El monstruo del Meiro dio a luz

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 14-8-1960, pág. 19.

Ahora resulta que era hembra

Durante algún tiempo anduve con la mosca detrás de la oreja. ¡Ya me lo parecía a mí! La cuestión del sexo del monstruo del Meiro, el otro año, era un asunto no concreto, impreciso. Ahora, poco a poco, se van desvelando detalles.

Y ahí está a la vista lo último que se sabe. El monstruo de Meiro tiene siete hijos, siete. Este número se ha repetido en diversas constantes históricas y por muy varios motivos. Siete fueron los sabios de Grecia. Siete, los infantes de Lara. Siete, los pecados capitales. Y siete, las tres gracias…

Muy bien. Lo que no se sabe cierto es como los tuvo. Si con huevos, como una gallina. O por gestación interna como la hembra del jabalí, la jabalina. Y, precisamente en esto, está la divergencia de las gentes. Los que aseguran haberlo visto dicen que como no tiene plumas no puede cobijar las crías. En su contra otros opinan que no hace falta tener plumas para poner huevos. Y nos dan como ejemplo la culebra que no tiene plumas y los pone. Yo, francamente, en esto no tengo opinión.

Ilustración realizada por Álvaro Delgado para este artículo, en el Eco de Luarca del 14-8-1960.

A través del año, durante el invierno, el monstruo de Meiro fue visto muy de tarde en tarde. Algunos, al no verlo, creían que se había ido. Y que, por lo tanto, fue la serpiente de mar del año 1959, ¡Ya, ya!

Ahora, en 1960, vuelve, si es que se fuera. Y no solo, acompañado de su prole. Y, con ella, por las noches sale al campo y da muestras inequívocas de su existencia.

El monstruo, bueno monstrua, puesto que es madre, según datos recogidos dignos de fe, tiene los ojos fosforescentes como si fuera un gran gato. Y los hijos, por su puesto, como si fueran gatitos. Despiden por esos ojos unos conos de luz brillante y potente tal como si estuvieran alimentados por fuertes baterías. Lo cierto es que al deambular por los sembrados y por los montes esos conos de luz se entrecruzan y forman la más fantástica iluminación. Y que desconcierta por el pánico que impone, a los más, audaces contempladores.

Estas apariciones nocturnas son sin duda trascendentes y fecundas en consecuencia. Por ejemplo, en los lugares de las cercanías desde las nuevas apariciones ya no se corteja. En los pueblos del campo, los novios iban a ver a sus novias de noche, después del trabajo. Y es que, con diversos pretextos, el verdadero se lo callan, se quedan en casa. Y ellas, desesperadas, con los codos apoyados en el alfeizar de las ventanas esperan… lo que no viene. Así es.

¿De qué se alimentan, madre e hijos? No se sabe, la verdad. Hay quien cree que pacen en los prados y que, por consiguiente, son rumiantes como las vacas. Algunos no están de acuerdo y dicen que comen carroña como los negros cuervos. Los ecléticos creen que comen de todo, carne, pescado, yerbas…

En lo que hay más misterio aún es en el saber si tiene órganos adecuados para dar líquidos lácteos. Pero lo cierto es que nadie le levantó la pata para comprobarlo…

No se sabe si duermen, cuando duermen, en cuevas o al cielo abierto, entre los matorrales.

Y no faltan los que quieren organizar batidas de caza para eliminarlos. Pero eso no pasa de ser un modo de hablar. A la hora de la verdad, los habladores se echan atrás. Hay, en el fondo, un cierto temorcillo.

Por otra parte, no se sabe si son útiles a la agricultura o si son dañinos. No hay pruebas concluyentes.

Pero hay más. Puede suceder, y es lo más probable, que se trate de una especie nueva. La naturaleza es muy sabia. Y así como en otras épocas de la historia, o la prehistoria, se extinguieron determinados animales, puede suceder que ahora, para compensar aparezcan seres nuevos, frescos, que den un impulso vital al mundo. Y que, de verdad, buena falta le hace.

