Villaoril

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28 de septiembre de 1958. Día de Nuestra Señora de Villaoril. Sol de otoño, claro, radiante…

Hacia las doce de la mañana llegamos a Villaoril. Otros habían llegado antes. Coches de diferentes clases – turismos, autobuses, y “Ferias, pistas y mercados” – confluyen en el lugar. Un par de guardias civiles ordenan el tráfico.

Por una pequeña carretera subimos, a pie, al campo de la fiesta. A ambos lados, tendidos en las cunetas, pobres pedigüeños imploran la caridad. Y nos asaetean con las frases doloridas de su repertorio. Todos, o casi todos, son lisiados. Al que no le falta una pierna le faltan las dos. Otro no tiene brazos. A uno le falta un trozo de carne en el pecho. Allí tiene una llaga…

Cada uno tiene delante, tendido en el suelo, un pañuelo mugriento, sucio, y deshilachado. En él vamos depositando los romeros nuestra limosna, cada uno según su corazón. Abundan los donantes de calderilla, esa moneda ligera que, en el suelo brilla como la luna. En algún pañuelo hay una rubia. Esta brilla como el oro…

El campo de la fiesta ya se ve lleno de gente. Robles viejos, acacias y espinos ensombrecen el lugar. A través de sus copas se cuelan algunos rayos de sol. Y proyectan sus amarillos en la verdura del prado. Hay infinitos puestos de bebida. Tenderetes y puestos de venta de todas las cosas. Frutas, confituras, avellanas, empanadas, collares de castañas,… Un caballero lleva su “establecimiento” colgado ante el pecho, en forma de bandeja y repleto de mercancía. Y con la boca y las manos hace la propaganda del artículo. Es

Don Nicanor
tocando el tambor

A un lado del campo está la capilla. Se la ve, a esa hora, repleta de romeros. Y entorno a las puertas – tiene dos – la gente se aprieta, se ve apiñada. Hombres descubiertos y mujeres cubiertas con pañuelos de bolsillo se hacen la ilusión de que oyen la misa que no ven. La fe lo puede todo… Los de dentro y los de fuera, sudan el Nilo…

Sale la procesión. Un hombre encaramado en una pared, empieza (sic) potentes cohetes. Humo de pólvora quemada se desvanece en las alturas. Una música acompasada suena en el cortejo. Un pendón en la avanzadilla, tremola ligeramente sus telas. Hay en las gentes que siguen un gran recogimiento.

La Fuente Santa está cercana. Hay un pequeño recinto de piedra que está en una hondonada con forma de anfiteatro. Por su fondo pasa un riachuelo regador de prados. En su altura hay maizales ya con colores otoñales. Y montes con pinos y castaños. En torno, la gente, como puede se van asentando, unos están de pie, otros, sentados.

Bajan a la Fuente la Santa. De frente a sus caños, se para. Cuatro mozos la sostienen. En frente hay un crucero de piedra silícea. Cuatro camelios, ahora sin flor, adornan el sitio. Callan los cohetes. Las velas se apagan. Silencio…

Un padre franciscano de barbas y con hábitos color chocolate, toma la palabra…

El anfiteatro natural está repleto de gentes de los más varios colores. Nadie se mueve. El cielo se puso azul. No se ve ningún algodón de nube. La Virgen con su albo manto tiene en sus manos un rosario. Hay, en los presentes, una indudable emoción. Los cuerpos parece que se disuelven en franco espíritu.

El padre invoca las excelencias de la Mujer Única. Exalta su sermón con palabras del más excelso poeta:

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la música callada
la soledad sonora
la cena que recrea y enamora.
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(“Cántico” de San Juan de la Cruz)

Carnavala

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Fue un filósofo, Ortega y Gasset, el que dijo: “Yo soy yo y mi circunstancia”.

Quiso decir, poco más o menos, que cada uno es lo que se ve. Y lo que le rodea. Lo que, del medio en que vive, ha colaborado, o ayudado a contornearlo. O, si se pauta, a formarlo.

Así pues yo soy yo y un poco de carnaval. Porque cuando yo crecía, y se crece sólo de joven, estaba el carnaval en su esplendor, se prodigaba. Queda todavía mucha gente que se encuentra en mi caso. Los que peinan canas. O los que, teniéndolas, las dejan en cierto abandono… O, también, los que las peinarían con gusto si pudieran. Me refiero a los calvos.

