Don Gregorio y el árbol

Las Riberas del Eo

Publicado en: Las Riberas del Eo, 23-4-1960.

Todos estamos de acuerdo. En el Dr. Marañón lo que sobresalía era su profunda humanidad. Llegó a dar la mayor dimensión humana. No se sabe, no sé yo, de nadie que haya ido más lejos. 

Su humanidad lo hacía comprender mejor a los hombres. Los hombres, es claro, lo comprendimos mejor a él. Se puede asegurar que estaba con todos, se entendía con todo el mundo. La fórmula de humanidad a que llegó es ejemplar. Y, por serlo, debe ponerse de relieve. 

Yo, con todas las imperfecciones que se me quieran poner, soy un tipo humano, Hay un aspecto, un sentimiento, que me identifica con él. Plenamente. No hablaré de las ventajas que me lleva, que son tantas. Diré, solamente, lo que nos une. 

Nos une, sencillamente, el árbol. El afecto al árbol, el pensar en él, ha ocupado buenos espacios de mi vida. Y cuando yo creía que estaba haciendo algo que no tenía mucho valor, en 1955, cuando se publicó su libro Efemérides y Comentarios, descubrí que Don Gregorio también pensaba en el árbol. Y que decía cosas que yo nunca oyera a otros. No hablaba del árbol como un maestro, como un sociólogo o como un técnico. No, nada de eso. Hablaba, como diría Shakespeare, como un hombre de este mundo. Sus palabras, al leerlas, las comprendí al instante. 

En toda su vida miró el árbol con mucha atención. Éste, de seguro, le decía cosas. Pero hay que convenir que el amor al árbol no es, no puede ser, producto de «flechazo». Ese amor es de elaboración lenta. Poco a poco, por lo que sea, nos penetra e invade. No creo, además, que este sentimiento muera. Si acaso, muere con el individuo. 

El árbol estuvo presente en toda su vida. “En su juventud y en su amor”, dijo. El día antes de su muerte, con su familia, fue a dar un paseo por la Casa de Campo madrileña. Ese día se despidió del árbol. Tenemos que creerlo así. 

Todas las semanas, sábados y domingos, se refugiaba a escribir en su cigarral de los Dolores, en Toledo. Su casa está rodeada por centenares de olivos. Si, en sus descansos, se asomaba a una ventana, veía olivos. 

Pero hay más. Tenemos que imaginarnos al Dr. Marañón con una azada en la mano haciendo un hoyo para plantar un árbol. Hay que hacerse a esta idea. González Rúa en una crónica dice: «Próximos a la mesa redonda de Don Álvaro de Luna, en el Cigarral, habían crecido unos cipreses que Marañón plantó por él mismo. Hablaba Don Gregorio de estos cipreses como si fueran criaturas suyas y señalaba con la mano noble y abacial en el aire tranquilo, el tamaño que tenían cuando los puso.» 

No hay duda. El ciprés es un árbol hermoso. En Italia abunda mucho. Los pintó, en Florencia, Corot. Y en Roma, en la villa Médicis, nuestro Velázquez. Marangoni dice que «es, quizá, el más admirable de nuestros árboles: sano, odorífero, recatado, elegante”. 

Dejémoslo. Al fin, hablar de Marañón: “Yo tenía aquel libro inmortal, tal vez el que más veces he leído, Las Geórgicas, del maestro del Dante”. Es decir, de Virgilio, poeta y hombre de campo. 

“La paz y el bienestar se simbolizan en el árbol. Porque los hombres criados a la sombra de los árboles tienen que ser más comprensivos, más dúctiles, más generosos que los que, aun siendo de condición excelente, reciben sobre su cabeza los rigores del cielo, a plomo, sin la sutil celosía de las hojas.”

“El árbol copudo que se alza frente a la casa familiar, o el grupo de árboles al borde del camino, o el frutal ópimo, el bosque lleno de misterios, llaman bajo su sombra a los que se aman ya, e inducen, con su paz, a los enemigos, a deponer su rencor.» 

“En España se habla mucho del odio al árbol. Quizá se exagera. Pero hay algo peor que el odio, el desconocimiento y el desprecio. Este desprecio al árbol es, creo yo, un pecado más que un error”. 

“Plantar un árbol, verle crecer, amarlo, supone atenerse, humilde y dichosamente al vasto ritmo de la vida, que está hecho de millones y millones de generaciones. Plantar árboles para nuestros nietos, árboles que no veremos fructificar, es una manifestación a la vez de heroísmo civil y confianza en Dios.”

En su libro Amiel habla del paisaje. Y en este se integra el árbol. Véase: “Cosa extraña: para ver el paisaje es necesario vivir dentro de uno mismo. En realidad sólo vemos en su inmensa plenitud la naturaleza que nos rodea, cuando somos capaces de percibirla mirándola allá en el fondo del yo como reflejada en el agua profunda y tranquila de un pozo”.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *