Tiempo de uvas y vino nuevo. La vendimia

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 24-10-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

LAS UVAS DE LA BELLA, DE CUANDO CIRO BAYO VENDIMIABA PARA PAGARSE SU VUELTA A ESPAÑA

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

La vendimia es una faena de recolección de frutos. Los que hemos nacido en hogar agrícola sabemos de las emociones a que da lugar la recogida de frutos pendientes. Alegría y temor conjuntamente. Alegría al ver culminados los esfuerzos de tantas labores y operaciones realizadas en los cultivos. Y temor porque, a última hora, con demasiada frecuencia, viene “el tío Paco” con la rebaja de esas alegrías. El tiempo, con sus impertinencias, actúa de aguafiestas. Y, sobre todo, las lluvias. Los frutos del campo, cualesquiera que sean, quedan notoriamente perjudicados cuando se recolectan con humedades.

A pesar de todo, los agricultores españoles, por razones profundamente sicológicas y por herencia, en las faenas de recogida de frutos se “sueltan el pelo” y se dedican al musiqueo y al bailoteo.

No me es posible olvidar mi infancia y juventud en las esfoyazas o esfoyois – deshojado del maíz en los hogares asturianos – acabada la recogida. Aquí suena la gaita, el tambor y, a veces, el acordeón. Y con todas las consecuencias que esto trae consigo.

Pero la operación recolectora más española, más nacional, es la vendimia. Hay viñedos en casi toda España. Y en cada región le dan a la “manivela de la alegría” con su estilo peculiar.

Hay que reconocer, sin embargo, que en los últimos tiempos las fiestas de la vendimia tienen una apariencia unificada. En la recogida de la uva y su pisado, el vitivinicultor español se siente decididamente partidario de la monarquía electiva y nos da unas reinas con sus damas de honor que quitan el hipo… Y con ello nos hacen ver encantadoras primaveras en el otoño. A mí, particularmente, no me molestaría nada ser rey consorte en este tipo de monarquía.

En el pasado año – última decena de octubre – he visto la vendimia en Cebreros. Por casualidad. Yo iba hacia Andalucía – Huelva y Córdoba – para hacer lo que me gusta, probar vinos “sobre el terreno”. Al detenerme en Cebreros, sentado sobre una roca granítica, en medio de un paisaje de sierra, velazqueño, lo pasé muy bien. Vi los carros castellanos con sus mulas y los cestillos altos, color caoba, rebosantes de racimos. Pero el color dorado lo cubría todo: el sol de la tarde, las hojas de la vid y los sombreros de las vendimiadoras.

Más adelante, en ruta, un poco antes de legar a Torrijos me ocurrió un hecho altamente emotivo. Casi anochecía. Un tractor llevaba un remolque cargado de vendimiadoras. Y éstas, al verme adelantar y sin saber quién era, claro, me ofrecieron racimos de uvas tintas. A pocos metros de distancia detuve el coche, aparqué en forma y me fui hacia el remolque a buscar el regalo tan espontáneamente ofrecido. Acepté dos racimos hermosos. Quise, para corresponder, darles algún dinero y que después, en Torrijos, se compraran unos bombones. Pero con la máxima energía rechazaron mi pretendido regalo.

Las vendimiadoras de Torrijos, representantes sin duda de todas las vendimiadoras de España, me hicieron el más estupendo homenaje que se puede hacer “al vinícola desconocido”.

Después, en Manzanares, donde hice noche, cené los dos racimos de uvas dulcísimas. Que así me gustan.

He de referirme ahora a un vendimiador curiosísimo. Se trata de don Ciro Bayo, íntimo amigo de don Pío Baroja. Don Ciro, abogado y escritor singular, a comienzos de siglo hizo un viaje por media España, a pie y sin dinero. Salió de Madrid, bajó hasta Sevilla y se fue después por todo el Levante hasta Barcelona. Para sostenerse, durante algunos días del camino se dedicaba a trabajar a jornal para algún agricultor en las más variadas faenas. En cuanto reunía algunas pesetas proseguía el viaje. Y así todo el camino.

Cuando llegó a la provincia de Castellón, en “una aldea cuyo nombre no hace al caso – dice -, pero que desde ella en días serenos se ven las islas Columbretes, así llamadas por que se columbran desde la costa castellonense”, se hizo vendimiador. “Como los demás jornaleros, habían de trabajar de sol a sol, descontando dos horas al mediodía, por tres pesetas de jornal, una hogaza para todo el día, dos comidas diarias y vino a discreción”.

Acabada la vendimia, que fue a los tres días de mi contrata, quise echar el resto y ayudé a la pisa. Allá en el lagar, con otros compañeros, bailé diabólica danza, atabaleando, pisando y estrujando montones de uvas con los pies. Los próvidos racimos se reducen a escobajos, en tanto que el mosto, saliendo por un canal, se vierte en las tinajas donde ha de fermentar, hasta que una mano industriosa lo envase después vinificado”.

Todo esto lo dice don Ciro en su libro Lazarillo Español, obra premiada por la Real Academia Española.

Pepitas

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 12-9-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

La uva no es materia madre para hacer el vino. Es materia “prima”.

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El que toma mucho vino de pasto corre el riesgo de sentirse… “vaca”.

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En Sevilla y otros pueblos andaluces, por Semana Santa, el vino es el carburante de ese “motor” que se llama costalero.

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En la provincia de Cádiz se produce y se bebe mucho vino.

Es para apagar la sed que produce tanta…sal.

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Los vinos “enyesados” ocultan, tal vez, alguna lesión.

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El vino de San Martín es un vino de bastante capa. ¡Falta le hace!

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En una ocasión, sin saber cómo ni por qué, me encontraba en un pueblo de Cuenca que se llama Arrancacepas.

– ¿Y hay allí viñedos? – preguntará el lector.

– ¡Ya no!

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El vino andaluz de “rayas” es un vino pedagógico, para principiantes.

¡Es un vino de palotes!

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El vino tostado de Ribadavia es dulce y con un aroma delicioso. Debiera ser el vino de moda en las playas.

Si las mujeres van a ellas a tostarse por fuera. ¿Por qué no se deciden a hacerlo también por dentro?

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He podido comprobar que a las mujeres les gusta con preferencia el vino de aguja.

Ellas, las pobres, ¡siempre tan laboriosas!

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Las levaduras, en la formación del vino, actúan como los atletas por relevos. Primero las apiculadas. Después la elípticas. Y éstas, por fin, ceden los trastos a la levadura Pasteur.

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Copio de Ortega y Gasset: “La felicidad – decía Marimée – es como una gana de dormir”.

La historia de la literatura española está llena de personajes que tienen ganas de dormir y se duermen después de haber bebido vino. Citemos uno solamente, Sancho Panza. Éste, en diversas ocasiones, después de apurar la bota, se duerme como un bendito.

No se pierde nada con imitar a Sancho.

