Publicado en: Hacia la ría del Eo (1957)
(Evocación de unas palabras de Ortega y
Gasset)
El 10 de abril de 1932 atravesaba yo la plaza de la Escandalera, en Oviedo. Era por la mañana, hacia las once y media, en un día soleado y con viento ligero. En esos instantes, al final de la calle de Uría, doblando frente al café de la Paz, apareció un señor, acompañado de otros, no muy grueso, de mediana estatura y frente ancha. Calzaba zapatos negros y vestía traje marrón a rayas, abrigo gris y un sombrero flexible también gris con cinta negra. Era Don José Ortega y Gasset que iba hacia el Teatro Campoamor donde seguidamente pronunciaría un discurso.
Me fue
posible oírlo, de pie, en el patio de butacas, debajo de un palco muy próximo
al escenario. En diversas localidades se encontraba lo más representativo de la
intelectualidad y la política de entonces en el Principado. El Teatro estaba de
bote en bote
Dijo:
“Entre las castas peninsulares, los asturianos, juntamente con los castellanos, se caracterizan por el buen sentido, por tener la cabeza clara, abierta sin más a las cosas, sin prejuicios, sin manías, sin nieblas interpuestas que entenebrecen tanto y complican las relaciones del hombre con los problemas de la vida…
El asturiano va derecho a las cosas. Sois un pueblo de mente clara y lúcida pero no creáis por esto que vengo a halagaros ¿Por qué había de venir a halagaros si no vengo a pediros nada para mí? Todo lo contrario. Vengo a exigiros…
Asturias piensa bien pero padece desde hace años un grave defecto. ¿Cómo lo diría yo? ¿Cómo lo enunciaría? Tal vez diciendo que es inteligente pero no es transitiva. Quiero decir que no sale de sí misma al resto de España. No eleva ni impone su clara visión sobre la gran totalidad de la península. Vive reclusa en sí misma, entre los puertos marinos y los puertos serranos, absorta en su localismo, sin trascender de su pequeño dintorno, sin derramarse combatiente y entusiasta sobre la gran anchura de nuestra nación. Esto es lo que yo considero un defecto.
Lo hicisteis al comienzo de nuestra historia, habéis dejado de hacerlo y el hecho es tanto más extraño cuanto que individualmente el asturiano es sobremanera transitivo.
España necesita también de vuestro regionalismo, necesita de esa fuerza aunada a que antes me refería, porque tengo enorme fe en ese regionalismo asturiano, porque estoy seguro de que por anticipado habrá de poder asegurarse que será un regionalismo regulador, quiero decir, el regionalismo ejemplar, pauta exacta para todos los demás, el regionalismo que hay que oponer a aquellos otros sin claridad, lastrados de arcaísmos nacionalistas. Será vuestro regionalismo no del pasado, sino futurista; no de un pueblo que fue, sino de una región que hay que hacer en una nación que hay que hacer. Por lo tanto nada de trajes tradicionales, nada de folklore, nada de bable, nada de gaitas, sino una Asturias posible, y mejor, una Asturias como programa del porvenir, como una iniciante palpitación al fondo de la vida.
Tierra de Asturias, tierra profunda y traspuesta entre la cordillera venid a España. Id a España, combatiendo por vuestro sentido histórico, por vuestro problema, por llevar a la plenitud este admirable ser asturiano. Esto es lo que os pido, cabezas claras de Asturias…”
Copio a la letra los párrafos anteriores, que fueron, por cierto, unánimemente aplaudidos. Conservo el texto taquigráfico del discurso en un periódico de la época.
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En los últimos días, en Navia, viendo lienzos de Álvaro Delgado han tenido en mi particular eco las anteriores palabras de Ortega, que no olvido. Uno y otro son madrileños, castellanos.
No se trata
de hacer comparaciones. Lo que interesa a mis fines en este caso es hacer
resaltar como cada cual desde su plano intelectivo quiere ser verdadero y
auténtico. Van de cara a la verdad aunque sorprenda y duela.