Pero hay algo gordo que está por averiguar. Y esto se me ocurre a mí. ¿Quién es el padre de esta distinguida camada de monstruos? Hay que suponer que lo tengan. Lo contrario científicamente no tiene explicación. A no ser que estemos en los albores de una nueva era. Y las cosas hayan de dar un nuevo giro al, por ahor, vigoroso problema de la paternidad.

Sin saber esto hay que andar con cautela, con pies de plomo. En torno a la clarificación del tema que tratamos se puede afirmar que nos queda todavía el rabo por desollar…

Sela

San Roque

Programas y folletos

Publicado en: Programa de las Fiestas de San Roque. Agosto-1960

El barrio de San Roque, de Navia, es un barrio algo que tal, distinguido. Y no, en principio, por razón de las personas que en él vivimos. No.

Es distinguido por su flora y por su fauna.

Su flora está dominada por el manzano, el espino blanco y el laurel. Su fauna, por el mirlo y el jilguero.

El mirlo, con su levita negrísima, como si fuera un tenor de ópera, desde las ramas elevadas de los árboles, en primavera y verano, nos tiene a todos pendientes de sus admirables cantos.

Los jilgueros, con sus vistosos colores y su vuelo saltarín, andan de aquí para allá, en grupos de cinco o seis, en quinteto o sexteto, exhalando las más delicadas melodías. Van desde el espino al manzano y desde éste al laurel en sus rondas con luz de día.

A éste, al jilguero, un poeta, Quevedo, le llamó flor, y dijo

Flor que cantas, flor que vuelas,
y tienes por facistol
el laurel, ¿para qué al sol
con tan sonoras cautelas
le madrugas y desvelas?
digasme,
dulce jilguero, ¿por qué?

Toda esta «gente», mirlos y jilgueros, que con nosotros convive, influye indudablemente en el carácter de las personas. Todos más o menos, tenemos algo de pajarito. Nos gusta volar, si no con el cuerpo, al menos con el alma.

Nos gusta, además, la Naturaleza a rabiar, los amaneceres claros y luminosos, los árboles, las florecillas que hay a los lados de los caminos. Y tenemos la ilusión de una vida mejor, más grata.

Una vez al año, tal día como hoy, en honor de San Roque, el santo del perrito, los vecinos de este barrio formamos un concierto de hermandad y de alegría.

Y, en tan solemne ocasión, convocamos a nuestros amigos de las cercanías a que vengan a vernos y a confraternizar en el baile y en el canto.

Y, en definitiva, en una alegría total.

Sela

Álvaro Delgado triunfa otra vez

Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 5-6-1960

Álvaro Delgado, una vez más, nos obliga a tomar la pluma, a escribir. Pero lo hace de un modo que tiene gracia. Indirectamente, sin pedirlo, como quien no quiere la cosa…

El pinta o dibuja. Mucho, Y luego manda sus trabajos a las exposiciones que hay por esos mundos de Dios. Y triunfa. Y yo, con agrado, tengo que escribir unas líneas poniendo de relieve el éxito.

Álvaro va a esas exposiciones, que, por sus colores, yo llamo verbenas de arte. Y le dan, no falla, premio. Él es siempre caballero con premio. Siempre acierta a meter el aro por el cuello de la botella.

En el mes de febrero último, como se sabe, con un bodegón, obtuvo la medalla de oro del Gran Premio de Alicante. Y ahora, con un dibujo, consigue Primera Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Barcelona.

Entre la mente que piensa en Álvaro y la mano que ejecuta hay un acuerdo pleno. Saben dar en la claves del triunfo.

En esta época de confusionismo del arte, de vaivenes de lo concreto a lo abstracto, Delgado, se bandea muy bien. Y no pierde el rumbo.

Hace años que tiene enfilado el éxito. Y a él va y por él pasa. Y vengan medallas…

Desde este rincón de España, el occidente de Asturias, que Álvaro tanto quiere, le enviamos la más cordial de las felicitaciones.

Y los abrazos de rubrica.

Sela

El oso y Asturias

El Progreso de Asturias

Publicado en: EL Progreso de Asturias. Junio-1960

Allá, en las lejanías de la historia, un oso dio muerte a un rey. Un oso mató a Favila.