ALEJANDRO SELA

Gil Blas de Santillana

La Semana Vitivinícola

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 22-8-1970

Por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

El autor de esta novela picaresca es Lesage. Su traductor del francés, el Padre Isla. Se ha hablado mucho, hubo dimes y diretes, acerca de su auténtica paternidad. Que si Lesage se apropió de un texto hecho por otro, que si tal o que si cual. No entramos a dilucidar este asunto. No nos interesa.

La novela narra hechos ocurridos entre fines del siglo XVI y la primera mitad del XVII. Pero fue escrita al comienzo del siglo XVIII. Se escenifica por tierras españolas. Solamente. Y como está frecuentemente salpicada de referencias al vino, por eso le hemos metido el diente para subrayar o poner de relieve lo que de él se dice, pero en parte únicamente. La novela es amena, clara, interesante. Da para leer unos días. Y para pensar y soñar. Lo ideal como lectura.

Más de cien citas del vino he encontrado en ella. Gil Blas sabía leer. Y era o es muy delicado en sus expresiones. La frase “exquisitos vinos” la repite, según mis notas, más de doce veces. Pero usa, además, otras calificaciones: delicado, bueno, rico, sabroso, excelente, néctar… Y cuando el vino que toma no le gusta, le llama detestable, mediano… En una palabra, Gil Blas sabe por dónde se anda.

Creo que la verdadera historia del vino es pañol está en las obras literarias. Y por eso me meto con gusto en algunas de las para poner a flote lo que vale la pena que es conocido por todos. Se nota, lo noto yo, la sensibilidad del beber a través de los tiempos.

Gil Blas sale de Oviedo, su pueblo natal, y en un mesón de Peñaflor la hospedera, natural de Castropol, le sirve. Y aparece el gorrón, el pícaro aprovechado. Gil Blas pica y le invita a comer. Y el “fresco” bebía frecuentemente brindando unas veces a mi salud y otras a la de mi padre y de mi madre, no hartándose de celebrar su fortuna en ser padres de tal hijo. Al mismo tiempo echaba vino en mi vaso, incitándome a que le correspondiese. En efecto, no correspondía yo mal a sus repetidos brindis.

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Gil Blas, en sus andanzas, cae prisionero en una cueva de ladrones, donde hay de todo. Uno de ellos lleva a Gil a una bodega, donde vi una infinidad de botellas y grandes vasijas de barro bien tapadas llenas todas de exquisitos vinos. Los bandoleros se sientan a comer con mucho apetito. Convinieron todos en que parecía yo como nacido para ser copero cuyo.

Uno de los ladrones: Era hijo de un rico vecino de Madrid y le pusieron sus padres un preceptor que era bachiller de Alcalá. Este bachiller era inclinado a las mujeres, al juego y a la taberna. Y así salió el discípulo…

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Más adelante, huido de la cueva de los ladrones, se detiene a comer en alguna parte: Sentéme a una asquerosa mesa donde comí un pedazo de pan con un cuarteto de queso y bebí algunos tragos de un detestable vino que me trajeron.

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En Valladolid Gil Blas se coloca de criado con un tal doctor Sangredo. Y éste preguntaba a sus clientes:

– ¿Y bebe usted vino?

– Sí, señor, pero aguado.

– Justamente – continuó el médico – La vejez anticipada siempre es fruto de la intemperancia. Si usted hubiera bebido sólo agua clara toda su vida…

Define este doctor la vejez diciendo que era una tisis natural que nos deseca y consume. Fundado en esta definición lamentaba la ignorancia de los que llaman al vino leche de los viejos.

Este dictamen médico se encuentra en el primer tercio de la novela. Pero pasado el tiempo, después de varios años de aventuras, hacia la tercera parte del libro, Gil Blas vuelve a Valladolid y visita a su antiguo amo, ya jubilado, al que encuentra tomando agua… con vino.

Dice Gil Blas, al verlo, ¡Le he cogido a usted en el garito! Y añade: Encontróse el doctor algo atarugado con esta réplica.

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El hijo del barbero yo nos entramos los dos en una taberna. Presentáronnos un vino bueno, el cual me pareció mejor de lo que era por la gran gana que tenía de beberle.

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Bebimos perfectamente y después nos retiramos cada uno a su casa, en buen estado ambos; quiero decir moros van, moros vienen…

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Acompañó este exquisito guisado con vino que, según él decía, el rey no lo bebía mejor.

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Comenzamos entonces a roer nuestros rebojos y las preciadas reliquias de la liebre, alternando con tan frecuentes topetadas a la bota que en poco tiempo la dejamos enteramente pez con pez, sin que en este tiempo desplegase los labios ninguno de los tres.

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Si no estáis convidados os quiero llevar a una casita de los cielos, donde beberéis un vinito de los dioses.

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Cuando se sirvieron los postres les pusimos muchas botellas de los mejores vinos de España.

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Nosotros bebimos a discreción, ni más ni menos que nuestros amos, y todos estábamos bien compuestos cuando salimos de casa del señor Gregorio.

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Se refiere a los que alternaban con actrices. Nosotros vivimos y bebemos todos los días con ellas.

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Tratóse entonces si marcharíamos en aquel mismo punto o nos detendríamos primero a dar un tiento a la bota llena de exquisito vino que el día anterior había traído de Cuenca. Certifico la calificación. Yo he tomado vino de Cuenca en Tarancón, en Belmonte y en Mota del Cuervo.

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Bajamos al hondo de la cueva como el día anterior y pusimos a refrescar las botellas de vino en uno de los arroyuelos… Y después mandó traer las botellas que habíamos puesto a refrescar y comenzó a vaciarlas todas, ayudándole sus gentes y repitiendo a nuestra salud muchos brindis por irrisión.

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Empezaba a faltarnos el pan y nuestra bota se había convertido en un cuerpo sin alma.

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Soy del parecer que renovemos nuestras provisiones, y así, marcho con este fin a Chelva, que es una linda villa… Dicho esto cargó en el caballo la bota y las alforjas.

Volvió de Chelva con muchas cosas. No sólo traía la bota llena de exquisito vino y atestadas las alforjas de carnes asadas

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Pero como no vale nada el vino de esta posada, si usted gusta, en acabando de comer iremos a cierta parte en donde he regalar a usted con una botella más seco de Lucena y un exquisito moscatel de Fuencarral. Por esta vez es preciso correr el gallo; suplico a usted no me niegue este gusto.

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¡Hola! ¡Hola! Prudente capellán de monjas, vaya usted a refrescar ese exquisito vino de Lucena con que me ha convidado.

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¿Los poetas? ¡Perdone usted! – me respondió – Sería lástima dar a beber vuestro vino a semejantes sujetos; yo sé hacer mejor uso de él.

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A ningún borracho que ha dejado el vino se le debe fiar la llave de la bodega.

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GiI Blas era amigo del gobernador de Valencia. Y hasta tal punto que éste le debía el cargo a aquel. Este gobernador se muestra agradecido y le dice: Y pues estás determinado a vivir en el campo, le doy una pequeña quinta que tenemos cerca de Liria, distante cuatro leguas de Valencia.

Lo que me gusta mucho es que tendremos allí – en Liria – caza, vino de Benicarló y excelente moscatel.

