Sin título (Muelle de Navia)

Inédito

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Una niebla espesa, gris plomo, envolvía el ambiente.

Suenan las poleas de una grúa, que carga – en una lancha – y descarga – en el muelle – arena traída de la playa. Se siente como un roce, el paleo de los hombres en la arena.

Pasa por el puente embragando y desembragando un camión cargado.

Las aguas de la dársena se mueven suavemente. Hay en algunas partes, sobre ellas, manchas aceitosas. Las lanchas y los botes están todos atados a los muelles por largos cabos.

Anochece. Alguna luz comienza a alumbrar. Los hilos del teléfono se disuelven en la bruma.

No está frío ni caliente.

Está así.

Pedro de malas artes

Inédito

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Una vez el demonio estaba sin criado. Pedro de Malas Artes lo supo y se ofreció como servidor. Al presentarse dijo el demonio:

– Te acepto.

El primer día lo mandó por leña al monte. Pero tardaba, no venía. Y el mismo demonio se fue a buscarlo. Y lo encontró acostado, dormido a la sombra de los árboles. Entonces el demonio sacó el cinto y, con él rodeó varios árboles. Y se los llevó.

Otro día lo mandó a por agua para amasar y cocer pan. Y no venía, también tardaba. Estaba Pedro de charla cortejando con otras mozas que iban a por agua. Sus pipas estaban vacías. El diablo las llenó y se fue con ellas.

Al llegar a casa habló con su mujer y acordaron que, puesto que Pedro era una mangante, no merecía vivir. Y decidieron matarlo. Pedro, que también acababa de llegar, a través de la pared, los oyó. Por la noche cogió una bota grande de vino que tenía y la acostó en su lugar en la cama. Él se puso debajo de ésta. A altas horas de la noche apareció en la habitación el demonio con un gran cuchillo. Y dio una cuchillada enorme en la cama. La sangre manaba a borbotones – eso creía él – del cuerpo de Pedro de Malas Artes. Y salía por debajo de la puerta.

Al día siguiente se levantó Pedro fue a dar los buenos días a sus amos. El demonio, para disimular, le preguntó qué había ocurrido que salía sangre por debajo de la puerta. Y Pedro le contestó:

– Nada, poca cosa. Un rasguño que me hice en una mano.

Pedro salió a la calle a dar una vuelta para abrir el apetito.

Y el demonio le dijo a su mujer que había que cuidar bien a aquel hombre, porque era muy poderoso…

El pobre miseria

Inédito

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Jesús y San Pedro iban de viaje.

Llevaban un burro para que les aliviara del cansancio en el camino. Pero se le cayó una herradura y andaba mal. Le fueron a un herrero para ponerle otra, pero el herrero no tenía hierro para hacerla. Buscó y buscó y encontró un trozo de plata. De ella hizo la herradura, y se la puso al asno.

Jesús y San Pedro siguieron camino. San Pedro creyó que el herrero era un hombre bueno y le dijo a Jesús:

– El herrero se portó bien y deberíamos premiarlo.

– Tienes razón, Pedro. Volvamos a buscarlo.

Y volvieron. Lo encontraron.

– Herrero obraste bien. Queremos pagarte. Pídenos tres cosas.

El herrero tenía tres nogales. Y contestó:

– Primero: Que el que se suba a estos nogales, no pueda bajar sin mi permiso.

– Concedido.

San Pedro le apuntaba con la mano para que pidiera ir al cielo al morir.

Pero el herrero no entendía o no quería entender…

– Segundo: Que el que entre en mi petaca no pueda salir sin mi permiso.

– Concedido.

– Y tercero: Diez años de vida y dinero a discreción.

– Concedido.

Jesús y San Pedro se fueron.

En los diez años siguientes el herrero vivió como un príncipe. Pero llegó la hora de su muerte. Y vinieron a buscarlo tres demonios. Tenía las barbas largas. Y, antes de irse, pidió permiso para afeitarse. Se lo dieron.

Tardaba. Los demonios vieron los nogales y se subieron a coger nueces. Pero después querían bajarse, y no pudieron. Le pidieron permiso al herrero para bajarse. Pero les pidió, para ello, que le concedieran diez años más de vida y dinero a discreción. El jefe de los demonios se lo concedió.

Vivió otros diez años como un rey. Y bajaron de nuevo los tres demonios a buscarlo. Les pidió, como antes, permiso para afeitarse y se fue. Los demonios vieron la petaca en una mesa que había en la forja y quisieron meterse dentro. Como eran muchos se convirtieron en hormigas. Él bajó afeitado y les dio una camada de palos.

