Publicado en: Eco de Luarca. 12-1-1958, pag. 3; De vuelta del Eo (1960)
Hoy he ido a la playa. Está sola y triste. No se ve a nadie.
Yo tenía en la mente, más que nada, un concepto veraniego de la playa. Uno recordaba el escenario maravilloso donde campea la libertad y el colorido, donde ondea la vistosidad y la alegría. Faltan las mujeres con formas de Venus de Botticelli, faltan los niños que chapotean en las pozas o juegan con su balón de colores… Falta, en la playa, el bullicio; falta la vida.
A la entrada del invierno la playa está triste y sola.
Las nieblas borran la línea del horizonte y se ve, por con secuencia, un espacio más limitado y no se ven velas blancas inclinadas por el soplo de los vientos.
No hay huellas en la arena, no hay suelo arrugado. Hay una planicie bruñida, alisada por el peinado que en su ir y, venir, hacen las aguas. Las olas al llegar a la orilla, hacen subir las espumas por la ligera pendiente del arenal. Y luego se vuelven con la resaca o se sumen en el suelo movedizo y filtrador. Hay, en cualquier parte, una cáscara de almeja, viuda de otra a la que no volverá juntarse jamás. Hay algas tiradas por un lado y por otro.
El mar está hecho una fiera, ruge. Algunas olas que no se espumean en los bajos cercanos de arena llegan enterizos a los peñascos. Y, en ellos, se parten el alma.
¡Paff!
Y se deshacen en una humareda salitrosa y caladora.
El mar tiene colores poco estables. El cielo no se ve. Está celado por nubes de trapo, más o menos oscuras, que se suceden ágilmente por el empuje de los aires. Las aguas tan pronto se las ve verdosas como plateadas. O azules, o plomizas.
No se siente voz humana.
Es cierto que allá lejos, sobre una roca, se ve un hombre con una vara larga y fina en la mano. Es un pescador. Pero esto al mar no le dice nada.
Hay, sin embargo, un olor a bígaro que enamora.
El mar brama, está embravecido. ¿Cómo no ha de estarlo? No siente risas de niños que juegan, no ve mujeres hermosas.
El mar se aburre soberanamente y, claro, se desespera. Se ve desatendido, desconsiderado. Se pone al verse así, lleno de ira. Y maldice de su suerte. A mí no me extraña nada. Yo, en su caso, haría lo mismo.
No puede ver niños, no pue de ver mujeres guapas. No puede ver, realmente, lo único que vale la pena ver en el mundo.
Recordad. Hay días, en el verano, que el mar parece una seda. Está claro y riente. El por qué de estar así tiene su “miga”: Se siente feliz y contento. Se siente de verdad halagado. Se nota contemplado y acariciado.
¡Así, cualquiera! Pero no. Hoy el mar clama y ruge. La playa está triste y, además, húmeda y aterida de frío. Digamos, parodiando al poeta,
¡Dios mío, qué solas
se quedan las playas!