Publicado en: EL Progreso de Asturias. Abril-1958
En los primeros días de otoño último, un grupo de amigos tomamos el acuerdo de dar una vuelta por pueblos del occidente de Asturias. Queríamos pasar un día de esparcimiento y goce campero que rompiera la monotonía de nuestros quehaceres cotidianos.
Hicimos realidad nuestro deseo. Uno de los últimos días de septiembre, no recuerdo cual, amaneció con sol. Algunas nieblas se veían en lontananza, pero no parecían presagio de nada malo. No era de temer, y así resultó, que el tiempo cambiara.
Serían las nueve de la mañana cuando salimos de Navia, en coche. Los primeros kilómetros los pasamos a velocidad. Nos eran muy conocidos los pueblos. Así, pues, pasamos rápidamente por Cartavio, La Caridad, Valdepares, Tapia, Serantes, etc.
Poco después de Barres, a la altura de La Linera, paramos. Y desde allí vimos el castillo de Donlebún a la derecha. Y de frente, Castropol y Ribadeo que coqueteaban con las aguas apacibles y azogadas de la ría del Eo. A la izquierda se veían Salias y El Esquilo.
Vámonos. Pero siguiendo un viaje más lento. Hacemos alto, unos minutos, en Vilavedelle, y vemos allí la hermosura de la ensenada de la ría que llega a Fabal.
Cuatro kilómetros nos faltan para llegar a Vegadeo. Pero antes pasamos por Fondón, en Rio de Seares.
Vegadeo. Tomamos un refrigerio. Y nos metemos por una ruta totalmente desconocida para todos. Vamos a ir a Taramundi. La carretera arranca de Vegadeo casi en llano hasta llegar a la Coruxeira, donde empieza una larga cuesta, varios kilómetros, que llega hasta cerca de Ouria. Subiendo vemos a un lado Las Cruces y Ferreirameon. Al otro, Fuente de Louteiro y Cereigido. En las laderas de los montes y en las hondonadas por donde pasa el río Monjardin hay una vegetación nutrida, que, por fuerza de la estación, empieza a amarillar. El paisaje, con el sol de la mañana, es delicioso. Las crestas de las montañas van desnudándose. Y una onda misteriosa me trae a la memoria estos versos de Góngora.
Raya dorado Sol, orna y colora del alto monte la lozana cumbre.
Antes de llegar a Ouria cruzamos la Sela de Fabal. Pero en Ouria nos detenemos y sacamos una foto, a distancia, de la Iglesia del pueblo. Sabemos que de ésta y su archivo está haciendo lucidos estudios un sacerdote de Vegadeo, Don José Rodriguez Fernández.
Después de Ouria, a poca distancia, nos encontramos con El Castro. El paisaje y los pueblos que ahora vamos viendo toman un tinte distinto de lo visto antes de Vegadeo, lo que se llama, por la proximidad al mar, La Marina. Las casas que encontramos son más oscuras, algunas sin encalar, más rústicas, pero de una belleza incomparable. Aquello parece burilado al aguafuerte.
Atravesamos la Sela de la Entorcisa y pasamos, dejándolo a nuestra izquierda, un pueblo al descubierto alegre, Bres. Poco después la carretera tiene un puente. Debajo se desliza el rio Cabreira.
Seguimos la carretera con muchas curvas. Y vemos árboles sin cuento. Castaños, robles, nogales… Y encaramándose hacia las alturas, tojos floridos, carqueixas y queirotas.
Llegamos a un lugar donde el horizonte se ensancha. Las montañas parece que se abren. Vemos hacia allá una iglesia de torre alta, con el caserío en torno. ¿Qué será aquello? Lo adivinamos. Taramundi. Alto el coche. Una foto.
Taramundi no es un pueblo grande, pero tiene mucho carácter. ¡Habíamos oído hablar tanto de Taramundi! Pero no nos defrauda. No. Vimos su iglesia y un poco más arriba, un parque de robles. Sólo de robles. Una joya. He aquí al famoso Taramundi. El pueblo que hace navajas y las manda a medio mundo. Le dedicamos una hora. Y con gran contento. Pero hay que irse. Vamos, siguiendo la carretera, hacia Galicia.