El carnaval fue, pues, circunstancia de muchos vivos…

Al llegar a estas fechas uno se da cuenta que puede darse importancia de contar cosas que la gente nueva no conoce. Hace ya bastantes años que no existe el espectáculo del carnaval. Por lo que sea.

El carnaval, tal como se practicaba, era emocionante. La gente, la gente joven, se disfrazaba. Apelaba a la careta para asustar, para meter miedo. Y el miedo, no hay duda, es emoción.

Los hombres se vestían de mujeres y las mujeres de hombres. Y se cambiaba la voz para que todo apareciera en el mayor misterio. Las ropas viejas, las que estaban en los roperos, fueran de nuestros abuelos o de nuestras abuelas salían a relucir. Todo para lograr un mayor contraste, un verdadero anacronismo. Y deslumbrar.

Se usaba, se derrochaba más bien, en los bailes, el confeti y la serpentina. Unos alambres tendidos a cierta altura hacían que las serpentinas, colgadas, parecieran estalactitas, algo cavernario. Y el confeti que a todos cubría, hacía que pareciese que todos estábamos bajo los efectos de una copiosa nevada multicolor.

El burro que echaba pesetas

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Lo que voy a contar es verdad. Mejor dicho, fue verdad. Para que cada uno pueda situar los hechos en el tiempo, diría que ocurrieron en la época del rey Perico.

Un hombre tenía un burro con una particularidad: echaba pesetas. Así: se le daba un palo en el lomo y salían pesetas. Pero preciso que para que eso ocurriera había que dárselos a comer primero.

Un día lo llevó a la feria para que la gente se fijara en él y le dio un palo donde se dijo. Y salió una peseta de plata, reluciente. Otro palo, y otra peseta.

Los que vieron aquello quedaron admirados. Y para admirar más formaron corro. Un hombre arrogante, con la cartera forrada de billetes se acercó a dueño, y dijo:

– ¿Cuánto vale este burro?

– Nada. No se vende.

– ¿No se vende?

– No hombre, no. Usted comprenderá que con un burro así no hace falta trabajar, que es el ideal de todos los humanos.

– Si no lo vende, ¿por qué lo trajo a la feria?

– Bueno, por tratarse de usted… ¿Cuánto?

– Cien mil reales.

– Traiga la mano.

Y se dieron la mano como símbolo de acuerdo. Y se pactó. Y se fueron a tomar la robla a una taberna cercana.

El comprador cogió el burro del sistriyo y se fue a su pueblo. En el camino, para probar, le dio un palo al animal. Y salió una peseta. El hombre iba contento. Al llegar a casa llamó a su mujer. Y para que viera, le dio un palo al burro. Y salió otra peseta. Marido y mujer se abrazaron. Otro palo al burro y no salió nada. Y otro. Y otro. Cada vez más fuertes. Y nada. Por parecerle que daba golpes suaves, dio uno muy fuerte y el burro cayó redondo, muerto.

– Ya me las pagará este bribón que me engañó. Ahora me voy por el mundo a buscarlo para darle su merecido. Y se fue andando, andando,… Al cabo de los meses vio un hombre muy elegante que iba por un camino. Era el vendedor del burro. Y hacia él se fue como una fiera… Pero el hombre que lo veía llegar con la mano le hizo señas y le dijo:

– ¡Alto! Apártese. Y cogió su sombrero por el ala y le hizo girar media vuelta. Y. ¡asómbrense! Apareció allí delante una mesa grande llena de tartas, pasteles y caramelos.

El hombre que comprara el burro se quedó pasmado. No sabía que decir. Y el otro hombre le invitó a comer. Las confituras, no hace falta que lo diga, estaban riquísimas. Y dijo el del sombrero:

– Si usted pretende comprarme el sombrero, aparte esa idea de la cabeza . No lo vendo y no lo vendo.

– ¿Y por qué no lo vende usted?

– Porque no.

– Pues yo se lo compraría de buena gana. Tengo aquí mismo en una bolsa tres mil ducados. Hombre, decídase usted. A mi mujer le gusta mucho lo dulce.