Todos los asturianos sabemos esto. Todos estamos bien dispuestos a creerlo a pies juntillas.

Asturias tiene dos partes bien marcadas; la costa y la montaña.

La costa es amable, plácida, riente… En algunas épocas, por sus prados, cantan grillos, vuelan mariposas… Esa apacibilidad se ve turbada, de vez en cuando, por el rumor de las olas del mar…

La montaña es todo lo contrario. Encrespada, brusca, dura… A veces se ve cubierta por el albo manto de la nieve. Y cuando no, deja ver sus aristas cortantes, sus picachos afilados. Hay en las faldas de esas alturas grandes espesuras vegetales. Masas en verde muy tupidas.

Por ellas campeaba, campea, el oso. Pero usándolas como baluarte. Para vivir, sin embargo, ha de salir a campo abierto, ha de dar la cara… Y entonces es cuando desbarata rebaños o introduce su hocico en los panales de las colmenas…

La afrenta que hizo un día un oso a la monarquía asturiana está vengada. Y bien. Han tenido que pasar varios siglos, a pesar de todo, para que esto pueda asegurarse.

En un pueblo asturiano – Cabañaquinta – hace pocos lustros, hubo un hombre valiente. Se llamaba Xuanón.

Xuanón de Cabañaquinta mató más de setenta osos. En el campo, a cuerpo limpio. Muy sencillamente. Con un cuchillo. Nada más.

En los tiempos que corren se puede decir que el oso ha venido muy a menos. Escasea. Y por consecuencia, está amparado por las leyes. No se puede cazar.

El oso no tiene apariencia de fiera. Tiene cara de inocente. Siempre me dio esa impresión.

Yo he visto, hace pocos años, los osos que traían las caravanas de «húngaros». Tales osos ambulantes se dedicaban a tocar la pandereta y al bailoteo… También los vi en los circos. Su «número» consiste, normalmente, en dar una vuelta en bicicleta… En un corto “esprint».

En el corazón de Asturias, en el parque de San Francisco de Oviedo, desde hace algunos años hay, para que se vea, un oso asturiano. Allí va viviendo feliz y contento. A diario come barquillos. Los niños, sus grandes amigos, se los dan.

La infancia siempre se llevó bien con el oso. La prueba está en que es mercancía de Reyes Magos. En las cestas de los camellos vienen osos de varios colores.

Yo sigo creyendo que un oso mató a un rey.

Pero quiero atenuar el rigor del regicidio. ¿No sería que Don Favila cometió alguna imprudencia?

Navia, Asturias.

Josentonín

De vuelta del Eo, Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 1959; De vuelta del Eo (1960)

CUENTO. A Rosa Mari

Josentonín era un niño bastante bueno. Y no era mejor porque era hijo único. A los hijos únicos los padres los quieren demasiado. Y son, por consecuencia, caprichosillos. Es inevitable.

El padre de Josentonín era marinero y pescador. Y su madre una mujer muy laboriosa. Vivían, como es natural, en un pueblo pesquero. Y que era muy hermoso. Un pueblecito empinado, que tenía muchas calles estrechas con escaleras. Todo él olía a pez. En la parte baja, en el muelle, había muchas lanchas y botes. Unos estaban en el agua, fondeados. Y otros varados en seco, como en disposición de ser carenados y pintados.

A Josentonín le gustaba mucho bajar al muelle. En él se pasaba la mayor parte del día, sobre todo cuando estaba de vacaciones. Subíase a las lanchas y se ponía al timón como si fuera un lobo de mar. Siempre tenía algún compinche para jugar a eso.

Cuando se aproximaba la fecha de Reyes, les escribió una carta a los Magos de Oriente. Y les pidió una caña de pescar y todo lo demás que es necesario para ser pescador.

Y se la trajeron. Los Reyes Magos son muy buenos. Con ella venían anzuelos, hilos de nylon y un bote de pimientos vacío para meter “xorra”.

Cuando amaneció en la mañana de Reyes, Josentonín se sentía feliz. Sería pescador. No le faltaba nada.

