Publicado en: Las Riberas del Eo. 5-10-1951; La Searila (1955)
A Pedro G. Arias
Por los pueblos del occidente asturiano corre y se cuenta, desde hace más de un siglo, una historia romántica que quizá valga la pena recoger para conocimiento de los amigos del Eo, en especial para aquellos – nativos – siempre presentes en espíritu, aunque ausentes en cuerpo.
En la Casoa, al borde de la ría del Eo, feligresía de Seares, hubo y hay una casa hidalga que perteneció al marquesado de Santa Cruz. Se conserva en bastante mal estado con un escudo al frente y una capilla al lado. Hoy pertenece al opulento hacendado castropolense Dr. D. Manuel Pérez Prieto, quien la tiene arrendada a un colono. Como tantas mansiones de la antigua nobleza en la actualidad está convertida en casa de labranza. En esta casa, en 1810 nació doña Rosa Pérez Castropol, quien, 26 años más tarde, al fallecer había de ser causa de escenas conmovedoras y doloridas por parte de su enamorado esposo D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero.
Criada doña Rosa en un hogar señorial, educada al estilo propio de tal condición, su niñez y adolescencia fueron una promesa constante de la bellísima mujer que, con el tiempo habría de ser. A su hora, cuando la naturaleza dio las pinceladas definitivas a tan distinguida dama, por los contornos creció la fama de su belleza y virtudes que le hizo ser muy codiciada por los galanes de su clase que pudieran considerarse candidatos a llevársela al altar. Entre todos, lo logró el ya citado don Antonio, abogado y político, natural de Vegadeo, también de hidalga familia.
Cuéntase que D. Antonio conoció a doña Rosa una mañana de otoño. Él, sobre brioso caballo, iba de caza por los montes de Agelán y Presa, contiguos a la Casoa. Y ella, en aquellos momentos, se hallaba lavando los pies en una fuente que existe al lado de la casa. Don Antonio se apeó del caballo y hablaría lo que fuera del caso a aquella mujer que aseaba la pureza de su cuerpo con la pureza de aquellas aguas madrugadoras. Y allí, en aquel lugar, sobre un suelo cubierto por hojas secas de castaño y roble y entre el rumor de una generosa fuente, comenzarían para ambos las gratas congojas de un noviazgo.
Se celebró la boda en 1835 con el fasto que es presumible en gente de tal alcurnia y entonces, por supuesto, comenzó una luna de miel prometedora de las más duraderas venturas. Pero los hados no quisieron que esas venturas fueran efectivas D. Antonio, a la sazón Gobernador civil de La Coruña, tuvo que reintegrarse rápidamente al cumplimiento de sus deberes oficiales en la capital galaica, quedándose, en la Casoa, con su familia, doña Rosa. No se sabe, ciertamente, cuanto tiempo convivieron después de casados, pero, necesariamente, fue poco. Por el año 1836, doña Rosa dio a luz una niña, Claudia María Rosa. Y algún tiempo después, sin que se sepa de qué enfermedad, quedó viudo don Antonio. Con toda celeridad, fue avisado éste de la enfermedad de su esposa. Al enterarse, lleno de inquietudes, buscó cabalgadura para, a toda prisa, correr hasta el lecho dónde su mujer padecía. Se dice, aunque parezca inverosímil, que en la distancia que hay entre La Coruña y la Casoa – hay por carretera, unos 170 km – mató o asfixió, por relevos, tres caballos. Tal fue el deseo angustioso – quizá por presentir lo que ocurría – que D. Antonio tenía que llegar. Pero toda su diligencia fue poca, llegó tarde. El cadáver de Dña. Rosa ya había recibido cristiana sepultura en el campo-santo parroquial de Santa Cecilia de Seares el día 1 de noviembre de 1836.
El dolor de D. Antonio en aquellos momentos llegó a extremos verdaderamente tristes. Hizo desenterrar el cadáver de su mujer, le cortó algunos cabellos y lloró, ante él, desconsoladamente. A partir de esta escena, durante varios meses vagó por los montes que circundan el cementerio llorando y cantando la Searila, que él compuso en esos atribulados instantes.
He aquí su cantar:
Solitaria mansión del sepulcro
Solo en ti mi esperanza se encierra,
He perdido el amor a la tierra
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!
Cuantas veces alegre conmigo
Arrobada de amores tan suaves
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril.
Poco tiempo duró nuestra dicha
Y bien pronto acabó mi fortuna,
Pues no quiero mujer otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!
Yo recuerdo que en nuestra desgracia
Sumergida en tristeza decías
Que en fatídicos sueños creías
De una tumba la lápida abrir.
Oh cuan triste y funesto presagio
Que alejabas de mí la alegría
Se cumplió la fatal profecía
¡Ay, Searila, no vivo sin ti!
Por estériles montes y playas
Vanamente en buscarte me empeño
Mi desgracia me parece un sueño
¡Ay, Searila, me arrastro por ti!
De tu vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba
Desgraciado de mí dónde estaba
Que en tu auxilio no pude venir.
Al sepulcro bajaste sin verme
Y cuan triste el morir te habrá sido
Sin oír el acento querido
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!
Caminando la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo
Ya parece conoce mi duelo
Que no suele como antes lucir
Sola ahora y dejada de todos
En el lecho sin fin de la muerte
Ya no hay nadie que venga aquí a verte
Si no viene tu amante infeliz.
En alta noche y en triste silencio
Tu ataúd solo a ti te acompaña
Y en tristeza profunda me baña
¡Ay, Searila, que muero por ti!
Este es el cantar con el que en alta voz, D. Antonio Cuervo y Fernández Reguero, lloró la muerte de su tan querida mujer. Los castaños, pinos y robles de los montes de Decer, Los Cubos, Agudela, Carballo y Agelán tal vez servirían de apoyo a D. Antonio en sus momentos de aflicción y, tal vez, asimismo, las gancelas que entre ellos se crían serían, varios meses, el único lecho donde descansaba de tanto penar.
De niños, hace años, cuando íbamos a la escuela de Seares, oíamos a las mozas de estos campos cantar la Searila. ¡La Searila! Canción que nació para expresar una desesperación y un dolor, fue más tarde, a través de los años cantada por mozas llenas de vida y de ilusiones.