Pero estando todos los demonios allí, surgió una crisis en el país. No se podía vivir. Todos los que trabajan inspirados por el diablo, como son los abogados y los comerciantes, estaban furiosos. Obligaron al herrero a soltarlos y los soltó.

El herrero se murió. Llamó a las puertas del cielo y San Pedro no le dio paso:

– Ya te dije aquel día que pidieras el cielo. Ahora no puede ser.

Y se fue. Llamó a las puertas del infierno y no le quisieron abrir. Los demonios le tenían miedo.

Y, en vista de ello, quedó en el espacio vagando como un pájaro que no tiene árbol donde posarse. Y por allí anda. 

El gallo

Inédito

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El gallo iba muy contento a la boda de Juan Garabito. Estaba invitado. Pero en el camino se encontró con una bulla de cocho que tenía un grano de maíz que brillaba como el oro. Y se lo comió. Pero ensució el pico. Y seguidamente vio una malva.

– Malva, límpiame el pico.

– No quiero.

– Ya que la malva no me limpia el pico, no voy a la boda de Juan Garabito.

Una vaca venía.

– Vaca, come la malva.

– No quiero.

– Ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico, no voy a la boda de Juan Garabito.

Vio un palo.

– Palo, mata la vaca.

– No quiero.

– Ya que el palo no mata la vaca, ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico, no voy a la boda de Juan Garabito.

Y vio un fuego.

– Fuego, quema el palo.

– No quiero.

– Ya que el fuego no quema el palo, ya que el palo no mata la vaca, ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico,  no voy a la boda de Juan Garabito.

Y se encontró agua.

– Agua, apaga el fuego.

– No quiero.

– Ya que el agua no apaga el fuego, ya que el fuego no quema el palo, ya que el palo no mata la vaca, ya que la vaca no come la malva, ya que la malva no me limpia el pico,  no voy a la boda de Juan Garabito.

Un burro se acercaba.

– Burro, bebe el agua.

– No quiero.

Donde iba. No recuerdo.

Alguien me apunta: en el burro. Pues levántate el rabo. Y bésale…

Villaoril

Inédito

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28 de septiembre de 1958. Día de Nuestra Señora de Villaoril. Sol de otoño, claro, radiante…

Hacia las doce de la mañana llegamos a Villaoril. Otros habían llegado antes. Coches de diferentes clases – turismos, autobuses, y “Ferias, pistas y mercados” – confluyen en el lugar. Un par de guardias civiles ordenan el tráfico.

Por una pequeña carretera subimos, a pie, al campo de la fiesta. A ambos lados, tendidos en las cunetas, pobres pedigüeños imploran la caridad. Y nos asaetean con las frases doloridas de su repertorio. Todos, o casi todos, son lisiados. Al que no le falta una pierna le faltan las dos. Otro no tiene brazos. A uno le falta un trozo de carne en el pecho. Allí tiene una llaga…

Cada uno tiene delante, tendido en el suelo, un pañuelo mugriento, sucio, y deshilachado. En él vamos depositando los romeros nuestra limosna, cada uno según su corazón. Abundan los donantes de calderilla, esa moneda ligera que, en el suelo brilla como la luna. En algún pañuelo hay una rubia. Esta brilla como el oro…

El campo de la fiesta ya se ve lleno de gente. Robles viejos, acacias y espinos ensombrecen el lugar. A través de sus copas se cuelan algunos rayos de sol. Y proyectan sus amarillos en la verdura del prado. Hay infinitos puestos de bebida. Tenderetes y puestos de venta de todas las cosas. Frutas, confituras, avellanas, empanadas, collares de castañas,… Un caballero lleva su “establecimiento” colgado ante el pecho, en forma de bandeja y repleto de mercancía. Y con la boca y las manos hace la propaganda del artículo. Es

Don Nicanor
tocando el tambor

A un lado del campo está la capilla. Se la ve, a esa hora, repleta de romeros. Y entorno a las puertas – tiene dos – la gente se aprieta, se ve apiñada. Hombres descubiertos y mujeres cubiertas con pañuelos de bolsillo se hacen la ilusión de que oyen la misa que no ven. La fe lo puede todo… Los de dentro y los de fuera, sudan el Nilo…

Sale la procesión. Un hombre encaramado en una pared, empieza (sic) potentes cohetes. Humo de pólvora quemada se desvanece en las alturas. Una música acompasada suena en el cortejo. Un pendón en la avanzadilla, tremola ligeramente sus telas. Hay en las gentes que siguen un gran recogimiento.

La Fuente Santa está cercana. Hay un pequeño recinto de piedra que está en una hondonada con forma de anfiteatro. Por su fondo pasa un riachuelo regador de prados. En su altura hay maizales ya con colores otoñales. Y montes con pinos y castaños. En torno, la gente, como puede se van asentando, unos están de pie, otros, sentados.

