Publicado en: Eco de Luarca. 20-9-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)
La villa de Navia o, mejor, un nutrido grupo de vecinos, con el Consejo
Municipal al frente, se trasladó a Covadonga el día de la fiesta del santuario.
El Consejo iba a hacer una ofrenda a la Virgen.
Salimos de Navia el día siete de Septiembre, a media tarde, en autobús.
Convenía dormir en Oviedo.
Justo Álvarez, Álvaro Delgado y yo, dentro de la comunidad, formamos
rancho aparte, si así se puede decir. Justo tenía provisión de fondos. Él era
el encargado de pronunciar esa frase que tanto hay que repetir en los viajes
¿Qué se debe aquí?
La noche del siete al ocho fue de aúpa. Relámpagos y truenos
perturbaron nuestro buen deseo de dormir tranquilos. No pudo ser. A las siete
de la mañana del ocho, al amanecer, cuando cogimos el coche para reanudar
nuestro viaje, llovía a cántaros. El cielo estaba encapotado, el día de verdad
triste.
Nuestro ánimo estaba de capa caída. Esperábamos un día malo. En Pola de
Siero llueve. En Nava llueve menos. En Infiesto nada. Cuando llegamos a
Arriondas… hacía sol.
En esta villa nos apeamos. Eran las nueve de la mañana. Solicitamos en
un bar sendos cafés y bocadillos. Estos llevan dentro unas ruedecillas de lomo
que saben a gloria. Nuestro ánimo empieza a elevarse. Indudablemente hay un
enlace entre el cuerpo y el espíritu. De la panza sale la danza…
En Cangas de Onís se afirma el buen día. Las nubes oscuras se han ido
volando… El sol luce. Los viajeros de nuestro coche, entre los que van
bastantes mujeres guapas, cantan y ríen.
En este lugar confluyen varias carreteras. Coches de diversas
procedencias se ponen unos delante y otros detrás del nuestro. El camino está
lleno de curvas. El viaje se hace ahora lentamente. Pero no tardamos en ver, en
lo alto, las agujas de la basílica.
¡Covadonga!
Hay bulle bulle de gentes de diversa condición: aldeanos, seminaristas,
guardias civiles, canónigos… Por el túnel que lleva a la cueva, entran los
romeros, los devotos de la Santina. Las mujeres, como siempre, cubren sus
cabezas con pañuelos de mano arrugados. Se les olvidó el velo…
Álvaro, Justo y yo queremos ver más, queremos subir a las cumbres donde
están los lagos: el Enol y el Encina. Conseguimos un coche pequeño. Y a ellos
vamos. Una carretera de doce Kilómetros, agreste, empinada, curva va curva
viene, nos lleva allá. Pero hacemos parad: s a cada paso. Hay desde cualquier
parte mucha visibilidad. El sol se ha consolidado. Respiramos con verdadera
ilusión. Vemos el monte Auseva, debajo del cual está la Cueva. En frente suyo
otro monte, el Ginés, muy alto. En su cima tiene una cruz de palo. Y, al fondo,
en medio, sobre una loma, la basílica. Sus torres, dos, terminan en punta.
Pienso, un momento, en lo que a través del tiempo he leído. Aquí, en
este escenario, tuvo lugar la gesta heroica, decisiva para España. El inicio de
la Reconquista. Bullen en mi mente nombres y más nombres. Pelayo, Alkamán, Don
Oppas…
Los autores árabes nos hablan de que Pelayo con treinta hombres y diez
mujeres en los huecos de aquellas peñas, resistieron los persistentes embates
de los honderos y saeteros de Alkamán. Y que esos hombres y esas mujeres se
alimentaban de miel que las abejas fabricaban en las hendiduras de las rocas.
¿Historia? ¿Leyenda? El argumento es hermoso. Me quedo con él.
Cuando faltaban unos cuatro Kilómetros para llegar a los lagos, vemos
una mujer sola, joven, que sube a pie por la carretera. Despierta nuestra
atención. Álvaro, siempre oportuno en las cortesías, la invita con la mano
subir a nuestro coche. Y ella acepta.
– ¿Va a los lagos? – Sí, claro. Es una mujercita bella. Y simpática. Y
que sabe mucho.
– Aunque sea indiscreta la pregunta, por favor. ¿Quién es usted?