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A cada bocado que comimos, mis lacayos de nueva fecha nos presentaban unos grandes vasos que llenaban hasta el borde de un vino rico de La Mancha.

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Bebimos abundantemente – en Liria – vino de Lucena otros muchos excelentes.

El lector se habrá dado cuenta. Se cita tres veces el vino de Lucena. Como yo estuve en este pueblo hace pocos meses, doy fe de que siguen siendo en estos tiempos excelentes los vinos de este hermoso lugar cordobés.

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Como dije al principio, hay en el Gil Blas de Santillana aproximadamente cien citas directas referentes al vino. Vale la pena que el curioso lector que no lo haya leído lo haga. Y verá las frases engarzadas en una prosa jugosa y sumamente entretenida.

Quevedo, poeta del vino

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 15-8-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

Por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

Envío.- A Don José María de Soroa y Pineda, madrileño como Quevedo y maestro mío en la Moncloa. EL AUTOR

La Torre de Juan Abad es un pueblecillo de La Mancha, abierto, encantador, en la provincia de Ciudad Real. Hace pocos años estuve allí. Entré por la carretera de Montiel y Almedina. Y salí por la de Cózar y Villanueva de los Infantes.

Yo fui a la Torre como peregrino. Admiro a don Francisco de Quevedo como fenomenal amador… de lo que hay que amar.

La Torre de Juan Abad perteneció en su totalidad en censo, en señorío, al ilustre cojo. Lo había heredado de su madre. Y allí solía pasar lo que ahora llamamos vacaciones.

Quevedo, en su poesía, nos explica, en profundidad, lo que ocurre en nuestro espíritu, las reacciones que en este se dan cuando en los avatares de la vida las mujeres le dicen a uno que sí o que no. Y siempre a requerimientos nuestros, claro.

En los últimos tiempos mi admiración por Quevedo, no debilitada en ningún momento, ha subido, si cabe, todavía más. Ahora, para mí, sigue siendo el gran poeta del amor. Y el mejor poeta del vino. No lo dudo.

Quevedo era extraordinariamente inteligente. Y un gran trabajador. Estudiaba mientras comía, en el coche cuando viajaba. Y casi casi se puede decir que estudiaba cuando dormía. Nació en Madrid en el año 1580 y murió en Villanueva de los Infantes en septiembre de 1645.

En su tiempo La Torre tenía viñedos. Ahora también.

Quevedo fue el gran español del humor, de positiva gracia. Y con unan “chispa” profunda y desconcertante.

El vino, como idea, le fluía a la punta de la pluma. Naturalmente.

Él bebía. En una carta al duque de Medinaceli, dice: “…y admirándose de que yo como y bebo…”.

Blanco de sus saetas lo fueron muchas veces los taberneros.

Sueño del Juicio Final.- En este juicio “iba sudando un tabernero de congoja, tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo el demonio:

– Harto es que sudéis el agua no nos la vendáis por vino”.

En el mismo Sueño: “En esto dieron con muchos taberneros en el puesto, y fueron acusados de que habían muerto cantidad de sed a traición vendiendo agua por vino. Estos venían confiados de que habían dado a un hospital siempre vino puro para las misas; pero no les valió, ni a los sastres decir que habían vestido jesuses, y así todos fueron despachados como siempre se esperaba”.

En el Alguacil Endemoniado se dice: “Y un aguador que dijo haber vendido agua fría, fue llevado con los taberneros”.

Se refiere a los taberneros de la Torre de Juan Abad:

  Los taberneros de acá
no son nada llovedizos,
y así hallarán antes polvo
que humedades en el vino.

En una jácara se lee:

  Fue tabernero en Sevilla; 
as sedes se lo perdonen
pues midió lluvias morenas
con apellido de aloque.

En otra jácara:

  Porque después de las copas
andan muy bien las espadas,
que con agua fría pendencia
será prudencia de ranas.

El príncipe de Gales viene a España. En su honor se celebra en Madrid una fiesta de toros. Pero hace mal tiempo y llueve:

 Floris, la fiesta pasada
tan rica de caballeros,
si la hicieran taberneros
no saliera más aguada.

En el Sueño del Infierno: “Un demonio le pregunta a Mahoma, que acaba de llegar:

– Picarón -dice-, ¿por qué vedaste el vino a los tuyos?

Y respondió que porque si tras las borracheras que les dije en mi Alcorán les permitiera las del vino, todos fueran borrachos.

En el Buscón Pablo habla de su padre: “Dicen que era de muy buena cepa y, según él bebía, es cosa para creer”.

Astrana Marín refiere que Quevedo dedicó una obrecilla al duque de Osuna, donde “tan elegantemente se canta al vino, a Eros…

He aquí una parte:

  Sobre estos mirtos tiernos
y sobre verde lodo,
beberé recostado
en apacibles ocios.

O bien:

Mezclemos con el vino diligentes
la rosa dedicada a los amores.

Se refiere a Lope de Vega:

 Sus “suavidades (llamaste)
de arrope”, y has acertado
que es mosto dulce, y él hizo
dulce el mosto con su canto.

Felipe IV, de quien era secretario Quevedo, viaja hacia Andalucía. Duermen en la Membrilla “donde el sueño se midió por azumbres, y hubo montería de jarros, donde los gaznates corrieron zorras: hubo pendencias y descuidos de ropas”. En fin, que en el beber se exageró la nota.

Quevedo viaja con mal tiempo: “Fue la lluvia prolija, y yo temía más el vino en el cochero que el agua en el camino”.

En su época, el famoso Juanelo, a modo de ingeniero, trata de subir el agua del Tajo a Toledo. Inventó un artificio. De él decía Quevedo:

  Flamenco dice que fue
 y sorbedor de lo puro;
muy mal con el agua estaba
que en tal trabajo le puso.

Romance:

Besárante como al jarro
borracho bebedor besa.

Otro romance:

Escurrida como azumbre
del vino caro de Yepes.

El vino de Yepes siempre fue famoso. Tirso de Molina lo cita en sus Cigarrales de Toledo.

El doctor Marañón lo daba a sus invitados en su Cigarral de Menores. Yo estuve en Yepes. Su vino es blanco, fresco, muy rico.

  Sed a sed los españoles
aguardaremos al Cid,
que a pie bebemos a Toro
y a caballo a San Martín.

Este San Martín es San Martín de Valdeiglesias, siempre célebre por sus vinos. Otros le llaman simplemente al vino de este pueblo vino del Santo. También lo conozco y vale la pena dar una vuelta por allí.

Otro romance:

  Ribadavia, mi garganta
la tengo ofrecida a ti
por el San Blas de sus secas
sin humedades del Sil.

Otro:

 Yo hablaba, mas no le oía
porque sin duda el jarabe
de Esquivias le habrá subido
a las regiones mentales.

Y otro:

  Cuatro mohosos ojuelos
moradores del cogote
cuyas niñas eran viejas
y cuyo llanto era arrope.

Canción:

Que el vino
y el amor andan en cueros.

Sí. Recuérdese a Cupido.

Otra canción:

Que en lo que toca a besos, comedido,
menos de los que das al jarro pido.