Bajan a la Fuente la Santa. De frente a sus caños, se para. Cuatro mozos la sostienen. En frente hay un crucero de piedra silícea. Cuatro camelios, ahora sin flor, adornan el sitio. Callan los cohetes. Las velas se apagan. Silencio…

Un padre franciscano de barbas y con hábitos color chocolate, toma la palabra…

El anfiteatro natural está repleto de gentes de los más varios colores. Nadie se mueve. El cielo se puso azul. No se ve ningún algodón de nube. La Virgen con su albo manto tiene en sus manos un rosario. Hay, en los presentes, una indudable emoción. Los cuerpos parece que se disuelven en franco espíritu.

El padre invoca las excelencias de la Mujer Única. Exalta su sermón con palabras del más excelso poeta:

…/…
la música callada
la soledad sonora
la cena que recrea y enamora.
…/…

(“Cántico” de San Juan de la Cruz)

Carnavala

Inédito

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Fue un filósofo, Ortega y Gasset, el que dijo: “Yo soy yo y mi circunstancia”.

Quiso decir, poco más o menos, que cada uno es lo que se ve. Y lo que le rodea. Lo que, del medio en que vive, ha colaborado, o ayudado a contornearlo. O, si se pauta, a formarlo.

Así pues yo soy yo y un poco de carnaval. Porque cuando yo crecía, y se crece sólo de joven, estaba el carnaval en su esplendor, se prodigaba. Queda todavía mucha gente que se encuentra en mi caso. Los que peinan canas. O los que, teniéndolas, las dejan en cierto abandono… O, también, los que las peinarían con gusto si pudieran. Me refiero a los calvos.

El carnaval fue, pues, circunstancia de muchos vivos…

Al llegar a estas fechas uno se da cuenta que puede darse importancia de contar cosas que la gente nueva no conoce. Hace ya bastantes años que no existe el espectáculo del carnaval. Por lo que sea.

El carnaval, tal como se practicaba, era emocionante. La gente, la gente joven, se disfrazaba. Apelaba a la careta para asustar, para meter miedo. Y el miedo, no hay duda, es emoción.

Los hombres se vestían de mujeres y las mujeres de hombres. Y se cambiaba la voz para que todo apareciera en el mayor misterio. Las ropas viejas, las que estaban en los roperos, fueran de nuestros abuelos o de nuestras abuelas salían a relucir. Todo para lograr un mayor contraste, un verdadero anacronismo. Y deslumbrar.

Se usaba, se derrochaba más bien, en los bailes, el confeti y la serpentina. Unos alambres tendidos a cierta altura hacían que las serpentinas, colgadas, parecieran estalactitas, algo cavernario. Y el confeti que a todos cubría, hacía que pareciese que todos estábamos bajo los efectos de una copiosa nevada multicolor.

El burro que echaba pesetas

Inédito

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Lo que voy a contar es verdad. Mejor dicho, fue verdad. Para que cada uno pueda situar los hechos en el tiempo, diría que ocurrieron en la época del rey Perico.

Un hombre tenía un burro con una particularidad: echaba pesetas. Así: se le daba un palo en el lomo y salían pesetas. Pero preciso que para que eso ocurriera había que dárselos a comer primero.

Un día lo llevó a la feria para que la gente se fijara en él y le dio un palo donde se dijo. Y salió una peseta de plata, reluciente. Otro palo, y otra peseta.

Los que vieron aquello quedaron admirados. Y para admirar más formaron corro. Un hombre arrogante, con la cartera forrada de billetes se acercó a dueño, y dijo:

– ¿Cuánto vale este burro?

– Nada. No se vende.

– ¿No se vende?

– No hombre, no. Usted comprenderá que con un burro así no hace falta trabajar, que es el ideal de todos los humanos.

– Si no lo vende, ¿por qué lo trajo a la feria?

– Bueno, por tratarse de usted… ¿Cuánto?

– Cien mil reales.

– Traiga la mano.

Y se dieron la mano como símbolo de acuerdo. Y se pactó. Y se fueron a tomar la robla a una taberna cercana.

El comprador cogió el burro del sistriyo y se fue a su pueblo. En el camino, para probar, le dio un palo al animal. Y salió una peseta. El hombre iba contento. Al llegar a casa llamó a su mujer. Y para que viera, le dio un palo al burro. Y salió otra peseta. Marido y mujer se abrazaron. Otro palo al burro y no salió nada. Y otro. Y otro. Cada vez más fuertes. Y nada. Por parecerle que daba golpes suaves, dio uno muy fuerte y el burro cayó redondo, muerto.

