquilidad. Por unas razones o por otras, por dentro o por fuera, mi vida es bastante intensa. Y así como el velero después de recorrer muchas singladuras de mar embravecido y proceloso se refugia en una bahía para ordenar su arboladura y su velamen, así yo recalé esta noche en esta ensenada, para dar refacción a mi espíritu donde brilla la paz y la cordialidad en torno a un hombre bueno.

Concurre en Chele una circunstancia que ejerce sobre mí un enorme atractivo. Es ella la de no ser un hombre leído.

Chele, bien nacido, se ha formado a sí mismo en una vida llena de humildad. Él es el artífice de su propia persona. En contacto con la lucha diaria, ha tenido el gran instinto de asimilar las enseñanzas de los buenos y dar de lado, despreciándolos, los malos ejemplos de los malvados. Se ha formado, no por influencias de pedagogías ni retóricas, sino en la escuela de la vida, que es la más pura fuente de conocimiento.

Soy yo, precisamente yo, muy leído, quizá excesivamente leído, el que viene aquí a hacer un cálido y sincero elogio de una personalidad así elaborada.

Los hombres de buen corazón y de alma transparente no necesitan lecturas ni maestros para dar ejemplo de vida. Son seres puros y sanos, como frutos selectos de la naturaleza.

Frente de estos hombres están – yo me incluyo – los que estudian, los que están hartos de letras de imprenta y de tener maestros barbudos. Nosotros – los así formados – ya no somos fruto de la naturaleza, sino más bien seres artificiales, algunos de aparente vistosidad, pero en el fondo eso: puro artificio. Por encima de lo que se llamó cultura o civilización, o cosas de esas, solo hay una gran verdad, como dijo un gran ingenio: cada uno es como Dios lo dio, y aún peor muchas veces.

Chele, pues, es un ser natural, formado en la vida. Yo, artificial, formado en los libros. Pero a pesar de esta indudable diferencia en cuanto al ser, hay algo que nos une y nivela.

Chele, con el corazón, va por la vida. Y yo, el que estudio, voy guiado por una cabeza mejor o peor nutrida. Pues bien, los corazones y las cabezas bien intencionadas no deben representar valores sociales dignos de estima. Para nuestra actuación en la vida no hay alientos ni estímulos. Nosotros no tenemos cupo en los repartos de incienso. Hemos llegado tarde.

En las columnas de los periódicos no habréis visto nunca nuestros nombres para ensalzarlos un poco, no hay sitio. Esas columnas de periódicos están abiertas de par en par para alabar, no los corazones ni las cabezas, sino a los que tienen unas piernas en condiciones. ¿Y quiénes están bien de piernas?. Lo sabe cualquiera: los futbolistas y las artistas de varietés.

Para ellos son las glorias y los laureles de la apreciación social.

Pero no importa. Chele es humilde por naturaleza y yo lo soy por resignación. Ambos nos damos por servidos, no ya con que ese nos quiera bien, sino con que el pueblo de Navia no nos quiera mal.

Yo recuerdo ahora las múltiples veces que, en época de fiestas, he visto a Chele con manojos de cohetes. Me produjo la misma sensación que si viera a una mujer con ramos de flores. Es decir, me produjo efectos agradables.

Ya sabéis para que quiere Chele la pólvora. Para prenderle fuego y hacerla ascender por los caminos del cielo, guiada por una vara de avellano, y producir a la altura de las nubes el fenomenal estampido. Así, con tanta sonoridad, nos llama a todos a las fiestas, a la alegría y a la vida.

¡Qué contraste tan enorme! Los hombres cultos, las grandes mentalidades del mundo, los conductores de pueblos, ¿sabéis para qué quieren la pólvora? Para embutirla en los cartuchos de los fusiles y de los cañones. Y luego que tienen muchos hechos, se reúnen en pomposas asambleas internacionales, arman «el bollo» y llevan al ser humano, no a la alegría y a la vida, sino al aniquilamiento o a la destrucción, al sacrificio, o la guerra y, en fin, a la muerte.

El más grande de los españoles de todos los tiempos, Cervantes, ya dijo en su Quijote que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos. Chele, en su humildad, en su silencio, es las dos cosas. Nada de arrogancias. Y sobre esta base de conocimiento humano, se destaca lo que es más visible y da perfil a su ser: Chele es una persona, tiene personalidad.

Para mí, ser persona consiste en que en los actos de la vida se piense con la cabeza propia y no con la del vecino. Chele no es el que pide consejos a Juan o a Pedro para saber lo que tiene que hacer en cada caso. Cuando Chele sale de casa sabe a donde va, cierto, seguro, sin mirar a los lados, importándole un bledo que los que lo vean rían o lloren. A él no le interesa saber eso. Eso, sí. Va siempre dispuesto a hacer bien a todos, si puede, y mal a ninguno.

Y con el espíritu más elegante que pueda tener el ser humano: estar siempre dispuesto a darlo todo, y no esperar ni pedir nunca nada.

Esto es enorme, caballeros.

La mayoría de los hombres cuando salimos de casa no sabemos ciertamente o donde vamos. No sabemos con seguridad si vamos a hacer bien o mal; miramos a los lados; nos preocupa lo que pueda pensar el vecino o el amigo; con vanagloria buscamos el aplauso para nuestros actos, nos fijamos en lo que hacen !os demás, pedimos consejos, nos mueve el interés más de lo que se supone la gente, etc. etc. En una palabra, dudamos. No tenemos confianza en nosotros mismos. Somos el tipo Hamlet, que si se nos ha de dar algún valor como tipo humano es por contraste, solo por contraste, para que sobre el fondo de nuestra mediocridad resalten los buenos, los mejores.

Yo he venido hoy aquí, además, ostentando una representación: la de los pueblos de las orillas del Eo. Ribadeo y Castropol, por mi aunque indigno, nacido en una de aquellas orillas, están representados. No podían faltar. Muchos de los jóvenes de esos pueblos dimos aquí los primeros pasos al lado de una mujer que nos sonreía. Y esos primeros pasos por cierto estaban iluminados por unos farolillos que tú, Chele, colgabas de unas redes que previamente tus manos delicadas pero viriles, tejían de rama a rama en los árboles del parque.

¡Farolillos! ¡Luciérnagas que disteis luz a nuestras primeras ilusiones!

