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Fue un filósofo, Ortega y Gasset, el que dijo: “Yo soy yo y mi circunstancia”.
Quiso decir, poco más o menos, que cada uno es lo que se ve. Y lo que le rodea. Lo que, del medio en que vive, ha colaborado, o ayudado a contornearlo. O, si se pauta, a formarlo.
Así pues yo soy yo y un poco de carnaval. Porque cuando yo crecía, y se crece sólo de joven, estaba el carnaval en su esplendor, se prodigaba. Queda todavía mucha gente que se encuentra en mi caso. Los que peinan canas. O los que, teniéndolas, las dejan en cierto abandono… O, también, los que las peinarían con gusto si pudieran. Me refiero a los calvos.
El carnaval fue, pues, circunstancia de muchos vivos…
Al llegar a estas fechas uno se da cuenta que puede darse importancia de contar cosas que la gente nueva no conoce. Hace ya bastantes años que no existe el espectáculo del carnaval. Por lo que sea.
El carnaval, tal como se practicaba, era emocionante. La gente, la gente joven, se disfrazaba. Apelaba a la careta para asustar, para meter miedo. Y el miedo, no hay duda, es emoción.
Los hombres se vestían de mujeres y las mujeres de hombres. Y se cambiaba la voz para que todo apareciera en el mayor misterio. Las ropas viejas, las que estaban en los roperos, fueran de nuestros abuelos o de nuestras abuelas salían a relucir. Todo para lograr un mayor contraste, un verdadero anacronismo. Y deslumbrar.
Se usaba, se derrochaba más bien, en los bailes, el confeti y la serpentina. Unos alambres tendidos a cierta altura hacían que las serpentinas, colgadas, parecieran estalactitas, algo cavernario. Y el confeti que a todos cubría, hacía que pareciese que todos estábamos bajo los efectos de una copiosa nevada multicolor.