Publicado en: Inédito
Hay ocasiones en que las brumas del mar se acercan tanto a la costa que, desde la carretera de la playa, al lado de estos pinos, sólo se ve, del Cantábrico, un poquito de agua. Tan poca que a uno se le ocurre la idea genial de llevársela a casa en un botijo…
A mí me avergüenza, es lo cierto, como vecino, que el veraneante que nos honra, no disponga limpiamente, de las vastedades oceánicas. Pero es así. Hay que achicarse…
Pero no siempre suceden las cosas de este modo. Hay días, de sol, tan puros, tan limpios, que el mirar hacia el horizonte infinito es una delicia ¡Oh cuánto se ve! Se ve lo que no se puede decir, lo inefable… Y con los colores más tenues, más diluidos… ¡Qué delicadeza en todo!
Se ven, entre tanto bueno, unas manchitas oscuras balanceándose en los oleajes. Son las barcas de Ortiguera que están al calamar. Parecen moscas en el azul de los mapas de nuestros hogares…
En esos momentos, si se repara, nunca falta una columna de humo en la lejanía. Es el signo que delata la presencia del navío que va en la derrota de las Antillas, pongamos por caso. Pero el barco no ve ¡qué ha de ver! La curvatura de la tierra lo impide. Lectora aducida y lector respetable – siempre me gustaron las precisiones – recuerda esto:
La tierra es redonda. Como una naranja: achatada por los polos y ensanchada por el ecuador…