En una ocasión se fue a la ribera, en marea baja. Levantó algunas piedras y cogió “xorra” que metía en la lata. Este trabajo lo hacía gozoso pensando que, después, iba a coger unos peces hermosos, plateados y gordos.

Al día siguiente se levantó temprano y le dijo a su mamá que iba de pesca. Ella lo dejó porque creía que se iría al muelle y no pasaría de allí. Pero no fue así. Como quería pescar peces de los buenos se alejó, como los pescadores grandes, por la costa. Quería pescar desde las rocas donde el mar suele batirse con furia, donde hay muchas espumas y mucha resaca.

Iba muy ilusionado, con un cestín al brazo, la caña al hombro y silbando una canción. El cielo estaba un poco encapotado. Y corría un airecillo fresco. Desde las alturas de la costa vio un caminín que bajaba en zig-zag y daba a una playa pequeña. Por él bajó. Había una peña grande en medio del arenal. Y decidió subirse a ella para pescar desde allí. Todo muy bien. Preparó el aparejo y puso en el anzuelo una lombriz de “xorra” que estaba vivita y coleando.

– Qué pescado más guapo voy a pescar con ella – se dijo. Y tiró el anzuelo con el cebo al agua. Al poco tiempo sintió una picada. Tiró de la caña y… nada. Otra vez. Volvió a tirar. Y ¡ahora sí! Venía allí colgada una roballiza hermosa, color de luna, que se retorcía y saltaba, queriendo volverse al mar. Pero ¡quiá! Josentonín le echó mano. Y, hala, al cesto.

Josentonín se sentía feliz, muy contento. Tenía la confianza de que pescaría más. Y así fue. Poco después pescó otra, y otra, y otra. Cuando se dio cuenta tenía para llenar el cesto. Pero, con el entusiasmo de la pesca, se le olvidó una cosa muy importante. Mientras pescaba la marea subía. Y, al acabar, la peña estaba rodeada de agua por todas partes. Era una isla. Y lo grave es que ya no podía salir.

Se vio solo. Tenía un miedo terrible. Y, como siempre sucede, se puso a llorar. Y, a pedir, dando grandes voces, auxilio. Y la marea subía…

Al principio no veía a nadie. Pero después se dio cuenta que, allá lejos en el mar, balanceándose, había un hombre en un chalano pescando calamar. Al verlo se le ocurrió sacar el pañuelo y hacerle señas. El hombre estaba entretenido, sin duda, con las poteras. Al fin, sin embargo, lo vio. Y comprendió el peligro del niño.

Inmediatamente abandonó la pesca. Y, remando mucho, se fue al puerto. Avisó a otros hombres que descansaban, sentados en un muro, de sus quehaceres pesqueros. Cinco o seis cogieron una lancha grande y su fueron hacia donde estaba el niño. Otros se fueron por tierra.

Josentonín al ver la gente llegar seguía llorando. Y, entre tanto, las olas se estrellaban contra la roca y se deshacían en una espuma blanca que llegaba muy alta.

Un hombre de la lancha, un valiente, se ató por debajo de los brazos con una cuerda y los demás le sujetaban por el otro extremo. Y se fue nadando hasta la peña. La lancha no podía acercarse, se partiría al chocar con la roca.

El hombre llegó a la roca muy bien. El niño, al ver que no estaba solo, cogió confianza. Pero todavía temblaba. ¡Cómo no había de temblar!

El hombre tuvo una idea feliz. Tiró la cuerda por un extremo a tierra. Los hombres que estaban allí la ataron a una estaca. Y el hombre salvador ató el otro extremo a una esquina afilada de la peña. Y ya tenían para salir un puente de una sola cuerda. Josentonín se puso en las espaldas del hombre cogido al cuello. Y el hombre se colgó en la cuerda con las manos. Y, andando, andando, así colgados llegaron a tierra.

¡Salvados!

Qué alegría tuvieron todos. ¡Qué alegría, Dios mío!

Cuando la mamá de Josentonín supo lo ocurrido tuvo una gran emoción. Lloraba y reía. Lloraba al saber el peligro que corriera su hijo. Y reía, de alegría, al verlo salvado.

Su padre no estaba en casa. Hacía días que había salido al bonito Era pescador de bajura. La mamá dio las más expresivas gracias a los hombres salvadores.