Y otra:

Mira que tan afecta al santo eres 
que a San Martín la sangre beber quieres.

Lira:

 Pensaba yo, cuitado,
que allí había de ser muy regalado
pues los padres teatinos
beben siempre decrépitos los vinos;
y tan buenos a veces
que se pueden beber hasta las heces.

Poema de Los sopones de Salamanca:

  Uva, si quieres subir
a la cabeza después,
hante de pisar los pies
que no hay medrar sin sufrir.

Poema de los borrachos:

  Echando chispas de vino
y con la sed borrascosa,
lanzando en ojos de Yepes
llamas del tinto de Coca,
salen de blanco de Toro
hechos retos de Zamora
venidas de Sahagún
las cubas, que no las hojas.
Mondoñedo, el de Jerez
tras Ganchoso el de Carmona
de su majestad de Baco.
… … … … … … …
sumideros del vino
temed sus tretas
que, apuntando a las tripas,
da en la cabeza.

Sátira a una borracha:

 Mariquilla dio en borracha;
y ya todos en la aldea
han dado ahora en decirla
Mari-cuela.
Que no ha de morir en agua
es el signo de su estrella
que uno a decirlo vino
de Lucena.
… … … … … …  
Nadie la tenga por santa
aunque arrobada la vea;
 que con un “Pedro Ximénez”
se la pega.

Pepitas

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 20-6-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

Por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez comarcal de Castropol

El “sombrero” de los mostos a veces está en el fondo de la cuba. Es decir, en los pies.

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Se dice en algunas partes: “La madre cría al vino”, Si es así, no queda otro remedio no queda otro remedio que reconocer que hay vinos de “mala madre”.

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Las uvas, en el envero, viven como “señoritas de piso”.

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Se cree que a ciertos turistas les gustaría ser, en Jerez, “clara de huevo”. ¡Y quedarse a “vivir” allí!

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Las abejas, en la colmena, tienen una reina. Y en las fiestas de las vendimias también hay otra reina.

Se trata de monarquías sin… soberano.

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Los podadores son los “peluqueros” del viñedo.

La Celestina y el vino

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 25-4-1970/2-5-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

(Concurso Literario sobre el Vino)

Por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez comarcal de Castropol

La Celestina no era una distinguida señorita.

Cuando Rojas le hace salir a escena estaba viuda. Era, pues, una señora.

Su marido la amaba con todo cariño… El procuraba siempre tenerle en casa “un cuero lleno y otro vacío”, “Jamás me acosté – dice – sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa”. Su marido cumplía, por supuesto, con su deber. Obras son amores.

Sin embargo, después, sola, “cuando todo cuelga de mí, en un jarrillo mal pegado me lo traen que no cabe dos azumbres”. (Cada azumbre llevaba algo más de dos litros.)

Otras veces, la pobre, tiene que ir a por él. “Seis veces al día tengo de salir, por mi pecado, con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna”. Esto le ocupa, naturalmente, tiempo. Y para evitar esta incomodidad dice: “Mas no muera yo muerte hasta que me vea con un cuero o tinaja de mis puertas adentro. Que en mi ánima no hay otra provisión, que, como dicen: pan y vino anda camino, que no mozo garrido”.

Todo esto se lo dice Celestina a Melibea. Y añade: “Así que donde no hay varón todo bien fallece; con mal está el uso cuando la barba no anda de suso”.

Analicemos. La Celestina, de lo dicho, se deduce que es una viuda que no olvida a su marido. Es una viuda enamorada… Y que cree que Melibea debe tener su varón para saber lo que es bueno… O, en otras palabras, que el mejor regalo que puede haber para una mujer es un marido. Por la experiencia que tengo creo que La Celestina está en lo cierto. Por esto sólo, y no es poco, esta señora me inspira una gran simpatía. (Por la parte que me toca, como varón y como marido, esta actitud me produce una indudable emoción. ¡Gracias, Celestina!)

El calor es vida. De día y de noche. En verano y en invierno. “Pues de noche en invierno no hay tal escallentador de cama”. “Que con dos jarrillos destos que beba cuando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche”. “Desto – de vino – aforro todos mis vestidos cuando viene la Navidad”. «Esto me calienta la sangre”. “Esto me hace andar siempre alegre”. “Esto me para fresca.” “De esto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año”. “Que un cortezón de pan ratonado me basta para tres días”. Se ve, para Celestina, que es más importante el beber que el comer. Naturalmente. El vino es un alimento.

“Esto quita la tristeza del corazón más que el oro ni el coral”.

“Esto da esfuerzo al mozo y al viejo fuerza”. “Pone color al descolorido”. “Coraje al cobarde”. “Al flojo diligencia”. “Conforta los cerebros”. “Saca el frío del estómago”. “Quita el hedor del hálito”. “Hace potentes los fríos”.

Sigamos. “Hace sufrir los afanes de las labranzas”. “A los cansados segadores hace sudar toda agua mala”. “Sana el romadizo y las muelas”.

Más. “Sostiénese sin heder en la mar, lo cual no hace el agua”. Claro, el agua en el mar, en los barcos, se pudre. Y el vino queda invicto.

“Más propiedades te diría dello que todos tenéis cabellos”. ¡Ya es saber!

“Así, que no sé quien no se goce en mentallo”. “No tiene sino una tacha: que lo bueno vale caro y lo malo hace daño”. “Así que con lo que sana el hígado enferma la bolsa”.

¿Se puede decir más y mejor en loa del vino?

“Pero todavía con mi fatiga busco lo mejor para eso poco que bebo. Una sola docena de veces a cada comida”. ¡Vaya! No está mal.

La Celestina sabía beber: “¿Pues vino? No me sobraba de lo mejor que se bebía en la ciudad, venido de diversas partes: de Mombiedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín y de otros muchos lugares, y tantos que, aunque tengo la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la memoria”. Esto se llama beber con sentido. La Celestina bebía, sencillamente, con conocimiento de causa.

Oigamos ahora una confesión sorprendente: “Qué harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquier vino, diga de donde es”. Esto es, a mi juicio, tener auténtica cultura de vinos. Es apreciar el bouquet. De verdad.

Celestina, hablando con Pármeno, hace un elogio de la mamá de éste, su amiga de antaño, fallecida. Habla: “En mi ánima, descubierta se iba hasta el cabo de la ciudad con jarro en la mano, que en todo el camino no oía peor de: Señora Claudina”.

Y osadas (ciertamente) que otra conocía peor el vino y cualquier mercadería”. “Cuando pensaba que no era llegada, era de vuelta”. “Allá la convidaban, según el amor que todos la tenían”. “Que jamás volvía sin ocho o diez gustaduras, un azumbre en el jarro y otro en el cuerpo”.

Así le fiaban dos o tres arrobas en veces, como sobre una taza de plata. Su palabra era prenda de oro en cuantos bodegones había”.

“Si íbamos por la calle, donde quiera que hubiésemos sed entrábamos en la primera taberna y luego mandaba echar media azumbre para mojar la boca”. “Más a mi cargo que no le quitaran la toca por ello, sino cuanto la rayaban en su taja”.

La Celestina, no hay duda, rendía culto a la amistad.