Chele, eres un poeta, un gran poeta. Con tus manos, por ser pintor, embelleces nuestras moradas, recreas nuestra vista. Con tu gran corazón nos ennobleces. Y con tus actos, llevas a nuestras almas la alegría y el contento.

¡Chele, eres un artista!

Yo siento que en estos momentos no nos acompañe alguna mujer de Navia. Pero es igual. Yo sé que te quieren todas, una a una. Puedes estar orgulloso.

Nada hay que ensanche y eleve tanto el corazón de los hombres como el saberse honestamente querido por almas de mujer. Puedes emocionarte un poco, si quieres. En estos instantes pensarán todas en ti, sin duda. Las mayores, con gratitud a lo que has hecho por ellas. Y las más jóvenes, que ya te conocen, con la ilusión y la esperanza de que cumplas siempre lo que has creído ser tu deber….

NOTA. – Chele nació en San Roque, el 13 de enero de 1.888.

La Searila

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-10-1951; La Searila (1955)

A Pedro G. Arias

Por los pueblos del occidente asturiano corre y se cuenta, desde hace más de un siglo, una historia romántica que quizá valga la pena recoger para conocimiento de los amigos del Eo, en especial para aquellos – nativos – siempre presentes en espíritu, aunque ausentes en cuerpo.

En la Casoa, al borde de la ría del Eo, feligresía de Seares, hubo y hay una casa hidalga que perteneció al marquesado de Santa Cruz. Se conserva en bastante mal estado con un escudo al frente y una capilla al lado. Hoy pertenece al opulento hacendado castropolense Dr. D. Manuel Pérez Prieto, quien la tiene arrendada a un colono. Como tantas mansiones de la antigua nobleza en la actualidad está convertida en casa de labranza. En esta casa, en 1810 nació doña Rosa Pérez Castropol, quien, 26 años más tarde, al fallecer había de ser causa de escenas conmovedoras y doloridas por parte de su enamorado esposo D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero.

Criada doña Rosa en un hogar señorial, educada al estilo propio de tal condición, su niñez y adolescencia fueron una promesa constante de la bellísima mujer que, con el tiempo habría de ser. A su hora, cuando la naturaleza dio las pinceladas definitivas a tan distinguida dama, por los contornos creció la fama de su belleza y virtudes que le hizo ser muy codiciada por los galanes de su clase que pudieran considerarse candidatos a llevársela al altar. Entre todos, lo logró el ya citado don Antonio, abogado y político, natural de Vegadeo, también de hidalga familia.

Cuéntase que D. Antonio conoció a doña Rosa una mañana de otoño. Él, sobre brioso caballo, iba de caza por los montes de Agelán y Presa, contiguos a la Casoa. Y ella, en aquellos momentos, se hallaba lavando los pies en una fuente que existe al lado de la casa. Don Antonio se apeó del caballo y hablaría lo que fuera del caso a aquella mujer que aseaba la pureza de su cuerpo con la pureza de aquellas aguas madrugadoras. Y allí, en aquel lugar, sobre un suelo cubierto por hojas secas de castaño y roble y entre el rumor de una generosa fuente, comenzarían para ambos las gratas congojas de un noviazgo.

Se celebró la boda en 1835 con el fasto que es presumible en gente de tal alcurnia y entonces, por supuesto, comenzó una luna de miel prometedora de las más duraderas venturas. Pero los hados no quisieron que esas venturas fueran efectivas D. Antonio, a la sazón Gobernador civil de La Coruña, tuvo que reintegrarse rápidamente al cumplimiento de sus deberes oficiales en la capital galaica, quedándose, en la Casoa, con su familia, doña Rosa. No se sabe, ciertamente, cuanto tiempo convivieron después de casados, pero, necesariamente, fue poco. Por el año 1836, doña Rosa dio a luz una niña, Claudia María Rosa. Y algún tiempo después, sin que se sepa de qué enfermedad, quedó viudo don Antonio. Con toda celeridad, fue avisado éste de la enfermedad de su esposa. Al enterarse, lleno de inquietudes, buscó cabalgadura para, a toda prisa, correr hasta el lecho dónde su mujer padecía. Se dice, aunque parezca inverosímil, que en la distancia que hay entre La Coruña y la Casoa – hay por carretera, unos 170 km – mató o asfixió, por relevos, tres caballos. Tal fue el deseo angustioso – quizá por presentir lo que ocurría – que D. Antonio tenía que llegar. Pero toda su diligencia fue poca, llegó tarde. El cadáver de Dña. Rosa ya había recibido cristiana sepultura en el campo-santo parroquial de Santa Cecilia de Seares el día 1 de noviembre de 1836.

El dolor de D. Antonio en aquellos momentos llegó a extremos verdaderamente tristes. Hizo desenterrar el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos y lloró, ante él, desconsoladamente. A partir de esta escena, durante varios meses vagó por los montes que circundan el cementerio llorando y cantando la Searila, que él compuso en esos atribulados instantes.

He aquí su cantar:

  Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril.

Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.

Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!

Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!

De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí dónde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.

Al sepulcro bajaste sin verme
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir

Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.

En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti!

Este es el cantar con el que en alta voz, D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero, lloró la muerte de su tan querida mujer. Los castaños, pinos y robles de los montes de Decer, Los Cubos, Agudela, Carballo y Agelán tal vez servirían de apoyo a D. Antonio en sus momentos de aflicción y, tal vez, asimismo, las gancelas que entre ellos se crían serían, varios meses, el único lecho donde descansaba de tanto penar.

De niños, hace años, cuando íbamos a la escuela de Seares, oíamos a las mozas de estos campos cantar la Searila. ¡La Searila! Canción que nació para expresar una desesperación y un dolor, fue más tarde, a través de los años cantada por mozas llenas de vida y de ilusiones.

Desde la otra orilla. El Varexador (cuento)

Las Riberas del Eo, Tío Pepe

Publicado en: Las Riberas del Eo 5-10-1948; EL TÍO PEPE (2000) libro; Antoloxía de prosa periodística en galego-asturiano (1903-1954) (2025) libro.

Largas, ben largas eran as varexas del Penelo, pero – sépase – non todas iguales. Unhas pra varexar desde baxo: as largas; outras pra varexar desde riba, subido al castañeiro: as non tan largas. Aquélas de pino, as máis das veces; éstas, ben de pagao, ben d’avellano, ben de biduro.