– Y la caña y los peces – me preguntarán algunos. Se quedaron en la roca, los llevó el mar. No se podía salvar todo.

Al año siguiente Josentonín pidió a los Reyes Magos un barco de vela. Y lo ponía a navegar en las pozas de los caminos después de las lluvias.

Al mar…

¡No volvió!

ALEJANDRO SELA

El árbol y el monte

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 22-12-1957; De vuelta del Eo (1960)

Quien haya plantado un árbol y, además, lo haya visto crecer y vivir, sabe lo que es un árbol.

Quien lo haya hecho así, creó un afecto. Más aún, un amor.

Y el amor, ya se sabe, nos encadena y ata.

El amor al árbol es un amor cargado de fidelidades y correspondencias. Sin darnos cuenta vivimos en el árbol. Y el árbol, es claro, vive en nosotros. Hay, de hombre a árbol, y perdóneseme la licencia, una comunión de almas. Que es íntima, gozosa y pura.

Cuando se ama a un árbol vivimos en permanente deseo e inquietud, y en entrañable zozobra. Todo con gran sutilidad. Quisiéramos para él más primaveras y más otoños. Porque, en las primeras, el árbol ríe. Y en los segundos, llora.

En esas dos estaciones es cuando, de verdad, el árbol vive.

 . . . . . . . . . .

Los árboles en comunidad forman el monte. O, según, el bosque.

Bosque o monte tienen una poderosa fuerza de atracción. En sus enramadas y en sus alturas habita la pajarería. Y en los suelos y en sus covachas las fieras y las alimañas. Arriba, lo alado y vistoso. Abajo, lo temible, lo que tiene nervio y garra.

En cualquier caso, por otra parte, en las espesuras boscosas, hay inagotables misterios, permanentes fluencias de no se sabe qué. Y que atrae tanto a los humanos. Por eso han sido tantos los poetas que los han cantado. Y muchos también los pintores, que los han pintado.

Cuando los árboles conviven sus ramajes se entrecruzan y su follaje se hermana. El sol, desde las alturas, cae sobre la fronda y quiere calar por ella sus rayos. Si lo logra, se proyectan estos en el suelo en forma de manchas amarillas. Hay, en los días soleados, un interior de bosque cargado de resonancias de interior de iglesia o de catedral.

Hay allí, sin duda, una honda espiritualidad.

Cuando los árboles empiezan a cubrirse de hojas, los pájaros eligen la rama en que han de apoyar su hogar de crianza. Que es sólo hogar de primavera. Y en las ramas de la vecindad, más tarde, sus hijos aprenderán a vivir. Es decir, a volar.

El árbol o, si se quiere, el bosque, en el otoño se desviste y queda con sus ramas mondas para pasar la invernada. Y el suelo en esa ocasión está cubierto, unas sobre otras, de las hojas desprendidas. Ellas poco a poco se van pudriendo y pegando a la tierra. Con esta se desposan. Y, en definitiva, con ella se funden. Y, así, un año y otro…

El bosque, cuando los vientos son fuertes, canta. Canta canciones tristes, emocionadas. A veces brama. Es que en él hay dolor. Las ramas se rozan unas con otras, se hieren. O, si acaso, se desgajan.

El monte, en la primavera o en el otoño, es una escuela viva de color que halaga los sentidos. En la primavera apuntan los delicados verdes y amarillos.

Y, en el otoño, las hojas, para morir, recorren una serie de gamas de amarillo. Si el bosque la integran árboles variados hay en toda la estación, una perceptible sinfonía de color. Todo es matiz o, mejor suma de matices.

En definitiva; los bosques alegran el alma, y alma la tenemos todos. Y, como además, en sustancia, son todas iguales, de ahí se sigue que el bosque es para todos un bien. A todos, si somos sensibles, nos penetra y alcanza en la misma medida. A todos nos inunda y baña su indecible encanto, su penetrante poesía.

La vida es buena debido a las suscitaciones que nos vienen de afuera, Suscitaciones que analizamos o no. Las percibimos con la conciencia o no las percibimos. Nuestro espíritu se amilana o se esponja ilusionado. Y muchas veces na sabemos por qué.