Delgado hizo
dos retratos típicos asturianos. De algún modo hay que llamarlos. Un gaitero,
Miguel de Andés, y una señorita, Marisa Suárez, ataviada de llanisca.
Este par de
cuadros invitan a la meditación. En ninguno de ellos está dispuesto a hacer
concesiones al pintoresquismo. De ningún modo. Son, antes que otra cosa,
pintura. Pura plástica. Lo que Álvaro quiere realmente hacer. Con lo cual sus
obras buscan un valor esencialmente artístico, universal. Y después, de paso,
si se quiere, son cosa representativa asturiana. Pero ya en un ulterior término
La belleza de
Marisa unida a la belleza de la pintura, por sí sola, son dos bellezas
superpuestas, en conjunción. Presentes ambas al mirar el cuadro, no se
excluyen, se ayudan para formar, en definitiva, una unidad de hermosura. En
este cuadro, de Asturias, sólo se percibe un cierto aroma… Y basta.
Uno, en estos
momentos, se acuerda de algunos cuadros de Eugenio Hermoso y Eduardo Chicharro,
pongamos por caso. El regionalismo extremeño y el abulense están tan en primer
término, tan marcados que las calidades de pintura, si existen, están en situación
oscurecida o inalcanzable. Que es lo mismo.
Yo he visto
en la I Bienal Hispanoamericana, en Madrid, un cuadro de un pintor asturiano de
fama. Puro tipismo. Comedia… Regionalismo absorbente. Ante él no había más remedio
que hacerse fuerte para no dejarse arrebatar por el vendaval del
sentimentalismo…
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La pintura de
Álvaro Delgado es fresca, lozana. Yo me la explico… muy sencillamente. Claro es
que yo he hablado con él, a diario el verano pasado y lo que va de este. Y a
través de la charla he destilado sus recuerdos y sus ilusiones. Quienes fueron
sus maestros y quienes siguen siéndolo. Son admiraciones suyas, decididas, Giotto
y Simone Martini, entre los primitivos italianos. Los españoles Zurbarán, Velázquez
y Goya. Franceses modernos, Cézanne, el que más, Gauguin, Dufy… Y Van Gogh, y
Modigliani. Y, como no, Picasso.
Delgado es un
pintor que no acaba sus cuadros, no los agota, no aprisiona sus seres en una
cárcel convencional… a pesar de ser un extraordinario dibujante. Los da por
terminados, que no es igual. Espera que el contemplador ponga algo de su parte
para perfeccionarlos. En este sentido sugiere… Quiere tender un pasadizo con
el que mira. Quiere comunicarse.
Sus figuras
tienen un no sé qué de buen tono. Con sus pinceles no hace nada que huela a
sastrería ni a casas de modas. Y es que los tipos no están nunca vestidos con
trajes de sarao… Ni, en el polo opuesto, cubiertos de harapos. Van como andan
por la vida, en traje de diario, en sus afanes y en sus quehaceres. Con lo que
se les ve más sueltos y, por consecuencia, más naturales. Más humanos, en fin.
Ocurre,
además, que los retratos de Álvaro, al revés de lo que sucede con los de otros
pintores, no parece que están hablando. ¿Para qué? Están siempre en su puesto,
dentro del marco, calladitos, con gesto de humildad. Pero con empaque digno, ¡siempre!
Que son a mi juicio, cualidades de auténtico señorío. No parece que están
hablando… Pero hacen hablar a quien los ve. ¡Que es lo grande!
Todo esto me
hace sospechar que Delgado se dirige a la “inmensa minoría” que dijo Juan
Ramón. Y no a la “galería” ni al turista paparote de viaje de luna de miel… Son sus lienzos cosa de la época, del día, pese a
quien pese. Respiran aires del siglo XX. Y, mirando al futuro, se puede decir
que son ambiciosos. Van bonitamente buscando un acomodo en la historia, quien,
en definitiva, dirá lo que haga al caso.