Pondré cabe mi este jarro y taza, que no es más mi vida de cuanto con ello hablo”. Y, en cierto modo, repite la idea: “Esto me sostiene continuo en mi ser”.

Ningún autor, que yo sepa, toma esto en consideración. Sobre esta idea básica pervive en los comentaristas el velo indiferente del silencio. Menéndez y Pelayo, Cejador, Azorín, Maeztu, etcétera.

Estos señores nos hablan de los efectos: de la actuación “profesional” y, en cierto modo, “social” de Celestina. Y olvidan las causas determinantes de una vida, de un ser. El vino es consustancial con la célebre viuda.

Sin vino la Celestina no sería un tipo humano de gran relieve. Sería una mujer vulgar, un ser sin iniciativas, una paria. El vino la hace mujer fuerte, temperamental y resolutiva.

Fernando de Rojas, autor de La Celestina, era natural de La Puebla de Montalbán y ejercía su profesión de abogado en Talavera de la Reina, ambos pueblos de la provincia de Toledo. Vivió, pues, en una zona vitivinícola. Sus ideas, las expuestas sobre el vino, tienen el enorme valor de ser originales. Sin antecedentes. La mayoría de las ideas filosóficas contenidas en La Celestina, según los expertos, están tomadas de autores griegos y latinos. Si bien, es cierto, tocadas por la mano genial de Rojas. De la verdad de las ideas vinícolas esos expertos no dicen ni pío… Y es que los “grandes” de la literatura española cuando han querido, por comisión u omisión, hacer el tonto, lo han logrado de un modo… perfecto. La Celestina se publicó, en edición conocida, en el año 1499.

Sigamos con el texto celestinesco: “Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que escanciar”. “Porque quien la miel trata, siempre se le pega dello”. Y añado yo: Dime con quién andan y te diré quién eres. La Celestina anda con vino. Ella es, pues, vino. ¡Y con certificado de origen!

El vino, su cómo y su por qué

Vid, Vino, amor y literatura

Publicado en: Vid. Abril-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

(Concurso Literario sobre el Vino)

Por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez comarcal de Castropol

Yo creo, y lo cree cualquiera, que los hombres somos morfológicamente semejantes. Fisiológicamente parecidos. Y por espíritu, sustancialmente diferentes. Esto en cuanto a cultura y carácter.

Cada ser humano tiene sus gustos y sus vocaciones. O sus inclinaciones.

El vino es un problema de gustos y efectos.

Todos los vinos son, genéricamente, iguales. Y, específicamente, diferentes.

Cada tomador o consumidor debe tener “su vino” o “sus vinos”.

Hay a quien le gustan los vinos ácidos. Otros los prefieren abocados o secos. O añejos, o frescos. O dulces.

No todos los vinos de las distintas regiones españolas nos “sientan” igual. Unos nos “caen” bien. Otros, regular. Y otros, mal. Todo con independencia de su calidad.

Hay vinos que no nos gustan y nos “van” bien. Y, al revés, otros que nos saben bien, y en los efectos, no nos hacen felices.

Nuestro estómago segrega unos jugos gástricos. Y el de nuestro vecino también. Pero no en la misma proporción.

Es preciso darle a cada estómago el vino que mejor le “encaje “.

Conviene hacer la experiencia. En España hay muchos vinos buenos en que poder elegir.

Para el aperitivo nos puede gustar un vino de Córdoba o de Cádiz. O de Rueda. Para la comida o almuerzo, un tinto, blanco o rosado del Priorato o de la Ribera del Duero. O un Jumilla, o un Valdepeñas. O un Cariñena. Y para postre, un Malvasía o un Pedro Ximénez.

El animal irracional, según Ortega y Gasset tiene su vida hecha. Basta, en todo, que se abandone a sus instintos. Pero el hombre, según el mismo, no. Tiene que elegir a diario entre múltiples caminos posibles. El ser humano es una máquina de preferir.

Debemos saber, cuanto antes, cuáles son nuestros vinos. Por sabor y por resultado.

Cuando nos sentamos a comer en un restaurante nos agrada encontrar “uno” de nuestros vinos. Qué es, exactamente, el que nos gusta y nos sienta bien.

Y nos place, además, encontrar aquellos platos que sean, en cuanto a sabor, dignos compañeros del vino que hemos elegido. Es preciso que el “menú” sea completo en viandas, en vinos y en postre.

No puede ser que uno coma y beba por recomendación. Debemos tener, por lo menos, la “cultura” suficiente para saber “qué es lo nuestro”. Y a tal efecto, todos y todo deben estar subordinados a nuestros deseos. El hotelero, el “maitre”, el cocinero, el bodeguero, el camarero…

Cada uno en su profesión debe estar subordinado al interés de la profesión misma. El que trabaja es de algún modo “criado” de alguien. Todos tenemos un amo más o menos velado. El político, el médico, el arquitecto, el abogado. Y, por supuesto, el funcionario.

 Nadie puede adivinar mis gustos. Y no hay quien, como yo, sepa mis necesidades.

“Sobre gustos no hay nada escrito” –  se dice. No es cierto. Sobre gustos hay muchas tonterías escritas. En algunos casos, libros enteros.

Nadie puede decirme qué mujer “me encanta”. No hay quien sepa qué cuadro he de poner en mi despacho para sentir la emoción del arte. Y no hay quien pueda, con autoridad, decirme qué vino he de beber para celebrar una fiesta íntima. Debo, como hombre, saber preferir.

La libertad es un bien humano. En ello todos estamos de acuerdo. Pero no es lo mismo la libertad política o social que la de tomar un vino. La libertad social tiene un límite que no se debe sobrepasar. Este límite está condicionado al respeto de los derechos de los demás. La libertad de beber vino es ilimitada, absoluta. A nadie perjudica que yo tome “mis vinos”.

Cometemos, con frecuencia, el error de creer que, en nuestra profesión, lo sabemos todo. De ahí viene el que por todas partes se dogmatice demasiado.

La gente dice que no entiende de vinos. Y entonces no falta quien le diga qué vino le… hará feliz.

La “cultura” en vinos, como cualquier otra cultura, hay que hacérsela, principalmente, a pulso. Fue el doctor Marañón quien dijo: “Que la verdadera cultura es la que hacemos, por vocación… fuera de la Universidad”.

Debiera haber en los pueblos notables los vinos más importantes de España. El consumidor debe tener al “alcance de la mano” en cualquier momento, sobre todo cuando viaja, el vino que precisa. O entre varios, uno de su preferencia.

¿Están bien distribuidos los vinos españoles dentro de la propia España? De ningún modo.

Hay cooperativas de producción. Bien. ¿Y no debiera haberlas de distribución? Claro que los vinos discretos en calidad deben tener su filiación, su marca. Al objeto de su indudable identificación.

Tengo mi experiencia. En restaurantes de fama, en España, he tenido que beber alguna vez el vino que le gustaba… al «maître». Y es que no tenían ninguno de los que yo pedía. Esto es algo así como si para casarme lo hiciera con la mujer que indicara… “el cura párroco”.