Todos os anos el Penelo varexaba. A xornal. Pra este, pral outro. Iba pra quen lo chamase y tuvera – xa se sabe – castañeiros. Tíase meyor que nadie entrepernado nunha cana sin agarrarse ¡Ei ta a ciencia! Se s’agarrase nun podería varexar porque pra eiste labor fain falta as maus para maniobrar coa varexa y tirar os pinelos d’arizos, si estos tán en pinelo, ou para feiryes arrestelar ás castañas cuando éstas nun arrestelan pola súa voluntá.

EI Penelo – como todo el que trabaya – queixabase del sou oficio. (En verdá que non é el de varexador un  oficio. É muito menos. Trabáyase un mes mais o menos; parte d’outubre y parte de noviembre. Así, del Penelo pode decirse qu’era un labrador que sabía varexar. Nada mais). Como íbamos decindo, queixábase el Penelo del trabayo pola roupa que se rompe, por nun poder dar gusto a todos, pois todos queren varexar al mismo tempo, y porque a un tempo vein a madruras as catañas. Todos os anos decía, al acabar a campaña, que pra outro ano habería que buscar outro varexador porque él iba pra veyo – esto decíalo desde os veinte anos – Pero era sabido: al ano volvía varexar. Y si queríades velo rabiado nun había que decirye mais qu’esto:

– A Penelo, fulano – quen fose – seique ta salindo un gran varexador.

Y respondía:

– Sàcateme de delante, nun digas eso. Ése falando con perdón, non varexa ben un pesegueiro.

¡Oh vanidad d’homes y de muyeres, qu’é tanto como decir vanidá humana, como t’apegas tamén a os varexadores!

El Penelo engarabitaba muy ben os castañeiros. Poñía a pucha, cuspía as maus, ¡y hala!, coyía el camín del cielo, acercábase a éste pero sin salir del castañeiro. Y al subir deixaba ver as didas dos pes y os calcaños, porque os escarpíus xa nun lo cubrían todo. Eran sempre os escarpíus veyos porque a sua muyer tía bon cuidado de que pra varexar non levase os novos. Mátote, si levas os novos – ye decía a muyer condo al ameicer salía prá faena -. Nun é qu’el Penelo ye tuvese medo á muyer ¡quen pensa neso! Lo mismo había feir anque a muyer nun ye dixese nada. Pero ela decíayo sempre, sempre…

El Penelo despreciaba al varexador que levaba escaleira pra subir a os castañeiros ¡Eso non é d’homes! Y él subía, engarabitaba como deixamos dito. Para este home nun había imposibles condo se trataba de varexar un castañeiro por alto ou gordo que fose. El sou gusto eran os bos castañeiros. Os pequenos… ¡bah, que los varexen as muyeres!, vía a decir máis ou menos. El Penelo era así. Nun sirve darye voltas…

Desque subía al tronco, había qu’apurrirye as varexas. A qu’él pedía. A pequena, a grande, según a largura das canas. Y tomaba posición para varexar cana por cana; entrepernado nela, as mais das veces, outras d’a pé sin agarrarse a nada y entonces parecía un páxaro visto de lonxe, un páxaro mui grande, pero, al cabo, páxaro. Pero xa que se dice todo, nun debe esqueicernos decir que era muito máis decente que muitos “páxaros” porque nunca deixóu  cayer nada que servise pra cuitar. Xa deixamos dito, y se nun lo dixemos decímolo agora, qu’el Penelo era un home y nas canas, como fora d’elas, como tal se tía.

Nunca quixo, condo varexaba, ir xantar á casa. Había que levarye a xanta al Souto porque nel tempo de varexar xa son os días pequenos y – decía – nun é agora tempo de botar siesta. Sempre xantaba caldo, as máis das veces de rabas, que ye levaban nunha cazola, con un chouricín entre él y algo máis de compango, pouco, porque nese tempo case todas as lacenas tán de folga. Despóis, unha concada de leite entriyado con pan de meiz. Al acabar a xanta, como bon cristiano, sempre decía: Vaya xa polas ánimas y pol alma de quen los plantóu (os castañeiros).

Y acababa el pito que tía empezado tras da oreya.

El Penelo varexaba de tarde lo mismo que pola mañá col mismo afán y el mismo interés hasta xa ben nun se vía. Algo máis einda que de sol a sol.

Vía cenar á casa, y de sobremesa, sempre tía algo que contar: feitos y hazañas da súa vida nel pico, y ás veces por baxo, dos castañeiros, dándoyes úa gracia qu’eu nun podo poñer aquí, porque unha cousa é el ouguilo y outra el contalo.

Unha vez – era por San Lucas – taba nel castañeirón da Ronda y, einda ben nun subira, erguéuse un vendaval qu’arrióu todas as capelas qu’había nos eiros. Quixo baxarse, pero nun se ye amañaba. Nunha d’estas veu un remolín de vento, y ei che vai el meu Penelo pol aire como un palombo. Nun lo creeredes, pero cayéu de pé. Polo menos contábalo. iQue xa era algo!

Einda contaba máis cuentos pero nun podo poñelos porque ta Pedro Cego entrando pol fornelo. Boas noites.

El Tío Pepe

Cada ocho días, doce horas de felicidad (cuento)

Caza y Pesca

Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1944

Iba solo, en «bici», siempre solo… Los domingos, su segunda «misa» oíala en los caminos de sirga del río Porcia, cuyas márgenes eran testigos de sus hazañas y heroicidades, de sus trascendentales luchas y forcejeos pescando truchas, su gran pasión. Subjetivamente, caña en mano, era enemigo de las truchas, con las cuales luchaba a brazo partido para vencerlas y conseguirlas. ¡Ah! pero objetivamente era su gran defensor y valedor. Su quijotismo era auténtico, y lo ponía a prueba cuando encontraba por las riberas de los ríos esos pescadores innobles y despreciables que apelan a procedimientos de pesca ilegales. «La caña es la única arma lícita de combate – decía -; lo otro es cobardía y traición». Más de una vez tuvo que defenderse como hombre, porque sus argumentos no convencían al pescador furtivo que hallaba a su paso.