Cuando estamos contentos, puede ser debido: o que hemos visto una mujer hermosa, o que hemos contemplado un niño dormido. O, quien sabe, porque hemos pasado por las cercanías de un soto o una arboleda.

Creído esto, no nos sorprende que un poeta y santo quisiera llevar, en efusión de amor, a su Dios, a nuestro Dios

 Al monte o al collado,
do mana el agua pura

Alejandro Sela

Las palabras se las lleva el viento…

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 3; De vuelta del Eo (1960)

A Adelita del Campo, a Ramona Díaz…

Y las recojo yo. Y, como yo, otros. A cientos, a millares. A millones.

Los que nacimos en este siglo al abrir los ojos encontramos un elemento nuevo que llama nuestra atención y nos seduce. En la sucesivo será un pan nuestro de cada día. En lo espiritual, se entiende. Es la radio.

Está a punto en todo tiempo. Pero yo, sobre todo, he de oírla en el anochecido. A la hora de la cena. Y en las horas que le siguen.

En los momentos de mayor intimidad hogareña, cuando ya está cerrada la puerta de la calle y todo es recogimiento, nos damos cuenta de que en una de nuestras habitaciones hay un objeto con apariencia de ser un mueble más. Y no es un mueble. Es otra cosa, un mundo.

Ya están cerradas también las ventanas, no se oyen ruidos, no penetra el aire. Duermen sin duda los pájaros en las ramas de los árboles. Y si entonces apretamos un botón las palabras del mundo casi se atropellan por venir a nosotros. Y con el empaque más noble. Nada nos piden. Todo lo dan…

Maravilla de la ciencia. Eso se cree. Pero yo no sé su fundamento. Bendito desconocimiento el mío. No pienso en las causas. Veo, oigo, sus efectos, que llegan a mí por arte de magia o de misterio. Y, como todo lo mágico, tiene un enorme contenido poético.

Es la radio, un elemento más de nuestra circunstancia orteguiana Un cincel que, empujado por la técnica, pule nuestra vida. Lentamente, día tras día, nos hace, por lo que se oye, menos ignorantes de lo que se debe saber.

Cervantes, en su tiempo, para hacerse una culturita, recogía y leía los papeles que encontraba en la calle. Le fue necesario hacer eso ¡Pobre Don Miguel! Entonces… no había radio.

Desde los lugares más lejanos del globo, cabalgando en ondas. Vienen las palabras. O los sones de un vals. O las delicias de una sonata.

¡Palabras! Finas palabras, limpias, bruñidas. En su camino han hendido nubes, se han deslizado por las pendientes de los valles y han salvado las más elevadas cumbres. El roce de unas con otras en los aires las hace más gratas al oído. Los cantos rodados de los ríos, al chocar, se suavizan en sus contornos los días de crecida. Así, por el mismo motivo, las palabras de la radio llegan a nosotros sin aristas…

Con frecuencia, además, esas palabras lo son de mujer.

Y no parece sino que tienen el encanto de palabras de novia. Inefables ilusiones brotan de nuestra mente. Tienen o son pronunciadas con inflexiones de voz y dulzura femeninas. No importan las ideas. Las palabras, solamente, lo dicen todo. Valen por sí.

Yo oigo palabras de mujer por la radio. Y, a veces, nace en mí un fino amor. Una modalidad nueva de amor. Ellas, sin embargo, no saben nada.

Siempre son puntuales a la cita. En algunas ocasiones pongo mi reloj en hora por sus primeras palabras.

Me lo dan todo, lo mejor que tienen. Su gracia y sus delicadezas. Viene en las palabras su alma. Adivino, en todo caso, una amable sonrisa al hacer el envío…

Yo tengo muchas novias, muchas. Y ellas no lo saben. Al no saberlo, resulta que no soy el novio de nadie. ¡Qué pena!

Son guapas las mujercitas de la radio. Sí, claro. Son mis Dulcineas. Yo me las supongo princesas modernas con ojos dibujados a lo Renoir.

En el silencio de la noche, me voy imaginando la figura de quien me habla. Y esa imaginación me ilusiona, me da vida. He de salir al día siguiente a la lucha cotidiana como el más incontenible de los quijotes a desfacer entuertos, a amparar viudas…

Mas ellas, las mujercitas de la radio, nada saben. Yo, en algún instante, agradecido, las llamaría para que vinieran a mi lado a tomarse una tacita de café caliente. Cuando hace frío.

O les daría un ramo de rosas de los rosales que tengo plantados en mi huerto. Y nada.

Soy injusto, lo sé. Pero no debiera…

En horas íntimas, antes de sumergirme arropado en las tinieblas del sueño palabras de mujer han dulcificado mis amarguras del día.

Sí, yo oigo la radio cuando la luna luce. O cuando las estrellas brillan…

Alejandro Sela

El Cristo de Delgado

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 12; De vuelta del Eo (1960)

He aquí la figura de Cristo en admirable síntesis. Es obra, de Álvaro Delgado. La dibujó en el verano último para presidir un templo, una capilla. Y en ella está.

Es curioso. Este dibujo con evidente claridad nos explica la totalidad de la obra anterior de Álvaro. Y esta obra, a su vez, nos explica por anticipado el dibujo que se ve. No parece sino que sus paisajes y sus retratos estuvieran pidiendo esto. Y esto llegó.

Álvaro Delgado no es un pintor abstracto ni un pintor concreto. Ni clásico ni moderno. No hay manera de colgarle una etiqueta definidora.

La obra de arte auténtica, por otra parte, se nos impone por sí sola, nos penetra como una saeta agudísima. Y no nos deja tiempo para hacer el tonto ni, por consiguiente, para decir tonterías. Nos emociona, nos conmueve. Y basta.

Si esa obra, además, representa al Hijo de Dios, la emoción es de lo más limpio…

Y de lo más puro.

Sela

Villaoril

De vuelta del Eo, Eco de Luarca

Publicado en: Eco de Luarca. 11-10-1959, pág. 5; De vuelta del Eo (1960)

Villaoril es un pueblo de labradores ricos que está a cuatro Kilómetros de Navia. En él existe una capilla que tiene una Virgen que, para todos, lleva el nombre del pueblo. Al lado de esta capilla hay un campo grande poblado de árboles, entre los que descuellan unos viejos robles, copudos, muy corpulentos.

En este lugar se celebra todos los años, el 28 de septiembre una renombrada fiesta, concurridísima. Se le llama “de las gallegas”. La razón es clara. Desde tiempos inmemoriales los más fervientes devotos de la Santa son gallegos. Y desde Galicia vienen los romeros por centenares. Téngase en cuenta que Lugo, la provincia gallega más cercana, está a cincuenta Kilómetros.

La capilla, por dentro, no está mal. Tiene un brillante retablo, dorado, del más puro estilo barroco. Sus paredes están llenas de exvotos que allí cuelgan los fieles agradecidos. Muletas de cojos liberados de su enfermedad desniveladora, cordones de hábitos en profusión, gorras de soldados de marinería, trenzas de pelo humano rubio o moreno, figuras en cera de animales toscamente modelados. Y etc., etc. Y todo ello recubierto de polvo y suciedad que delatan el paso del tiempo…

Los peregrinos o romeros empiezan a llegar temprano. Y, a su modo, en la capilla, desfilan ante la Virgen, depositan sus limosnas y rezan, bastantes en voz alta, con fervor que conmueve. Allí se ve una humanidad doliente que pide la curación de una enfermedad propia o de algún familiar, la vuelta feliz de un ser querido que está ausente o la salud de un animal que quedó en casa tendido en un lecho de paja…

A la hora de la misa mayor, hacia las doce, hay en torno a la capilla una multitud abigarrada y de mucho color. Algunos de los asistentes no ven al celebrante. Pero no importa. La fe traspasa, sin mácula, los muros del temple. Y la oración, por consiguiente, llega a oídos de quien ha de recogerla.

Acto seguido se celebra la procesión que va a la Fuente Santa, a ciento cincuenta metros de distancia, al lado de un río truchero. Esa Fuente, al fondo de un declive, está dentro de un recinto de pared. Y, en medio, tiene una alta cruz de piedra.