– Bueno, por ser a usted se lo daré.

Inmediatamente uno dio el sombrero y el otro los ducados. Y se separaron. El nuevo dueño del sombrero después de bastante andar hacia su casa, tenía hambre y se dijo: “Voy a comer tarta y pasteles”. Y dio media vuelta al sombrero. Funcionaba bien. Durmió una pequeña siesta a la sombra de un nogal y siguió camino. Al llegar a casa su mujer le dio un abrazo de alegría. Y le preguntó:

– ¿Viste al hombre del burro?

– Por favor mujer mía, apártate un poco. Y dio media vuelta al sombrero. La mujer al ver aquello, se le abrieron los ojos un palmo. Y se puso a comer entusiasmada. Daba gusto verla. Y así pasaron varios días comiendo dulces y durmiendo como unos benditos. Pero un día el sombrero, quizá por el uso, se rompió. Y no hubo más tarta ni más pasteles. El hombre se enfadó de verdad y salió de nuevo por el mundo a buscar al engañador. Y anduvo, anduvo… Y lo encontró. Pero, sin que le viera, por la espalda, lo atrapó y lo metió en un saco. Lo ató bien. Cogió el saco al hombro y se fue. Al poco tiempo vio que en el camino había un mesón. Era la hora de comer.

– Mesonero – dijo – tiene usted algo que comer.

– Sí, tengo. Pase.

– Por favor, no tendrá una habitación donde dejar este saco mientras como.

– Sí, señor.

Y pusieron el saco en una habitación que daba al camino.  Tenía una ventana abierta. Al poco tiempo empezó el que estaba en el saco:

– ¡Ay, ay que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero!

– ¡Ay, ay que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero!

Acertó a oír esto un hombre que pasaba por el camino y, curioso, se acercó a la ventana. ¿Qué decía usted?

– Mire usted, buen hombre, decía desde dentro del saco, que me quieren casar con la hija del rey, y yo no quiero.

– ¡Ay, me caso yo! Salga de ahí para ponerme yo. Usted después cierre el saco, ¿quiere?

– Sí, señor, sí.

Y dicho y hecho. El hombre salió del saco y el otro se metió. El vendedor del burro y del sombrero saltó por la ventana y escapó corriendo.

El hombre que había comido un rato después, pago al mesonero, y cogió el saco. Y siguió camino. Pero al cabo de la tarde llegó a un puente alto por debajo del cual pasaba un río muy profundo. Y murmurando en alta dijo:

– Ahora, trapacero, vas a ver lo que es bueno. Desde esta altura voy a tirarte al río. Ya no venderás más burros ni más sombreros. Bien merecido lo tienes.

Pero el nuevo hombre del saco al darse cuenta, empezó a gritar:

– ¡Ay, ay, señor, que yo no fui. Yo no fui.

Pero el hombre no hizo caso y tiró el saco al río.

Pasó el tiempo. Pero un día el comprador del burro y del sombrero vio que venía por el camino una manada de cerdos gordos y coloradotes. Detrás, conduciéndolos venía un hombre. ¿Quién sería? ¿No lo adivináis? Era el vendedor, el que decía que lo querían casar con la hija del rey…

– ¿Cómo? Es que no se ahogó usted dentro del saco, en el río.

– ¡Que va! El río es profundo, es cierto, pero está el fondo lleno de monedas de oro. Yo recogí las que me pareció y con ellas compré estos cerdos. Ahora, ya gordos, voy al mercado para venderlos a buen precio.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye.

– Ahora mismo voy yo al puente para tirarme al río. Cogeré monedas también.

Y se fue. Se tiró. Han pasado ya muchos cientos de años y no se supo más de él. Nadie lo vio. 

PRODIGIOS DEL EO. 2016

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PRODIGIOS DEL EO. 2016. D.L. : As 4.024-2016. Imprime: Imprenta Gofer. Pág. 30 – 31

Por, Antonio Masip Hidalgo

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Nuestro Pérez de Ayala, de no menor poética y cultista, hablaba de «la región de la húmeda niebla de oro» lo que, en determinados anocheceres eotos, es más verdad que metáfora, cuando Ribadeo, desaparecido en la neblina, enciende sus áureas luminarias urbanas. El juez Alejandro Sela, desde Vilavedelle, veía, lo mismo que nosotros, «acorde de amarillos», incluso antes de la luz halógena, predominante hogaño en tardes mágicas. La pureza de lo dorado tiene, para Sela, un contrapunto líquido, de lengua de plata.

