Tiempo de uvas y vino nuevo. La vendimia

La Semana Vitivinícola, Vino, amor y literatura

Publicado en: La Semana Vitivinícola. 24-10-1970; Vino, Amor y Literatura (1971)

LAS UVAS DE LA BELLA, DE CUANDO CIRO BAYO VENDIMIABA PARA PAGARSE SU VUELTA A ESPAÑA

por ALEJANDRO SELA

Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol

La vendimia es una faena de recolección de frutos. Los que hemos nacido en hogar agrícola sabemos de las emociones a que da lugar la recogida de frutos pendientes. Alegría y temor conjuntamente. Alegría al ver culminados los esfuerzos de tantas labores y operaciones realizadas en los cultivos. Y temor porque, a última hora, con demasiada frecuencia, viene “el tío Paco” con la rebaja de esas alegrías. El tiempo, con sus impertinencias, actúa de aguafiestas. Y, sobre todo, las lluvias. Los frutos del campo, cualesquiera que sean, quedan notoriamente perjudicados cuando se recolectan con humedades.

A pesar de todo, los agricultores españoles, por razones profundamente sicológicas y por herencia, en las faenas de recogida de frutos se “sueltan el pelo” y se dedican al musiqueo y al bailoteo.

No me es posible olvidar mi infancia y juventud en las esfoyazas o esfoyois – deshojado del maíz en los hogares asturianos – acabada la recogida. Aquí suena la gaita, el tambor y, a veces, el acordeón. Y con todas las consecuencias que esto trae consigo.

Pero la operación recolectora más española, más nacional, es la vendimia. Hay viñedos en casi toda España. Y en cada región le dan a la “manivela de la alegría” con su estilo peculiar.

Hay que reconocer, sin embargo, que en los últimos tiempos las fiestas de la vendimia tienen una apariencia unificada. En la recogida de la uva y su pisado, el vitivinicultor español se siente decididamente partidario de la monarquía electiva y nos da unas reinas con sus damas de honor que quitan el hipo… Y con ello nos hacen ver encantadoras primaveras en el otoño. A mí, particularmente, no me molestaría nada ser rey consorte en este tipo de monarquía.

En el pasado año – última decena de octubre – he visto la vendimia en Cebreros. Por casualidad. Yo iba hacia Andalucía – Huelva y Córdoba – para hacer lo que me gusta, probar vinos “sobre el terreno”. Al detenerme en Cebreros, sentado sobre una roca granítica, en medio de un paisaje de sierra, velazqueño, lo pasé muy bien. Vi los carros castellanos con sus mulas y los cestillos altos, color caoba, rebosantes de racimos. Pero el color dorado lo cubría todo: el sol de la tarde, las hojas de la vid y los sombreros de las vendimiadoras.

Más adelante, en ruta, un poco antes de legar a Torrijos me ocurrió un hecho altamente emotivo. Casi anochecía. Un tractor llevaba un remolque cargado de vendimiadoras. Y éstas, al verme adelantar y sin saber quién era, claro, me ofrecieron racimos de uvas tintas. A pocos metros de distancia detuve el coche, aparqué en forma y me fui hacia el remolque a buscar el regalo tan espontáneamente ofrecido. Acepté dos racimos hermosos. Quise, para corresponder, darles algún dinero y que después, en Torrijos, se compraran unos bombones. Pero con la máxima energía rechazaron mi pretendido regalo.

Las vendimiadoras de Torrijos, representantes sin duda de todas las vendimiadoras de España, me hicieron el más estupendo homenaje que se puede hacer “al vinícola desconocido”.

Después, en Manzanares, donde hice noche, cené los dos racimos de uvas dulcísimas. Que así me gustan.

He de referirme ahora a un vendimiador curiosísimo. Se trata de don Ciro Bayo, íntimo amigo de don Pío Baroja. Don Ciro, abogado y escritor singular, a comienzos de siglo hizo un viaje por media España, a pie y sin dinero. Salió de Madrid, bajó hasta Sevilla y se fue después por todo el Levante hasta Barcelona. Para sostenerse, durante algunos días del camino se dedicaba a trabajar a jornal para algún agricultor en las más variadas faenas. En cuanto reunía algunas pesetas proseguía el viaje. Y así todo el camino.

Cuando llegó a la provincia de Castellón, en “una aldea cuyo nombre no hace al caso – dice -, pero que desde ella en días serenos se ven las islas Columbretes, así llamadas por que se columbran desde la costa castellonense”, se hizo vendimiador. “Como los demás jornaleros, habían de trabajar de sol a sol, descontando dos horas al mediodía, por tres pesetas de jornal, una hogaza para todo el día, dos comidas diarias y vino a discreción”.

Acabada la vendimia, que fue a los tres días de mi contrata, quise echar el resto y ayudé a la pisa. Allá en el lagar, con otros compañeros, bailé diabólica danza, atabaleando, pisando y estrujando montones de uvas con los pies. Los próvidos racimos se reducen a escobajos, en tanto que el mosto, saliendo por un canal, se vierte en las tinajas donde ha de fermentar, hasta que una mano industriosa lo envase después vinificado”.

Todo esto lo dice don Ciro en su libro Lazarillo Español, obra premiada por la Real Academia Española.