Publicado en: Eco de Luarca. 1-11-1959, pág. 3; De vuelta del Eo (1960)
A Adelita del Campo, a Ramona Díaz…
Y las recojo yo. Y, como yo, otros. A cientos, a millares. A millones.
Los que nacimos en este siglo al abrir los ojos encontramos un elemento nuevo que llama nuestra atención y nos seduce. En la sucesivo será un pan nuestro de cada día. En lo espiritual, se entiende. Es la radio.
Está a punto en todo tiempo. Pero yo, sobre todo, he de oírla en el anochecido. A la hora de la cena. Y en las horas que le siguen.
En los momentos de mayor intimidad hogareña, cuando ya está cerrada la puerta de la calle y todo es recogimiento, nos damos cuenta de que en una de nuestras habitaciones hay un objeto con apariencia de ser un mueble más. Y no es un mueble. Es otra cosa, un mundo.
Ya están cerradas también las ventanas, no se oyen ruidos, no penetra el aire. Duermen sin duda los pájaros en las ramas de los árboles. Y si entonces apretamos un botón las palabras del mundo casi se atropellan por venir a nosotros. Y con el empaque más noble. Nada nos piden. Todo lo dan…
Maravilla de la ciencia. Eso se cree. Pero yo no sé su fundamento. Bendito desconocimiento el mío. No pienso en las causas. Veo, oigo, sus efectos, que llegan a mí por arte de magia o de misterio. Y, como todo lo mágico, tiene un enorme contenido poético.
Es la radio, un elemento más de nuestra circunstancia orteguiana Un cincel que, empujado por la técnica, pule nuestra vida. Lentamente, día tras día, nos hace, por lo que se oye, menos ignorantes de lo que se debe saber.
Cervantes, en su tiempo, para hacerse una culturita, recogía y leía los papeles que encontraba en la calle. Le fue necesario hacer eso ¡Pobre Don Miguel! Entonces… no había radio.
Desde los lugares más lejanos del globo, cabalgando en ondas. Vienen las palabras. O los sones de un vals. O las delicias de una sonata.
¡Palabras! Finas palabras, limpias, bruñidas. En su camino han hendido nubes, se han deslizado por las pendientes de los valles y han salvado las más elevadas cumbres. El roce de unas con otras en los aires las hace más gratas al oído. Los cantos rodados de los ríos, al chocar, se suavizan en sus contornos los días de crecida. Así, por el mismo motivo, las palabras de la radio llegan a nosotros sin aristas…
Con frecuencia, además, esas palabras lo son de mujer.
Y no parece sino que tienen el encanto de palabras de novia. Inefables ilusiones brotan de nuestra mente. Tienen o son pronunciadas con inflexiones de voz y dulzura femeninas. No importan las ideas. Las palabras, solamente, lo dicen todo. Valen por sí.
Yo oigo palabras de mujer por la radio. Y, a veces, nace en mí un fino amor. Una modalidad nueva de amor. Ellas, sin embargo, no saben nada.
Siempre son puntuales a la cita. En algunas ocasiones pongo mi reloj en hora por sus primeras palabras.
Me lo dan todo, lo mejor que tienen. Su gracia y sus delicadezas. Viene en las palabras su alma. Adivino, en todo caso, una amable sonrisa al hacer el envío…
Yo tengo muchas novias, muchas. Y ellas no lo saben. Al no saberlo, resulta que no soy el novio de nadie. ¡Qué pena!
Son guapas las mujercitas de la radio. Sí, claro. Son mis Dulcineas. Yo me las supongo princesas modernas con ojos dibujados a lo Renoir.
En el silencio de la noche, me voy imaginando la figura de quien me habla. Y esa imaginación me ilusiona, me da vida. He de salir al día siguiente a la lucha cotidiana como el más incontenible de los quijotes a desfacer entuertos, a amparar viudas…
Mas ellas, las mujercitas de la radio, nada saben. Yo, en algún instante, agradecido, las llamaría para que vinieran a mi lado a tomarse una tacita de café caliente. Cuando hace frío.
O les daría un ramo de rosas de los rosales que tengo plantados en mi huerto. Y nada.
Soy injusto, lo sé. Pero no debiera…
En horas íntimas, antes de sumergirme arropado en las tinieblas del sueño palabras de mujer han dulcificado mis amarguras del día.
Sí, yo oigo la radio cuando la luna luce. O cuando las estrellas brillan…
Alejandro Sela