Mediavilla vuelve sobre parecida imagen caleidoscópica: el aire se llenó de cenizas que ascendieron de manera que el sol dejó de brillar quedando reducido a un círculo opalescente.

Ernst Jünger, decano de los escritores europeos, con el que Aida y yo mantuvimos animado encuentro, buscaba el campo para renovar sus grises.

Vicente Loriente Cancio, en el BIDEA, destaca la visión de Sela, juez/testigo, pintor, escritor, cuando el Eo y el Occidente eran menos conocidos.

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REVISTA DEL DESCENSO. Agosto 2013. Centenario de Alejandro Sela

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REVISTA DEL DESCENSO. ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA RIA DE NAVIA. Agosto 2013. Centenario de Alejandro Sela

El 14 de febrero de 1911 (el día de los enamorados, solía resaltar él) nacía en Vilavedelle (Castropol) Alejandro Sela, uno de los componentes de un grupo de amigos que acertó a crear en la Navia de mediados del siglo pasado un ambiente cultural que cabe recordar con añoranza.

Procede pues dedicarle un recuerdo de aniversario y para ello, se reproduce a continuación uno de sus artículos, escrito y publicado en agosto de 1958 en un folleto titulado «Navia», que ilustró Álvaro Delgado

El texto, que nos parece encantador, tiene un exquisito toque de ingenuidad que nos transmite sensaciones muy próximas a lo que sería el arte naif en la pintura, pero por encima de todo, muestra un excelente dominio del lenguaje literario, que A. Sela siempre puso de manifiesto en toda su obra.

Texto: NAVIA; 19580800 Folleto Turístico NAVIA.

REVISTA DEL COLEGIO DE MÉDICOS DE ASTURIAS. Julio-2008. Vida y obra de Alejandro Sela

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REVISTA DEL COLEGIO DE MÉDICOS DE ASTURIAS. Julio-2008. Comentario a la vida y obra literaria de Alejandro Sela.

Revista del DESCENSO. Agosto 2003. Alejandro Sela: Recuerdo y Comentarios.

Por, Venancio Martínez Suárez. Pediatra.

Para tener idea cabal de una figura debe encontrarse la distancia adecuada, justa; no demasiado próxima, para que descubra su luz y sus sombras, sus relieves o veladuras. Así, se nos define la unidad y totalidad de las cosas, su valor y medida, su contenido y su forma compacta. Y en la vida del hombre la distancia la da el tiempo – los días o las horas para sus circunstancias personales, los años para su interpretación total-.