Por compromiso, y no por gusto, he tenido que ir algunas veces a banquetes de concurrencia numerosa. En estos casos todos tenemos que tomar vino de la misma marca y del mismo color. ¿Por qué? ¿No debiera ser posible que cada comensal pudiera pedir un vino, “su vino”?

“El surtido hace la venta”. Esta idea comercial es bien simple. Pero cierta. Cuando el cliente puede elegir va contento.

Y, sin ofender, ¿no puede ocurrir que en algún hotel o restaurante tengan para sus clientes solo los vinos que dan un buen margen comercial? Desgraciadamente, en algún caso, eso sucede.

Según la prensa, lo leí, los señores académicos de la Real Academia Española de la Lengua se reunieron a comer en un local de su docta Casa, no hace mucho. Todos, veinticuatro asistentes, tomaron exactamente el mismo vino. ¿Saben beber con refinamiento los señores académicos? ¿Tienen una mediana “cultura” de sus propios gustos? Me temo que no. Para saber de vinos, tal como deben saber de filología, convendría que visitaran con más frecuencia… las tabernas.

El vino nos aúpa del suelo que pisamos, dos eleva, y espiritualiza los actos solemnes de nuestra vida. A ésta, además, le da emoción y contenido. Un médico salmantino, Torres Villarroel, ya dijo, “hace años”, en su Vida, a propósito de un hermano de su bisabuelo: “Y el azadón, el arado y una templada dieta especialmente en el vino, a que se sujetó desde mozo, le alargaron la vida hasta una fuerte y apacible vejez”.

El viñedo, paisaje

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 14-3-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

Por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez comarcal de Castropol

El tema del paisaje me es muy grato. He vivido en él y en torno a él durante toda mi vida. Y esto lo digo desde la altura de una edad en cierto estado de madurez. El paisaje, el campo y la soledad han sido el ambiente de mi vida. Preferentemente.

El amor al paisaje es, aproximadamente, el amor a la libertad…

El hombre se ha afanado siempre en buscar la libertad en la vida social. Pero a mí me ha parecido que eso es algo así como buscar una aguja en un pajar.

El ser humano, en general, se ha lamentado en todo tiempo del estado de soledad. Y, por el contrario, ha dedicado sus mejores cantos a la libertad.

Siempre he creído que la libertad plena sólo es posible lograrla en la soledad.

La soledad no tuvo cantores. Bueno, sólo conozco uno, Nietzsche. Él dijo: “El valor de los hombres debe medirse por la cantidad de soledad que pueden soportar”. Si esta resistencia es una cualidad, yo la tengo.

La libertad se consigue, además, con libros. Lo dijo Vicente Espinel.

Desde niño tuve la intuición, dadas las debilidades de mi carácter, de que no podría ser nunca un conductor de pueblos. Ni faro piloto de ninguna empresa social sonada. Ahora puedo decirlo con seguridad, acerté.

Maeterlink dijo: “El sol del silencio madura los frutos del alma”.

Sánchez de Muniain opina que “el paisaje estimula toda la vida del espíritu”.

“El sentimiento hacia la naturaleza – anota Azorín – es cosa del siglo XIX. Ha nacido con el romanticismo poco a poco… Ha surgido el yo frente al mundo; el hombre se ha sentido dueño de sí, consciente de sí, frente a la naturaleza. Por primera vez, el romanticismo trae al arte esa naturaleza, en sí misma, no como accesorio…” Es, pues, ahora, el paisaje, un valor substantivo.

En los últimos tiempos, todos lo vemos, hay una fuerte inclinación de irse las familias al campo y al paisaje. Esto se manifiesta en las vacaciones y en los fines de semana. Pero ello es, en el presente, más que un valor positivo un valor negativo. Se va al campo para escapar al horror de la ciudad, para evitar su insalubridad y sus ruidos. Con el tiempo este valor negativo se hará positivo, de seguro. Se verá que es un verdadero encanto la soledad sonora, la música callada, como dijo el poeta.

Yo he experimentado, según las épocas, las sensaciones de toda clase de paisajes posibles en España. De mar, de río, de montaña, de valle, de llanura, de bosque… Y en ellos he hecho mis deportes, casi siempre solo y sin reloj.

He sido cazador y pescador. Estos deportes son honestamente interesados, pero se practican necesariamente en el paisaje. El cazador y el pescador vuelven a su casa, a su hogar, normalmente, el cazador con el trofeo colgado de su cinturón y el pescador con su cestillo de mano.

En los últimos años mis preferencias vocacionales se inclinaron decididamente por un tipo de paisaje que, por no vivir nunca en él, realmente no conocía. Me refiero al paisaje con viñas.

Yo he descubierto, para mí, un paisaje que me satisface plenamente. En él me muevo con la mayor desenvoltura. Desde hace algún tiempo he estado en las principales zonas vitícolas y vinícolas españolas. Y he hecho mis íntimas valoraciones para entender. Ortega y Gasset ha dicho: “La comparación es el instrumento ineludible de la comprensión”.

En mis viajes me he dado cuenta de una cosa quizá lamentable. El agricultor español no “ve” nunca su propio paisaje. Le quiere entrañablemente como hijo, pero de ahí no sale. El error es disculpable. Ve la tierra como instrumento de su profesión, dominado por una idea fundamentalmente económica.

En casi todas las regiones se creen que tienen lo mejor de España y así se lo dicen a la gente. Pero uno, por su parte, se forma sus propios juicios. Se puede afirmar que todos los paisajes de viñedos españoles son estupendos, realmente encantadores. Pero no mejores. Creo que cada uno tiene su particular seducción. Y que se deriva no sólo de los viñedos en sí, sino de los varios elementos secundarios que los conforman.

Al paisaje de los viñedos cordobeses le ayudan decididamente los olivos, las ondulaciones del terreno, la blancura de las casas, el sol… Lucena, Montilla, Aguilar, Moriles… Sentado en la cuneta de una carretera, al borde de un olivar, pude darme cuenta de los tallos contorsionados de ese árbol bíblico. Y que los andaluces, de esas contorsiones, han sacado sus propios bailes, llenos, algunos, de un misterio agitanado. Del mismo modo, los griegos, de los troncos de sus propios árboles, sacaron la columna…

En Jerez, a sus viñedos, hay que saborear su sainete asociándolos a la belleza del caballo cartujano, del toro y del cante. Y a sus pintadas ferias. Todo, maravilla de maravillas.

En el mes de abril último pude disfrutar del paisaje de Liria, enhebrando con el viñedo las sensaciones de la música, los aromas del azahar y tal cual olivo que se veía. Sí, bajo la capa de un sol de oro.

En un amanecer de primavera, en San Sadurní de Noya, con luces en estado de transición, con el sol casi apuntando, uno se da idea de lo que se puede lograr asociando la obra de Dios con la mano del hombre. Pisar estos paisajes, pulcros, limpios, parece una herejía…

Valdepeñas, Manzanares, Daimiel… La Mancha. Aquí se disfruta de la comodidad de la llanura, de los amplios horizontes, de las visiones ilimitadas. Uno, en este paisaje, se siente hombre valiente, justo, desfacedor de entuertos y amparador de viudas…

Peñafiel y Vega Sicilia, en las márgenes del Duero, nos dan la carga espiritual del viñedo asociado al chopo. Este, por su delgadez, apunta hacia el cielo. Y nos hace volar con la imaginación.

