Publicado en: La Semana Vitivinícola. 22-5-1971; Vino, Amor y Literatura (1971)
por ALEJANDRO SELA
Perito Agrícola. Juez Comarcal de Castropol
El color es, antes que otra cosa, una fuerza psicológica, espiritual. Sin pensarlo demasiado vamos a las cosas, hacia las cosas, por su color. Este nos detiene o deja en suspenso… Es frecuente que nuestra alma quede prendida en los colores. Del mismo modo que la lana de las ovejas queda prendida, por el roce, en las zarzas de los caminos.
El color, claro, está en las formas. Forma discreta y color seductor, a veces nos engullen. Color y forma nos embrujan. Pero el embrujo es seducción del arte.
Pero el color se descompone, o suele descomponerse, en tonos y matices. Verde esmeralda, verde veronés, verde vejiga… De lo que no tiene color se puede decir que “no se ve”, o, si se ve, no interesa. La mirada o, si acaso, la vista se desentienden del objeto.
Los colores, por otra parte, pueden combinarse. Y entonces se logra a lo mejor un conjunto armónico. Y si es armónico es musical. Y siendo musical es artístico
El arte, cuando lo es de verdad, nos “lleva de calle”.
Pío Baroja decía que una mesa bien puesta es el producto de una civilización y de una cultura. Blancos manteles, una vajilla refinada, cubiertos de plata, límpida cristalería, un local confortable y luz suavizada dan, con el color del vino o vinos, una idea de totalidad. Nada falta.
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En sentido próximo o remoto, todo lo que se relaciona con el vino tiene color. El viñedo, como es natural, tiene sus primaveras y sus otoños. El suelo o tierra, donde el viñedo se asienta, puede ser ocre, pardo, siena, rojizo… Y sus tonos pueden variar según sea verano o invierno.
La cepa, en todas partes, “tira” a un color chocolate. Las hojas, en su ciclo vital, son de coloraciones cambiantes: verde amarillo, verde claro, verde intenso… Y en el otoño van desde un verde agotado de verano, pasando por una escala de ocres y amarillos, hasta, según los casos, llegar, como ocurre en la garnacha tintorera, a un color vino rojo.
La vendimia también tiene su “color”. Y las uvas. Y las vendimiadoras…
Sí, todo lo que se relaciona con el vino tiene color. Y el vino mismo.
En éste hay que partir de los tipos conocidos: tinto, blanco, clarete.
El tinto se nos ofrece: tinto puro, de mucha capa, ojo de gallo o aloque, morado, cobrizo…
El blanco no es nunca tal. Es amarillo, pajizo, ámbar, caramelo, pálido…
Y el clarete. O rosado. Y que se logra mezclando, al pisarlas, uvas de distinto color.
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La mesa está servida. Y es entonces cuando el vino, con su color, se perfila para ser lo que debe ser. El vino es el violín del concierto.
No me es posible hablar como técnico de nada. Y sí como un simple ser humano que se detiene a menudo aquí y allá… para curiosear. Y todo, naturalmente, sin perjuicio de tercero.
Yo “trabajo” solo. No me es posible darme cuenta exacta de lo que como o de lo que bebo en un banquete oficial o de homenaje a alguien. La atención se me va hacia lo no importante. El barullo, las más de las veces, me emborracha. Y el vino no.
Cuando en un restaurante como y bebo en soledad, tengo el juicio libre. Nada ni nadie me coacciona. Elijo el menú y el vino. Me adapto a un ritmo de velocidad que me “va”.
Y gradúo la satisfacción de mis necesidades según el apetito y la sed que tuviere. Domino la situación.
La mesa, con lo que sostiene, me está “hablando”. Y además veo la plata de un pez, el oro de un asado y el carmín de un vino. Y si a todo esto el cocinero le dio el sainete que viene al caso, uno va por la vida en esos momentos sobre ruedas.
Las formas y, sobre todo, los colores contribuyen no poco a darme una plenitud esencialmente humana.
Algo de esto le ocurría a Quevedo. He aquí una pista para pensar que era así:
“Si en vidrio bebes, por ver
los vinos blancos y rojos,
para que el color los ojos
beban antes de beber”.