Hablar de truchas con Villapena – tal era su nombre – era sacarlo del límite de la vulgaridad cotidiana y colocarlo en el coto de la conversación escogida y selecta. Si así se puede decir; Villapena, cuando hablaba de truchas estaba como pez en el agua. «Estando yo un día en el  puente de la Veguía, lancé el aparejo…» «En un pozo de Sueiro; nunca se me olvidará, un día luché hora y media…» Así comenzaba, y así, absorbía rápidamente la atención de quien le oyere, porque hablaba con pericia y amenidad.

Los sábados por la tarde, Villapena era un haz de nervios puesto en actividad. Subía y bajaba las escaleras de su casa, revolvía los cajones de la cómoda, donde alojaba sus útiles de pesca, con tal celeridad y estrépito que sólo serían disculpables a una persona en vísperas de boda. Antes de nada consultaba el frailuco barométrico, buscando el tiempo probable del día siguiente; en vista del resultado elegía el color de la tanza que había de utilizar; empataba, elegía anzuelos, acondicionaba el cebo y preparaba la caña. Todo, en fin, estaba en su punto a la hora de acostarse, incluso un «bocado» que su mujer le preparaba amorosamente para que comiera, a la hora oportuna, al borde del río, o la sombra de un castaño o de un aliso.

Acostábase y dormía con la cabeza más llena de ilusiones que niño en noche de Reyes. Soñaba y sentíase feliz en los sueños, porque en ellos siempre, siempre… había logrado sus mejores éxitos de pescador, a pesar de no ser pequeños los que lograba en la realidad.

Con diligencia ponía al acostarse, el despertador en la hora deseada para levantarse; pero siempre le fue innecesario, porque de costumbre se anticipaba en despertar a la hora señalada. Iba a la primera misa – la segunda ya hemos dicho dónde la oía – y tomaba su «burro», su «bici»… En ella acomodaba como podía, el cesto, la caña y el impermeable. Y ponía «proa» hacia el Porcia.

Pedaleaba optimista. Y siempre cortés, daba los buenos días a las lecheras y vendedores de piñas que venían hacia la villa a aquellas horas tan de mañana. En sus soliloquios durante el viaje, repetía eufórico: «¡Hoy seré feliz! ¡Hoy seré feliz!…»; «durante doce horas, por lo menos, no oiré hablar de partes oficiales, ni de cómo va el pleito del vecino, ni a mi mujer decirme, como todos los días a la hora de comer, que la vida está imposible, que ha subido el precio de las patatas y la carne, y que los zapatos del niño, a pesar de ser de suela de cartón, han costado ¡un tesoro! Nada de esto oiré. Definitivamente, al borde del río seré feliz ¡Feliz!»

Así huía Villapena, a todo correr, de la civilización, para refugiarse en la pesca, en el deporte de los antiguos pueblos nómadas e incivilizados.

Al llegar al valle por donde el río discurría, alojaba su «bici» en casa de un amigo, de cualquiera, pues todos los habitantes de las proximidades del río eran sus amigos, y con ellos echaba breves coloquios antes y después de lanzarse al río. Siempre preguntaba si en los últimos días había habido por allí pescadores, y siempre oía las contestaciones más contradictorias: Que no habían visto a nadie en los últimos días – decían unos -; otros, por el contrario, que el río estaba muy pescado, porque eran casi tantos los pescadores que venían por allí, como truchas había. Preguntaba casi mecánicamente, sin gran fe en las respuestas. Por hábito.

Pescaba en los sitios ya estudiados y conocidos de otras veces, escenarios de los éxitos de antaño, porque una de las bases del triunfo del pescador está en el conocimiento previo del río. Por eso temía ir de pesca a ríos desconocidos, y sin embargo, iba, aunque pocas veces, para ampliar posibilidades.

Como cada maestrillo, Villapena tenía su librillo de pesca: ese librillo que algunos pescadores ocultan «finamente» a todo el que se aproxima, para ver cómo se pesca y qué se hace para que las truchas «suban» al cesto. Pero Villapena era noble y no ocultaba sus conocimientos a quien de buena fe aspiraba a obtener el honroso título – según él – de pescador de caña.

Iniciaba sus tareas eligiendo el lado del río que le parecía más conveniente, según la situación del sol, para evitar sombras en el agua; ocultándose con gran cuidado para no ser visto por las truchas, ya que sabía muy bien que trucha que ve figura humana, es durante algún tiempo – el suficiente para que la trucha olvide – rebelde al cebo más tentador. En fin, adoptaba las prescripciones teóricas de los libros y revistas de pesca, algunas veces levemente modificadas por la experiencia y los dictados de su librillo.

Pescaba con excesiva frecuencia palos negruzcos que descansaban en el lecho del río, lo que le irritaba bastante, y, a veces, cuando los palos eran pesados, se le quedaban con el aparejo, o por lo menos con el «cristal», lo que también le irritaba por no tener abundancia en los últimos tiempos de anzuelo tan preciado. Pero todos estos sinsabores se compensaban cuando sabía ciertamente que tenía en el anzuelo un ejemplar «curioso», que se movía veloz dentro del agua en una u otro dirección. Su emoción entonces llegaba al límite, que era algo así como una mezcla de alegría y de temor. Alegría, ante la esperanza de lograrlo, y temor, ante el riesgo de perderlo. Era ése, como de todo pescador, su cénit emotivo. Ponía a contribución entonces su inteligencia, su habilidad y su técnica; pero a veces no le valía, porque las truchas tienen también inteligencia, habilidad y técnica, y en no pequeñas dosis. Y en la lucha entablada, el triunfo era alternativo: unas veces vencía la trucha, desasiéndose del anzuelo y huyendo con velocidad de rayo, y otras, Villapena. Cuando éste perdía, ¡qué decepción!; pero cuando triunfaba, ¡qué satisfacción!

En las presas de los molinos y en las cascadas, lograba Villapena grandes éxitos por ser estos puntos, como no ignora el pescador más lego, lugares casi infalibles de trucha hambrienta. Sin embargo, en los pozos de aguas tranquilas y transparentes, Villapena pasaba de largo, no osaba «tirar» en ellos, aunque viese buenos ejemplares, por no ignorar tampoco que en los pozos se «patina» con lamentable frecuencia.

De tiempo en tiempo daba tregua a sus faenas, cuando encontraba por los prados ribereños algún segador guadañero. Sacaba tabaco y ambos fumaban, adobando el descanso con conversación trivial, aunque amena.

