Publicado en: Inédito
A la orilla de la ría del Eo, en su mano derecha mirando al mar, hay un campo alargado – llamado de la Taraxe – ligeramente ondulado. Al borde de ese campo, por la parte de arriba, hay una hilera, en ruinas, de hornos de cal, que a fines del siglo pasado todavía exhalaban hacia el cielo penachos de humo, signo del cocimiento de piedras calizas que en sus entrañas se hacía. Los hornos eran propiedad, cada uno, de las casas solariegas de villa, aldea o pueblo colindante. Cada vecino, con su familia, trabajaba y explotaba su horno, como una añadidura a los rendimientos de sus labranzas, que cada cual también trabajaba.
Hoy esas ruinas están cubiertas de yedras, silvas, tojos y madreselvas, y en todo ello encuentran soporte los mirlos y otros pájaros para hacer sus nidos, en la paz de lo inhabitable por el hombre y el rumor constante de las olas de la ría.