El paisaje es más espacioso. La carretera mejor, más cuidada. Pero la belleza sigue de dueña y señora. No se nos oculta. Atravesamos Vega de Zarza y un rato después, Conforto. Conforto es una aldea grande, rica. Se nota.
Cuando todavía no lo esperábamos nos encontramos con la villa grande y de mucha importancia comercial: Puente Nuevo.
En Puente Nuevo estaban de fiesta. Nos apeamos y nos sentamos en la terraza de un bar. Y en frente, en un quiosco provisional, una banda de música toca pasodobles animados. Muy bien.
Hemos de ir a comer a Ribadeo. Tenemos que marchar. Bajamos por una carretera de delicia. El rio Eo nos acompaña a la derecha. Sus aguas son claras y, a veces, en las cascadas blancas hay gran cantidad de árboles esparcidos o apretados. Los pinos y eucaliptos son los amos. Pero, en realidad, hay de todo. Pasamos por las cercanías de Santirso sin detenernos. Y, más abajo, Abres. Brisas con olor a mar penetran por las ventanillas del coche. Porto. Los llanos de Reme. Hacia la derecha, juncales.
Ribadeo. Una hora para comer. No más. Y con el pitillo en la boca, nos vamos al Faro. Desde Ribadeo al Faro hay una magnifica carretera que tendrá unos dos o tres kilómetros. Desde ella, que está a buena altura, se ve como la ría del Eo le da la mano al Cantábrico. El mar, ese día y a tal hora, estaba tranquilo. Pero tenía las rugosidades necesarias para que no fuera espejo. Su color era azul plata. Y una bruma ligerísima unía cielo y mar. No había raya de horizonte. ¿Para qué?
Inmediatamente regresamos a Asturias. En Vegadeo preguntamos por Don José, el sacerdote escritor. Lo encontramos. Y conseguimos llevarlo con nosotros. Ahora vamos por la carretera de Piantón.
Y llegamos a Sestelo. Es preciso pararse y ver cómo anda aquello. Hoy está mejor que nunca. El embalse del salto, rodeado de mimbreras, con aguas limpias, claras, parece algo de cuento de hadas.
Dejamos este sitio con pena. Pero es preciso seguir devorando hermosuras. Un ramal de carretera nos lleva por Añides y Penzol. Y nos encontramos, algo más arriba que no podemos seguir. La carretera se acabó. Estamos en el campo del Couselo.
En el Couselo, sin apena darnos cuenta, estamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. Desde allí vemos las huertas de la Cabanada, y Brañatuille.
El sol nos deja, declina. Hay que bajar. En Montealegre doblamos y cogemos la carretera de Meredo. En este camino y subiendo hacia la izquierda, Don José nos señala un monte y dice que allí estuvo, hace siglos, el castillo del Suarón. El tiempo lo borra todo. No hay rastro de nada. En ese momento sólo se veían en el histórico monte, un par de yeguas comiendo tojos y tocando la choca.
Meredo es un pueblo plácido, bien situado. Visitamos su iglesia. Al subir al coche vemos dos cazadores que bajan del monte. Nos saludan. Son Rivera y Antuña. De Vegadeo. Cada cual trae su ramillete de perdices muertas. Estamos entre luces. Y todavía tenemos que ir a Presno.
El señor cura de este pueblo con toda amabilidad nos enseña también su iglesia que es, por todos conceptos, interesante.
Son las ocho y media. No se ve ya. Estamos rendidos, agotados. Y no por cansancio físico, muscular. Nuestro cansancio es cerebral. Hemos visto, de cerca o de lejos, infinitas cosas dignas de atención.
El viaje fue bien aprovechado. A las diez de la noche llegamos a Navia. Cenamos. ¡Y nos dormimos como pegos!
Alejandro Sela, Navia, 3-2-1958