Alejandro Sela falleció en su casa de Navia hace 25 años, una mañana de domingo, el 28 de octubre de 1982. Había nacido en Vilavedelle (Castropol) el 14 de febrero de 1911. Su padre, natural de Seares, emigró a Méjico, donde permaneció un tiempo hasta que ya maduro retornó al terruño familiar para casarse. Alejandro fue el segundo de tres hermanos, aunque el primogénito falleció prematuramente – a los doce años – probablemente por una angina diftérica. El mismo Sela preadolescente fue enviado a Fonsagrada durante algo más de un año para reponerse de una afección tuberculosa. Este acontecimiento pensamos que debió de ser decisivo en sus inquietudes humanísticas, como ocurrió con un sinfín de apasionados lectores que han cuajado en los dilatados retiros prescritos para los procesos neumotísicos en el primer tercio de siglo. Encontramos otra explicación a sus inclinaciones literarias en la labor pedagógica de la Biblioteca Popular Circulante de Castropol, fundada en 1912 por un grupo de jóvenes universitarios que denuncian la situación de ignorancia del pueblo, no sólo por el gran número de analfabetos existente, sino también por la falta de curiosidad de los que no lo son” (1). Ya repuesto cursó el Bachillerato Elemental en el Instituto General y Técnico de Lugo en régimen de alumno libre entre 1923 y 1927. Ese último año ingresa en el Instituto Agrícola Alfonso XII de Madrid, finalizando sus estudios en la Escuela Profesional de Peritos Agrícolas de Moncloa en 1930. Sabemos que el 24 de junio celebra una cena de fin de carrera con compañeros y profesores en un restaurante de la Dehesa de la Villa que funcionaba como sucursal del famoso “Antigua Casa de Botín”. En abril de 1931 todavía permanecía en Madrid, desde donde envía un telegrama al periódico castropolense El Aldeano – firmado también por Claudio Penzol y otros allegados al proyecto periodístico – felicitándose por la proclamación de la II República. De vuelta a Vilavedelle ejerce como agrimensor y asesor de las pequeñas explotaciones locales, si bien “los paisanos no entendían que hubiera que pagarle por ese trabajo a un chaval del pueblo”. Es posible que esta incomprensión, la legítima ambición y la confianza en su propia capacidad lo animasen a completar durante 1931 y 1932 el Bachillerato Superior en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Oviedo, también en régimen “no oficial no colegiado”. El 15 de junio de 1931 firma un contrato como profesor en la Escuela Agrícola “Pedro Murias” de Villaframil en Ribadeo. En septiembre de 1932 se examina y aprueba las cuatro primeras asignaturas de derecho en la Universidad de Oviedo, finalizando su licenciatura como alumno libre en enero de 1936 en convocatoria extraordinaria adelantada a la oficial y ordinaria de junio. Los años previos a la Guerra Civil Sela compaginó sus obligaciones universitarias con trabajos en los tribunales de Oviedo y cumplió el servicio militar obligatorio, del que fue licenciado el 5 de septiembre de 1933. En 1936 tenía veinticinco años y poseía dos títulos universitarios; todo ello preservando su vocación frente a las dificultades y sinsabores que parecían limitar su horizonte al apocado ambiente rural y campesino de aquella época.

Se incorpora a filas el 1 de octubre de 1936 con destino en el Regimiento de Infantería Milán no. 32 de Oviedo, donde permanece hasta el día 15 de noviembre del mismo año. Su vivencia de la guerra queda dramáticamente señalada por el fusilamiento de su amigo Rico Eguíbar, con el que se había cruzado en la calle apenas dos horas antes de que fuese capturado y ejecutado. Ejerce como abogado defensor republicano durante los primeros meses de la contienda y recibe la licencia definitiva en Villarrobledo (Albacete) el 10 de junio de 1939, según consta en el Pasaporte de Viaje a Vilavedelle.

En 1945 llega a Navia como Juez Comarcal, instalándose en el Hotel Mercedes. Contrae matrimonio con Doña Maruja Pérez Lobete – Inspectora de Sanidad y con farmacia abierta en la villa desde 1944 – dos años más tarde. Es frecuente en esas fechas su presencia en publicaciones de ámbito local y regional, ejerciendo el periodismo con notable desparpajo y elegancia, y explayando como cronista ocasional su pluma ágil en deliciosas entrevistas. Mantiene una entrañable relación de amistad con Justín el analista, Manolo Méndez, Álvaro Delgado – desde su llegada a Navia en 1955 -, el maestro rural José María de Miñagón y el notario Enrique Alpañés – hasta su marcha en 1957 -. Con ellos se desplaza en alegres excursiones por los pueblos de la comarca en busca de tipos, casos y cosas que le ayuden a «penetrar el fondo de estas tierras y sus gentes”. Ya en aquellos tiempos era habitual encontrarlo por la mañana en el Café Oriental – sentado al fondo del largo diván corrido con la capa española o la americana doblada sobre el respaldo de una silla y el sombrero a su lado -, donde proyectaba y trabajaba diariamente sus escritos, o esbozaba sus pinturas. Y verlo durante las mañanas calentar sus pies caminando en la parte posterior del parque mientras miraba a Campoamor “en efigie, estatuado en bronce”. Frecuentaba también el Café Martínez, cenáculo de tertulias eruditas, de chismes locales y conversaciones disparatadas, donde además podía vérsele solo o rodeado de algunos niños a los que impartía improvisadas clases de dibujo.