– Ya me las pagará este bribón que me engañó. Ahora me voy por el mundo a buscarlo para darle su merecido. Y se fue andando, andando,… Al cabo de los meses vio un hombre muy elegante que iba por un camino. Era el vendedor del burro. Y hacia él se fue como una fiera… Pero el hombre que lo veía llegar con la mano le hizo señas y le dijo:

– ¡Alto! Apártese. Y cogió su sombrero por el ala y le hizo girar media vuelta. Y. ¡asómbrense! Apareció allí delante una mesa grande llena de tartas, pasteles y caramelos.

El hombre que comprara el burro se quedó pasmado. No sabía que decir. Y el otro hombre le invitó a comer. Las confituras, no hace falta que lo diga, estaban riquísimas. Y dijo el del sombrero:

– Si usted pretende comprarme el sombrero, aparte esa idea de la cabeza . No lo vendo y no lo vendo.

– ¿Y por qué no lo vende usted?

– Porque no.

– Pues yo se lo compraría de buena gana. Tengo aquí mismo en una bolsa tres mil ducados. Hombre, decídase usted. A mi mujer le gusta mucho lo dulce.

– Bueno, por ser a usted se lo daré.

Inmediatamente uno dio el sombrero y el otro los ducados. Y se separaron. El nuevo dueño del sombrero después de bastante andar hacia su casa, tenía hambre y se dijo: “Voy a comer tarta y pasteles”. Y dio media vuelta al sombrero. Funcionaba bien. Durmió una pequeña siesta a la sombra de un nogal y siguió camino. Al llegar a casa su mujer le dio un abrazo de alegría. Y le preguntó:

– ¿Viste al hombre del burro?

– Por favor mujer mía, apártate un poco. Y dio media vuelta al sombrero. La mujer al ver aquello, se le abrieron los ojos un palmo. Y se puso a comer entusiasmada. Daba gusto verla. Y así pasaron varios días comiendo dulces y durmiendo como unos benditos. Pero un día el sombrero, quizá por el uso, se rompió. Y no hubo más tarta ni más pasteles. El hombre se enfadó de verdad y salió de nuevo por el mundo a buscar al engañador. Y anduvo, anduvo… Y lo encontró. Pero, sin que le viera, por la espalda, lo atrapó y lo metió en un saco. Lo ató bien. Cogió el saco al hombro y se fue. Al poco tiempo vio que en el camino había un mesón. Era la hora de comer.

– Mesonero – dijo – tiene usted algo que comer.

– Sí, tengo. Pase.

– Por favor, no tendrá una habitación donde dejar este saco mientras como.

– Sí, señor.

Y pusieron el saco en una habitación que daba al camino.  Tenía una ventana abierta. Al poco tiempo empezó el que estaba en el saco:

– ¡Ay, ay que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero!

– ¡Ay, ay que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero!

Acertó a oír esto un hombre que pasaba por el camino y, curioso, se acercó a la ventana. ¿Qué decía usted?

– Mire usted, buen hombre, decía desde dentro del saco, que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero.

– ¡Ay, me caso yo! Salga de ahí para ponerme yo. Usted después cierre el saco, ¿quiere?

– Sí, señor, sí.

Y dicho y hecho. El hombre salió del saco y el otro se metió. El vendedor del burro y del sombrero saltó por la ventana y escapó corriendo.

El hombre que había comido un rato después, pago al mesonero, y cogió el saco. Y siguió camino. Pero al cabo de la tarde llegó a un puente alto por debajo del cual pasaba un río muy profundo. Y murmurando en alta dijo:

– Ahora, trapacero, vas a ver lo que es bueno. Desde esta altura voy a tirarte al río. Ya no venderás más burros ni más sombreros. Bien merecido lo tienes.

Pero el nuevo hombre del saco al darse cuenta, empezó a gritar:

– ¡Ay, ay, señor, que yo no fui. Yo no fui.

Pero el hombre no hizo caso y tiró el saco al río.

Pasó el tiempo. Pero un día el comprador del burro y del sombrero vio que venía por el camino una manada de cerdos gordos y coloradotes. Detrás, conduciéndolos venía un hombre. ¿Quién sería? ¿No lo adivináis? Era el vendedor, el que decía que lo querían casar con la hija del rey…

– ¿Cómo? Es que no se ahogó usted dentro del saco, en el río.

– ¡Que va! El río es profundo, es cierto, pero está el fondo lleno de monedas de oro. Yo recogí las que me pareció y con ellas compré estos cerdos. Ahora, ya gordos, voy al mercado para venderlos a buen precio.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye.

– Ahora mismo voy yo al puente para tirarme al río. Cogeré monedas también.

Y se fue. Se tiró. Han pasado ya muchos cientos de años y no se supo más de él. Nadie lo vio.