Publicado en: Caza y Pesca. Enero-1959; De vuelta del Eo (1960)
Hay en las aguas del mar un pescadito alargado, fino, que, por su
sabor, es especialmente mimado por las personas que gustan de darse buena vida.
Este cariño está inspirado, ya se entiende, en el deseo de comérselo. Es decir,
de masticarlo y paladearlo.
Pero no se pesca en su propia salsa, el mar. Se pesca en las rías. En
los sitios donde el agua salada se mezcla y funde con la dulce que traen los
ríos. En Asturias se da.
En la ría de Navia se pesca. Todos los años hay campaña angulera. Y
esto desde tiempo inmemorial. Pero, se dice que cada vez hay menos. Hace
treinta o cuarenta años, se cogía angula a espuertas. Antes, corrientemente, no
tenía valor, no estaba de moda.
En los últimos años, coincidiendo con la escasez precisamente, su
importancia ha crecido enormemente.
El espectáculo de su pesca tiene color y sabor. Porque la angula no se
pesca de día. No se puede o, mejor, no se ve. Y de noche, no siempre. Con la
luz de la luna tampoco hay manera. Ni aún en las noches de cielo estrellado.
Queda, pues, limitada su pesca a las noches invernales. Cuando el cielo
está encapotado por los temporales y hace un frío que pela. Es necesario
también que la marea esté alta, subiendo.
Cuando uno se retira a casa hacia las once o las doce de la noche
buscando el abrigo y el calor del hogar, es frecuente encontrar a algún hombre
que lleva un cedazo mangado en un palo. Es el angulero.
Pero lleva, además, una lata vacía, que puede ser de pimentón o de
aceite, y un farolillo.
Va el angulero con el peor traje que tiene. Y el peor traje siempre
está remendado o deshilachado, casi harapiento.
Me ha sido posible ver, en alguna ocasión, a altas horas de la noche,
la pesca de la angula en la ría. En sus bordes, por ambas márgenes, se ve a los
pescadores con la luz del farolillo que cada uno tiene. Y dobladas las luces,
porque se proyectan en el espejo de las aguas.
Hay un indudable encanto al ver docenas y docenas de luces mortecinas
en tenebrosidad de una noche siempre cerrada y, como dije, por el frío, cruel.
El angulero, visto de cerca, en faena, parece un minero. Como éste
tiene su lámpara, que es el farolillo. Y si no tiene en su torno las negruras
de las capas carboníferas, tiene el túnel de la noche, mientras la noche dura.
El angulero, valiéndose del mango, pasa el cedazo por las aguas de la
orilla a una regular profundidad. La angula, si la hay, anda en bandadas. Se
saca el cedazo después de la pasada y el pececillo queda en seco sobre las
mallas, retorciéndose. Y luego se vacía el cedazo en la lata como si fuera una
palada de cualquier cosa.
Al despuntar el alba, con la más leve claridad del día, la angula
desaparece, se va Dios sabe dónde. Ella sólo quiere y permite la luz del
farolillo.
Hay en la angula, por ello, una cierta humildad, un cierto recalo. Nada
de exhibicionismo. No quiere saber nada con el sol ni con la luna, ni con las
estrellas.
Su cuerpecito, al salir del agua, brilla y emite destellos al chocar
con él la luz débil y acariciadora del farolillo.
La angula, corrientemente, lo sabe cualquiera, se cuece o asa en una cazuelita
de bordes bajos. En la cazuela misma llega a la mesa con el aceite hirviendo y
las pequeñas manchas del pimentón sazonador.
La angula se pesca con un frío que pela. Y se come con un calor que abrasa.
¡No se anda con términos medios!