A la hora de comer – nunca hora fija – acomodábase a la sombra del árbol que hallase más a mano, a ser posible en las cercanías de una cristalina fuente, que tanto abundan en las proximidades de los ríos asturianos, y allí comía. ¡Ah!, pero antes de nada vaciaba el cesto en el verde césped y contaba más de una vez las truchas pescadas, y hacía cábalas y conjeturas acerca de sus posibilidades de pesca en la tarde. Al par que comía, maduraba planes y pensaba qué sitios serían los más adecuados para trabajarlos y completar el cesto. Y mientras fumaba el sabroso pitillo que seguía a la comida, repasaba su equipo para tener los repuestos siempre a punto y poder reparar las averías inherentes a la pesca en la mínima cantidad de tiempo.

Ya comido, otra vez al río, sin descanso. A repetir, mejor, a superar, la labor de la mañana; pues, como buen pescador, ansiaba siempre superarse en la perfección de su deporte, no preferido, único.

Y no abandonaba el río hasta que el sol comenzaba a ponerse, retornando a su casa, como suele decirse, «entre luces», más bien de noche que de día, cansado y maltrecho físicamente por la dinámica jornada, pero, no se llame a engaño quien lea, con el espíritu levantado, entusiasta y satisfecho, lleno de íntimo gozo. Y como trofeo, el cesto casi siempre lleno de «arco iris», de los más variados tamaños, que exhibía con mal disimulada modestia, más claro, con orgullo, a sus amigos y familiares al llegar a casa. Siempre le quedaba grabada en la memoria del día una escena, un lance de pesca sobresaliente, con el que edificaba «en sociedad» el más bello poema de agua dulce.

Al calor y en la intimidad del hogar, cenaba con voraz apetito, cual niño que tomara aceite de hígado de bacalao. Y como un niño, se acostaba inmediatamente, y se dormía, rendido, sin prólogos.

Y los ángeles velaban su sueño.

Alejandro Sela

Vilavedelle, octubre 1943.

Prados 2 (continuación)

El Aldeano

Publicado en: El Aldeano. 15-1-1933

Donde se emplea suficiente estiércol bien complementado con abonos minerales no hay peligro ninguno de que disminuya la fertilidad del terreno, sino todo lo contrario, y grandes beneficios se obtendrán del racional empleo de la cal donde sea preciso o de abonos que la contengan en forma útil. Porque hay que tener en cuenta una cosa, que la cal no obra solamente como abono, es decir, aportando el calcio como alimento a las plantas, sino también como enmienda que acelera la descomposición de las materias orgánicas y aumenta, por consiguiente, la movilización de otros elementos nutritivos. Desgraciadamente, en la actualidad, el labrador local desconoce tanto de prado como de labradíos, de aquí la gran dificultad para el empleo adecuado de los abonos minerales.

Los abonos que ahora se emplean, no se aplican en condiciones adecuadas, por su buen aprovechamiento.

El estiércol enterizo empleado en cobertera no lo aprovechan los prados si no en escasa proporción a pesar de suministrárselo en abundancia. Es debido ello, principalmente, a que nuestros prados están en su mayoría en declive, situación que favorece grandemente el arrastre de las esencias del estiércol por las aguas de lluvia, ya que éste permanece varios meses sin entrar al prado. El viento, por otra parte, contribuye también a eliminar esas esencias, volatilizándolas. Así es frecuente ver en época de siega, trozos de estiércol que a pesar de los meses transcurridos, no ha podido todavía “curtirse”.

Fácilmente se ve que no queremos con esto negar la importancia que el estiércol de cuadra tiene como alimento de las plantas, puesto que tiende a ser un abono absoluto (llámase así al que contiene todos los elementos necesarios a la alimentación de las plantas, en proporciones tales que adicionados a un terreno estéril da lugar al completo desarrollo de los vegetales que en él se cultiven) si no para demostrar la gran ventaja que se obtendría empleando compuestos, abonos mixtos, o sea los que resultan de la mezcla de materias orgánicas y minerales de todas clases. En esto de “todas clases” queremos admitir, por ahora, solamente los abonos minerales de que antes hemos hablado: la potasa, el ácido fosfórico, el nitrógeno y la cal. El ácido fosfórico ya adquirió en estas tierras carta de naturaleza en forma de superfosfatos, y todo labrador depositó en él su confianza por haber dado motivo para ello, y eso sin olvidar que su empleo no obedece a razonamiento alguno científico; la cal, aunque en pequeña proporción, se emplea unida al anterior formando el superfosfato de cal; la misma razón que hay para adoptar estos dos elementos no puede negarse a los otros dos, máxime sabiendo que está muy experimentado y visto el buen resultado de esos cuatro elementos en el cultivo que tratamos. Por otra parte, restringiendo el empleo del estiércol en el prado quedaría para las tierras de labradío, en donde es asimilado en mucha mayor proporción.

No queremos terminar esto sin hablar de algo muy importante para los cultivos pratenses y que aquí se desconoce o, mejor dicho, no se practica. Nos referimos a los cuidados culturales.

Aumenta mucho el rendimiento de un prado el removerlo de tiempo en tiempo. Los que por aquí existen, de 20 o más años, muchos de ellos, no han sido objeto de labor alguna en todo su vida, siendo la práctica de estos cuidados algunas veces, tan importante como el abonado. Antes de las heladas fuertes, durante el otoño y principios de invierno, debe gradarse enérgicamente a los prados. Esta labor lleva anejos muchas ventajas: nivela y hace desaparecer las toperas, reparte uniformemente las deyecciones sólidas esparcidas por el suelo, permite una buena aireación del terreno y una mejor penetración de las lluvias cuando no vengan abundantes. Algunas veces y sobre todo en prados viejos, se observa fácilmente entre la hierba y el suelo una especie de capa formada por hierba muerta; esta capa, que no alcanza la guadaña sino el ganado cuando pasta, permanece indefinıdamente en el terreno y dificulta mucho la entrada de los abonos. Con la labor de grada a la que antes nos referimos puede desaparecer bastante bien esa capa, aunque a veces, por ser ya muy vieja y estar muy tupida es preciso recurrir al «escarificador» o el «regenerador de prados», aparatos que hacen una labor muy práctica.