En el año 2000 la Academia de la Llingua compendia diez colaboraciones periodísticas en Gallego-Asturiano aparecidas en El Aldeano de Castropol entre 1931 y 1948 y firmadas bajo el seudónimo de Tío Pepe, con un breve y delicioso preámbulo crítico de Xosé Miguel Suárez. En estos escritos Sela habla por boca de personajes – tía Marica, Pepía del Peneireiro, Penelo y demás, a los que idealiza en sus modos y lenguaje, adoptando una actitud verdaderamente responsable ante el propio legado cultural. En su léxico y en su fonética oímos hablar a nuestros antepasados y a muchos de nuestros amigos, aunque la razón sentimental no puede distraer la calidad de su mejor creación literaria.

En la primavera de 1957 aparecen recopilados en Hacia la ría del Eo una serie de dieciocho “ensayos breves de amor y más cosas”, calificados de “admirables” por Gregorio Marañón, de “maravillosa colección de estampas” por André Camp y de “obra deliciosa” por José Vasconcelos; y que proporcionaron a Otero Pedrayo “momentos deliciosos y evocadores de la ternura y fuerza de las Asturias occidentales”. Incluye Salutación a un fresno, su artículo más conocido y personificación de un árbol que se refleja en el discurrir manso del río. La imagen es entonada por Alejandro Sela con un acento que destila una gran sutileza lírica y apuntala en dos versos de sendos sonetos de Quevedo, “príncipe de los literatos”, “fenomenal amador” y “extraordinariamente inteligente”. Cierra esta colección La Searila, «una historia de amor pleno, sublime”, publicada ya en 1955 en un ligero folleto junto a un escolio explicativo de Jesús Martínez.

En 1960 da a la prensa veintidós nuevos artículos editados bajo el epígrafe De vuelta del Eo, ilustrados por quince dibujos de Álvaro Delgado (de quien fue uno de sus primeros críticos públicos: “Esto es arte” afirmó adelantándose a otros muchos), y que como en la serie anterior persiste como tema dominante las especulaciones literarias sobre el amor, entreveradas con líneas de exaltación casi mitológica de paisaje físico y espiritual de su tierra. En ellos simula poseer una visión ingenua y sorprendida de pueblos, hombres y cosas, descubriéndonos las huellas que la vida y el tiempo habían ido dejando impresas en su corazón.

Son años en los que realiza investigaciones sobre los vinos españoles, lo que le permite colaborar en diversas revistas vitivinícolas (Dyonisios y La semana Vitivinícola). Uno de estos estudios fue premiado en el Congreso Nacional del Vino. En 1971 publicó Vino, Amor y Literatura, obra también galardonada, en la que se entremezclan consideraciones técnicas eruditas sobre enología con los frutos de sus constantes y pacientes pesquisas literarias sobre el tema. Sela plasma en estas páginas de literatura andariega – “con un lenguaje de paseo” – su propensión a la vida solitaria – de «monje exclaustrado”-, estableciendo una distancia entre él y las cosas, que muchas veces se traduce en ironía retórica, casi en socarronería.

En estos tres libros pone Alejandro Sela sus referencias literarias en los clásicos españoles. Son decenas las citas de Quevedo y algunas de Cervantes. Y significativo de su aprecio por San Juan de la Cruz y Santa Teresa es el viaje a sus tumbas en Segovia y Alba de Tormes transportando unos ramos de camelias recogidos en Viladevelle. La “tradición eterna legada por los siglos”, el interés por el paisaje como elemento sociológico, el gusto por lo tradicional y local, son marcas que surgieron de lecturas y continuos subrayados de Azorín, Baroja, Unamuno, y también de Ortega y Marañón, de quienes es patente la influencia estilística, de gusto y de ideales. Sus relatos muestran una actitud meditativa, con alusiones a la naturaleza desde una percepción sensitiva: recrea en sus escritos el momento del día, la estación del año, proyecta su talante melancólico sobre las nubes, el sol o las olas del mar. Utiliza la observación perseverante y aguda como forma de objetivarse, como excitante del conato artístico. Es lo que Pérez de Ayala definió como “la intervención telúrica”, la absorción y colaboración del ambiente en la obra creativa.

