Publicado en: Eco de Luarca. 24-11-1957; De vuelta del Eo (1960)
Estamos metidos en las envolturas del otoño. Esto es lo que se siente…
La naturaleza se marchita se muere. Una vez más todo cae. Esta es, por lo que se ve, una estación de angustia. Más aún, de agonía.
Pero solo agoniza lo que vive pegado al suelo. Lo que está en las alturas, sin embargo, muestra, si cabe, un mayor esplendor una mayor viveza. Hay muchas nubes, más densas, más variadamente coloreadas. El sol, de oro límpido, más que nunca se recrea en el juego del te veo y no te veo. Parece que se va… y vuelve.
Los árboles, los pobrecillos, se quedan con sus ramas a la intemperie. Sus hojas, ya amarillas, se separan de ellos y se deslizan una a una, planeando, hacia la tierra. Y luego los vientos las juntan y las mueven en oleajes de municipalidad. Y se siente o se ve, después, al barrendero que lleva su carretillo cargado de espumas amarillas.
Hace frío y no hace frío. Las lluvias vuelven. Por las noches en la cama y en el antesueño, sentimos el goteo de los tejados. El otoño nos trae también, contados días, unos vendavales de furia que hacen silbar a los hilos de los tendidos y adoptar posturas de cortesía a los árboles.
En este desmoronamiento de la Naturaleza hay algo que permanece intacto. Más todavía, adquiere una nueva fuerza. Y llega a la plenitud de su ser. Es la mujer.
La mujer en el otoño vale más que nunca. Es cuando, por todo, está más hermosa. Y cuando, por cierto, está más cerca de sí misma.
En la primavera y en el verano, la mujer se sale de su centro, se exterioriza, y procura vivir más para los demás que para sí. Se entrega al medio que la rodea, a la sociedad.
La tierra, pujante, en la primavera da a luz plantas y flores. La mujer entre tanto color, tanta competencia, se despersonaliza y desvanece. Nos pasa más desapercibida. Y en el verano con sus desenvolturas de playa, por la mañana, y en sus exhibiciones de elegancia en el anochecido, anda muy cerca de ser un fuego de artificio.
Lo mujer, en la primavera y en el verano, canta y ríe. Pero no interesa.
Pero en el otoño ¡ah, en otoño!
Entonces la mujer se aísla, se desarticula de la sociedad y vive con las velas recogidas. Y piensa, medita. En esos instantes hace balance de lo acaecido en las estaciones que se fueron.
Y si no está triste está melancólica, que le anda cerca. En su interior se juntan memorias y deseos, como dijo un poeta. Está pues, llena de vida.
A lo más, en el otoño, la mujer sonríe. Y este es el gesto que, en ella, no debiera ser nunca rebasable. En la sonrisa la mujer lo dice todo. Dice, no hay duda, lo inefable.
Su color ha salido de las sienas tostadas del verano y no ha llegado todavía a las palideces implacables del invierno. Se ve, en color, en un punto medio de equilibrio, de transición.
La mujer, huido el verano, sin abandonarse, ya no piensa tanto en el adorno y en el tocado. Va, por la calle, como diría Dante.
benignamente d’umiltá vestuta
Y entonces se la ve más natural, más próxima a la Divinidad, más cerca de Dios.
En esta estación es cuando más sufre y padece. Y, por ello, es cuando la mujer es más adorable. Inspira compasión, inspira ternura. Inspira, digamos lo de una vez, amor.
El amor de otoño es el mejor. El más perfilado, el más hondo. Cuando la naturaleza muere el amor crece más vigoroso y más lozano. Se cría en la cuna de la melancolía.
Quien no ha amado en el otoño no sabe lo que es cosa buena, no sabe lo que es amor.
Uno, que lo ha vivido y no ha perdido la memoria, lo recuerda. Y es que uno, en el deslizarse de la vida, se dedica a la profesión de filósofo ambulante.
Con una gabardina al hombro y una boina en la cabeza, por todo equipo, arrimado al quicio de una puerta observa y ve que el amor es inmutable, no cambia.
La mujer, como todo lo bueno, para estar mejor, tiene que estar en punto de plenitud. En el otoño lo está.
No, por favor, no me deis mujeres en la primavera ni en el verano. ¡No las aceptaría! Dádmelas, si alguien quiere hacerme el regalito, en el otoño…