En fines de invierno es muy conveniente, si ello es posible, un pase de rodillo, que apretando el suelo, favorece el desarrollo de los tréboles y leguminosas en general.

ALEJANDRO SELA

Prados 1

El Aldeano

Publicado en: El Aldeano. 30-12-1932

Teniendo en cuenta la enorme importancia que en esta región tienen los prados como complemento de la ganadería y al misino tiempo la oportunidad de la fecha, nos decidimos a hacer hoy unas ligeras consideraciones sobre su mejora y aprovechamiento. .

Antes de nada conviene que nos cimentemos en citas de maestros del campo, de hombres que consagraron su existencia a las investigaciones agronómicas, para que nuestras aseveraciones adquieran mayor solidez. “He visto arruinarse muchos labradores por tener tierras en exceso. Todavía ninguno por disponer de muchos prados” decía Gasparín; otro autor famoso escribía: “¿Quieres trigo? Pues establece prados”; y por último un adagio dice: “La pradera es la madre de todos los campos”.

Si nosotros aprovechamos la circunstancia de encontrarnos en condiciones plenamente favorables de clima y configuración del terreno, así como fácil mercado para los ganados, que es por donde, en definitiva, se saca el producto, esas manifestaciones se refuerzan mucho más.

Además, los prados aun los atendidos perfectamente, exigen menos gasto y trabajo que cualquier otro cultivo, y esta misma economía de capital y mano de obra, permitirá cuidar más ampliamente los otros cultivos. A esto tenemos que añadır que terrenos impropios para otra clase de producciones, dan buenos rendimientos de prado, y daríanlos mejores, si se les atendiera con miras a superar.

No hace muchos años que el labrador de esta comarca se decidió a dejar tierras para cultivar prados, viéndose claramente que a medida que iban aumentando los precios del ganado las extensiones pratenses eran cada vez mayores, pero en esto, como en el resto de los cultivos, nadie pretendió intensificar la producción, es decir, en el área disponible obtener mayores rendimientos, sino que todo sigue a merced de lo que la naturaleza quiere dar. Al principio fue muy general la creencia de que los trabajos que se hacían en los prados no compensaban económicamente; hoy está fuera de duda el creer que no sólo se puede duplicar el rendimiento de un prado sino triplicarlo.

Toda mejora en ésta, como en las demás ramas de la industria agrícola, debe atender, generalizando, a los siguientes extremos: Selección de las semillas que se han de emplear, labores cuidadosas y oportunas, extirpación de malas hierbas y aumento hasta donde la economía lo permita, de la fertilidad del terreno por un abonado racional e intenso.

Los prados para dar el rendimiento debido, tienen que dejar de ser lo que en la actualidad son: tierras abandonadas con escasa o mala preparación cultural; si bien – repetimos – ocupará menos gasto y trabajo que otros cultivos que son merecedores de mayor consideración. Aparte del abonado, suele a veces ayudárseles con “agra d’herba”, residuos de paja. Esta práctica no es nada recomendable, ya que un prado nuevo, sembrado con semillas de esta procedencia, no viene a ser más que una reproducción fiel de los demás prados, si malas hierbas tienen, malas las tendrá el nuevo, cosa que es esencial eliminar, y eso no se consigue sino seleccionamos con gran escrupulosidad las semillas a emplear.

Frecuentemente se oyen quejas de que las malas hierbas invaden los prados, quizá sin darse cuenta que el procedimiento de siembra antedicho facilita mucho esas invasiones. No vamos a ocuparnos ahora de la extirpación de las malas hierbas, para no extender demasiado estas líneas, pero sí hemos de decir que en este asunto son y mucho más seguros y fáciles los procedimientos preventivos que los los curativos.

Y ahora vamos a tratar, muy ligeramente, de los abonos que en más convienen a los prados.

Todos los elementos que integran el organismo animal, y sus productos derivados se hallan contenidos en la hierba. Entre los muchos que lo forman vamos a destacar cuatro, los más importantes: la potasa, el ácido fosfórico, el nitrógeno y la cal. La potasa influye favorablemente en la formación de los nitratos de carbono (grasas, azúcares etc.). El ácido fosfórico también en estos y en las substancias albuminoides. Un alimento rico en cal contribuye a la buena formación del esqueleto, siendo, además, la cal un gran correctivo de las condiciones del terreno e indispensable para la multiplicación y actividad de los microorganismos del suelo, que tan favorablemente influyen en la fertilidad del mismo. Finalmente el nitrógeno es la clave para la formación de las proteínas, produce un aumento de la vegetación, acelera el crecimiento de las plantas y estimula un desarrollo vigoroso de las raíces, que alcanzan la mayor profundidad en el suelo, pudiendo así luchar más venturosamente contra los periodos de sequía o falta de humedad.

Para obtener hierba de buena calidad son necesarios el ácido fosfórico y la potasa, y si a la calidad ha de unirse la cantidad, finalidad perseguida en todo, por toda industria, el nitrógeno es indispensable.

El uso de la cal como abono ha estado relegado durante mucho tiempo.

Y todo ello fue motivado a que se empleaba sola y en cantidades desproporcionadas, dando efectos buenos en un principio, pero muy agotadores. Un refrán sintetizó entonces su uso: “la cal y las margas (enmiendas calizas) enriquecen al padre y empobrecen a los hijos”.

ALEJANDRO SELA

 (Continuará)

Por esos esfoyois

El Aldeano, Tío Pepe

Publicado en: El Aldeano. 30-11-1932; EL TÍO PEPE (2000) libro; Antoloxía de prosa periodística en galego-asturiano (1903-1954) (2025) libro.

Estiaño veron as cosechas con ben retraso. Todas; e que nun quedou unha: lo mismo el trigo, que a fruta y el meiz. Por eso os esfoyois nun veron dentro del cuadro del tempo d’outros anos. Nun m’atrevo a votarye a culpa a este retraso de que nun fusen hogaño muy boyantes, muito mais sabendo que hay unhos anos que se vai conocendo unha cierta decadencia n’elos. Quizáis esta falta d’entusiasmo seña a misma que se vai vendo n’outras costumbres tradicionales. Nun sei si a xente se da cuenta d’esto; a lo menos nun fai nada pra que a cousa nun siga asi. Tampouco sei de cierto os motivos pricipales de todo esto; algunha culpa tein a baraxa y’a taberna, porque arredran al home, pero nun e einda esu lo que mais contribuye. Algo é ¿Será el tempo que n’os vai enrolando, feindonos perder lo noso, pr’acoyer eso de fora que muda cada bocadia? Todo elo e el nosu arte, pero muito noso, que nun debemos deixar perderse asi como asi; el perdelo e renunciar a toda a nosa ascendencia. Bien venido seña el cine y todas as cousas que n’os enseñen el mundo, pero nun esqueizamos lo noso. Unha cousa nun ten razón pra quitar outra.

Acordarse d’animación que antes se via en todo el personal que esfoyaba, del afán con que se espian as espigas pr’atopar a mazá escandida por el montón abaxo y pra que el gaiteiro botase unha pecia a acabar, son cousas, pr’al que naceu n’estu, que tein que dolerye sin remedio.

Ta muy en uso agora esfoyar cada un el sou, anque se tarde mais, non como antes que ora se esfoyana hoy aqui y mañá n’el outro lado.

A cosecha d’estiaño nun e como as que houbo desde hay unhos anos; e meyor. Hogano naide ten derecho a queixarse, a lo menos con razón. A min paréceme que por decir esto en voz alta no n’os han sibir a contribución. Hay quen lo pensa, por eso.

Sin embargo, hay algunha casa que anque desmereceu el ánimo d’esfoyar, nun lo perdeu todo. Einda atoupamos algo, buscándoo, claro. Condo ibamos denoite por el camin vimos luz nunha casa por a galeira; pareceunos encontrar algo d’el que buscábamos.

– ¿Quén tá? ¡Oi! nun esperábamos xa esta visita. Pase.

– Buenas noites.

– Buenas.

Personal de troya einda habia d’el: rapazas y rapaces. Habia tamen el personal da casa y’unhas cuantas muyeres d’esas que y’es esqueiceu casarse. A xente nova nun s’aperciviu da nosa entrada; taban todos entretenidos falando del baile del Cornayo. Nosoutros quedamos c’os nosos falando del frio, del gado y de que si sigue chovendo así non podemos labrar el trigo hasta pasar a Conceución.

– Y bueno nia. ¿Que tal de cosecha. Rinde?

– Home, mire; nun ye hay queixa; hay un regalin. Tamén e verdá que el tempo presentouse a pedir de hoca; nun ye veu vento nin agua y asi foise logrando muy ben. Na curtia, alo al primero parecia que foyaba muito, pero por fin foi granando, si señor. Condo menos como agora. Y por a sua casa. ¿Que tal?

– Tampouco hay queixa, vaya. Na Senra non foi muito el que se coyeu, pero hay que ter en cuenta que su labrou p’ralcacel, y d’esque vimos que se presentaba el ano bon deixámolo espigar.

– Muy ben.

¡Reinei, reinei!, empezou a berrar unha rapaza que taba  pr’aquela esquina, entre toda a cuadriya.

 Armouse unha juerga y’un barullo c’ol dichoso reinei que tuvemos varios minutos sin saber si aquelo era un esfoyón ou outra cousa sin parecido. Xente nova y leña verde, todo e fume – dice el refrán y ben dito – El Aldeano de Taves que tava al meu lado, d’esque foi calmando aquela algo, dixo con moita serenidad:

– Nin reinei nin reinache; agora hay república hasta n’os esfoyois.

– Nun n’os riamos d’eso – dicen os rapaces – pero, xa que el Aldeano de Taves ye deu ese color, nun hay inconveniente en que haya república hasta n’os carozos. El noso “reinei” nun ten pizca que ver con outros.

– Ay eso bueno – dice el de Taves.

Por motivo d’esto, tuvemos un bon pedazo falando del partido novo y del veyo y d’os cambios de chaquetas que desde hay unhos anos ven os oyos que nun tan cegos. E milagroso. As muyeres, vendo que falábamos de política, poñénse tamen a falar d’as suas cousas. Hasta que chegou a hora d’a maquila. N’estos encomios, el ama topou unha espiga fiyada.

– Hay que poñela na fumieira por si se pon unha vaca mala -dixo.

Y veu a maquila.

– ¿Quer mellor anis ou caña?

– Ay, Dios del alma; eu nun y’e tomo nada. Anque correra.

– Pois unha copia a tomala. Bou y’a botar de caña.

– Bueno lougo, xa que se empeña.

– Faguede el favor de pasar pr’aqui el pan y as noces, si vos servisteis. ¿Unhas nocías?

– Non, mia fiya; as molas non me deixan.

– Y einda tuvemos ali un pedacin mais en cuentos, mentras comian un bocado os que tian voluntá ¡Como as noites dan pra tanto!

El Tio Pepe

¿Cómo se y’a poñer al neno?

El Aldeano, Tío Pepe

Publicado en: El Aldeano. 30-7-1932; EL TÍO PEPE (2000) libro; Antoloxía de prosa periodística en galego-asturiano (1903-1954) (2025) libro.

Señores: a cousa pode que nun teña mais interés que el que ustedes quiran darye. Por pouco que seña e abondo, quizais sobre. Pasa con esto como con outras cousas del mundo: unhos conceden importancia a ciertos asuntos, outros, al revés. Esto, dentro da sua relativida, piya a este y’al de más allá. Porque vamos a ver ¿quen nun presenciou, condo nace un neno nunha casa, esos líos tan terribles pr’acontrarye un nombre guapo? Anque teñan el reportorio zaragozano y’el galego, sempre a haber dificulta: Que si se y’a poñer Xan porque se chamaba asi sou abolo; que si Pedro porque ten un tio en Buenes Aires d’este nombre; que si sou padrin que apegarye el sou pra que s’acorde d’él toda a vida. En fin, que si seguimos asi pode que el neno teña cen nombres deseando poñerse nél, y que casualida, todos ou case todos xa se poñeron a algún antepasado sou. Cada un que faga el experimento na sua casa, si e que no lo fixo einda, engarabitando por el árbol genealógico d’a sua familia, y verá, tarde ou cedo, como ha topar n’algún canón del dichoso árbol, el sou nombre. E a costumbre, dice a xente. Será. ¿Buena ou mala? Aló cada un con os sentimientos y’afeutos que poda ter. N’eso no me meto. Agora que si, n’él que me meto eu, e con aquelos que queren perpetuar el sou nombre n’a cabeza d’un ageno, querse decir, d’outra persona, seña ou non parente, chegando a anoxarse condo num pode salir con a sua. ¿Qué si hay quen s’encabrita por eso? Ya lo creo. Esto pode ser motivo pra parar de falarse, por pouco tempo si, pero deixar de falarse al fin, personas de familias achegadas. Y pr’eisto, señores, nun hay razón.