Alejandro Sela García pasa los últimos años de su vida aquejado de un pertinaz abatimiento depresivo, agravado por algunos problemas cardíacos premonitorios de la causa de su muerte. Sus restos mortales reposan en el panteón familiar del hermoso cementerio parroquial de Seares, a escasa distancia de la casa que le vio nacer y rodeado de los mismos paisajes que forjaron su forma de soñar y de entender el mundo.

Esta breve semblanza pretende aproximar al lector a la vocación definida y al denuedo ejemplar de un tipo humano extraordinario. Debiera, además, ser para todos un motivo de reflexión sobre el olvido. Ya dejamos escrito que los pueblos no pueden vivir de espaldas a su cultura. Y nos parece inexcusable que en ellos los días se desenvuelvan en la ignorancia de aquellos que dieron sus mejores afanes a la comunidad en que nacieron, vivieron o trabajaron. Porque sólo sabiendo y asumiendo nuestro pasado seremos plenamente nosotros. Y así cobra sentido la historia.

  1. Obra surgida por iniciativa del intelectual castropolino Vicente Loriente Cancio. Orientada por el ideario político reformista e inspirada por el modelo de la Junta de Ampliación de Estudios, contó con el apoyo del Ayuntamiento y la Diputación, obteniendo financiación mediante donativos de naturales del concejo emigrados a América, suscripciones y aportaciones particulares. Referencia: Domínguez Sanjurjo, M Ramona. La Biblioteca Popular Circulante de Castropol. 1921-1936. En Actas del Primer Congreso de Bibliografía Asturiana. Oviedo, 11-14 de Abril de 1989. Consejería de Educación, Cultura, Deportes y Juventud, 1992, II, pp.688-700.

LA NUEVA ESPAÑA. 22-11-2005. Sobre Alejandro Sela

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LA NUEVA ESPAÑA. 22-11-2005. Pág. 31. En tierras de la Searila

Por José Ignacio Gracia Noriega

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Pero el escenario más romántico de la ribera del Eo, ya encaminado hacia el mar, no está en Barres, sino en Seares, que en la primera mitad del siglo XIX pertenecía a Castropol, y ahora pertenece a Vegadeo. Seares, según escribe Alejandro Sela, “está enclavado en una hondonada que forman poblados montes de pinos, robles y castaños”. En un barrio de esta parroquia, el de río Seares, se encuentra una casa de regulares dimensiones “con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social elevada – señala Alejandro Sela -. Hoy es una casa de labranza como cualquier otra, pero está muy deteriorada. A simple vista, sin embargo, se nota su ranciedad y su abolengo de origen”. Nos detenemos sobre ella, ya que se encuentra debajo del nivel de la carretera. Luis López, propone bajar por el prado, pero está lloviendo y yo repito lo que dice el filósofo de Nueva: “Andar por gusto…”. Este filósofo, en tiempos de la tejera, iba andando hasta Burgos, porque no quedaba otro remedio. Pero cuando ve a los “nuevos ciudadanos”, sudando el chándal por las “rutas del colesterol”, repite pensativamente: “Andar por gusto…” ¡Qué tontería y desperdicio de tiempo! Así que nos quedamos contemplando la “Casona” desde arriba. Esta casa perteneció a los Pérez Castropol, descendientes de un gobernador de Cuba durante la época colonial. En ella nació en 1814 Rosa Pérez Castropol, la romántica Searila, la mujer más bella de las dos riberas del Eo, famosa por sus amores con Antonio Cuervo, de Piantón, prometedor letrado que llevaba camino de hacer buena carrera política (la haría posteriormente, cuando se le hubo pasado el frenesí amatorio y necrofílico).Después del casorio entre ambos, Antonio Cuervo hubo de ausentarse. Según algunos, marchó a ocupar un cargo político en Santander, según Luis López, que prepara su biografía, perseguía por los montes a las partidas carlistas. En su ausencia murió la Searila de parto. Cuervo corrió a su lado, reventando caballos, y al saberla enterrada, la desenterró y le arrancó unos rizos; también le dedicó unos versos melancólicos y solemnes, que suenan a Poe:” Solitaria mansión del sepulcro,/ sólo en ti mi esperanza se encierra…”.

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