Publicado en: Las Riberas del Eo. 1959; De vuelta del Eo (1960)
CUENTO. A Rosa Mari
Josentonín era un niño bastante bueno. Y no era mejor porque era hijo único. A los hijos únicos los padres los quieren demasiado. Y son, por consecuencia, caprichosillos. Es inevitable.
El padre de Josentonín era marinero y pescador. Y su madre una mujer muy laboriosa. Vivían, como es natural, en un pueblo pesquero. Y que era muy hermoso. Un pueblecito empinado, que tenía muchas calles estrechas con escaleras. Todo él olía a pez. En la parte baja, en el muelle, había muchas lanchas y botes. Unos estaban en el agua, fondeados. Y otros varados en seco, como en disposición de ser carenados y pintados.
A Josentonín le gustaba mucho bajar al muelle. En él se pasaba la mayor parte del día, sobre todo cuando estaba de vacaciones. Subíase a las lanchas y se ponía al timón como si fuera un lobo de mar. Siempre tenía algún compinche para jugar a eso.
Cuando se aproximaba la fecha de Reyes, les escribió una carta a los Magos de Oriente. Y les pidió una caña de pescar y todo lo demás que es necesario para ser pescador.
Y se la trajeron. Los Reyes Magos son muy buenos. Con ella venían anzuelos, hilos de nylon y un bote de pimientos vacío para meter “xorra”.
Cuando amaneció en la mañana de Reyes, Josentonín se sentía feliz. Sería pescador. No le faltaba nada.
En una ocasión se fue a la ribera, en marea baja. Levantó algunas piedras y cogió “xorra” que metía en la lata. Este trabajo lo hacía gozoso pensando que, después, iba a coger unos peces hermosos, plateados y gordos.
Al día siguiente se levantó temprano y le dijo a su mamá que iba de pesca. Ella lo dejó porque creía que se iría al muelle y no pasaría de allí. Pero no fue así. Como quería pescar peces de los buenos se alejó, como los pescadores grandes, por la costa. Quería pescar desde las rocas donde el mar suele batirse con furia, donde hay muchas espumas y mucha resaca.
Iba muy ilusionado, con un cestín al brazo, la caña al hombro y silbando una canción. El cielo estaba un poco encapotado. Y corría un airecillo fresco. Desde las alturas de la costa vio un caminín que bajaba en zig-zag y daba a una playa pequeña. Por él bajó. Había una peña grande en medio del arenal. Y decidió subirse a ella para pescar desde allí. Todo muy bien. Preparó el aparejo y puso en el anzuelo una lombriz de “xorra” que estaba vivita y coleando.
– Qué pescado más guapo voy a pescar con ella – se dijo. Y tiró el anzuelo con el cebo al agua. Al poco tiempo sintió una picada. Tiró de la caña y… nada. Otra vez. Volvió a tirar. Y ¡ahora sí! Venía allí colgada una roballiza hermosa, color de luna, que se retorcía y saltaba, queriendo volverse al mar. Pero ¡quiá! Josentonín le echó mano. Y, hala, al cesto.
Josentonín se sentía feliz, muy contento. Tenía la confianza de que pescaría más. Y así fue. Poco después pescó otra, y otra, y otra. Cuando se dio cuenta tenía para llenar el cesto. Pero, con el entusiasmo de la pesca, se le olvidó una cosa muy importante. Mientras pescaba la marea subía. Y, al acabar, la peña estaba rodeada de agua por todas partes. Era una isla. Y lo grave es que ya no podía salir.
Se vio solo. Tenía un miedo terrible. Y, como siempre sucede, se puso a llorar. Y, a pedir, dando grandes voces, auxilio. Y la marea subía…
Al principio no veía a nadie. Pero después se dio cuenta que, allá lejos en el mar, balanceándose, había un hombre en un chalano pescando calamar. Al verlo se le ocurrió sacar el pañuelo y hacerle señas. El hombre estaba entretenido, sin duda, con las poteras. Al fin, sin embargo, lo vio. Y comprendió el peligro del niño.
Inmediatamente abandonó la pesca. Y, remando mucho, se fue al puerto. Avisó a otros hombres que descansaban, sentados en un muro, de sus quehaceres pesqueros. Cinco o seis cogieron una lancha grande y su fueron hacia donde estaba el niño. Otros se fueron por tierra.
Josentonín al ver la gente llegar seguía llorando. Y, entre tanto, las olas se estrellaban contra la roca y se deshacían en una espuma blanca que llegaba muy alta.
Un hombre de la lancha, un valiente, se ató por debajo de los brazos con una cuerda y los demás le sujetaban por el otro extremo. Y se fue nadando hasta la peña. La lancha no podía acercarse, se partiría al chocar con la roca.
El hombre llegó a la roca muy bien. El niño, al ver que no estaba solo, cogió confianza. Pero todavía temblaba. ¡Cómo no había de temblar!
El hombre tuvo una idea feliz. Tiró la cuerda por un extremo a tierra. Los hombres que estaban allí la ataron a una estaca. Y el hombre salvador ató el otro extremo a una esquina afilada de la peña. Y ya tenían para salir un puente de una sola cuerda. Josentonín se puso en las espaldas del hombre cogido al cuello. Y el hombre se colgó en la cuerda con las manos. Y, andando, andando, así colgados llegaron a tierra.
¡Salvados!
Qué alegría tuvieron todos. ¡Qué alegría, Dios mío!
Cuando la mamá de Josentonín supo lo ocurrido tuvo una gran emoción. Lloraba y reía. Lloraba al saber el peligro que corriera su hijo. Y reía, de alegría, al verlo salvado.
Su padre no estaba en casa. Hacía días que había salido al bonito Era pescador de bajura. La mamá dio las más expresivas gracias a los hombres salvadores.
– Y la caña y los peces – me preguntarán algunos. Se quedaron en la roca, los llevó el mar. No se podía salvar todo.
Al año siguiente Josentonín pidió a los Reyes Magos un barco de vela. Y lo ponía a navegar en las pozas de los caminos después de las lluvias.
Al mar…
¡No volvió!
ALEJANDRO SELA