As veces a cousa nun chega a complicarse condo hay personas que saben razonar a su debido tiempo. (Nun podo pasar sin contarvos esto que ouguin eu, condo andaba husmiando por as cucías, xa hay ben anos). Cheguei eu a unha casa unde habia de pouco un home mais. Topeime n’a cucía con el amo peliando con os abolos del recién, tios y parentes máis achegados que a toda costa querian apadrinar. El patrón, con a voz que el caso requeria, dixo: “calai a boca, que si nun morredes, eivos dar a todos el gusto que queredes”. Meu dito meu feito. Nun pasaron muitos anos sin que todos quedaran complacidos. Xa se sabe personas como ésta nun se topan en todos os sitios nin en todos os tempos.

Si se disculparan asi muitas personas nun se veria, como se ve n’él Registro Civil, unha recua de nombres pra cada persona, que, as máis das veces, n’un sirven mais que pra dar lugar a equivocaciois. Cada individo quer poñerye el sou nombre y pra dar gusto a unhos y’outros poinseye todos.

Tein vido a min aguaciles y xente asi que preguntan por individos, preguntarme si conocía a un fulano cualquera, que muy ben podía nombrarse así ou de outra manera; José Antonio Ramón Pérez González; constestarye que nun lo conocia y ser, s’amano viene, d’os meus meyores amigos. Ben por chamarse Antón de Cancieiro, ben por Antonio Pérez, a custión e que si al propio interesado y’e pregunta por el individo de tal nombre, pode que y’e contestase, despois de rascar el curuto; ese por quen pregunta débeye d’ir n’América, porque, que eu sepa, nun hay ningún n’este lugar que se chame asi. Hasta a esto podemos chegar, a nun saber como nos chamamos nosoutros mismos. Y todo por culpa de cuatro parentes que se precian, destimarnos, estimación que el dia de maña no nos trae mais que dolores de cabeza y calenturas,

El Tio Pepe

El Mondongo

El Aldeano, Tío Pepe

Publicado en: El Aldeano. 30-12-1931; Entrambasauguas, Nº 13 Invierno/primavera 2000; EL TÍO PEPE (2000) libro; Antoloxía de prosa periodística en galego-asturiano (1903-1954) (2025) libro.

Acabóuse de labrar el trigo. As labores del campo páranse por pouco tempo nestos días d’Ano Novo, porque tampouco ha ser todo andar entre os tarróis. Pero veu outra faena, outra cosecha se pode decir, que quizáis é a qu’el labrador aprovecha en máis sustanza. Se algo sale da casa, voluntariamente, é pra untar al curial, pr’agradecer un favor…: a matanza, el mondongo…

Bueno, pois as muyeres andarán mui ocupadas estos días por custión del dichoso mondongo. Xa hai días que se ven vir da vila con alforxas hinchadas coas especias pra él: a canela, as pasas y outras cousas, pras morciyas; el pimento, a cordiya, el breimante, pra os chourizos; el sal, que quizáis vén de matute, pra salar xamón, lacóis y toucíus, xa hai días que lo tein na casa. Con todos estos preparativos y a luna nel menguante, esperan as muyeres un bon día, querse decir, un día frío, pra matar el sou coreno. Nun é d’estrañar que teñan tantas precaucióis, porque hai que ter en cuenta unha cousa; que por andar á tarabela poden perderse os xamóis, ou, polo menos, salarse mal, y, unha cousa que costa tantos trabayos en todo el ano, se se malogra unha parte ¡ounde imos parar! Ademáis, hai que ter tamén en cuenta qu’el cocho solo é a dispensa del labrador en todo el ano, pois nas aldeas nun hai obrigas, y anque las houbera, pode que nun s’acudise a elas condo fixera falta, senon condo se podese; y el que ta na casa, xa ta.

Esta labor fáiseyes pesada ás muyeres, que nun sirve deixala d’un día pra outro, nin tampouco queren que yes axuden os homes pois as muyeres – esto sábelo todo el mundo – tein crido que sólo elas poden feir as cousas con limpieza, y esto nun é verda de todo. Nas Américas y todo por aló, sin chegar máis lonxe, según me dicen todos os que d’aló se volveron, en hoteles, fondas y qué sei eu qué, os que rigen as cucías y cousas así delicadas, nun son máis qu’homes. Pero así y todo eu vexo ben que fagan todas estas cousas, porque al fin y al cabo, aquí como aquí y aló como aló. Eso é.

Unha das cousas en que máis s’esmeran as muyeres é nas morciyas, pois en muitas casas, eu téñolo visto, danlas ás amistades, pra qu’en cuanto éstas maten yes dían a proba das súas. “¡Salíronche boas! ¡Botácheyes ben almendras! iNun che saliron tan ben as del ano pasado! ¿Estoupáronse muitas? – Non, que las pinchéi con un alfiler de monxa”. Esto, máis ou menos, é el que se yes oi decir todos os anos.

Einda poin máis esmero, se máis pode poñerse, nos chourizos. Como duran todo el ano y van al pote diariamente, a responsabilidá é inda máis grande que nas morciyas. Condo chega unha visita, un parente, ún cualquera, bótase máis axina mau d’un chourizo que de cousa algunha. Y xa ora, hai que ter tino al feilos. Hai quen ye gusta máis picar a carne a mau que con máquina; hai quen ye bota agua á enayada; hai quen bota el pimento picante y quen dulce; hai quen pica os xamóis porque ye parece que funde a carne en chourizos; hai quen proba a enayada (eu son ún) antes d’embutir, y en fin. Eso vai en gustos.

Como remate del mondongo tán os roxois. Os roxois son pretexto pra feir unha rumba entre os amigos da casa, como se dixéramos el ramo del mondongo. Cómese de todas partes del cocho muito máis que roxóis. A min pasóu me: ir invitado a algunha casa, vir sin fame, y sin probalos.

EL TIO PEPE