Publicado en: Eco de Luarca. 11-10-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)
Villaoril es un pueblo de labradores ricos que está a cuatro Kilómetros
de Navia. En él existe una capilla que tiene una Virgen que, para todos, lleva
el nombre del pueblo. Al lado de esta capilla hay un campo grande poblado de
árboles, entre los que descuellan unos viejos robles, copudos, muy corpulentos.
En este lugar se celebra todos los años, el 28 de septiembre una
renombrada fiesta, concurridísima. Se le llama “de las gallegas”. La razón es
clara. Desde tiempos inmemoriales los más fervientes devotos de la Santa son
gallegos. Y desde Galicia vienen los romeros por centenares. Téngase en cuenta
que Lugo, la provincia gallega más cercana, está a cincuenta Kilómetros.
La capilla, por dentro, no está mal. Tiene un brillante retablo,
dorado, del más puro estilo barroco. Sus paredes están llenas de exvotos que
allí cuelgan los fieles agradecidos. Muletas de cojos liberados de su
enfermedad desniveladora, cordones de hábitos en profusión, gorras de soldados
de marinería, trenzas de pelo humano rubio o moreno, figuras en cera de
animales toscamente modelados. Y etc., etc. Y todo ello recubierto de polvo y
suciedad que delatan el paso del tiempo…
Los peregrinos o romeros empiezan a llegar temprano. Y, a su modo, en
la capilla, desfilan ante la Virgen, depositan sus limosnas y rezan, bastantes
en voz alta, con fervor que conmueve. Allí se ve una humanidad doliente que
pide la curación de una enfermedad propia o de algún familiar, la vuelta feliz
de un ser querido que está ausente o la salud de un animal que quedó en casa
tendido en un lecho de paja…
A la hora de la misa mayor, hacia las doce, hay en torno a la capilla
una multitud abigarrada y de mucho color. Algunos de los asistentes no ven al
celebrante. Pero no importa. La fe traspasa, sin mácula, los muros del temple.
Y la oración, por consiguiente, llega a oídos de quien ha de recogerla.
Acto seguido se celebra la procesión que va a la Fuente Santa, a ciento
cincuenta metros de distancia, al lado de un río truchero. Esa Fuente, al fondo
de un declive, está dentro de un recinto de pared. Y, en medio, tiene una alta
cruz de piedra.
A cualquier lado que se mire, más cerca o más lejos, se ven maizales
con espigas regordetas y algunas de sus hojas ya rubias, porque el otoño empezó
su aniquiladora labor. Y pinos con sus ramajes de agujas color verdeoscuro. Y
prados con sus hierbas frescas que darán la última siega del año. Suenan, al
marchar el cortejo procesional, los estampidos de los cohetes. Y el cielo se
recubre de unas nubecillas de humo que poco a poco se va desvaneciendo.
En el campo de la fiesta ya está todo en su lugar, en orden. Los
taberneros con sus tenderetes cubiertos de lona empiezan a despachar bebidas.
Los vendedores de empanadas, frutas, confituras y juguetería barata están en
sus puestos. Y las vendedoras de castañas, sueltas y en collar. Y mis amigos
los avellaneros de Navelgas con sus sacos panzudos, en estado…
Los asistentes, con sus familias o sus amigos, se van a los, prados a
comer. A la sombra de un manzano o de un peral. Las empanadas de pito, al
descubrirlas, exhalan un aroma seductor. Y el vino tinto, con sus fueros
etílicos, va poco a poco quitando el secaño… de los que tienen secaño. Los
rostros de las gentes se cambian de color lentamente. Les palideces del
misticismo mañanero, se truecan en colores más vivos, rubicundos, colorados…
A la hora de la comida, cuando lo hay, como este año, el sol cae de
plano.
En esta fiesta no hay banda de música, no hay tampoco orquestas que la
amenicen. Pero hay gaiteros y acordeonistas. Unos tocan por aquí, otros por
allá. Se baila con muchos sones. El baile es, se puede asegurar, federal.
Lo más típico, lo que da más color al ambiente, es verdaderamente su
aspecto galleguista. Me refiero a los lisiados y a los tullidos que hay por
todas partes. Y, sobre todo, por los caminos que afluyen al campo: “Una
limosniña por amor de Dios”. “Compasión, siñonres, que nun o podo ganar”. En
algún caso es tan dulce y poética la petición que parece que le habla a uno
Rosalía de Castro: “Non pase, siñor, y me deixe aquí soliña con a miña
desgracia”.
Aparecen unos de pie, los que tienen piernas. Otros, los que no,
tirados por los caminos. Algunos se arrastran por el suelo detrás de los que
tienen el corazón duro…
Delante de cada uno, en tierra, hay un pañuelo sucio, mugriento. Y, en
él, reluciendo, brillando, monedas de calderilla blanca. De diez y cinco
céntimos. Como antes, como siempre. Se da uno cuenta, los bienes de este mundo
han subido, están por las nubes. La caridad, a pesar de todo, es barata. El Cielo
hace tiempo que tiene los precios estabilizados. La Gloria Eterna, por la
caridad, resulta ahora a precios de saldo.
De esta gente, humanidades incompletas, habló ya Valle-Inclán con garbo
y con arte. Lo recuerdo emocionado.
Y, sin embargo, en Villaoril no hay tristeza. El vino, las músicas la
esperanza de conseguir la gracia pedida, transforman los espíritus. Los tullidos y los lisiados mismos. ¿No están de
fiesta?