Publicado en: Eco de Luarca. 16-6-1957; De vuelta del Eo (1960)
Hay que ir a Oviedo.
Los que vivimos en los pueblos vamos a la capital de vez en cuando. Siempre tiene uno allí asuntos pendientes.
El último viaje mío no fue de esos, sin embargo. Fui por que tenía el compromiso – moral, se entiende – con un admirado amigo. Con Álvaro Delgado. El compromiso de estar presente en la apertura de la exposición de sus pinturas.
El camino que lleva a Oviedo desde Navia, a mí me gusta. Y, a pesar de haberlo visto tantas veces, nunca me cansa.
Salí de Navia con el alba, un día de primavera, brillante, diáfano. Al salir el sol, sus rayos, como si fueran espadas acariciantes, atravesaban, por sus ventanillas, el coche de línea.
Villapedre, Otur, Luarca… El camino desde Canero hasta Castañedo merece punto y aparte.
Este trozo de la ruta es algo, para mí, encantador. El Esva, que anda parejo con la carretera, es, como espectáculo, una delicia. Y, en sus orillas, prados, muchos prados, rebosantes de hierbas jugosas y de un verde especial.
Más allá, a los cuatro vientos, en la altura, La Espina, y, seguidamente, hacia abajo, Salas. Después otro río parece que juega con la carretera al matarile. Se acerca y se aleja, Un sin fin de chopos, en las márgenes jalonan su caudal. La esbeltez del chopo con su tallo fino, alargado, como si fuera una mujercita de película.
Ya estamos en Cornellana. Un bocadillo, con bisté caliente y pan corruscante, contenta nuestro paladar y nuestro estómago, que hacen valer sus fueros. En tanto lo engullimos nos entretenemos viendo salmones de cuerpo presente sobre las mesas del bar.
Seguimos. La cuesta de Cabruñana obliga a nuestro chofer a poner el coche en primera. Bajamos a Grado. Todo es naturaleza pujante por allí. Sobre la baca del coche ponen unos cestos repletos de fresas. Bien.
Arrancamos, arranca el coche. Y, pasado Peñaflor, a la derecha del camino, se ven muchos castaños viejos. Todavía.
Al poco rato vemos Trubia. Ya es pasada esa villa. Y, después de una cuesta con algunas curvas, empezamos a ver el Naranco, centinela vigilante que ampara y protege a la Vetusta de Clarín.
El día 20 de mayo de 1.957 fue un día de sol en Oviedo, Un gran día. En las espesuras del parque de San Francisco con sus ramajes entrecruzados hay concierto de pajarería…
Hacia las once de la mañana, en las salas de la Caja de Ahorros, Álvaro Delgado y Ricardo Macarrón, auxiliados por el docto personal de la casa, con cinceles y martillos, meten mano a unos cajones imponentes. Yo creí que iban a sacar allí máquinas de salto de agua. Pero no era eso. Eran cuadros embalados. Al salir de allí, donde venían emparedados, en contacto con el oxígeno y la luz, las figuras representadas respiraban a pleno pulmón, se esponjaban y desperezaban en la más briosa de las alegrías, en la más feliz de las libertades.
Ya decía yo que allí vería algo de fuerza. Pero resultó ser de fuerza… artística.
Poco después los cuadros fueron colgados en las paredes. Con arte. Este aquí. Aquel, mayor, al oro lado. En armonía de conjunto, vaya.
A las siete de la tarde del mismo día sigue el sol en sus esplendores. Hay bullicio de gentes que van y vienen por la plaza de la Escandalera. Suena en los altavoces la melodía de un tango. Una voz de hombre, finamente, nos dice que su mujer le salió… “rana”.
Al oír esto yo, discretamente, por lo bajito, le digo al afligido cantor: no me es posible hacer nada para remediar tu tristura. Si pudiera volver a tu mujer a la prístina naturaleza, lo haría. Pero no puedo.
Y seguí.
Instantes después la exposición de Álvaro se abre al público. Gentes refinadas, intelectuales de Oviedo, miran y remiran. Todo se vuelca en admiraciones, en complacencias ¡Ah!. La mano derecha del pintor no descansa. Las enhorabuenas no la dejan. Está roja, colorada, de tantas apreturas.
Seguidamente Ramón D. Faraldo, en el coqueto local de conferencias, pone los puntos sobre las íes de la pintura que se exhibe. Una voz recia, clara, de caballero, va hilvanando ideas en una pieza que es, por sí sola, una maravilla. La conferencia fue una obra de arte per se. Velázquez, Goya, Giorgione, Picasso… Álvaro Delgado. Y así.
Cuando salimos a la calle había ya luz de estrellas. Duermen los pajaritos del parque. Al menos no se les oye.
El altavoz, sin embargo, sigue en sus trece. Pero el dolorido tanguista no dice ni pío. Estará ya resignado. En su lugar la voz fuerte, viril, de un asturiano canta
Tengo de subir al árbol
tengo de coger la flor
y dársela a mi morena
que la ponga en el balcón
El hombre desciende del mono. Es lo que se dice. El asturiano es la prueba más clara de nuestra ascendencia simia.
¡Qué afán de querer subirse a los árboles a coger flores!