Vilella Baja – Priorato – nos hace pensar en el monasterio de Scala Dei, con su enjambre, en otro tiempo, de religiosos rezadores. Y a San Benito, el santo que en su Regla permite a sus monjes que tomen en cada comida una hemina de vino.

Villena, Monóvar y Yecla, con sus sierras grises. Y Jumilla, con su monasterio de Santa Ana, de franciscanos, con un viacrucis entre pinos. Y donde se puede saborear con un vino de altura un maravilloso silencio.

En Santander he descubierto, inesperadamente, un pequeño majuelo, delante de la iglesia de Santa María de Lebeña, monumento nacional, con un fondo de postes y picachos. Y todo ello envuelto en el algodón de unas nieblas.

Sí, señoras y señores, no acabaríamos nunca. Ved, además, viñedos-paisaje en Cariñena, Gandesa, Utiel, Málaga, el Condado de Niebla, León, Reguera, Alto Ampurdán, Alella, Toro, Almendralejo, Barco de Valdeorras, Sitges, Denia, Granada, Rueda, Cebreros, Arganda, La Roda, Félix, Puente Genil, Yepes…

La visión del paisaje en principio exige estudio, atención y pensamiento. Marangoni dijo que sería necesario escribir un libro titulado Para ver la naturaleza. Don Gregorio Marañón escribió: “Cosa extraña: para ver el paisaje es necesario vivir dentro de uno mismo. En realidad solo vemos en su plenitud la naturaleza que nos rodea cuando somos capaces de percibirla mirándola allá en el hondo del yo como reflejada en el agua profunda y tranquila de un Pozo”.

El viñedo, paisaje, es para mí tremendamente seductor. Y, por esto, siempre adquiero, después de verlo, unas botellitas de vino de la zona y las traigo a mi tierra. Más adelante, pasado el tiempo, en la intimidad con gentes de mi afecto, me resulta muy grato abrir una botella y tomar dos vasos o dos copas, según la clase. Y rememorar en el acto aquellos lugares donde el vino se produjo. Y hablar de ellos y contar las cosas que el recuerdo me sugiere. El vino así sabe muchísimo mejor. Es conveniente poner imaginación en los actos íntimamente solemnes – abrir una botella de vino es un acto solemne – y hacer poesía casera cuando hay una causa eficiente.

Es claro, yo salgo por España a cargar las baterías. ¿Cuáles baterías? Las del cuerpo… y las del alma.

En los sitios de los buenos viñedos hay también mujeres estupendas, por su simpatía y su belleza. Y los recuerdos de haberlas visto también tienen su emoción.

El hombre soltero o viudo siempre ve en la mujer no comprometida una ligera esperanza… Y el hombre casado ve, en todo caso, la ruta del cercado ajeno. Y esto atrae lo suyo…

Los hombres casados, especialmente, pueden evocar en la soledad las mujeres hermosas que se encuentran por los caminos. Y ejercitar ese honesto derecho que todo marido puede ejercitar:

¡El derecho a suspirar!

El vino y el amor

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 17-1-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

¿Qué es el amor? El amor es una cosa muy complicada, profunda, enorme. Es, sin duda, el rey de las pasiones, el amo. Esto desde un punto de vista especulativo. Pero desde el punto de vista práctico es la cosa más sencilla del Mundo. Se ve en la vida de la calle. Nunca falta un roto para un descosido.

Quevedo, en un soneto definitorio y maravilloso, dijo:

“El amor es en todo contradictorio de sí mismo.” 

¿Qué quiere decir con esto? Pues quiere decir, hablando en plata, que unos llegan al amor por el camino de la humildad. Y otros, sin embargo, por el camino del orgullo. ¡Cualquiera sabe!

¿Qué es lo que despierta el amor? ¿La inteligencia del hombre? ¿O el instinto de la mujer? ¿O es, por el contrario, el instinto del hombre y la inteligencia de la mujer?

Kant, a estos efectos, dice que la mujer a los catorce o a los quince años ya sabe lo que quiere. Y que el hombre hasta los treinta no sabe nada de nada. En mi opinión, esto está muy cerca de ser cierto.

Otros dicen que el amor es un episodio en la vida de los hombres. Y que en la mujer es la vida.

¿Influye el vino en el amor? Y si influye, ¿de qué modo; en más o en menos?

Se puede uno enamorar por flechazo, automáticamente. O se puede enamorar sin darse cuenta, por convivencia más o menos próxima.

¿Influye el vino en el flechazo? ¿Predispone a uno, lo inclina al amor? ¿O no? Yo creo que sí, que a los hombres por lo menos les “ayuda”.

El hombre enamorado frente a la mujer amada es muy poca cosa. Es tímido, se acoquina. Teme ser torpe. No sabe empezar. Piensa que, por no saber hablar, va a perder las posibilidades del triunfo.

Un vaso o dos de blanco, tinto o rosado, según, puede ponernos a punto para decidirse al asalto de esa fortaleza, frágil unas veces, diamantina otras, que es la mujer. El vino nos pone en las óptimas condiciones para ver la vida como la veía el Bosco: El jardín de las delicias.

El flechazo marca el comienzo. Después, con un poco de vino, el amor va sobre ruedas.

Cuando se llega al amor por convivencia, el vino obra como conservador, ya no se pierde…

He aquí lo que dice, en un par de versos, el libro árabe El collar de la paloma, del vino y del amor:

“Me quedé con ella a solas, sin más tercero que el vino
mientras que el ala de la tiniebla nocturna se abría suavemente.”

En este libro del siglo XI de Ibm Hazm, ya se dice una gran verdad. Un hombre y una mujer enamorados se bastan. Nada de “carabinas” masculinas o femeninas. Sin embargo, Ibm Hazm admite como tercero un vaso de vino. Un vaso de vino para ella y otro vaso de vino para él. El vino es un tercero estupendo. Es la “carabina” ideal.

Gil Blas de Santillana dice: “El amor hace en los enamorados el mismo efecto que el vino en los borrachos”. No lo creo. Son dos cosas diferentes. Que haya un cierto parecido es posible. En realidad, meras apariencias.

En el amor hay que decir o no alguna vez. En la borrachera nada. El amor es siempre bilateral. La borrachera es unilateral. En el amor hay que decir: te amo. En la borrachera no hace falta.

Cuando uno se encuentra “tarumba” por haber bebido demasiado no debe arrimarse a ninguna mujer. En ese estado se encuentra uno atontado y adormilado. Las mujeres quieren siempre a su lado hombres vivos… despiertos.

Algunos autores prestigiosos, por lo que sea, asocian el vino a la mujer y al amor.

García Figueras, en una conferencia sobre el vino y los árabes, dijo “… por eso el vino es uno de los temas de su poesía, generalmente asociado a la mujer y al amor”.