A cualquier lado que se mire, más cerca o más lejos, se ven maizales con espigas regordetas y algunas de sus hojas ya rubias, porque el otoño empezó su aniquiladora labor. Y pinos con sus ramajes de agujas color verdeoscuro. Y prados con sus hierbas frescas que darán la última siega del año. Suenan, al marchar el cortejo procesional, los estampidos de los cohetes. Y el cielo se recubre de unas nubecillas de humo que poco a poco se va desvaneciendo.

En el campo de la fiesta ya está todo en su lugar, en orden. Los taberneros con sus tenderetes cubiertos de lona empiezan a despachar bebidas. Los vendedores de empanadas, frutas, confituras y juguetería barata están en sus puestos. Y las vendedoras de castañas, sueltas y en collar. Y mis amigos los avellaneros de Navelgas con sus sacos panzudos, en estado…

Los asistentes, con sus familias o sus amigos, se van a los, prados a comer. A la sombra de un manzano o de un peral. Las empanadas de pito, al descubrirlas, exhalan un aroma seductor. Y el vino tinto, con sus fueros etílicos, va poco a poco quitando el secaño… de los que tienen secaño. Los rostros de las gentes se cambian de color lentamente. Les palideces del misticismo mañanero, se truecan en colores más vivos, rubicundos, colorados…

A la hora de la comida, cuando lo hay, como este año, el sol cae de plano.

En esta fiesta no hay banda de música, no hay tampoco orquestas que la amenicen. Pero hay gaiteros y acordeonistas. Unos tocan por aquí, otros por allá. Se baila con muchos sones. El baile es, se puede asegurar, federal.

Lo más típico, lo que da más color al ambiente, es verdaderamente su aspecto galleguista. Me refiero a los lisiados y a los tullidos que hay por todas partes. Y, sobre todo, por los caminos que afluyen al campo: “Una limosniña por amor de Dios”. “Compasión, siñonres, que nun o podo ganar”. En algún caso es tan dulce y poética la petición que parece que le habla a uno Rosalía de Castro: “Non pase, siñor, y me deixe aquí soliña con a miña desgracia”.

Aparecen unos de pie, los que tienen piernas. Otros, los que no, tirados por los caminos. Algunos se arrastran por el suelo detrás de los que tienen el corazón duro…

Delante de cada uno, en tierra, hay un pañuelo sucio, mugriento. Y, en él, reluciendo, brillando, monedas de calderilla blanca. De diez y cinco céntimos. Como antes, como siempre. Se da uno cuenta, los bienes de este mundo han subido, están por las nubes. La caridad, a pesar de todo, es barata. El Cielo hace tiempo que tiene los precios estabilizados. La Gloria Eterna, por la caridad, resulta ahora a precios de saldo.

De esta gente, humanidades incompletas, habló ya Valle-Inclán con garbo y con arte. Lo recuerdo emocionado.

Y, sin embargo, en Villaoril no hay tristeza. El vino, las músicas la esperanza de conseguir la gracia pedida, transforman los espíritus. Los tullidos y los lisiados mismos. ¿No están de fiesta?

El Cristo de Delgado

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo. 3-10-1959

Álvaro Delgado el pintor madrileño que tanto quiere a Asturias, incluyendo la ría del Eo y sus pueblos, ha iniciado un nuevo camino en su profesión de artista. Se ha metido a ejecutar arte sacro. A la vista está el Cristo que dibujó este verano en Navia. Sobre un tema ya viejo hizo algo verdaderamente nuevo, lleno de unción y lozanía. El empeño es difícil, ya que es un asunto tratado por los mejores pintores que tuvo el mundo, pero él, como siempre, ha salido airoso de la prueba. Ha triunfado en toda la línea. Ese Ser con figura humana está repleto de espiritualidad y fuerza. Lo que cuenta.

Con la fe – como dijo Unamuno – ha creado lo que no ha visto.

 Ya tenemos una crucifixión más: Velázquez, el Greco, Rouault, Sutherland, Delgado…

SELA

Cristo de Navia.