– He estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, de donde
soy. Ejerzo el periodismo. Me llamo María Paz Salas.
– Gracias. Y Álvaro corresponde diciendo quienes somos.
– Nosotros tenemos ideas confusas acerca de los hechos históricos que
ocurrieron por estos lugares. ¿Quiere usted hablarnos de esto?
– Con mucho gusto. Sánchez Albornoz opina esto… Américo Castro lo
otro.
Y así, como quien no quiere la cosa, con gran sencillez, María Paz nos
da la más inesperada y peripatética de las lecciones.
Avistamos el primero de los lagos, el Enol, y, desde el coche mismo,
despacio, lo vamos viendo. Seguimos. Detrás de una montaña a no mucha distancia,
está el otro lago, el Encina. En torno a éste hay un amplio campo en el cual
pastan ovejas y vacas. Tiene ese campo verde, pequeños oasis, como si dijéramos
de tojos y gancelas muy bajos, en flor. La de aquellos es amarilla. La de estos
es color escarlata. Como el manto que le pusieron a Don Quijote en casa de los
Duques.
El lago Encina es, por su belleza, un encanto. Sus aguas aparecen
limpias y puras. Tal vez es agua de nieve. Y nieve se ve en una montaña
imponente que está al otro lado. Es la Peña Santa.
En el lago flotan unos cuantos pájaros palmípedos. De vez en cuando se
somormujan. Irán al fondo de las aguas a buscar el pan nuestro—de ellos—de cada
día.
¡Qué bien se está por allí! María Paz se fija en las matas con
florecillas. Justo, con sus prismáticos, mira y remira por todos lados. Y Álvaro
saca fotos.
Las vacas, pequeñas, peludas, de raza casina, pastan las hierbinas que
pueden coger del suelo. A veces con sus terneros se cansan, se acuestan. Ellas
darán después poca leche. Pero rica, muy mantecosa.
No hay viento ninguno por aquellos parajes. Hay claridad y sosiego.
Belleza y paz.
A un lado vemos una pequeña casa. En ella una mujer despacha durante el
verano solamente comidas de urgencia, Picamos un poco de jamón y tomamos unos
vasos de vino. Este vino es rojo, pero muy trasparente. De la Rioja.
E iniciamos el descenso. Nos llaman la atención grupos de árboles que
hay entre las peñas que blanquean. Son hayas. No nos persiguen los osos, no
vemos rebecos.
A la una de la tarde estamos en la explanada de la basílica. Sabemos
que hubo una misa de pontifical en presencia de dos ministros del Gobierno y el
Consejo Municipal de Navia.
A las dos en punto el Ayuntamiento de esta villa, invitó a una comida a
las autoridades presentes y a los que fuimos buenos. Se celebró en el Hotel
Pelayo. Muy bien.
A las tres y media de la tarde se inicia la vuelta. Volveremos por una
carretera distinta a la de nuestra ida. Desde Cangas de Onís bajamos a Ribadesella.
A nuestro lado, a la izquierda va con corrientes lentas, el río Sella. En sus
entrañas tiene salmones y por su superficie reman, una vez al año, los
piragüistas más famosos del mundo.
Pasamos, sin parar, per el largo puente de Ribadesella y entonces
nuestro coche empieza una velocidad de retorno. Mayor, se entiende. ¿Qué se ve
por estas tierras? Hemos de ver hasta Gijón prados, pomaradas con manzanas de
pómulos sonrojados, maizales encandelados y muchos bosques de eucaliptus.
Pasamos por Colunga y no nos detenemos. A las seis de la tarde llegamos
a Villaviciosa. Aquí, sí, nos apeamos y estiramos las piernas. En el parque,
que está muy bien, hay unos árboles de corteza arrugada y muy altos. Son
negrillos.
A las siete en punto tenemos Gijón a la vista. Automáticamente me
acuerdo de Munuza. Una hora nos dan de asueto. Nos acercamos al muelle y vemos
el palacio de Revillagigedo y la Rula. En la calle de Corrida, en la terraza de
un bar, tomamos algo que nos va a servir de cena. Al final Justo entona la
inevitable canción: ¿Que se debe aquí?
Salimos de Gijón ya de noche. Nuestros compañeros de coche, en el
viaje, guardan silencio y… cabecean. Cuando llegamos a Navia los relojes habían dado ya las
doce.