Molina y Cobos, en su folleto El vino de la verdad: Montilla y Moriles, dicen: “Del mismo modo la mujer logra su exultante eclosión de hermosuras en ese decenio esplendoroso e irrepetible que va de los veinticinco a los treinta y cinco años. Pero tratándose de Montilla y Moriles y de la mujer equivalente, nuestra devoción rebasa casi siempre los rígidos cánones arquetípicos y tiene márgenes más flexibles y generosos, pues ya se sabe que el inefable binomio vino-mujer es rebelde a racionales domesticidades algebraicas».

Castroviejo arrancó del folklore gallego esta encantadora estrofa:

  “Si queres tratarme ben
dame viño do Riveiro,
pan trigo de Ribadavia,
nenas do cban de Amoeiro.”

Hay una zarzuela española, creo que es Marina, en la que se dice:

“El vino hará olvidar las penas del amor...» 

Esto no pasa de ser una tontería. El mejor recuerdo que tengo de las historias de mis amores es precisamente eso, las penas.

Emborracharse con vino para olvidar penas de amor es lo más lamentable, lo más triste. El vino y el amor deben tratarse con mucho respeto. Deben vitalizarse recíprocamente. Son dos cosas buenas que no debe confundirse. El vino no debe utilizarse para olvidar nada, por otra parte, yo creo que deben dársele más altos destinos.

Al amor, si le quitamos las penas, queda prácticamente reducido a cero… Amiel cuando probó el alpiste del amor, por consumación, quedó plenamente decepcionado… Dijo, según el doctor Marañón: “Estoy estupefacto de la insignificancia de este placer, sobre el que se ha armado tanto Ruido”. (Téngase en cuenta que Amiel no era un cualquiera, era catedrático.)

Así como hay gentes que presumen de coleccionar sellos de correos, yo presumo de coleccionar penas de amor.

Sthendal, a quien también se le “daban” mal las mujeres, coleccionaba, sin remedio, penas de amor.

Don Juan Tenorio, el pobrecillo, era idiota. Y es que no conocía el “no” del amor.

Yo en penas de amor tengo verdaderos “tesoros”. Si pudiera ponerlas en un álbum como una colección cualquiera, otro gallo me cantara… en las “sociedades femeninas”.

En fin. Que el amor, para mí, es una fuerza de gravedad que actúa en sentido paralelo al suelo que pisanos.

Y que para darle un movimiento uniformemente acelerado hay que ayudarle con…

¡Un par de vasos de vino!

ALEJANDRO SELA

El vino y el mar

Bajamar 70, Vino, amor y literatura

Publicado en: Bajamar 70, Tapia. 1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

Para los artistas, dibujantes y pintores, la historia del vino parece clara. La hoja de parra, o de cepa, fue el primer “abrigo de señora”. O, si se prefiere, la primera “minifalda”. En el paraíso terrenal y lugares colindantes la hoja de vid fue la primera ¡y la última! moda.

Después, en la edad de las cavernas, por el frío, vino el vestirse con pieles de animal salvaje. Y, por último, con tejidos de Sabadell, Tarrasa y Barcelona. Aproximadamente.

Así, pues, en la época de nuestros primeros padres, ya existía el viñedo. Y por supuesto, su consecuencia, el vino. No hay más remedio que creerlo.

Noé llevó a su arca, además de animales, un sarmiento de vid. Después, en seco, lo plantó. E hizo la vendimia y el vino. Y, con éste, cogió el primer “enfile” de que nos habla la historia, los Libros Sagrados. El vino y sus efectos, la borrachera, tienen, pues, una brillante ejecutoria.

Noé fue el primer vitivinicultor y el primer patrón de barco de nombre conocido. Y el primer borracho.

¡Qué coincidencia!

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El vino es un líquido. Pero el mar también lo es. Este le ayuda a “vivir” a aquél. El agua salada, o sus vapores, dan sequedad a todo. En especial a las gargantas que respiran, como se respira en el mar, a los cuatro vientos.

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En todos los puertos hay “estaciones de servicio”, tabernas, en abundancia. Y el marino tiene siempre prisa en llegar a esos puertos para quitar la sed y “repostar”.

El marino usa, además, el insecticida del vino para matar el “gusanillo”. Y lo logra. Y esto lo hace en medio de un encantador “paisaje”. Son elementos de este “paisaje” el bocoy, la pipa, el barril, la damajuana, el pellejo, el jarro y el vaso… Y le da ambiente ese olorcillo de taberna que nos penetra con sólo abrir la puerta. ¿Qué allí no hay higiene? A la higiene de las tabernas… que le den morcilla. ¡Digo yo!

El marinero, en su sitio, o juega al tute o se coge la acordeón y canta

Chalanero, chalanero
qué llevas en la chalana.
Llevo rosas y claveles
y el corazón de una dama...

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En el vino se disuelven las amarguras de una soledad excesiva. Al marino, en viaje, le falta la mujer y los hijos. O la novia. Y si hace frío, además, el vino es su “aire acondicionado”.

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El vino ha sido siempre un premio a la culminación de un esfuerzo. Por eso un patrón de regatas decía a sus pupilos para animarlos:

– ¡Hala! ¡Hala! Que hay pelexo en tierra.

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El vino más marinero es el vino de bota. Tiene un ligero sabor a pez…

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El vino es como el juego de las siete y media. Si uno se pasa, se pierde.

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La vida, para que sea algo que tal, hay que calafatearla con vino.

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Cuando se bebe demasiado el hombre es un “cuero de vino”.

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Al último vaso que se toma en la taberna se le llama “la espuela”. Conviene, de vez en cuando, ser caballo. La vida es una carrera de obstáculos.

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A veces, a los marineros, por los efectos del vino se les ve un poco escorados.

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No siempre, pero en algún caso, los marineros entran en las tabernas de “arribada forzosa”.

Tienen la culpa “las malas compañías”.

¡Y que, a mí, no me parecen tan malas!

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Cuando se echa un barco al agua, se rompe en su casco una botella de champán. Que es vino.

¿No será esto un “aviso a los navegantes”?

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Botadura viene de bota…

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Los borrachos van por la calle de babor a estribor.

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Un barco, en alta mar, al garete, ha bebido “lo suyo”.

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El marino, en el barco, está en “bajamar”. Y sin embargo, en el puerto y en la taberna, en la “pleamar”.

¡Sin remedio!

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Al fuelle de la gaita le gustaría ser bota de vino…

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Hay marineros que, cuando se tercia, se “atracan” de vino.

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El marino quiere llegar a puerto para sacarse… la espina.

Cuando el marino empina el codo, si es de noche, ve las estrellas. ¡Hay que orientarse!

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Si un marinero entra en una taberna debe atar todos los cabos. Y salir con la cabeza levantada. Tal como corresponde a su dignidad.

No debe dejar ningún cabo suelto…

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Los marineros siempre están contentos cuando van al Barlovento.

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En los barcos hay una vela que se llama trinquete. Y un palo que recibe el mismo nombre.

Por eso los marineros, los pobrecillos, para “cumplir con su deber” tienen que trincar…

ALEJANDRO SELA