Publicado en: El Faro de Tapia. 7-9-1956; Hacia la ría del Eo (1957)
Yo, por lo que sea, tengo que andar de un lado para otro. En este ajetreo que me traigo he pasado por Tapia cientos, infinitas veces. Y en horas cuando los pueblos deben verse, cuando tienen algo que decir a quien los mira. En los amaneceres y en las caídas de la tarde. En esos momentos la película virgen que llevamos en el alma queda más gratamente impresionada.
Al mediodía los pueblos no despiertan curiosidad ninguna en mí. Los veo abotargados, con pesadez de digestión y somnolencia de siesta. De verdad, no me interesan.
Siempre me ha parecido Tapia, yendo o viniendo, desde la carretera, un pueblo castellano. Un pueblo de meseta metido de rondón en la costa asturiana. Una villa desnuda y limpia. Por su fondo no tiene la escenografía de una loma, una montaña o una arboleda. Solo se ve el horizonte infinito. Y es que en Tapia, para bien o para mal, los árboles no impiden ver el bosque…
Es chocante. En ocasiones pueblos castellanos me han parecido pueblos de costa. Las lejanías me dieron sensación de océano…
Tapia es color o fusión de colores. Principalmente. Los verdes no tienen categoría. En esto se diferencia de casi todos los pueblos asturianos. Verdes los hay, sin duda. Pero yo los veo apagados o, mejor, acoquinados. Otros colores dominan el cotarro. Los grises plateados, sobre todo. Y los azules y, con frecuencia, por las tardes, los dorados y los rosa…
El sol, en Tapia, como en toda esta zona, no puede brillar a cuerpo limpio sino de ralo en ralo. Las nubes se lo impiden. Ha de hacer milagros, casi a diario, para embutir sus rayos por las partes más flojas de las nubes. Y como estas se zarandean por el soplo de las nordesías, esos rayos de sol, si quieren llegar al suelo tienen que andar algo así como de bailoteo…
Es frecuente, y prueba lo que digo, ver, a través de prados, cultivos y hasta en el mar esas carreras de sombras nubosas que huyen… ellas sabrán a donde.
En esta villa, en el verano, el sol sale del mar y muere o, mejor dicho, se acuesta también en el mar. Yo no sé de ningún otro pueblo de por aquí que tenga esta beca. Y esto le obliga a que en las aguas del mismo riele. Unas veces lo hace con buena cara y otras no tanto. Cuando está de buen humor es la consabida ascua de oro. Y cuando no, por no permitírselo nieblas marinas, se le ve apagado, descolorido, con cara de galleta de maría…
El mar espejo de cielo, aproximadamente, a veces cabrillea. Se mueve. Y entonces es cuando se ven en lontananza, cabeceando esas lanchas que van “a todo trapo” como si siguieran a la taulía… En estos días no hay comodidad para el paseo costero. Pero son deliciosas para ver tras una cristalera.
He visto y sufrido en Tapia días crueles, durísimos. De paso, siempre. Fue en invierno. Días con vientos casi de galerna y chubascos fuertes. Las olas del mar, enormes, se parten la crisma contra las peñas. Y una espuma fría helada, cala y envuelve a Tapia de parte a parte. Nubes de plomo, por su color y su peso, amenazan derrumbarse y dejar a uno allí tendido, aniquilado, sin respiro.
Son días, en lo físico, de espanto. Son, seguramente, algo que la Naturaleza impone a los tapiegos como pago de un tributo, para disfrutar, en el verano, esas tardes apacibles, brillantes y con un leve polvillo de oro que se deja ver.
Y, sin embargo, esos días de tormenta no son feos. ¡Qué han de ser! Son algo más que bellos, son fantásticos. Son, quizá, sublimes. Para la vida práctica, para el trabajo, lo reconozco, son, una ganga. Pero…
Pues bien, todas esas situaciones que acabo de enumerar no son estables por su color. Son fugaces, huidizas.
Lo mejor de Tapia, para mí, es su luz. Otros verán otra cosa. No hay inconveniente. Su belleza, la que con gusto le reconozco, que es siempre nueva, sorprendente, se la manda Dios cada día. Le viene del cielo.
En este sentido me da la sensación de ser una primera actriz de ópera que tiene foco, de muchos colores, que la ilumina desde el “paraíso”…
A Álvaro Delgado también le ha llamado mucho la atención la luz de Tapia. Pero a mí me lleva cierta “ventajilla”. Él es pintor, un excelente pintor. Y, claro, le ha entrado un irrefrenable deseo de llevar a sus lienzos esas luces tapiegas. Ya está metido en harina. Tiene tres cuadros listos. Y hará más.
Delgado veranea en las cercanías, en Navia, donde lo pasa muy bien. Eso dice él. Este es el segundo verano que pasa con nosotros. El año pasado pintó acuarelas, principalmente. Y éste, oleos. Recorre nuestra costa, que le encanta, desde Luarca a Castropol de “paquete” en la moto de un común amigo, cuyo nombre me está vedado decir. Pero es igual. Todo el mundo sabe quién es.
Se ha dicho – y se dice – que es muy difícil pintar paisaje en Asturias. Pintar bien, se entiende. Delgado está haciendo denodados esfuerzos para aprisionar los ambientes lumínicos de situaciones tan movedizas. Y creo que está logrando frutos de la mejor calidad. Se explica. Álvaro Delgado no es solo pintor. Es, además, poeta, un gran lírico, y pone en sus lienzos, a través de las hebras de sus pinceles, no solo la pasta colorante, sino también una gracia y un misterio inefables. Esto es, arte. Con lo cual la realidad – y en este caso la realidad es Tapia – queda mejorada en tercio y quinto…